CAPÍTULO IV

EL VUELO RECTILÍNEO y seguro de aquellos saltamontes gigantescos llevando sobre sus lomos unos jinetes de la misma naturaleza que las hormigas, sólo que del tamaño y la inteligencia de un ser humano, constituía un espectáculo fascinante, jamás visto por el hombre de la Tierra.

Los diabólicos jinetes del espacio se asían con sus cuatro patas inferiores a su fantástica cabalgadura. Con una «mano» empuñaban las riendas de sus corceles voladores. Con la otra sostenían una larga lanza. Todos llevaban el cráneo protegido por un casquete que parecía de metal muy brillante y de estos casquetes, por sendos agujeros, salían las largas y cimbreantes antenas propias de su condición de insectos.

Todo esto lo vio Erle como un relámpago, en el momento de enfilar su pesada ametralladora contra el enemigo más próximo. Luego tiró del gatillo y el enemigo pasó a ser un bulto de perfiles imprecisos.

Todos a una, los terrícolas rompieron a disparar con submetralladoras, rifles y escopetas de gran calibre. Aquella andanada de plomo detuvo por unos instantes la carga de la caballería aérea. Agitando sus alas convulsamente, se precipitaron en el abismo arrastrando consigo a sus jinetes.

Espantados por el estruendo de los disparos, los saltamontes se dispersaron huyendo a la desbandada. Otros dos fueron alcanzados y derribados antes que se pusieran a una distancia demasiado grande para la mayoría de las armas terrícolas.

—¡Alto el fuego! —gritó Whitney.

Erle lanzó una última ráfaga contra el enemigo y cesó de disparar.

—Les hemos dado un buen escarmiento —aseguró—. Ésos no vuelven por aquí.

—No lo diga —contestó Whitney—. Yo creo que no tardarán en volver, siquiera sea por curiosidad. Y es muy posible que entonces no sean solamente cincuenta, sino doscientos o trescientos.

—Es extraño que no les viéramos antes por aquí —murmuró mister Peace visiblemente preocupado—. Estábamos seguros que no existían hombres insecto tan al sur. ¿No fue eso lo que usted dijo, profesor Hagerman?

—Creí que los insectos gigantes, propios de un clima tropical y de un ambiente más húmedo y brumoso, se habían concentrado en torno a la zona del Ecuador venusino —contestó Hagerman—. Mi teoría es que si en este planeta subsisten las especies de la época primaria, se debe a la mayor radiación solar a que está sujeto Venus, por su mayor proximidad al Sol. Los insectos gigantes de la especie de los grillos, los saltamontes y los escorpiones disfrutan de un ambiente adecuado en el Ecuador, donde el clima, la flora y la fauna del período primario se mantienen inalterables después de varios millones de años. Pero en estas latitudes el clima está sujeto a los cambios de las estaciones. La flora y la fauna son aquí las propias de la Era secundaria terrícola. Los insectos gigantes no debieran habitar estos parajes, a menos que posean unos medios de adaptación de los que carecieron nuestras especies de la misma época. Cabe una explicación, y es que esos insectos no habitan aquí, sino que hagan inmigraciones periódicas hasta estas latitudes en la primavera y verano.

—Ahora estamos en primavera —murmuró mister Peace—. Siendo así que nuestros conocidos los hombres-insecto poseen un medio de locomoción rápido en sus saltamontes gigantes, nada les impide llegar hasta aquí en un viaje de pocos días por el aire.

—Pues inmigrantes o indígenas de esta región, lo cierto es que nos colocan en una situación muy difícil —apuntó Erle—. Podemos rechazarles en partidas de a cincuenta, y seguramente de hasta cien. ¿Pero qué hacemos si se presentan en mayor número... cuatrocientos o tal vez quinientos?

Un silencio cargado de temores siguió a las palabras de Erle. Hombres y mujeres se miraron unos a otros con la angustia asomada a las pupilas.

—¡Atención! —gritó Watson, el ayuda de cámara de mister Peace—. Los saltamontes vuelven.

—¡Todos a sus puestos! ¡Las mujeres, vuelvan a la caverna! —gritó el capitán empuñando la ametralladora antiaérea del transporte «Breen».

Hubo una desbandada general hacia aquellos objetos que ofrecían un buen resguardo, especialmente los vehículos y maquinaria agrícola debajo de los cuales podían tumbarse los defensores.

