CAPÍTULO V

LA PRIMERA MAÑANA que Erle Raymer pasó a bordo de la astronave la dedicó a inspeccionarla de un extremo a otro.

En realidad, la palabra «mañana» se aplicaba impropiamente a bordo para designar las horas que iban desde el momento de la partida a las doce en los relojes eléctricos de la astronave. Allí, en el espacio sideral donde se movía el vehículo interplanetario, el Sol y las estrellas brillaban a todas horas en un cielo negro, de una negrura absoluta, profunda y lóbrega. Por lo tanto, era de día en la parte del aparato que tocaba directamente la luz del Sol, y noche en el lado contrario sumido en la sombra.

Sin embargo, y a efectos de orientación, se conservaba a bordo el horario de Nuevo Méjico y se decía que era «de mañana» a despecho de un Sol que brillaría a todas horas hasta su aterrizaje en Venus.

Mister Williams Peace hizo las veces de guía, precediendo a su sobrino a través de todas las dependencias.

Contrariamente a lo que de su actitud anterior pudiera deducirse, Erle Raymer no guardaba ningún rencor a su tío por haber dilapidado una fortuna en una empresa tan poco comercial como el viaje a Venus. Erle partía del razonamiento de que el dinero de su tío era solamente de su tío, y podía hacer con él mangas y capirotes.

Erle no aprobaba la inversión de su tío en esta expedición, como tampoco aprobó dos años atrás su disparatada idea de comprarse una isla desierta del Pacífico. Sin embargo, y entre un capricho y otro, Erle prefería el segundo. Al fin y al cabo, la astronave parecía estar funcionando estupendamente. En último extremo, les quedaba el recurso de recobrar buena parte de los millones invertidos en la venta del aparato a cualquiera de los gobiernos que, sin duda, estarían dispuestos a comprarlo.

La inspección de la astronave empezó por la sala de máquinas. Allí, una poderosa turbina giraba velozmente en un zumbido continuo impulsada por el vapor que generaba una caldera atómica.

—¿Así que la pila atómica existe en realidad? —murmuró Erle sorprendido.

—¿Pues qué creías?

Erle no dijo lo que había creído, por no añadir ultrajes a los insultos que profirió contra el profesor Harlow. Mister Peace explicó.

—Necesitábamos una poderosa fuente de energía eléctrica a bordo y la pila atómica era el sistema idóneo, tanto por su potencia como por su capacidad para funcionar sin consumo de oxígeno. El calor que se origina en el interior de la pila atómica o reactor es absorbido por el agua destilada que le circunda. Esta agua es impulsada por una bomba y sirve para calentar el agua de una caldera, la cual se transforma en vapor. El vapor pone en movimiento esta turbina, la cual está acoplada, como ves, a una dínamo que genera bastante electricidad para crear nuestros campos magnéticos y hacer funcionar todos los demás servicios e instrumentos de a bordo. Este procedimiento se repite constantemente porque el vapor, después de haber servido para accionar la turbina, pasa por un condensador que lo transforma en agua y vuelve a ser llevada por las bombas hasta la caldera.

—Vaya, es ingenioso —murmuró Erle.

—Es, sencillamente, el procedimiento que se está utilizando para las máquinas del submarino atómico, el cual hemos copiado. También la energía atómica servirá para mover nuestras hélices cuando operemos dentro de la atmósfera de Venus.

—¿Hélices? No sabía que lleváramos hélices. Creí que esto era un cohete —exclamó Erle.

—Es un cohete cuando navega por el espacio cósmico, como ahora. Pero para moverse en la atmósfera de un planeta el sistema de propulsión por «hydracin» resultaría demasiado caro. Es más sencillo hacer que la turbina mueva media docena de hélices situadas a popa, en los planos estabilizadores. El campo magnético se encarga de hacernos flotar en el aire como un zeppelín, en tanto las hélices nos impulsan económicamente a una velocidad media de 500 kilómetros a la hora. No es mucho, pero en realidad ninguna prisa nos acucia una vez estemos en Venus.

Desde la sala de máquinas, mister Peace condujo a Erle por una escalera hasta la bodega. El archimillonario había acumulado allí el material más heterogéneo, desde gran cantidad de provisiones a herramientas de toda clase. Mister Peace mostró con orgullo un automóvil «jeep», un tractor agrícola y un transporte «Breen» montado sobre orugas. El «Breen», por cierto, iba blindado y armado de una ametralladora.

—¿Qué significa esto? —preguntó Erle señalando la ametralladora.

—He creído conveniente llevar algunas armas y buena cantidad de municiones, por si acaso.

