CAPÍTULO III
AL SALIR DEL cuarto de baño, Erle Raymer se detuvo mirando con sorpresa al hombre que le saludaba con una grave inclinación de cabeza.
—¡Watson! —exclamó con alegría.
John Watson sonrió débilmente. Era un hombre alto, delgado, de mediana edad, reposado de ademanes y flemático como correspondía a un auténtico ayuda de cámara británico.
—Buenas tardes, señor. ¿Cómo está el señor? —inquirió sin perder su imperturbabilidad profesional.
—Gracias a Dios que encuentro en esta casa a alguien que esté en sus cabales —exclamó el joven tendiéndole la mano.
—Celebro verle de nuevo en casa, señor Raymer —aseguró Watson estrechando brevemente la mano de Erle—. Lo celebro mucho.
—Y yo también, Watson. Sólo que he llegado demasiado tarde para impedir este desastre. ¡Nunca debí marcharme!
—Eso es cierto, señor. El señor Peace gozaba de mejor humor cuando usted estaba en casa. Ha sufrido mucho durante su ausencia aunque, naturalmente, nunca se ha quejado del alejamiento del señor.
—¿Crees que fue eso lo que le trastornó, Watson? Debiste avisarme al tener conocimiento de lo que llevaba entre manos. Tú has sido siempre su hombre de mayor confianza. Nunca tuvo secretos para ti y, naturalmente, no te ocultaría lo que se proponía hacer.
—En efecto, señor. El señor Peace siempre consultó conmigo sus más arriesgadas empresas antes de acometerlas, aunque justo es decir que nunca hizo el menor caso de mis modestas opiniones. ¿El señor quiere que le afeite?
—Sí, aféitame —dijo Erle tomando una silla—. Respecto a lo de ese viaje a Venus...
Watson entró en el cuarto de baño. «¿Quién demonios es usted?», se oyó exclamar a Tony Mills entre el ruido de la ducha.
Watson salió del cuarto de baño y arrolló una toalla al cuello de Erle.
—¿Decía el señor? —preguntó.
—Cuéntame todo lo que ha ocurrido aquí desde que yo me marché, Watson. Quiero saber la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
—Poco hay que contar, señor. Unos días después de haberse marchado usted vino el profesor Harlow acompañado del profesor Dening...
—¿Quién es Dening?
—Un notable astrofísico, señor. Se ocupa de la composición de las estrellas, de la habitabilidad de los planetas y otras cosas por el estilo. Su nombre es famoso en el mundo científico.
Watson se puso a suavizar la navaja y prosiguió diciendo:
—Hicieron otras varias visitas al señor Peace hasta llegar a un acuerdo definitivo. El señor Peace financiaría el aparato ideado por mister Harlow y quedaría en propiedad suya la mitad de la máquina. Pero el planeta Venus, suponiendo que la teoría de mister Dening resultara cierta y fuera un mundo habitable, sería para el señor Peace, quien además de construir la astronave financiaría la expedición.
—Pero tú, ¿no sospechaste que todo era un timo?
—Perdone el señor si no comprendo lo que quiere decir —dijo Watson con la navaja suspendida sobre la cara de Erle.
—Quiero decir si no sospechaste que el viaje a Venus era una imposibilidad material y un pretexto para sacarle cincuenta millones de dólares a mi tío.
—Yo soy un criado y procuro no ser otra cosa que un buen criado, señor. Ignoro las posibilidades que existen de realizar una expedición a Venus, si bien supongo que una vez u otra había de encontrarse el medio de ir allá.
—¡Acabemos! —dijo Erle—. ¿También tú creíste en la sinceridad de Harlow y de ese... Dening?
—Yo suelo fiarme de la cara de las personas, señor Raymer —aseguró Watson empezando a raspar la mejilla del joven—. Tanto el profesor Dening, como el profesor Harlow y la hija de éste son gentes educadas, amables y sinceras a carta cabal. Nunca se me ocurriría que fueran estafadores con el propósito de abusar de la generosidad del señor Peace.
