(1)
El magistrado tenía finos cabellos blancos y profundas arrugas en torno a su boca y usaba quevedos: su expresión era de desabrida bondad. Tamborileaba con impaciencia con su pluma estilográfica sobre el papel secante. Parecía como si los interminables circunloquios de los testigos de la policía pusieran sus nervios a prueba. «Procedimos así y así… De la información recibida…». Dijo con irritación, «Supongo que lo que quieren decir…».
A D. le habían permitido sentarse en el banquillo. Desde donde estaba no podía ver más que a unos cuantos abogados y policías, al secretario sentado ante una mesa bajo el estrado del magistrado, todas personas desconocidas. Pero mientras estaba a la entrada del tribunal esperando a que le llamaran vio una serie de rostros familiares: el señor Muckerji, el anciano doctor Bellows, hasta la propia señorita Carpenter. Les sonrió dolorosamente mientras iba hacia el banquillo, antes de ponerse de espaldas. Todos debían de estar confusos; salvo, claro está, el señor Muckerji, que seguramente tendría sus teorías. Se encontraba enormemente cansado.
Habían sido treinta y seis largas horas. Primero fue el viaje a Londres con un excitado agente de la policía que lo tuvo despierto toda la noche con su charla sobre si llegaría o no a un combate de boxeo que se iba a celebrar en el Albert Hall. Y luego el interrogatorio en Scotland Yard. Al principio le había divertido, por el contraste con el interrogatorio a porrazo limpio que había sufrido en su país. Había tres hombres sentados o que se paseaban lentamente por la habitación; se mostraban meticulosamente imparciales y de vez en cuando uno de ellos traía té y galletas para él: té barato y fuerte y galletas bastante dulces. También le ofrecieron cigarrillos y él les devolvió el cumplido. No les gustaba el tabaco negro pero se dio cuenta, con secreto regocijo, de que disimuladamente tomaban nota del nombre de la marca por si les era útil después.
Estaba claro que intentaban cargarle la muerte del señor K.; se preguntó qué pasaría con las otras acusaciones, el pasaporte falso y el supuesto suicidio de Else, por no hablar de la explosión en Benditch. «¿Qué hizo con el revólver?», le preguntaron. Fue lo más que se acercaron a la extraña escena de la embajada.
«Lo tiré al Támesis», dijo divertido.
Insistieron en aquel punto con toda seriedad; parecían dispuestos a emplear buzos, dragas…
Les dijo, «Bueno, por uno de los puentes… No sé el nombre de todos».
Lo habían averiguado todo con respecto a la visita a Entrenationo durante la reunión social, con el señor K., y un hombre que se presentó por su cuenta a testificar dijo que K. había hecho una escena porque le seguían. Un hombre llamado Hogpit. «Yo no le seguía», dijo D. «Le dejé fuera de las oficinas de Entrenationo».
«Un testigo llamado Fortescue les vio a usted y a una mujer…».
«No conozco a nadie que se llame Fortescue».
Llevaban horas interrogándole. Una vez sonó el teléfono. Un policía se volvió a D., con el aparato en la mano y le dijo, «Ya sabe que todo esto es voluntario, ¿no? Puede negarse a responder a cualquier pregunta si no está presente su abogado».
«No quiero abogado».
«No quiere abogado», dijo el policía por teléfono y colgó.
«¿Quién era?», dijo D.
«¿Y yo qué sé?», dijo el policía. Le sirvió dos terrones en su cuarta taza de té y le preguntó a D., «¿Dos terrones? Nunca me acuerdo».
«Sin azúcar».
«Lo siento».
Horas más tarde hubo una identificación. Fue bastante decepcionante para el antiguo profesor de lenguas románicas ver los rostros escogidos. Parecían decirle que era así como ellos le veían. Miró con desaliento una hilera de tipos mal afeitados de Soho: la mayor parte parecían chulos o camareros de cafés de mala nota. Sin embargo le divirtió descubrir que la policía se portaba con extraordinaria ecuanimidad. De pronto Fortescue entró por una puerta al patio, con un paraguas en una mano y un sombrero hongo en la otra. Se paseó por delante de la andrajosa galería como un político joven y tímido pasando revista a una guardia de honor y dudando un largo rato delante de un bribón que estaba a la derecha de D.: un sujeto con aspecto de poder matarte por un paquete de cigarrillos. «Me parece…», dijo Fortescue. «No… quizá». Volvió sus ojos claros y serios hacia el detective que estaba con él y le dijo, «Lo siento mucho, ¿sabe?, pero es que soy muy corto de vista y aquí todo parece tan diferente».