Con el ceño fruncido, Erle Raymer observó a la bandada de insectos. Venían muy separados unos de otros, a mayor altura y volando tan rápidamente como avionetas deportivas. Todavía se encontraban a unos quinientos metros de distancia, cuando el capitán Whitney rompió a disparar.

Erle disparó también enviando apretados haces de trazadoras contra los veloces saltamontes. Pero el enemigo había aprendido rápidamente la táctica y hacía subir, bajar y desviarse a derecha e izquierda a sus extrañas monturas, razón por la cual no era fácil acertarles.

Cuatro o cinco saltamontes fueron alcanzados no obstante, y uno de los hombres-insecto cayó de su cabalgadura antes que el resto de la partida llegara sobre el campamento.

Todas las armas, grandes y pequeñas, estaban disparando a toda velocidad cuando la banda llegó sobre la cornisa. A veinte pasos de distancia, Erle Raymer destrozó literalmente la cabeza de un saltamontes con una ráfaga de ametralladora. El monstruo cayó en el mismo filo del acantilado y se precipitó en el abismo. Pero su jinete, dando un salto prodigioso, desmontó yendo a caer dentro del campamento.

Las lanzas silbaron en el aire, cayendo aquí y allá, rebotando contra las piezas de metal o clavándose profundamente en las cajas de madera allí diseminadas. Las «metralletas» tableteaban rápidamente, teniendo por fondo el contrapunto de los ruidosos escopetazos.

Al abatirse sobre el campamento con una ruidosa vibración de alas, la bandada lanzaba fuertes y desapacibles chirridos, semejantes a los de un ejército de cigarras. El enemigo sustituyó las lanzas arrojadas con una lluvia de flechas.

Erle disparó a bocajarro contra el hombre-insecto desmontado y le tendió en el suelo con el cráneo destrozado. Pero a tan corta distancia, la ametralladora era demasiado pesada. Erle se vio al descubierto sobre el «jeep», siendo blanco de una nube de saetas que silbaban y caían a su alrededor. Así que decidió abandonar aquel puesto, lanzándose de cabeza al suelo y rastreando apresuradamente para meterse bajo la carrocería del vehículo.

Bajo el «jeep» encontró a Tony Mills, su inseparable compañero de vagabundeo, el cual estaba cargando una monstruosa escopeta.

—Hola, compadre —dijo Erle. Y empuñando el Colt disparó contra la cabeza de un hombre-insecto que acababa de caer de pie a diez metros de distancia.

Tony Mills, habiendo acabado de cargar su escopeta, disparó contra un saltamontes que pasaba agitando con estruendo sus grandes alas. El insecto pareció tropezar con un obstáculo invisible y se abatió sobre el capitán Whitney. Providencialmente salvó la vida el capitán, porque dos saetas que iban contra él se clavaron en el corpachón del insecto.

A corta distancia de allí, un hombre-hormiga saltó de su montura yendo a caer de pie frente a la entrada de la caverna. Mistress Whitney y la señorita Harlow, que estaban allí empuñando sendas escopetas de doble cañón, dispararon simultáneamente sobre el enemigo.

Los disparos, hechos con mucha precipitación, no alcanzaron al hombre-insecto, o no le alcanzaron en ningún punto vital. El monstruo saltó hacia las mujeres persiguiéndolas hasta el interior de la cueva, donde estaba mistress Aronson, y en donde los dos indígenas venusinos, atados de pies y manos, dirigieron una mirada de espanto al intruso.

—¡Tírense al suelo! —gritó la señora Aronson.

Las dos jóvenes se tiraron de bruces al suelo mientras la señora Aronson lanzaba una granada de mano por encima de ellas.

El hombre-insecto, que se encontraba en la entrada de la cueva, fue despedazado por la violenta explosión de la bomba.

En aquel momento los asaltantes, rechazados con cuantiosas pérdidas, se daban a la fuga perseguidos por los disparos de los defensores. En el recinto del campamento quedaban los cuerpos agonizantes de más de una docena de saltamontes gigantes. También quedaban dos hombres-insecto con vida. McDermit le deshizo a uno la cabeza de un escopetazo. El otro saltó ágilmente por encima del transporte «Breen» y huyó por el mismo talud donde el riachuelo bajaba hasta el valle formando gran número de cascadas.

Los defensores interrumpieron el fuego al descubrir que no tenían sobre quién disparar. Al hacerse el silencio de las armas se escuchó el esporádico rascar de las alas de los saltamontes que morían en una larga y penosa agonía.