—¿Y si yo te dijera que el viaje a Venus es una fantasía y que la tal «astronave» es un montón de chatarra inútil? ¿Me creerías?
—El señor debe tener razones poderosísimas para hacer tan grave afirmación —contestó Watson.
—No tengo más que una razón, Watson. Y es que «me consta» positivamente que un viaje interplanetario es «imposible» en la actualidad.
—¿Quiere decir el señor que no tendremos viaje a Venus? ¡Oh, cuánto lo siento por el señor Peace! Él ha consagrado toda su fortuna y dos años enteros de su existencia a la realización de un sueño largamente acariciado. Si la expedición fracasa morirá del disgusto.
Esta eventualidad, en la que no había pensado, sumió a Erle Raymer en hondas y amargas reflexiones. Si tío Willie no realizaba su viaje a Venus reventaría del berrinche. Esto era para Erle tan cierto como que no habría viaje, ni a Venus ni a ninguna parte.
Watson terminó de afeitar a Erle respetando su silencio. Luego sacó del armario un traje que Erle se puso sobre una muda completa limpia.
Tony Mills salió del baño.
—Te presento a Watson, ayuda de cámara de tío Willie —le dijo Erle—. Él te afeitará y te proporcionará un traje a tu medida mientras yo voy abajo.
Dos minutos más tarde, Erle volvía a la sala donde su tío Willie mostraba un rifle de gran calibre a un hombre de mediana corpulencia cuyos ojos, grises e inteligentes, centelleaban detrás de los gruesos cristales de unas enormes gafas.
—Te presento al profesor Dening, Erle. Éste es mi sobrino, profesor.
Dening estrechó la mano del joven con afectuosidad arrolladora. Erle observó con el rabillo del ojo a dos mujeres, jóvenes y no feas, que charlaban animadamente un poco más allá. Había además otros hombres que no estaban allí media hora antes.
—Señoras y caballeros —dijo el archimillonario con voz fuerte—. Acérquense un momento para que les conozca mi sobrino.
Todos los que se encontraban en la sala se acercaron. A la puerta del comedor, contiguo a la sala, se asomaron miss Harlow y Rudyard Lodge, los cuales permanecieron allí mientras mister Peace decía:
—Amigos, les presento a mi sobrino Erle Raymer. Permíteme que te presente a estos compañeros, Erle. Aquí está el profesor Harlow, a quien ya conoces...
El archimillonario fue señalando y presentando:
—Profesor Vernon Clancey, físico nuclear que construyó la pila atómica de nuestra astronave; profesor Hagerman, biólogo; profesor Roswell, antropólogo; profesor Aronson, metereólogo, y su señora mistress Aronson; Glenbrook, ingeniero de radar; McDermit, ingeniero electricista; capitán Whitney, oficial retirado del Ejército y señora, mistress Whitney... creo que no hay más aquí.
—Se olvida usted de mí, señor Peace —dijo una muchacha rubia y linda apareciendo por detrás de Erle y lanzando sobre éste una mirada afable a través de los cristales de sus gafas.
—¡Ah, perdón! Ésta es la señorita Christina Custer, secretaria insustituible del profesor Dening. Los pilotos Robert Dodson y Martín Archer están con el ingeniero mecánico McAllister a bordo de la astronave y no vendrán a cenar... y creo que ahora sí que no falta nadie. Podemos pasar al comedor.
Todos empezaron a desfilar hacia el comedor. Erle siguió a su tío totalmente desconcertado. Unos instantes después, desde el extremo de la mesa donde estaba sentado, Erle miraba una por una a las caras de aquellos hombres y mujeres preguntándose si tenían aspecto de vividores y timadores.
La respuesta era que no. Algunos de los rostros eran vulgares, pero todos sin excepción tenían rasgos de personas cultas e inteligentes. Esto se notaba también en su forma de hablar lo cual hacían con acento desenfadado, como personas que llevan algún tiempo conviviendo y se conocen mutuamente en sus defectos y debilidades.