—¿Por si acaso qué?

—Por si encontráramos fieras o habitantes hostiles en Venus, naturalmente.

—Háblame de tus proyectos —dijo Erle—. ¿Te propones realmente colonizar Venus... en el supuesto que él se deje colonizar?

—Sí. Voy a fundar allí un nuevo y moderno imperio. Voy a dejar chiquitas las hazañas de todos los descubridores y colonizadores antiguos, conquistando un nuevo mundo y transformándolo de arriba abajo.

—Donde, por supuesto, tú serás el emperador —dijo Erle con ironía.

—Y tú mi heredero. No creo que esto te disguste.

—Un hombre solo no puede conquistar un mundo, tío. Tendrás que traer colonos de la Tierra para que cultiven los campos, abran carreteras, excaven minas, trabajen los metales y levanten fábricas... Tú no puedes aspirar a poseer un mundo desierto, deshabitado, sin súbditos. Por fuerza, habrás de abrirlo a la inmigración.

—Sí, eso ya lo había pensado. A menos que haya habitantes en Venus, lo cual no es probable, acarrearé de la Tierra nuevos colonos que aspiren a mejorar de vida. ¿Crees acaso que no encontraré a nadie dispuesto a venir a Venus?

—Sin duda, los encontrarás. Pero los emigrantes que se establezcan en tu nuevo imperio traerán consigo sus costumbres, sus leyes y sus inquietudes. Querrán ser hombres libres, y siguiendo su costumbre, se agruparán en pueblos, que luego serán ciudades... en ciudades que más tarde serán naciones, y naciones que serán patria de sus hijos. Quiero decirte con esto que no querrán acatar tu tutela, sino formar sus propias repúblicas independientes. Por lo tanto, tu nombre será recordado con respeto como conquistador de un nuevo mundo. Tu persona tendrá infinidad de monumentos, pero nunca podrás empuñar un cetro de emperador. Los emperadores están pasados de moda. Ninguna colonia que vaya a establecerse en Venus aceptará un emperador. Y si lo tolera al principio por propia conveniencia, no pasarán muchos años sin que se rebelen contra él.

Mister Peace sonrió.

—Te equivocas, y ellos se equivocarán de medio a medio si creen que van a repetirse aquí los errores que han sido causa de la desdicha de la Tierra. Tal y como yo veo Venus en el futuro, no será un globo dividido en razas y naciones antagonistas. En el imperio que yo forme, en el tuyo y en el de tus hijos, no existirán patrias ni fronteras. Todo Venus será un mismo país, con una sola lengua y las mismas leyes para todas las latitudes. ¡Y ay de aquél que intente proclamarse independiente!

—No podrás evitar que se intente una y otra vez.

—Pues evitaré que se salgan con la suya. Y tú lo evitarás también. Nada existe tan odioso ni absurdo como las fronteras, y en Venus no las habrá. Tampoco habrá partidos políticos. La política envenena a los hombres, crea partidismos y retrasa la prosperidad de los pueblos. Mis ideas son claras en este aspecto y no toleraré que nadie las malogre. Desde el emperador hasta el último mono de Venus vivirán dentro de la mayor sobriedad y sencillez. Aquél que acepte venir a mi imperio sabrá de antemano que allí encontrará una casa donde habitar, ropas para vestir y comida abundante para él y su familia. Sabrá que no puede aspirar a hacer fortuna, pero será miembro de una sociedad en donde del esfuerzo aunado de todos irá saliendo la prosperidad y la comodidad de todos. Ni dinero, ni salarios, ni tiendas. Todo estará equitativamente repartido. Desde su infancia, el venusino será educado en la justicia, la equidad, la generosidad y el amor a su prójimo. Eso es lo que haré. Y como Venus será mío, porque yo lo he descubierto y conquistado rascándome el bolsillo, expulsaré a puntapiés de mi mundo a todos aquéllos que se nieguen a cooperar. Creo que mi política está bien clara, ¿no es eso?

—Sin duda, lo está —contestó Erle con gravedad—. ¡Ojalá pudieras materializar esos sueños!

—Podré, y tú me ayudarás a conseguirlo. No estamos solos para empezar. Con nosotros están el profesor Harlow y el profesor Clancey. Ambos son hombres de ciencia íntegros, de ésos que aspiran a coadyuvar en el progreso de la Humanidad creando inventos que hagan mejor y más fácil la vida del hombre. Como todos los de su gremio, se sienten desilusionados por la aplicación absurda que los hombres dan a sus inventos. Clancey cree que la energía atómica, su especialidad, debería estar beneficiando al mundo en vez de amenazarlo de una destrucción total. No quiere volver a los Estados Unidos para fabricar bombas atómicas o motores atómicos para submarinos. En cuanto a Harlow, teme que el invento de esta astronave le sea arrebatado para ser utilizado como arma de guerra. Podemos contar con ellos.

