III

Eran cerca de las nueve de la noche cuando entré en la calle principal de Santa Cana, una pequeña población de pescadores de la provincia de Alicante habitada desde el Neolítico Superior que en los años sesenta del siglo XX había crecido de forma espectacular a causa de la especulación turística, primero con la ampliación del puerto y casas de una o dos alturas y después con grandes edificios de apartamentos que aparecían como setas y parásitos al lado del originario pueblecito pescador, absorbiendo sus campos de cultivo, sus playas y sus salinas. De esta manera, en treinta años, había visto triplicado su censo de habitantes, sin contar los residentes temporales, entre los que me encontraba yo, que en verano hacíamos quintuplicar su población.

Después de un par de giros por calles estrechas, llegué al paseo marítimo. Mi apartamento estaba allí, justo donde terminaba el casco antiguo del pueblo y empezaba el paseo de apartamentos más modernos. Entré en el aparcamiento de un edificio que se diferenciaba de los que tenía a su alrededor porque, aunque había sido construido hacía menos de diez años, había respetado lo máximo posible la arquitectura tradicional. Cuando paré el motor suspiré aliviado. Por fin en casa.

Nunca entenderé el impulso que me llevó a comprarme ese apartamento en un pueblo situado a seis horas en coche y casi seiscientos kilómetros de Barcelona, donde llegué un verano por casualidad, porque se había estropeado el tren camino de Marbella. Desde el mismo momento que puse el pie allí me cautivó y supe que lo convertiría en mi lugar de veraneo. El apartamento lo compré el segundo verano. Me gustó su fachada blanca y que tuviera pocos vecinos, solamente cuatro, uno por planta. Así que enseguida que tuve oportunidad, compré el ático después de que su antiguo propietario, un matrimonio mayor, se divorció y decidió vender.

En el edificio se entraba por una callejuela lateral. El vestíbulo era pequeño y oscuro, la escalera estrecha y el ascensor de tamaño minúsculo, pero cuando llegabas a mi piso, lo primero que te llamaba la atención era el enorme salón y la amplia terraza a primera línea de mar con una espléndida vista de la playa y a lo lejos, las islas de La Campana y La Campaneta. Podía pasarme horas y horas sin hacer absolutamente nada más que tumbarme y dejarme invadir por la tranquilidad del lugar o relajándome pintando de cara al mar. Sin lugar a dudas, ese piso era el lugar que realmente consideraba mi hogar.

En el aparcamiento pude ver que la única plaza que quedaba libre era la mía, así que ya habían llegado todos los vecinos a pasar el verano. A duras penas pude meter la maleta y las dos bolsas en el ascensor y subí hasta la cuarta planta. Al abrir la puerta me di cuenta enseguida de que el apartamento había sido arreglado y limpiado esperando mi llegada. Mi amigo y vecino Robert, que vivía todo el año allí y a quien le había dejado un juego de llaves por si ocurría algún incidente durante el invierno, había hecho un poco de limpieza para que lo encontrara ordenado.

Bob era un riojano soltero, de treinta y cinco años, de cabello rubio oscuro, ojos azules, y atractiva sonrisa que se desvivía por atenderme. A veces eso me iba bien, egoístamente hablando, sobre todo cuando me daba pereza ir a comprar el pan o me levantaba tarde y quería leer el periódico, pero otras veces llegaba a agobiarme bastante. No fue hasta ese día, después de todo lo que me había ocurrido y de mi nueva vida, que pensé que, quizá, esas atenciones respondían a un deseo de su parte por intimar conmigo. Seguro que era eso y no me había dado cuenta antes: Bob era gay.

Dejé la maleta y la bolsa en la habitación y abrí todas las persianas y ventanas. Quería que entrara la última luz de la tarde y la brisa fresca del mar. Segundos después, sonó el timbre de la puerta. Antes de abrir ya sabía que era Bob que, al oír las persianas, había subido presto a visitarme. No tenía ganas de ver a nadie esa noche, lo único que quería hacer era dejar las cosas en su sitio, prepararme un buen baño, una cena y comer tranquilamente en la terraza. Intenté hacer oídos sordos, pero el timbre volvió a sonar y me supo mal fingir que no estaba en casa cuando era tan evidente que había llegado. Abrí la puerta. Allí estaba, todo sonrisas de felicidad. Me dio un gran abrazo que respondí sin demasiado entusiasmo.