A la derecha de Erle se sentaba miss Christina Custer. Era una muchacha extraordinariamente seria, una de esas personas silenciosas y reservadas que viven una intensa vida interior y parecen contemplar el mundo con cierto aire asustado. Después de fijarse en ella Erle hubiera puesto la mano en el fuego a que no era capaz de aliarse voluntariamente a una cuadrilla de estafadores.
A la izquierda de Erle comía con envidiable apetito el capitán Whitney. Erle observó que Whitney comía con la mano izquierda, en tanto conservaba la derecha, enguantada, debajo de la mesa. Su mujer era una linda muchacha de apenas 20 años de edad, la cual le atendía como una madre cariñosa cortándole la carne y mondándole la fruta.
Erle supuso que Whitney era un mutilado de guerra. El rostro del capitán traslucía una serenidad profunda, hija del sufrimiento físico y moral. La mirada con que acariciaba a su joven esposa era diáfana como un cristal. Tampoco podía ser un timador.
Los comensales hablaban entre sí con cierto nerviosismo estridente. La impresión dominante era de inquietud e impaciencia.
En general y a excepción de Whitney y algún otro, los comensales dieron muestras de tener escaso apetito. La comida terminó antes que Erle pudiera poner orden en el caos de ideas que bullía en su cerebro.
Los criados sirvieron champaña. El anfitrión empuñó su copa y se puso en pie. Se hizo el silencio.
—Amigos míos —dijo mister Peace—. A despecho de las sorpresas que Venus pueda depararnos, éste es el día más feliz de mi vida. Unas horas nada más y estaremos volando a través del espacio, camino de la aventura. Hago votos para que todos los que aquí nos hallamos reunidos volvamos a brindar dentro de unos días teniendo bajo nuestras plantas el suelo firme de Venus, y brindo ahora por el éxito de nuestra expedición y el éxito y la dicha de todos cuantos en ella vamos a tomar parte.
Todos se pusieron en pie para levantar solemnemente sus copas. Sólo Erle Raymer permaneció sentado, escudriñando los rostros de los invitados, tratando de descubrir en ellos una mueca irónica, una sonrisa o cualquier otra manifestación de burla.
Pero o todos vivían la emoción sincera del anfitrión, o eran sin excepción actores consumados. Los futuros astronautas entrechocaron sus copas y bebieron con gravedad.
—Ahora —dijo mister Peace— vamos a cambiarnos de ropa y ponernos a trabajar. Todavía nos quedan algunas pequeñas cosas por hacer.
Los comensales abandonaron la mesa con gran estrépito de sillas. La mayoría se encaminó a las habitaciones de los huéspedes. Erle alcanzó a su tío en la sala contigua en el momento que éste tomaba el teléfono.
—Sube a tu habitación, Erle, y ponte tu traje de astronauta. Watson te lo dará.
—¡Ah! —exclamó Erle con ironía—. ¿Pero tenemos trajes especiales y todo? ¡Esto va a ser la mar de divertido!
—En efecto; será la mar de divertido. Me ha costado cincuenta millones, pero ni mil vidas que viviera gozaría tanto como en estos dos últimos años.
—Entonces... quizás haya valido la pena quedarse sin un centavo a cambio de la diversión de estos dos años. Quiero decir que... aunque todo resulte puro teatro y no haya expedición a Venus... —balbuceó Erle, buscando una manera suave de preparar a su tío para la caída estrepitosa del telón que pondría fin a la comedia.
—¿Qué tonterías estás diciendo, Erle? —le interrumpió su tío con impaciencia—. ¡Pues claro que hay expedición a Venus! Hasta ahora, la diversión ha consistido precisamente en los preparativos. Pero es ahora cuando viene lo bueno, la aventura en sí.