—Pero los demás...

—Miss Harlow no abandonará a su padre. Rudyard Lodge seguirá a Mildred a donde quiera que vaya, pues parece enamorado de ella. Martindale, mi capataz, y los mexicanos son hombres de toda confianza. El capitán Whitney y su mujer comulgan con nuestras ideas de crear un mundo mejor. Luego, están Watson y ese amigo tuyo llamado Mills. Los demás, son gente que aceptó venir con nosotros por curiosidad científica, por afán de notoriedad o por dinero. Dening, Hagerman y Roswell son de los primeros. Aronson, de los segundos. A los pilotos y a miss Custer los enroló Dening. Todos trabajaban en el mismo observatorio astronómico. Glenbrook, McDermit y McAllister cobraron una buena prima por este viaje. No debemos contar con ellos, sino sustituirles con personal de nuestra confianza en el segundo viaje.

—Supongamos que no hay segundo viaje. Supongamos que Venus no es susceptible de ser habitado. En nuestro sistema solar no existe ningún otro planeta capaz de albergar la vida. ¿Qué harías de esta astronave? ¿Venderla al Gobierno americano quizás?

—Harlow, Clancey y yo estamos ligados por un contrato. La astronave es mitad mía, una parte de su inventor y otra parte de Clancey, que construyó la pila atómica. Yo no podría vender el aparato, aunque quisiera, y no quiero hacerlo. En una cosa estamos de acuerdo, y es que la astronave será destruida si llega un día en que ya no nos sirva para nada.

Mister Williams Peace miró sobriamente al tractor, al «jeep» y todo el heterogéneo material acumulado en la bodega de la astronave.

—Pero ese momento no llegará —aseguró con energía, como si quisiera forzar al destino para que no llegara nunca—. Venus será un planeta habitable. ¡Tiene que serlo!

Los dos hombres prosiguieron la inspección de la astronave. Desde la bodega, el ascensor les elevó a la cabina número 3. Ésta era idéntica en tamaño a las otras dos. Su piso superior estaba totalmente ocupado por un bien provisto laboratorio; era de lo más variado, completo y moderno que se conocía.

Una escalerilla llevaba del laboratorio a la mitad inferior de la esfera, ocupada por un dormitorio común de doce literas. Martindale y los cuatro mexicanos del rancho «Las Cruces» estaban durmiendo como lirones.

Dejando dormir a sus hombres, mister Peace llevó a Erle hasta la cámara de derrota. Robert Dodson fumaba tranquilamente repantigado en su sillón, sin tocar los mandos. En la pantalla de televisión la Tierra era a modo de un gran disco brillante, en donde se apreciaba el contorno de los continentes que bañaba el inmenso océano Pacífico.

Erle Raymer se quedó un buen rato contemplando aquella imagen, preguntándose si no estaría siendo víctima de una terrible pesadilla.

No se experimentaba a bordo ninguna sensación de velocidad. El piso era tan firme como una roca y no se percibían vibraciones ni más ruido que el suave zumbido de la turbina y el generador de electricidad.

—¿No vamos muy despacio? —preguntó Erle—. A esta velocidad no es posible que lleguemos a Venus en cuarenta y ocho horas

El piloto sonrió.

—Se reiría usted si supiera a qué velocidad hemos despegado —dijo.

—Me gustaría saberlo.

—Salimos a la «espantosa» velocidad de un metro por segundo.

—¡No me diga!

—La pura verdad. Nos costó hora y media alcanzar los diez kilómetros de altura. En aquel momento, sin embargo, llevábamos una velocidad de cuatro metros por segundo. Una hora más tarde alcanzábamos los cien kilómetros de altura, a una velocidad de cincuenta metros por segundo. En este momento subimos a razón de seis mil quinientos metros por segundo. A medida que nos alejamos de la Tierra disminuye la fuerza de gravedad de ésta y nosotros aumentamos de velocidad en la misma proporción. Dentro de dos horas nos encontraremos a cien mil kilómetros de la Tierra y llevaremos una velocidad de más de treinta y seis kilómetros por segundo. A partir de esa distancia la gravedad es prácticamente nula y la astronave aumenta su velocidad en nueve, coma, ochenta y un metro cada segundo, es decir, como si cayera libremente sobre la Tierra. En realidad, caemos hacia el punto neutro, a donde llegaremos con setecientos kilómetros por segundo en veinticuatro horas y veintidós minutos, contando desde la hora de salida.