—¡Aran, qué alegría verte! Deseaba tanto que llegaras… ¿Lo has encontrado todo bien? ¡Oh! Todavía no has deshecho las maletas, ¿te ayudo? O mejor, ¿te hago algo de cena mientras guardas tus cosas? ¿Te apetece una ensalada fresca? Te he conectado la nevera y te he comprado bebida, frutas y verduras… ¡Ah! También te he regado las plantas, estaban muy secas las pobres…

—Muchas gracias, Bob. Eres muy amable, no hacía falta… —dije mientras volvía a mi habitación para deshacer la maleta.

—¡Claro que hacía falta!

—Bueno, vale. Pero me pasas la factura de lo que te ha costado todo lo que has comprado.

—¡Quita, quita! No me debes nada, lo he hecho porque yo he querido y me venía en gana. Así que tú acomódate y te preparo algo…

—No, Bob. Te agradezco todo lo que has hecho, pero ahora lo único que me viene en gana es terminar de sacarlo todo, darme un baño, comer cualquier cosa e irme a la cama.

—¿Acostarte? ¿Tan temprano? —exclamó sorprendido—. ¿Dónde está mi Aran, que me lo han cambiado? ¿No vas a salir de marcha?

Negué con la cabeza mirándole divertido. Ahora veía tan claro que Bob era gay que no entendí cómo no me había dado cuenta antes. Aunque en ese momento tampoco fui capaz o no quise ver que, además de ser gay, estaba colado por mí.

—He tenido un día muy duro. Estoy muy cansado…

Metí la última camiseta en el armario y cerré la maleta para guardarla en el altillo.

—Mañana seré el Aran de siempre. Te lo prometo.

—Bueno, pues nada. Si no me necesitas, te dejo que descanses que este año va a haber mucha guerra por Santa Cana.

—¿Guerra? ¿Por qué?

—Han abierto algunos bares que han revolucionado las mentes estrechas y pueblerinas de algunos. Pero bueno, no voy a calentarte la cabeza con cotilleos. Venga, buenas noches. Me voy a restaurar un poco para salir de cacería a ver si pesco algo bien fresco. ¡Ciao, bonito!

—Buenas noches.

Salió del baño. Cuando me sentí solo, respiré hondo, abrí el grifo de la bañera para llenarla de agua y me quité la camiseta. Estaba a punto de quitarme también el pantalón corto manchado por la sal del agua del mar cuando Bob apareció de nuevo en la puerta del baño. No se había ido.

—¿Estás seguro que no quieres que te ayude? Ya fui de cacería ayer, hoy puede esperar…

—¡Joder, Bob! —Exclamé—. Me has asustado.

—Perdona, no era mi intención. ¿Te ayudo en algo?

—No. Gracias, de verdad. Iba a tomar el baño.

—Bueno, si no te importa te hago compañía mientras tanto. Así hablamos y nos ponemos al día de lo que hemos hecho durante el invierno. ¿Te parece?

—Harás lo que quieras, como siempre. ¿Pero qué te ocurre? Te noto extraño.

—Nada… Te echaba de menos —confesó casi en un susurro inaudible, entristecido—. ¡Pero ahora ya estás aquí!

Me disculpé un poco incómodo por la situación. Bob sonrió y se sentó en la taza del váter, mirándome. Le devolví la mirada con las manos en el botón del pantalón para que entendiera que quería desnudarme en la intimidad, pero él se rió y dijo:

—¡Oh! ¡Por favor! No te preocupes, no voy a mirar. Además, lo que pueda ver, ya te lo he visto en la playa nudista, ¿no crees?

Era cierto. Habíamos ido unas cuantas veces a la nudista y ya nos habíamos visto todo lo que teníamos que ver, pero ahora, con mi descubrimiento, y en la intimidad de mi casa, me pareció que la cosa era diferente, que podía tener un cierto aire erótico. Sin embargo, viendo que no tenía ninguna intención de salir, me encogí de hombros y me desnudé delante suyo. Si quería contemplar mi cuerpo, yo no era nadie para impedírselo, aunque tampoco me quería convertir en un calientabraguetas porque, por más que Bob lo quisiera, a mí no me atraía en absoluto, sexualmente hablando.

Acabé de quitarme el pantalón y, vestido únicamente con el bóxer, fui a la habitación, más con el deseo de exhibirme que por la necesidad de ir a buscar algo. Luego eché sales de baño y gel removiendo el agua para hacer un poco más de espuma. Él me miraba sin decir nada, entre curioso y divertido, esperando. Cuando me iba a quitar el calzoncillo, me entró un ataque de pudor y mi lado exhibicionista se esfumó por completo.