—Quizás esto resulte como una de esas cacerías que se preparan con gran ilusión y luego se estropean por un día de lluvia. Lo bueno podría ser los dos años que has vivido preparando la excursión, y lo demás, un chasco tremendo, ¿no crees?
—No —refunfuñó mister Peace dando muestras de impaciencia—. Y no acabo de comprender tu actitud, a menos que dudes todavía de la realización de este viaje.
—No dudo —contestó Erle con voz fuerte que atrajo sobre sí la atención de las personas que estaban clavando los cajones—. ¡Estoy seguro de que no habrá tal viaje!
—Mira, muchacho —dijo el archimillonario agitando el teléfono ante la cara roja de Erle—. Ve a ponerte tu traje de viaje y deja de estorbar. Comprendo tu incredulidad, pues eres un perfecto ignorante en estas cosas. Si, como Santo Tomás, necesitas tocar para creer, espera a encontrarte a dos millones de kilómetros de la Tierra... ¡y déjame en paz mientras tanto!
La orden de mister Peace era de aquéllas que no admitían protesta.
—¡Muy bien, cabezota del diablo! —gritó Erle alejándose—. No moveré ni un dedo para evitarte el mayor ridículo de tu vida. ¡También yo me reiré a carcajadas con todos los demás!
Erle subió a sus antiguas habitaciones rechinando los dientes con rabia. Tony Mills, que vestía un traje gris en buen uso, comía sobre un velador.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó Erle malhumorado.
—No me atreví a presentarme en el comedor. Le pregunté a ese simpático mayordomo si podía comer aquí mismo y me trajo la cena.
Watson entró en la habitación. Del brazo llevaba colgando un traje de brillante seda color verde pálido con algunos adornos amarillo oro.
—Su traje de astronauta, señor —anunció con su característica gravedad.
Erle lo tomó y lo levantó suspendido de las perneras. Era un traje de una sola pieza, especie de mono ajustado abierto en todo el frente por una cremallera niquelada. También tenía bolsillos con cremallera en el pecho y en la trasera. Además, tenía en el centro del pecho un gran círculo con algo así como un avión cohete de alas en delta y en posición vertical, todo bordado en oro.
—No pretenderás que me ponga este disfraz, ¿verdad, Watson? —preguntó Erle indignado.
—Ésa es la orden del señor Peace, señor. Todos los viajeros deben vestir su traje de astronauta.
—¡Al diablo el señor con sus extravagancias! —vociferó Erle—. ¡A mí no podrá obligarme!
—Lo pondré en el equipaje del señor por si el señor cambia de parecer.
Erle encendió un cigarrillo y se echó en la cama. A su aplastante sensación de impotencia se unía ahora el cansancio de las últimas veinticuatro horas, pasadas en un vagón de mercancías donde también viajaban dos bueyes sementales que no le dejaron pegar ojo con sus incesantes mugidos.
Debió quedarse amodorrado sin darse cuenta, porque despertó sobresaltado cuando llamaron con los nudillos en la puerta.
Tony Mills, que fumaba apaciblemente en un sillón con una pierna sobre la otra, dejó a un lado su revista ilustrada y fue a abrir. Uno de los criados de la casa, a quien no conocía Erle, se asomó y dijo:
—El señor dice que bajen ustedes si ya están preparados. Si me lo permiten, yo tomaré el equipaje.
Erle hizo una seña a Mills y abandonó la habitación. En el corredor vieron a miss Harlow que llevaba su mismo camino. Ella vestía uno de aquellos ajustados monos de brillante seda. El traje ceñía sus largas y esbeltas piernas y su bonito y bien proporcionado cuerpo. Sobre los hombros llevaba una fantástica capa color salmón, cuyo borde inferior iba barriendo la alfombra del pasillo con airosos movimientos.
Miss Harlow, que en esta ocasión no llevaba gafas ahumadas, clavó sus hermosas y desafiantes pupilas doradas en las verdes y burlonas de Erle.