—En ese punto invertiremos la posición de las cabinas y empezaremos la maniobra de frenado para aterrizar en Venus, después de otras veinticuatro horas de vuelo —agregó mister Peace presuntuosamente.

Erle, cuyo fuerte no eran las matemáticas, aceptó sin hacer objeciones las cifras de Robert Dodson y acompañó a su tío en la inspección del último departamento, o sea el que estaba inmediatamente debajo de la cámara de derrota.

Como en la cabina número 3, un dormitorio ocupaba el espacio con diez literas en torno al quiosco central, que, sirviendo de sostén al piso de la cabina superior, alojaba dentro un pequeño laboratorio.

Las literas estaban superpuestas por parejas y tenían cortinillas como un coche cama de ferrocarril. La mayor parte de la tripulación de la astronave descansaba del ajetreo del último día y la emoción de las primeras horas del viaje.

Erle Raymer, que también estaba cansado, pidió permiso a su tío para echarse a dormir.

—Sí —dijo mister Peace—. Vamos a descansar un rato. Éstas son nuestras literas. Tú dormirás arriba.

Erle entró en el lavatorio y luego se encaramó a su litera. Momentos después estiraba en el mullido lecho sus jóvenes músculos liberados de la tortura de las ropas.

Intentó dormir, pero más que dormir, lo que necesitaba era una ocasión de poner en orden sus ideas. He aquí que se veía, sin quererlo, a bordo de una fabulosa astronave viajando a velocidades fantásticas a través del espacio en dirección a Venus. No era para echarse a dormir tan tranquilo. Aquello no ocurría todos los días.

Como futuro heredero de un mundo, Erle se sentía bastante pesimista. Venus, con toda seguridad, era un planeta deshabitado e inhabitable. Tío Willie no iba a poder realizar su sueño, con lo que el mundo se perdería la ocasión de ver a un moderno Colón empeñado en fiera lucha con la naturaleza y los instintos humanos para transformar «su» mundo en una especie de paraíso terrenal.

Lástima grande, sin duda, aunque también final lógico de una aventura disparatada. A lo que Erle podía recordar de sus lecciones de Historia, ningún descubridor de mundos ni colonizador de tierras vírgenes tuvo un fin envidiable. Éste sería el caso de tío Willie.

Y para los disgustos y sinsabores que el empeño iba a acarrearle, más valía que Venus fuera un mundo inhóspito y la expedición regresara a la Tierra.

Barajando rostros y escenas, mezclando pensamientos propios y teorías de sus compañeros de aventuras, Erle Raymer acabó por dormirse evocando la encantadora imagen de Mildred Harlow.

Cuando despertó eran las seis de la tarde, y por los altavoces instalados en todas las dependencias sonaba el batintín llamando al comedor.

La vida a bordo era confortable. Los pasajeros no sentían ninguna molestia física, se movían de un lado a otro como si estuvieran en tierra firme, disfrutando de una temperatura agradable, y respiraban un aire tan puro como el que más.

El problema de la respiración había sido resuelto fabricando oxígeno del agua por electrólisis3. El agua y la electricidad no faltaban a bordo, sino que, por el contrario, eran abundantes.

La atmósfera de las cabinas era purificada constantemente haciendo circular el aire a través de filtros que contenían cal para absorber el anhídrido carbónico, y ácido sulfúrico para destruir la materia orgánica. Luego, se enriquecía con nuevo oxígeno y se aromatizaba con extracto de pino.

La tripulación disponía de buenos libros y diversidad de juegos de salón para distraer su ocio. Pero, en general, la mayoría de la gente estaba demasiado ocupada para aburrirse.

Los pilotos Robert Dodson y Martín Archer se relevaban ante los mandos del aparato. Lodge y McDermit vigilaban la parte eléctrica de la instalación. McAllister, la parte mecánica, y Clancey, la pila atómica, relevado a intervalos por el profesor Harlow. Glenbrook no perdía de vista la pantalla de radar, siempre alerta por si algún meteorito aparecía en la trayectoria del cohete. Aronson, le sustituía a ratos.

El profesor Dening hacía continuas observaciones del espacio. Miss Harlow medía triángulos con vértice en el Sol, Venus y el propio vehículo para calcular la posición, distancia y velocidad. La señora Aronson y la señora Whitney, cocinaban. Watson se encargaba de hacer las camas, y los mejicanos hacían de todo: desde pelar patatas a fregar platos, echando una mano aquí y otra allá.