«¿Diferente?».
«Quiero decir a lo de Emily, al piso de la señorita Glover».
«Pero no tiene que identificar muebles».
«No. Pero el hombre que yo vi llevaba un esparadrapo… ninguno de éstos…».
«¿Y no puede imaginarse un vendaje?».
«Por supuesto», dijo Fortescue mirando a la mandíbula de D., «éste tiene una cicatriz… podría ser…».
Pero continuaron mostrándose ecuánimes. Se negaron a permitirlo. Le sacaron de allí y trajeron a un hombre con un sombrero negro al que D. recordaba vagamente haber visto… en alguna parte. «Ahora, señor», le dijo el policía, «¿reconoce usted al hombre que estaba en el taxi?».
Dijo, «Si su agente hubiera prestado la debida atención en vez de intentar arrestarle por embriaguez…».
«Sí, sí. Fue un error».
«Y un error, supongo, encausarme a mí por obstrucción, ¿no?».
El detective dijo, «Después de todo, señor, ya nos hemos disculpado».
«Muy bien entonces. Tráigame a esos hombres».
«Aquí están».
«Ah, sí éstos». Preguntó con aspereza. «¿Están aquí por su voluntad?».
«Por supuesto. Se les paga a todos… excepto al detenido».
«¿Y cuál es?».
«Para eso está usted aquí, señor».
El hombre del sombrero dijo, «Sí, sí, por supuesto» y comenzó a dar zancadas rápidamente a lo largo de la hilera. Se detuvo delante del mismo individuo de aspecto patibulario de Fortescue y dijo con firmeza, «Este es su hombre».
«¿Está usted absolutamente seguro, señor?».
«Desde luego».
«Muchas gracias». Después no le trajeron a nadie más. Quizá pensaban que tenían tantas acusaciones contra él que había tiempo de sobra para endosarle la más grave de todas. Se sentía completamente apático; había fracasado y se contentaba con negarlo todo. Que probaran lo que quisieran. Al final lo dejaron solo en una celda y durmió intranquilo. Volvían los viejos sueños, con una diferencia. Discutía con una mujer mientras paseaban a orillas de un río: ella decía que el Manuscrito de Berna era mucho más moderno que el de la Boldleian. Eran maravillosamente felices paseando junto a la tranquila corriente. Dijo, «Rose…». Le llegó un aroma de primavera y sobre el río, muy lejos, se irguieron los rascacielos, como tumbas. Un policía le sacudió por el hombro, «Un abogado quiere verle, señor».
No quería ver a ningún abogado. Era demasiado agotador. Dijo, «No sé si usted lo comprende. No tengo ni un céntimo. Es decir, para ser más exacto tengo dos libras y un billete de vuelta».
El abogado era un joven ágil y hábil, de maneras mundanas. Le dijo, «No se preocupe, eso está arreglado. Tenemos instrucciones de Sir Terence Hillman. Creemos que es necesario mostrar que no le faltan amigos, que es hombre de influencias».
«Si le llama usted a dos libras…».
«Ahora no vamos a discutir de dinero», dijo el abogado. «Le aseguro que nosotros estamos conformes».
«Pero quiero saber, si voy a permitir…».
«El señor Forbes se ha hecho cargo de todo».
«¡El señor Forbes!».
«Y ahora», dijo el abogado, «pasemos a los detalles. Da la impresión de que han acumulado unas cuantas acusaciones graves contra usted. De todas maneras hemos anulado una de ellas. La policía se muestra de acuerdo con que su pasaporte es absolutamente correcto. Fue una suerte que recordara el ejemplar enviado al Museo».
D. pensó, con un ligero despertar de su interés: buena chica, se puede confiar en que recuerde las cosas en el momento oportuno. Dijo, «¿Y la muerte de la niña…?».