Saliendo lentamente de sus escondrijos, los terrícolas se irguieron aquí y allá contemplando el campo de batalla. Durante unos minutos se escuchó el seco estampido de los disparos que apresuraban el fin de los insectos. Luego dominaron las excitadas voces de los hombres.

No había que lamentar ninguna víctima. Por primera vez desde que aterrizaron en Venus, los terrícolas pudieron observar de cerca los cadáveres de los hombres-insecto. El detalle más conspicuo de éstos, eran aquellos casquetes metálicos con que se protegían el cráneo. También llevaban una especie de placa triangular y ligeramente abombada sobre el pecho, colgando del cuello por una cadena y sujeta a la cintura de avispa por una tira de cuero. A juzgar de su poco espesor, tanto los cascos como las corazas no servían tanto de protección como de adorno.

Los cascos fueron los primeros que llamaron la atención de los terrícolas, especialmente de Ramírez y Hernández, que fueron los primeros en adivinar de qué estaban hechos.

—¡Mire este casco, patrón! —gritó Hernández muy excitado corriendo hacia mister Peace—. Es de oro... ¡De oro puro, patrón!

Mister Peace tomó el extraño casco, en tanto se producía un revuelo general en torno a él.

—En efecto; es de oro —murmuró mister Peace sospesando y examinando la extraña pieza. Hubo una desbandada general hacia los cadáveres de los hombres-insecto.

—¡Las corazas también son de oro! —gritó alguien.

Y dos minutos más tarde se habían reunido otros doce cascos y trece pesadas corazas refulgentes... tan refulgentes como las pupilas de los hombres que mostraban el botín en sus manos temblorosas.

—¡Y pensar que pudimos cobrar un botín mayor! —exclamó el profesor Hagerman con desencanto—. ¡Todos los hombres-insecto que nos atacaron llevaban cascos y corazas de oro, lo vi con mis propios ojos!

—¡Oh, no tiene por qué lamentarse, profesor! —exclamó el capitán Whitney con ironía—. Presiento que le van a sobrar a usted ocasiones de afinar mejor la puntería para cobrar mayor número de piezas de oro. Los hombres-insecto volverán. Vendrán incluso en mayor número que el que usted pudiera desear.

—¡Mejor... mejor! —exclamó Hagerman acariciando maquinalmente el casco de que se había apoderado—. Cuantos más vengan, más mataremos y más ricos seremos.

—No diga disparates, profesor. Ese maldito oro le ha enfermado a usted —dijo mister Peace—. No es para celebrarlo, sino para lamentar este encuentro con los hombres-insecto, lleven o no lleven cascos de oro macizo.

—Insisto en que tanto estos saltamontes gigantes como los insectos que los montan no son propios de esta latitud. Habrán llegado hasta aquí en alguna esporádica correría y con toda probabilidad no exceden de un centenar. Ahora bien; un centenar podemos...

—¿Por qué cree usted que estos bichos se han extendido tanto al sur? —preguntó Erle interrumpiendo al bioquímico.

—Eso sólo Dios y ellos mismos pueden saberlo. ¿Quién es capaz de penetrar en la mentalidad de unos simples insectos?

—No tan simples, profesor. Éstos que llamamos despectivamente «bichos» actúan de una forma que, si no es humana, se aproxima desagradablemente a ésta. No obran a tontas ni a locas. Tienen una buena razón para desplazarse al sur, y yo creo saber cuál es.

—¿Cuál?

Erle Raymer señaló al norte.

—Anoche, durante muchas horas, estuvo brillando en aquella dirección un vago resplandor como de incendio. Whitney dijo que parecía una ciudad incendiada. Ahora estoy seguro de que era una ciudad. Los indígenas que cogimos anoche procedían sin duda de aquella ciudad. Conocían la existencia de la caverna que nosotros ocupamos ahora y su intención debió ser refugiarse en ella durante las horas de oscuridad. El enemigo que atacó e incendió su ciudad, le apuesto lo que quiera, eran estos hombres-insecto que nos han atacado a nosotros... no cincuenta ni cien, sino tal vez un millar de hombres-insecto cabalgando como diablos en sus saltamontes gigantes. Ésta es la razón de que encontremos hombres-insecto tan al sur. La criatura humana no puede habitar en la temperatura de horno reinante en la zona del Ecuador. El hombre humano vive en esta región más templada y los insectos efectúan periódicas correrías por estas latitudes para cazarles.