—¿Vamos a un baile de máscaras? —preguntó el joven haciéndose a un lado.
—¡Palurdo! —dijo ella pasando con arrogancia ante él.
Los dos hombres la siguieron quedándose rezagados.
—Yo diría que esto va en serio, Erle —refunfuñó Mills—.Y si hay viaje a Venus, he de hacerte una advertencia. Tony se queda en tierra. Tal vez este pícaro mundo no sea muy perfecto, pero al menos uno lo conoce y está acostumbrado a él.
—No digas tonterías —gruñó Erle bajando las escaleras—. Nadie va a ir a Venus.
Las cajas habían desaparecido de la gran sala cuando Erle y su amigo entraron en ella. Mister Williams Peace, enfundado en un ajustado traje de fantomas de estrepitoso color amarillo, daba sus últimas instrucciones a un criado.
—¿Estáis listos? —preguntó mister Peace a su sobrino.
Erle no contestó porque en este momento apareció Watson y su estrafalaria indumentaria le hizo prorrumpir en una estrepitosa carcajada.
El ayuda de cámara vestía también uno de aquellos absurdos trajes ajustados. Pero Watson llevaba, además, chanclos de goma y se había puesto un impecable chaqué encima del traje de astronauta. Llevaba también un sombrero hongo sobre la cabeza, un bolso de viaje en una mano y un paraguas en la otra mano.
—¡Watson! —exclamó mister Peace—. ¿Adónde vas con esa facha?
—Tengo entendido que en las selvas de Venus llueve a todas horas y hay mucha humedad, señor —repuso el británico con suma gravedad—. Si es así, no estará de más que lleve mis chanclos y mi paraguas.
—Y el chaqué y el hongo constituyen su traje nacional —añadió Erle con lágrimas de hilaridad en los ojos—. No sería justo obligarle a desprenderse de él.
—No sé qué pensarán los venusinos de ti, Watson —murmuró Peace muy preocupado—. En fin, vamos.
El grupo abandonó la casa. Ante la puerta esperaba la misma furgoneta «Chevrolet» que había recogido a Erle en la carretera. Miss Harlow esperaba ante el volante.
Mister Peace se acomodó junto a la joven. Erle, Watson y Mills se sentaron atrás y el coche se puso en marcha. Era una hermosa noche de luna. Por las ventanillas abiertas entraba un aire muy frío.
Erle observó que el antiguo camino de carretera había sido convertido en una ancha y bien nivelada pista asfaltada. Esta carretera condujo a los viajeros hasta el rincón más agreste y pintoresco de la hacienda, una sucesión de profundos y frescos cañones en donde el ganado solía refugiarse durante calurosos y secos estiajes.
El cañón del Tonto era el mayor de todos. Dos altos paredones cortados a pico se elevaban a más de 100 metros de altura, con una separación aproximadamente igual en su parte más ancha.
La carretera se internaba en esta profunda garganta, por cuyo fondo corría un riachuelo. El automóvil se detuvo al llegar ante una alta y sólida barrera de malla de acero, brillantemente iluminada por dos reflectores fijos en los estribos de la garganta.
Dos hombres armados de ametralladoras se acercaron al coche para verificar la identidad de sus ocupantes. Erle conocía a estos hombres y ellos le reconocieron también, saludándole en español.
Eran dos vaqueros mexicanos de los que ya trabajaban en «Las Cruces» cuando Erle se marchó. Se llamaban Vicente Vargas y José Ramírez.
La puerta de la valla se abrió de par en par. Al otro lado había un hombre con revólver al cinto y «Winchester» colgado al hombro. Era Ted Martindale, el antiguo capataz del rancho.
—¡Hola, Erle! —saludó Martindale introduciendo su mano por la ventanilla para estrechar la del joven—. Dichosos los ojos.
—Ted —dijo mister Peace—. Avisa a la gente que prepare sus cosas para abandonar el campamento al amanecer.