«Ah, de eso nunca tuvieron ninguna prueba. Además la mujer confesó. Por supuesto que está loca. Se puso histérica. Ya sabe que un indio que vivía allí anduvo preguntando por todo el vecindario… No, tenemos que ocuparnos de cosas más graves».
«¿Cuándo ocurrió todo eso?».
«El sábado por la tarde. Apareció en la última edición de los periódicos dominicales». D. recordó como, mientras pasaba en coche por el parque, había visto un letrero referente a algo sensacional ocurrido en Bloomsbury: sensacional tragedia en Bloomsbury, la absurda frase le volvió a la cabeza. Si hubiera comprado un ejemplar hubiera dejado en paz al señor K., ahorrándose aquel problema. Ojo por ojo, pero no hay por qué exigir dos ojos.
El abogado dijo, «Desde luego que, en cierto modo, nuestra oportunidad estriba en la cantidad de acusaciones».
«¿No tiene prioridad el asesinato?».
«Dudo que aún puedan acusarle de eso».
A D. todo aquello le resultaba abismalmente complicado y no muy interesante. Le habían detenido y era difícil que no consiguieran pruebas. Esperaba que Rose pudiera quedar al margen. Era mejor que no le hubiera visitado. Se preguntó si sería seguro enviar un mensaje a través del abogado y luego decidió que ella tenía mucho sentido común, el suficiente como para mantenerse apartada. Recordó su franca declaración, «No creo que pudiera amarte si estuvieras muerto», y sintió un ligero dolor irracional pensando que podía estar seguro de que no haría locuras.
No asistió al juicio. Estaba seguro: una mirada hubiera sido bastante para localizarla. Tal vez si ella hubiera estado allí le hubiera él prestado más atención al procedimiento. Uno quiere mostrar ingenio o valor cuando está enamorado, si es que lo está.
De vez en cuando un anciano de nariz de loro se levantaba para interrogar a un policía. D. supuso que sería Sir Terence Hillman. El asunto se prolongaba tediosamente. Luego, de pronto, todo pareció concluir: Sir Terence solicitó un aplazamiento. Su cliente no había tenido tiempo de reunir las pruebas… había asuntos en el caso que no estaban claros. Ni siquiera lo estaban para D. ¿Por qué pedir un aplazamiento? Según parecía todavía no había sido acusado de asesinato… seguramente de cuanto menos tiempo dispusiera la policía, mejor.
El asesor legal de la policía no hizo ninguna objeción. Era un subalterno con aspecto de pájaro, que sonrió afectada y sardónicamente hacia el distinguido K. C.[6] como si hubiera conseguido un tanto imprevisto gracias a la estupidez del otro.
Sir Terence se levantó y pidió la libertad bajo fianza.
En el tribunal comenzó una prolongada disputa, que a D. le pareció absolutamente sin sentido. Prefería estar en una celda que en una habitación de hotel… y además, ¿quién iba a depositar una fianza por un extranjero sospechoso e indeseable?
Sir Terence dijo, «Señoría, quiero protestar ante la actitud de la policía. Aquí se han insinuado acusaciones más graves. Que las hagan, ya veremos en qué consisten. Lo que se nos ha mostrado es un conjunto de acusaciones muy menores. Estar en posesión de armas de fuego… resistencia a la detención… ¿y detención por qué? Detención por una falsa acusación que la policía no se tomó el trabajo de investigar como debía».
«Incitación a la violencia», dijo el hombre con aspecto de pájaro.
«Política», exclamó Sir Terence. Levantó la voz y dijo, «Señoría, parece estar convirtiéndose en práctica habitual de la policía, que espero tenga los medios de detener. Meten en la cárcel a una persona bajo la acusación de cualquier delito trivial mientras intentan conseguir pruebas para hacer otra acusación y si no lo consiguen, bueno, pues se pone en libertad a esa persona y no volvemos a oír hablar de esas poderosas razones… A ella, a esa persona, no se le ha dado la oportunidad de buscar a sus testigos…».