—¿Para cazar a los hombres? —preguntó el profesor Hagerman.

—Sí. ¿Le causa extrañeza? Sabemos por amarga experiencia cuánto les gusta a esos bichos la carne humana.

Un largo silencio siguió a las palabras de Erle Raymer. Mister Peace miró al capitán Whitney con expresión interrogativa.

—Estoy de acuerdo con el señor Raymer —dijo el oficial—. Estos hombres-insecto, más inteligentes al parecer que los que encontramos hace una semana, deben de haber venido en busca de carne humana.

—Entonces quizás fuera conveniente marcharnos cuanto antes de aquí.

—¡Marcharnos! —exclamó McAllister—. ¿Pero dónde vamos a ir que estemos más seguros que aquí?

—En cualquier parte —contestó el profesor Clancey—. Ellos saben ahora que estamos aquí. Quizás nos pusiéramos a salvo si les hiciéramos perder nuestra pista en la selva.

—Sí, eso sería lo mejor —apoyó Erle—. A menos que puedan olfatearnos desde el aire no es probable que logren descubrirnos bajo las espesuras del bosque.

Mister Peace abarcó con una mirada de sentimiento las 300 toneladas de costoso material desparramado por la cornisa.

—Tendremos que abandonar la mayor parte de todo esto —suspiró.

—Sí —contestó Whitney—. Sólo disponemos de dos remolques Emplearemos uno para llevar la gasolina y otro para las municiones, las provisiones y algún equipo más.

—Bien. No hay que pensarlo más. Aligeren los preparativos, muchachos.

Los hombres se pusieron en movimiento desplegando una intensa actividad. Entre el costoso material desembarcado de la astronave figuraba también una pequeña grúa automóvil que fue utilizada para cargar rápidamente buen número de barriles de gasolina en uno de los remolques.

Mientras tanto, lista en mano, el capitán Whitney escogía aquel material que a su juicio era imprescindible. En éste incluyó cierto número de planchas onduladas que lo mismo podían servir de escudo en caso de ataque aéreo, que para techar un par de barracones que les preservaran de la lluvia.

Erle Raymer, por consejo del capitán, fue a explorar las posibilidades de descenso por el talud donde bajaba el arroyo formando gran número de pequeñas cascadas.

Encontró que el descenso por aquel lado era difícil, si bien no imposible, y regresó a la cornisa cuando ya los preparativos de marcha tocaban a su fin.

—Habrá que enganchar los remolques al «Breen» y al tractor oruga, que son los más pesados —informó a Whitney.

Los dos remolques, del tipo agrícola pequeño, o sea provistos de un solo eje central, fueron enganchados a los vehículos de tracción por cremallera.

—Usted irá delante guiando el «jeep», Raymer, puesto que ha explorado el camino —dijo el capitán.

Erle montó en el «jeep» llamando a Mildred Harlow para que ocupara el asiento contiguo. La muchacha desdeñó la invitación y mistress Aronson ocupó aquel asiento. En el posterior se acomodaron Hagerman y Tony Mills.

El «jeep» arrancó entre una nube de gases a la hora y quince minutos de haberse optado por evacuar el campamento. Erle lo condujo cuidadosamente en primera velocidad por el escabroso terreno. Éste formaba una especie de escalinata irregular por donde saltaba ruidosamente el riachuelo. El «jeep» tuvo que cruzar alrededor de veinte veces este riachuelo en un sentido y en otro, buscando los pasos más accesibles.

Después de estar cien veces a punto de volcar y por obra de otros tantos milagros, el «jeep» llegó a lugar seguro sin sufrir la catástrofe que sus ocupantes temían.

Echando violentamente la cabeza atrás para mirar hacia arriba, Erle podía ver el tractor agrícola que bajaba rezongando palmo a palmo. Los expedicionarios le acompañaban a pie. Detrás venía el «Breen» con el 2º remolque.

Erle se dijo que si los hombres-insecto se presentaran en aquel momento, su tío y los demás rezagados lo pasarían muy mal. Esto pensó Erle, mas por aquello de no llamar a la mala suerte, nombrándola, trató de desterrar sus temores diciéndose que los hombres-insecto, vapuleados dos horas atrás, no podían regresar tan pronto con refuerzos. Mas por si acaso...

—Tengan la bondad de apearse del coche, profesor Hagerman —dijo a los tripulantes del asiento de atrás—. Si esas malditas hormigas voladoras vuelven antes que nos hayamos perdido en la selva necesitaré estar cerca de la ametralladora.