—No se preocupe, señor Peace —contestó el capataz—. Hace una semana que tienen hechas las maletas. En cuanto les abramos esta cancela saldrán dando corcovetas como una manada de potros jóvenes.
—Despegaremos a las cinco treinta. A las cuatro llamarás a Carrizo y Hernández para que dejen la guardia de lo alto del acantilado y se reúnan con nosotros en el aparato.
El automóvil reanudó la marcha. Un poco más adelante empezaron a ver luces eléctricas a derecha e izquierda. Estas luces procedían de interminables hileras de pequeñas cuevas excavadas en la roca, a modo de viviendas trogloditas. Aquí y allá, bajo los cedros, brillaban las fogatas sobre las que se silueteaban las figuras de los hombres envueltos en mantas.
La incredulidad de Erle Raymer iba trocándose en asombro. Si Harlow y los demás eran una cuadrilla de timadores, como creía, se habían tomado un trabajo tremendo para chuparse algunos millones de Williams Peace. Demasiado trabajo, a juicio de Erle.
Pero la carretera, la cerca, las viviendas de aquellos trogloditas modernos, los comedores, los pabellones de sanidad y todo lo que Erle veía desde el automóvil no era nada comparado a la sorpresa que le aguardaba.
La furgoneta entró en la parte más angosta del cañón del Tonto y se detuvo. Mister Peace saltó a tierra y dijo:
—Bueno, Erle. Ahí tienes nuestra nave del espacio.
Erle Raymer se apeó y levantó los ojos. Ante él y ocupando toda la brecha se erguía una maciza mole tan alta como un rascacielos de tamaño corriente. Se trataba, al parecer, de un cohete posado verticalmente sobre sus aletas estabilizadoras.
Erle, que creía que los estafadores habían construido un cohete de tamaño irrisorio, quedó estupefacto frente a las colosales proporciones de aquel huso metálico, cuya punta ojival brillaba a la luz de la luna por encima de los bordes dentados del acantilado. El mismo acantilado debía de haber servido para montar el monstruoso cohete, porque adosados a una y otra pared de la garganta se veían los restos saledizos de un intrincado andamio que había sido quitado en parte.
—¿Te gusta? —preguntó mister Peace con orgullo.
Y Erle contestó:
—Es de hojalata, ¿verdad?
—Ven conmigo —gruñó el archimillonario.
La parte inferior del cohete estaba brillantemente iluminada por los focos. Suspendida desde la proa del aparato por cuatro cables descendía una plataforma con un hombre subido en ella. Se trataba, al parecer, de un montacargas con el cual estaban elevando cierto número de bultos hasta una gran compuerta que se abría a unos 20 metros de altura sobre el suelo.
Todos los que habían venido en la furgoneta subieron sobre esta plataforma, la cual les elevó por encima de la gran compuerta hasta una escotilla de forma circular que se abría un poco más arriba.
Por la escotilla, bastante angosta por cierto, pasaron a una especie de cajón metálico que resultó ser un ascensor. El ascensor se puso en marcha y se detuvo tras un trayecto muy corto. Mister Peace abrió la puerta del ascensor, la cual coincidía con una escotilla circular por la que pasaron a una extraña cabina.
Esta cabina era de forma circular, paredes abuhardilladas y techo en forma de cúpula, exactamente como si perteneciera a la mitad de una esfera.
—Ésta es la cámara de derrota —anunció mister Peace con orgullo.
La cabina, que vendría a tener unos seis metros de diámetro, parecía la materialización de la quimérica fantasía de un ilustrador de historietas futuristas. A todo lo largo de las paredes iban adosados intrincados cuadros de instrumentos e indicadores de control.
Los asientos de los pilotos estaban en el centro de la cabina, frente a una pantalla de televisión más grande que lo normal, teniendo a su alcance gran número de palancas, botones e interruptores.