La disputa prosiguió. Súbitamente el magistrado dijo con impaciencia, apuñalando su papel secante, «No puedo menos, que decir, señor Fennick, que hay algo de verdad en lo que dice Sir Terence. Realmente no hay nada en este momento, en esas acusaciones, que me impida conceder la libertad bajo fianza. ¿Retiraría sus objeciones si ponemos una fianza bastante elevada? Después de todo ustedes tienen su pasaporte». Luego la discusión comenzó de nuevo.
Todo aquello era ficticio: tenía sólo dos libras en el bolsillo; ni siquiera literalmente en el bolsillo, porque se las habían quitado cuando le detuvieron. El magistrado dijo, «En este caso le pondré en libertad durante una semana con una fianza de dos obligaciones de mil libras cada una», No pudo menos que echarse a reír: ¡dos mil libras! Un policía abrió la puerta de la barrera del banquillo y le tomó por el brazo. «Por aquí». Se encontró de nuevo en el corredor embaldosado fuera de la sala del tribunal. El abogado estaba allí, sonriente. Le dijo, «Vaya, Sir Terence le ha dado una pequeña sorpresa, ¿no?».
«No puedo entender todo este jaleo», dijo D. «No tengo el dinero y además estoy muy cómodo en mi celda».
«Ya está todo arreglado», dijo el abogado.
«¿Pero por quién?».
«Por el señor Forbes. Le espera fuera».
«¿Estoy libre?».
«Libre como el aire. Durante una semana. Hasta que reúnan pruebas suficientes como para volver a detenerle».
«No veo por qué tenemos que darles tantas molestias».
«Ah», dijo el abogado, «el señor Forbes es un buen amigo suyo».
Salió de la audiencia y bajó las escaleras; el señor Forbes, en chillones bombachos, se paseaba nerviosamente delante del radiador de un Packard. Se miraron con cierto embarazo, sin darse la mano. D. le dijo, «Creo que debo darle las gracias por haber pagado a un tal Sir Terence y por mi fianza. De verdad que no era necesario».
«No se preocupe», dijo el señor Forbes. Le lanzó una mirada triste, como si quisiera leer en su rostro alguna explicación. Dijo, «¿Quiere subir a mi lado? He dejado al chófer en casa».
«Me gustaría encontrar un sitio donde poder dormir. Y debo recuperar mi dinero en la policía».
«Ahora no se preocupe por eso».
Penetraron en el automóvil y el señor Forbes lo puso en marcha. Le dijo, «¿Ve usted el indicador de gasolina?».
«Está lleno».
«Entonces todo va bien».
«Quisiera detenerme, si no le importa, en Shepherd’s Market». Hicieron todo el camino en silencio; por el Strand, dando la vuelta a Trafalgar Square, Piccadilly… Llegaron a una placita en medio del mercado y el señor Forbes tocó dos veces la bocina, mirando a una ventana que estaba sobre una pescadería. Dijo disculpándose, «No es más que un minuto». Apareció un rostro en la ventana, una cara regordeta y bonita, con un pañuelo de color malva. Movió una mano: una desganada sonrisa. «Excúseme», dijo el señor Forbes y desapareció por una puerta que había al lado de la pescadería. Apareció un gato grande junto a la alcantarilla y encontró una cabeza de pescado; la arañó una o dos veces con sus garras y se fue: no debía de tener mucha hambre.
El señor Forbes volvió y entró en el coche. Volvieron atrás y giraron. Lanzó una precavida mirada de soslayo a D. y le dijo, «No es una mala chica».
«¿No?».
«Me parece que realmente me tiene bastante cariño».
«No me sorprendería».
El señor Forbes se aclaró la garganta mientras conducía hacia Knightsbridge. Dijo, «Usted es extranjero. Le parecerá extraño que, bueno, mantenga a Sally si estoy enamorado de Rose».
«No es asunto mío».
«Un hombre tiene que vivir y nunca pensé que iba a tener una oportunidad hasta esta semana».
«¡Ajá!», dijo D. y pensó: Estoy empezando a hablar como George Jarvis.
«Además es útil».
«Seguramente».
«Quiero decir, hoy, por ejemplo. Estará absolutamente dispuesta a jurar que pasé todo el día con ella, si es preciso».