En el laboratorio, el profesor Hagerman y el profesor Roswell ponían en orden sus instrumentos y sacaban otros muchos que todavía estaban embalados. Tony Mills les ayudaba a arrancar clavos y limpiar matraces y tubos de ensayo.

Mister Peace y el capitán Whitney repasaban la lista pedido, comprobándola con la lista del situado a bordo. Erle se ofreció a ayudarles, llegando de este modo a un conocimiento más completo del material disponible para cualquier emergencia.

A las 5:30 de la mañana, o sea a las 24 horas de haber despegado de Elephant Butte (Nuevo Méjico), los altavoces gritaron:

—¡Atención! ¡Todos los miembros de la tripulación! Tengan la bondad de ir a echarse a sus respectivas literas. Dentro de 20 minutos habremos llegado al punto neutro y efectuaremos la maniobra de volteo para empezar a frenar.

La tripulación abandonó sus tareas, y todos, a excepción de los pilotos, fueron lentamente a echarse en sus literas. Éstas habían sido equipadas con fuertes cinchas.

—¿Es peligroso ese momento? —preguntó Erle cuando se amarraba a su litera.

—Sufriremos un ligero y breve trastorno —dijo el profesor Harlow desde la litera contigua.

Los altavoces empezaron a llevar la cuenta de los minutos, y luego de los segundos que faltaban.

«Tres minutos... dos minutos... un minuto... cincuenta y nueve segundos... cincuenta y ocho... cincuenta y seis...»

Tony Mills, que ocupaba una litera encima del profesor Harlow, miró a Erle asustado.

—¡Y pensar que hubiera podido ahorrarme todo esto, simplemente con separarme de ti en la estación de Engle!

—¿Qué clase de trotamundos es usted? —refunfuñó mister Peace—. Debiera sentirse orgulloso de poder hacer honor a su nombre rodando de un mundo para otro.

Tony Mills no contestó porque la cuenta de los segundos que faltaban estaba llegando a su término.

«Ocho... siete... seis... cinco... cuatro... tres... dos... ¡Vuelta!»

Un velo negro descendió sobre los ojos de los pasajeros. Sus piernas y sus brazos se hicieron extraordinariamente pesados. El estómago pareció subir hasta sus gargantas.

Fue sólo cuestión de unos breves segundos. Aun sin sentirlo, las tres cabinas esféricas dieron media vuelta sobre sus ejes. Instantáneamente desapareció el malestar que sentían y los altavoces gritaron:

—Maniobra de volteo concluida. Hemos empezado a frenar. ¡Estamos cayendo hacia Venus!

—¡Dios mío! —exclamó Mills—. ¡Nos vamos a estrellar!

—No sea idiota, amigo —gruñó mister Peace—. «Caer» quiere decir sencillamente que «bajamos» hacia Venus con los pies por delante. En veinticuatro horas alcanzaremos la meta.

Erle se quedó en la litera para dormir, y Mills, Whitney, mister Peace y los que no estaban de guardia le imitaron.

Cuando cinco horas más tarde se levantaron para desayunar, Venus aparecía en la pantalla de televisión como un disco muy brillante, un poco más pequeño que la Luna. La próxima arribada a Venus era considerada a bordo como un hecho inminente, que se traslucía en una excitación y alegría general.

Quien más, quien menos, se sentía parte de la gloria que iba a corresponderles como descubridores de un nuevo mundo. Cristóbal Colón y los que le acompañaron en el memorable descubrimiento de América no podían haberse sentido más emocionados y conscientes de la trascendencia de su viaje que estos arriesgados astronautas; entre otras cosas, porque Colón y los suyos ignoraban que iban a abrir para la humanidad las puertas de un nuevo y extenso continente.

Los astronautas sabían que su nuevo mundo existía. La única incógnita, si aquel mundo era o no habitable, se escondía tras el denso velo de nubes que envolvía al misterioso planeta. Era sólo cuestión de tiempo atravesar el velo del misterio.

En la creciente ansiedad, las horas que faltaban para llegar a Venus se hicieron extraordinariamente largas. Precisamente ahora y a causa de ir frenando constantemente, la velocidad desminuía y el planeta crecía de tamaño con progresiva lentitud. Pero dando tiempo al tiempo, hora tras hora y minuto tras minuto, Venus fue hinchándose como un globo hasta que sus bordes anubarrados rebasaron la amplitud de las pantallas de televisión.

El momento había llegado.