En la cabina había cuatro hombres. Uno era Rudyard Lodge. A los tres los presentó mister Peace con los nombres de Robert Dodson y Martín Archer, pilotos, y McAllister, ingeniero mecánico.
—Podréis sentaros allí y presenciar la maniobra de despegue —indicó mister Peace señalando un par de cómodas butacas extensibles situadas en un rincón.
—¿Va a durar mucho? —preguntó Erle.
Su tío le miró sin comprender y el joven añadió:
—Me refiero a la pantomima del despegue. De todo el mundo es sabido, menos de ti, que este armatoste no despegará jamás.
—¿Estás seguro? —preguntó mister Peace con una chispita de sarcasmo bailándole en el fondo de las pupilas.
—¡Oh, lo estoy! —exclamó Erle—. Después de tirar de aquí y allá, apretar éste y aquel otro botón, el profesor Harlow confesará que, sintiéndolo mucho, hay que introducir reformas en el motor por valor de otros diez millones de dólares.
Erle hizo esta manifestación y se quedó mirando al profesor en actitud desafiante. Pero si esperaba ver palidecer al inventor de la astronave debió quedar bastante defraudado. No fue el profesor, sino mister Peace quien enrojeció y gritó:
—¡Erle, eres un estúpido! Un ignorante como tú no puede poner en duda la integridad de un hombre como el profesor Harlow, sobre todo antes de ver si esta astronave despega o no despega. ¡Preséntale tus disculpas o...!
Mister Peace levantó su puño amenazador. Pero miss Harlow le retuvo por un brazo, diciendo:
—No se preocupe por nosotros, señor Peace. Nos hacemos cargo de los sentimientos de mister Raymer. Como instigadores para que usted invirtiera su fortuna en esta empresa, el señor Raymer no puede sentir mucha simpatía hacia nosotros. Él hubiera preferido heredar cincuenta millones de dólares a...
—Cállate, Mildred —ordenó secamente el profesor Harlow.
La muchacha giró sobre sus talones y se alejó. Mister Peace miró furioso a su sobrino y le ordenó:
—Ve a ocupar tu asiento y espera.
—Puedo esperar muy tranquilo —aseguró Erle. Y fue a repantigarse en la butaca, cruzando una pierna sobre otra.
Tony Mills se sentó junto a Erle. El vagabundo parecía como asustado y todo era mirar a un lado y a otro, evidenciando sentir una instintiva desconfianza hacia todos aquellos intrincados aparatos.
Erle, en cambio, estaba seguro de que los botones, las palancas y los cuadros de instrumentos habían sido amontonados en aquella cabina con el exclusivo fin de impresionar la infantil credulidad de su tío.
La cultura científica de Erle Raymer no pasaba de ser la corriente en el ciudadano medio norteamericano, pero con esto le bastaba para saber que ninguno de los combustibles conocidos y empleados hasta la fecha podía conducir a un cohete hasta Venus, ni siquiera hasta la Luna.
Y la energía atómica era sólo una esperanza para el futuro.
El joven vagabundo, en suma, estaba seguro que el cohete del profesor Harlow no sólo no llegaría a Venus, sino que ni siquiera despegaría. En esta confianza pudo esperar tranquilamente durante dos largas horas sin que le impresionaran la extraordinaria actividad de la cabina ni órdenes tan terribles como:
«¡Pongan en marcha la pila atómica!»
De algún remoto punto de la astronave llegó una especie de gemido que fue en crescendo hasta convertirse en un zumbido como de turbinas girando a gran velocidad. Miss Harlow, Lodge y McDermit hacían centenares de verificaciones yendo de uno a otro cuadro de instrumentos.
A las cinco quince los pilotos fueron a ocupar sus asientos.
«Cierren las escotillas. Prepararse para despegar.»
Erle sonrió. Mills se inclinó hacia él y murmuró:
—Esto no me gusta nada, Erle. Voy a apearme, no sea cosa que este trasto despegue de verdad.
—No digas tonterías —gruñó Erle.