«No sé por qué no iba a hacerlo». Atravesaron en silencio Hammersmith. Sólo al llegar a Western Avenue dijo el señor Forbes, «Supongo que estará un poco confuso».
«Un poco».
«Bueno», dijo el señor Forbes, «se dará cuenta de que debe abandonar el país antes de que la policía consiga pruebas para relacionarle con aquel desdichado asunto. El revólver puede ser suficiente…».
«No creo que vayan a encontrar el revólver».
«No puede correr ese riesgo. ¿Sabe?, le diera usted o no, técnicamente es un asesinato. Me imagino que no podrán ahorcarlo. Pero puede pasar por lo menos quince años en la cárcel».
«Me imagino. Pero se olvida usted de la fianza».
«Yo me hago responsable de la fianza. Se irá esta noche. No será muy cómodo, pero hay un vapor cargado de provisiones que sale esta noche para su país. Probablemente le bombardeen durante el viaje: eso es cosa suya». Hubo un curioso quiebro en su voz. D. lanzó una rápida mirada a la abombada frente semítica, los ojos oscuros sobre una corbata un tanto chillona: lloraba. Un judío de mediana edad que lloraba al volante por Western Avenue. «Ya está todo arreglado. Le subirán a bordo clandestinamente en el canal después de que hayan pasado la aduana».
«Es muy bondadoso por su parte tomarse tantas molestias».
«No lo hago por usted», dijo, «Rose me pidió que hiciera lo que pudiera».
De modo que lloraba por amor. Giraron hacia el sur. El señor Forbes dijo con aspereza, como si le hubieran acusado. «Por supuesto yo he puesto mis condiciones».
«¿Sí?».
«Ella no debe verle. No la dejé ir al tribunal».
«Sí, y ella se casará con usted a pesar de Sally, ¿no?».
«Sí», dijo, «pero ¿cómo sabe usted…?».
«Ella me lo contó». Pensó, es mejor así. No estoy en condiciones de amar a nadie: al final se dará cuenta de que Furt está bien para ella. En el pasado nadie se casaba por amor. La gente hacía tratos matrimoniales. Ése era un trato. No debo sentir ningún dolor. Debería estar encantado de volver a la tumba de nuevo sin haber sido infiel. El señor Forbes le dijo, «Le dejaré en un hotel cerca de Southcrawl. Le recogerán en una lancha de vapor. No llamará la atención, es como un lugar de vacaciones hasta en esta época del año. Añadió sin venir a cuento, «El clima es tan bueno como el de Torquay». Luego siguieron en un sombrío silencio, hacia el suroeste, el novio y el amante, si es que había sido un amante.
Era ya muy tarde cuando, entre las altas y desnudas dunas de Dorset, el señor Forbes dijo, «¿Sabe?, no lo hizo usted tan mal. ¿Cree que tendrá problemas cuando llegue a su país?».
«Es probable».
«Pero es que aquella explosión en Benditch hizo trizas el contrato con L. Eso y la muerte de K.».
«No comprendo».
«Usted no se llevará el carbón, pero tampoco L. Nos hemos reunido esta mañana. Cancelamos el contrato. Hay demasiado riesgo».
«¿Riesgo?».
«La reapertura de los pozos y que después nos encontremos con que el gobierno se entremete. No le habría dado más publicidad al asunto si hubiera comprado la primera página del Mail. Ya ha habido un editorial sobre los gángsteres políticos y la guerra civil que se libra en territorio británico. Decidimos que debíamos o denunciar al periódico por libelo o cancelar el contrato y anunciar que habíamos actuado de buena fe, creyendo que el carbón iba a Holanda. Así que lo cancelamos».
Realmente era una victoria a medias; pensó sombríamente que retrasaría su muerte: sería mediante una bomba enemiga en vez de encontrar una rápida solución a sus problemas frente a las tapias de un cementerio. Desde la cumbre de la colina se veía el mar. No lo había visto desde aquella neblinosa noche en Dover, con las gaviotas chillando: el límite de su misión. A lo lejos, a la derecha, comenzaba una proliferación de villas; se encendieron las luces y un muelle se proyectó hacia el mar como un ciempiés de espinazo luminoso.