—¿Por qué les llama hormigas? —preguntó Hagerman saltando a tierra.

—Es lo que parecen, ¿no?

—Esos bichos pertenecen a la familia de los simples y vulgares grillos terrestres. Me he entretenido un momento examinando sus cadáveres. Y, desde luego, no ofrecen nada de particular.

—No lo extraño —dijo Erle pasando al asiento posterior—. Lo más extraordinario en ellos es su inteligencia y los cuerpos que usted examinó estaban muertos. Creí sinceramente que se trataba de hormigas porque he oído decir que las hormigas son los insectos más inteligentes del mundo. Pensé que unas hormigas gigantes, con un cerebro miles de veces mayor, serían también mil veces más inteligentes que nuestras pequeñas hormigas terrícolas.

—El volumen del cerebro no determina necesariamente la inteligencia del individuo, señor Raymer.

—¿Por qué cree entonces que estas hormigas... o grillos venusinos, son tan inteligentes como los hombres?

—No se ha demostrado que sean tan inteligentes como nosotros. Sin embargo, hay quien cuenta a la inteligencia como un proceso de evolución y en este caso, la inteligencia de nuestros «hombres-insecto» podía haber evolucionado gracias a dos factores de importancia.

—¿Cuáles?

—Un período de vida tan largo como el nuestro y la existencia de un lenguaje inteligente entre ellos.

—¡Un lenguaje! —exclamó Erle mirando fijamente al bioquímico—. Usted bromea, profesor Hagerman. Esos bichos asquerosos no pueden poseer una lengua como nosotros, porque entonces... ¡Serían perfectamente humanos!

—Bueno —rio Hagerman—. No es fácil determinar en qué momento una criatura inteligente pasa de bestia a ser humano, de manera que no podemos discutir tal extremo. Lo que sí es cierto es que esos bichos poseen un lenguaje.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Erle agresivamente.

—Es ABSOLUTAMENTE preciso que lo tengan. O de otro modo no sabrían domesticar a sus saltamontes, fabricarse armas y trabajar los metales, según queda demostrado con esos cascos y corazas de oro que les hemos requisado. El puro instinto animal es el motor que pone en actividad la laboriosidad del hormiguero y la colmena. Ninguna abeja, al menos que sepamos, recibe instrucción de sus mayores acerca de lo que debe hacer. Sus quehaceres domésticos forman parte de su instinto natural. Pero ningún instinto es capaz por sí solo de decir a estos insectos venusinos dónde pueden encontrar el mineral, cómo se extrae, cómo se funde en un crisol y se le da forma a martillazos. La industria de esos insectos, como la industria humana, es el resultado de largos siglos de experiencia transmitidos por vía oral de generación en generación.

—¡Dios mío, eso es verdad! —murmuró Erle sintiendo un hondo malestar—. ¿Pero cómo se hacen entender esos insectos unos de otros? ¿Tienen lengua?

—Su lengua no les permite emitir sonidos articulados, si es eso lo que quiere decir. Ningún insecto emite sonidos con su garganta.

—Pues bien que he oído yo cantar a los grillos —terció Tony Mills, presumiendo de la experiencia adquirida en su larga existencia de vagabundo.

—Los grillos, como las cigarras, NO CANTAN propiamente dicho —contestó el bioquímico—. En el caso concreto de nuestros hombres-insecto, que es el que nos ocupa, ese chirrido característico proviene de una membrana dorsal exterior que vibra con mucha rapidez. Mi teoría es que los hombres-insecto, mejor dotados que nuestros grillos y cigarras comunes, modulan esas vibraciones formando un lenguaje telegráfico de chirridos perfectamente estudiados y ordenados en palabras.

Tony Mills dejó escapar un largo silbido que lo mismo podía interpretarse como de admiración, que de incredulidad o burla.

—¡Fantástico! —exclamó Erle por lo bajo—. ¡Realmente fantástico!

Erle calló, contemplando fija y pensativamente un punto incierto del espacio. El joven no pensaba en lo que estaba viendo, pero su alerta subconsciente dio una llamada de alarma a lo largo de su sistema nervioso, arrancándole bruscamente de su abstracción.

Lo que Erle veía era un enjambre de pequeños puntos oscuros que flotaba en el espacio y se acercaba con rapidez desde el norte.

—¡Hombres-insecto! —gritó—. ¡Vuelven a atacar!