El reloj de la cabina marcaba las cinco veintinueve.
—Adelante —dijo el profesor Harlow.
Robert Dodson encendió la pantalla televisora. En ésta apareció una escala graduada de gran tamaño con el número 0. Archer apretó algunos botones, movió un interruptor y empuñó una palanca.
—Un punto.
Archer empujó la palanca con suavidad. Se escuchó un fuerte crujido seguido de otros más pequeños. El piso de la cabina osciló ligeramente. Se experimentó una suave sacudida ascensional.
—¡Esto se mueve, Erle! —gritó Mills asiéndose a los brazos de la butaca.
—Despegamos —anunció Archer.
En la pantalla de televisión, la escala numerada empezó a moverse con lentitud de arriba para abajo. Cesaron los crujidos. El «cero» había desaparecido de la pantalla y ahora se deslizaban por ésta grandes rayas rojas. Un número «diez» de gran tamaño pasó con rapidez
—¡Altura, 10 metros!
Erle se puso lentamente en pie y avanzó unos pasos hasta reunirse con su tío, el cual estaba de pie tras el asiento de los pilotos. Mister Peace se volvió hacia Erle y dijo lleno de satisfacción:
—Adosamos una escala graduada al acantilado para dirigir la maniobra de despegue. ¿Insistirás todavía en que este aparato es incapaz de moverse?
—¡Altura, 20 metros!
—Que una escala numerada pase por la pantalla no demuestra nada. También un film tomado desde un ascensor podría dar ese efecto si...
—¡Altura, 30 metros!
—Eres un idiota, sobrino —refunfuñó mister Peace—. Temo que no vayas a admitir la posibilidad de hacer un viaje interplanetario hasta que aterricemos en el mismo Venus.
—Si esto fuera un cohete de verdad despegaríamos bruscamente. No estaríamos aquí tan tranquilos, sino...
—¡Altura, 40 metros!
—Esto no es un cohete —dijo mister Peace—. Al menos, no es un cohete convencional de los que despegan bruscamente arrojando torbellinos de llamas por la cola. Utilizaremos «hydracin» más tarde en pequeñas cantidades, para la navegación por el espacio sideral. Pero la fuerza que estamos utilizando para despegar es de índole muy distinta. Creamos un campo magnético artificial.
—¡Altura, 50 metros! —anunció Dodson.
—¿Qué es exactamente un «campo magnético»? —preguntó Erle.
—Si el dinero que me he gastado educándote ha servido para algo sabrás que los signos iguales de los polos de un imán se repelen, mientras que los de signo diferente se atraen.
—Sí, lo sé —gruñó Erle.
Y Dodson gritó:
—¡Altura, 60 metros!
—La Tierra —dijo mister Peace— es como el polo de un gigantesco imán. Nosotros somos ahora otro imán de signo igual al de la Tierra. Por consiguiente, hay una fuerza magnética entre nosotros y la Tierra, la cual tiende a separarnos. El globo terráqueo, por decirlo así, nos «expulsa» fuera de su campo de influencia. A esto se llama un «campo de fuerza» o campo magnético.
—¡Altura, 70 metros! —gritó el piloto—. Coronamos la altura del acantilado y se acaba la regla.
Erle Raymer miró a la pantalla con sobresalto. La luna, en cuarto menguante, se asomó a la pantalla, muy cerca ya del horizonte. Los riscos y las crestas de las montañas parecían hundirse en el caos brumoso de la tierra iluminada por la luna. No lejos aparecieron las luces de una ciudad.
—Elephant Butte —señaló mister Peace.
Con ojos agrandados por el asombro, Erle Raymer se inclinó sobre el hombro del piloto para mirar a la pantalla. El lago formado por el Río Grande apareció espejeando a la luz de la Luna. Volaban. La astronave del profesor Harlow se elevaba verticalmente sin visible esfuerzo. Más aún: acelerando a medida que aumentaba la distancia entre ella y la superficie de la Tierra.