«Ahí está Southcrawl», dijo el señor Forbes. No se veían luces de barcos en la superficie gris del canal que se difuminaba. «Es tarde», dijo el señor Forbes con cierto nerviosismo.
«¿Adónde tengo que ir?».
«¿Ve ese hotel a la izquierda, a unas dos millas de Southcrawl?». Bajaron lentamente la colina; a medida que se acercaban se parecía más a una aldea que a un hotel; o tal vez sería mejor compararlo con un aeropuerto: una serie de círculos de bungalows cromados en torno a una torre central iluminada, más campos y más bungalows. El señor Forbes dijo, «Se llama Lido. Es una nueva concepción de hoteles populares. Un millar de habitaciones, campos de juego, piscinas…».
«¿Y el mar?».
«El mar no está climatizado», dijo el señor Forbes. Le miró de soslayo, con astucia. «La verdad es que he comprado este sitio». Añadió. «Lo anunciamos como un crucero por tierra. Hay un secretario para organizar los juegos, conciertos, gimnasio. Los jóvenes son bien recibidos: los recepcionistas no se preocupan si el anillo es recién comprado en Woolworth’s. Por supuesto lo mejor de todo es que no hay mareos. Y es barato». Parecía entusiasmado. «Sally tiene muchas ganas de venir. Le encanta el ejercicio físico, ¿sabe?».
«¿Se ocupa usted personalmente?».
«A veces me gustaría ocuparme más. Se debe tener un hobby. Pero tengo aquí a un tipo que lo controla todo. Tiene mucha experiencia en paradores y cosas por el estilo: si le gusta la idea se lo dejaré a su cargo con un sueldo de mil quinientas libras al año y los gastos cubiertos. Queremos convertirlo en un centro de vacaciones para todo el año. Ya sabe, empieza la temporada en Navidades».
Un poco más adelante el señor Forbes detuvo el automóvil. Dijo, «Tiene reservada la habitación por una noche. No será el primero que se marche sin pagar una cuenta. Por supuesto, lo denunciaremos a la policía, pero me imagino que no le preocupará otra pequeña acusación. Su número es el 105 c».
«Parece el de un condenado».
El señor Forbes añadió, «Le irán a buscar a su habitación. No creo que algo vaya a salir mal. No quiero seguir más. Pida su llave en la conserjería».
D. le dijo, «Sé que no debo darle las gracias, pero de todas maneras…». Se quedó de pie al lado del automóvil: no sabía qué decir. Añadió, «Dele muchos recuerdos a Rose, ¿quiere? Y mis felicitaciones, felicite a Rose…». Se detuvo; había sorprendido en el rostro del señor Forbes una mirada casi de odio. Debía ser muy amargo aceptar condiciones tan humillantes: una dote es menos personal. Le dijo, «No podría tener un amigo mejor». El señor Forbes se inclinó apasionadamente hacia adelante y apretó con fuerza el arranque. Comenzó a retroceder. D. miró un momento sus ojos enrojecidos. Si no era odio, era pena. Dejó al señor Forbes y se fue andando por la carretera hasta los dos pilares con luces de neón que señalaban la entrada del Lido. Habían puesto dos enormes tartas con lámparas eléctricas en los pilares, pero aún no estaban enchufadas; se las veía negras, metálicas, poco apetitosas.
El recepcionista ocupaba un pabelloncito en la entrada. Le dijo, «Ah, sí, su habitación ha sido reservada por teléfono la pasada noche, señor…», echó un vistazo al libro de registro, «Davis. Supongo que su equipaje no tardará en llegar, ¿no?».
«He venido andando desde Southcrawl. Ya debería estar aquí».
«¿Quiere que telefonee a la estación?».
«No, démosles una o dos horas. ¿No habrá que vestirse para la cena, me imagino?».
«Oh, no. Nada de eso, señor Davis. Perfecta libertad. ¿Puedo enviarle al secretario de deportes a la habitación para que charlen?».
«Me parece que las primeras veinticuatro horas me dedicaré sólo a respirar el aire».
Caminó dando vueltas y más vueltas por los grandes círculos cromados: cada habitación tenía una terraza para tomar baños de sol. Hombres en pantalones cortos, con las rodillas ligeramente azuladas por el frío, se perseguían unos a otros, riéndose, en la luz del atardecer: una chica en pijama gritó, «¿Llamaron ya para el baloncesto, Spot?», a un hombre calvo. La 105 c era una cabina: hasta tenía un falso ojo de buey en lugar de ventana y el lavabo se podía plegar contra la pared para dejar más espacio; podías casi imaginar un ligero olor a aceite y la trepidación de las máquinas. Suspiró. Inglaterra, aparentemente, conservaba una cierta extravagancia hasta el fin: eran las excentricidades de un país que vivía en paz civil desde hacía doscientos cincuenta años. Había bastante ruido, las risas eran de las técnicamente llamadas felices y varios aparatos de radio sonaban, sintonizados con diversas emisoras. Las paredes eran muy finas, de manera que se podía escuchar lo que pasaba en las habitaciones vecinas: un hombre parecía dedicado a tirar sus zapatos contra la pared. La habitación estaba recalentada como una cabina. Abrió un ojo de buey y casi al mismo tiempo un joven metió su cabeza: «¡Hola!», dijo, «¡Hola a los de ahí dentro!».
«¿Sí?», preguntó D. fatigadamente, sentándose en la cama. No le parecía que ése fuera el llamamiento que esperaba. «¿Qué quiere?».
«Oh, lo siento. Creí que era la habitación de Chubby».
«¿Quién es, Pig?», preguntó una voz femenina.
La cabeza del joven desapareció. Susurró en tono penetrante, confuso. «Es un fulano extranjero».
«Déjame echar un vistazo».
«No seas tonta. No puedes hacerlo».
«¿Qué no puedo?». Una muchacha nariguda, de cabellos rubios y ahuecados, asomó la cabeza por la ventana, soltó una risita y desapareció de nuevo. Una voz dijo, «Aquí está Chubby. ¿Qué estabas haciendo por ahí, pedazo de sinvergüenza?».
D. se tumbó de espaldas pensando en el señor Forbes conduciendo su automóvil hacia Londres, en la luz del atardecer: ¿Iría a ver a Rose o a Sally? En algún lugar sonó un reloj. Ése era el final: cuanto antes estuviera de vuelta, mejor; podía comenzar a olvidar la absurda imagen cómica que continuaba fija en su mente, de una muchacha blandiendo un bollo en la niebla. Se quedó dormido y despertó de nuevo; según su reloj había pasado media hora. ¿Cuánto tiempo faltaría? Fue hasta la ventana y miró hacia afuera; más allá de la línea de luces de su propio círculo de bungalows de acero no había nada: sólo la noche y el sonido del mar lavando los guijarros y retirándose, el largo suspiro de un elemento derrotado. En todo el arco de oscuridad no había ni una luz que revelara la presencia de un barco en la costa.
Abrió la puerta. No había corredores; cada puerta se abría inmediatamente, por así decirlo, sobre la cubierta desprotegida. La torre del reloj era como el puente de un barco alzándose entre las nubes: una luna retrocedía en el cielo marmóreo; se había levantado viento y el mar parecía más cercano. Le parecía raro que no le persiguieran. Por primera vez desde que desembarcara nadie le «buscaba». Estaba viviendo la segura existencia legal de un hombre en libertad bajo fianza.
Caminó de prisa bajo el frío aire del atardecer hasta dejar atrás las pequeñas y un tanto recalentadas habitaciones. Llegaba música de Luxemburgo, Sttutgart y Hilversum: había aparatos de radio por todas partes. Varsovia sufría perturbaciones atmosféricas, en National daban una charla sobre el problema de Indochina. Bajo la torre del reloj una amplia escalinata, recubierta de linóleo, llevaba a las grandes puertas de cristal del centro de recreo. Entró. La mesa central estaba llena de periódicos de la tarde: una bandeja llena de peniques demostraba que funcionaba el sistema de confianza. Se oían grandes carcajadas de un grupo de hombres que estaban en un rincón bebiendo whisky; por lo demás la grande y ventosa habitación de cristal y acero estaba vacía; si es que se podía hablar de vacío entre todas aquellas mesitas y butacas tapizadas, máquinas tragaperras y billares. Había hasta un bar lácteo junto a la puerta de servicio. D. se dio cuenta de que no tenía ni un penique en los bolsillos: el señor Forbes no le había dejado tiempo para que recogiera su dinero de la policía. Si el barco no aparecía sería un engorro… Miró los periódicos de la tarde; pensó, con tantos delitos sobre mi conciencia qué importa una pequeña ratería. Nadie miraba. Tomó un periódico a hurtadillas.
Una voz conocida dijo, «Un espectáculo increíblemente estupendo». A Dios, pensó, sólo se le puede representar como un bromista; era absurdo traerle hasta allí para encontrarse finalmente con el capitán Currie. Recordó que el señor Forbes le había hablado de un hombre experto en paradores… No le pareció que fuera el momento para amistosos saludos. Desplegó el periódico y se refugió detrás de él. Una voz casi servil le dijo, «Perdone, señor, pero me parece que ha olvidado su penique». El camarero debía haber llegado oculto bajo las ruidosas carcajadas; sin duda la operación confianza funcionaba pero se vigilaban cuidadosamente los peniques en el plato. Lo cual, por cierto, no hablaba muy bien, pensó, de Chubby, Spot y el resto de la clientela del señor Forbes.
Le dijo, «Lo siento, no tengo cambio».
«Oh, yo le puedo cambiar, señor».
D. estaba de espaldas a los bebedores pero se dio cuenta de que sus risas habían parado y que escuchaban. Dijo, metiendo la mano en el bolsillo, «Me parece que me he dejado el dinero en el otro traje. Le pagaré más tarde».
«¿Qué habitación, señor?». Si contar peniques es lo que te hace rico se merecían una fortuna.
Dijo, «La 105 c».
La voz del capitán Currie dijo, «Bueno, que me aspen».
No valía la pena tratar de evitar el encuentro. A fin de cuentas estaba en libertad provisional; Currie no podía hacerle nada. Se volvió y se sintió un poco chocado por los pantalones cortos del capitán Currie: era evidente que se adaptaba al nuevo ambiente. D. dijo, «No esperaba encontrarle aquí».
«Ya me lo imagino», dijo el capitán Currie.
«Bueno, espero que nos veamos en la cena». Empezó a caminar hacia la puerta con el periódico en la mano.
El capitán Currie dijo, «No, no se vaya. Quédese donde está».
«No comprendo».
«Éste es el tipo del que os estaba hablando, muchachos». Dos rostros de luna llena, de mediana edad, le miraron con espanto, ligeramente congestionados por el whisky.
«No».
«Sí».
«Que me maten si no estaba birlando un periódico».
«Es capaz de cualquier cosa», dijo el capitán Currie.
«¿No le importaría», dijo D. «dejarme pasar? Quiero irme a mi habitación».
«Ya me supongo», dijo el capitán Currie.
Uno de sus acompañantes le dijo con timidez, «Ten cuidado, viejo. Debe llevar un revólver».
D. dijo, «No tengo ni idea de lo que pretenden ustedes, caballeros. No soy un fugitivo de la justicia, ¿es ésa la expresión, no? Estoy en libertad bajo fianza y no hay ninguna ley que me impida ir a donde quiera».
«Es un pico de oro», dijo uno de los hombres.
«Será mejor que se tome las cosas con calma», dijo el capitán Currie.
«Ha gastado su último cartucho, jefe. Creía que iba a poder irse del país, supongo, pero no se le puede tomar el pelo a Scotland Yard. Es la mejor policía del mundo».
«No comprendo».
«Vamos, ¿es que no sabe que hay una orden de captura contra usted? Le buscan por asesinato».
D. leyó: estaba allí. Terence Hillman no había podido engañar durante mucho tiempo a la policía; debieron decidir ordenar su búsqueda nada más dejar el tribunal. Le buscaban y el capitán Currie lo había, triunfalmente, encontrado, y le miraba con seriedad pero con cierto respeto. Asesinar no es como robar un coche. Es una tradición inglesa tratar amablemente a los condenados: se les da de comer antes de la ejecución. El capitán Currie dijo, «Somos tres contra uno. Tranquilo. No estaría bien montar una escena».