—¿Puedes girarte un momento? —le dije esperando con las manos en la goma del bóxer.

—¡Qué remilgado te has vuelto! —se giró dejando escapar un profundo suspiro de resignación.

Acabé de desnudarme y me metí en la bañera sintiendo un cosquilleo en el bajo vientre que me sorprendió y mucho más cuando noté que mi polla volvía a despertarse. Disimulando me sumergí y acumulé la espuma de tal manera que la única parte visible de mi anatomía fuera el pecho.

—Ya puedes girarte —anuncié aún sabiendo que no había dejado de espiarme ni un solo segundo—. ¡Ah, qué gusto y qué ganas tenía de un buen baño!

—Hoy ha hecho mucho calor. Y bien, cuéntame, ¿qué ha sido de tu vida estos largos meses de invierno por Barcelona?

—¡Uf! Nada especial. Mucho trabajo.

—¿Y la pintura?

—He hecho una veintena de cuadros y una pequeña exposición en una galería del barrio, pero al menos sirvió para que un galerista bastante importante del paseo de Gracia se interesara en incluir un par de pinturas mías en una exposición colectiva este próximo otoño.

—¡Eso es fantástico! ¿Por qué te lo tenías tan callado?

—No me gusta presumir.

—Pues a mí sí, de tener un amigo famoso.

—No soy famoso…

—Aquí en Santa Cana, sí, y dentro de poco en todo el país, seguro. ¿Y qué más, qué más? ¡Cuenta! ¿Y la música? ¿Y el sexo? ¿Algún amor…?

—¿Pero esto qué es, un interrogatorio? —exclamé riendo.

—Perdona. Es que me tienes en ascuas y… Te estoy viendo todo.

Seguí la dirección de su mirada. La espuma se había aclarado y el agua, aunque turbia por el jabón, dejaba entrever todo mi cuerpo en su plena desnudez. Eché un poco más de gel y sacudí la superficie sin conseguir hacer mucha más espuma. Después de todas las precauciones, Bob me estaba viendo totalmente desnudo, pero no me importó, me había relajado hablando y me encontraba a gusto. Me encogí de hombros.

—Ves, al final no sirvió de nada que te giraras para que me desnudara.

—¿Eh? Perdón… Me había quedado extasiado por la visión.

—Bob, nunca te lo he preguntado ni tú me has hecho ningún comentario al respecto, pero ¿eres gay?

El chico dejó escapar una gran carcajada que acabó por contagiarme y acabamos riendo como locos los dos. Al final, tosiendo, me dijo:

—¿Ahora te enteras? ¡Ya era hora, guapito de cara!

—Bueno, es que hace poco me he dado cuenta de muchas cosas que me han abierto los ojos.

Bob se puso serio y me miró gravemente.

—¿Qué cosas? ¿Que tú también eres gay?

Me pilló desprevenido y casi me ahogo en la bañera. Me incorporé un poco y le miré con una cara que debía ser un poema sin poder articular palabra porque aún no tenía claro que pudiera aceptar delante de mis conocidos mi recién descubierta condición sexual. Bob sonrió y me puso una mano en el hombro.

—Tranquilo. Hace mucho que sospechaba que lo eras, pero yo no era quién para decirte nada.

—Pues podrías haberlo hecho, joder —protesté—. Me hubiera ahorrado muchos quebraderos de cabeza y treinta años de autoengañarme.

—Tenías que descubrirlo por ti solo cuando estuvieras preparado, como hemos hecho todos, bonito. Además, si el año pasado te lo llego a insinuar siquiera, me hubieras mandado a la mierda más rápido que canta un gallo.

—Cierto. Pero ¿cómo llegaste a la conclusión de que yo era gay? No lo entiendo, siempre me has visto con tías, nunca he hecho nada para que lo pudieras pensar tú ni nadie.

—Mira, nosotros nos reconocemos. Tenemos como un sexto sentido que nos muestra quién es de los nuestros y quién no. Pero hay otra cosa de la cual tú no eres consciente, tu gusto por la moda, por el cuerpo, por los cotilleos…

—¡Hay muchos tíos que les gusta la moda y se cuidan! —protesté.

—Sí pero hay otra cosa que me lo confirmó el año pasado.

—¿Qué? —exclamé.

—Estábamos en la nudista y vimos pasar un chico con el cuerpo muy bien definido, no era espectacular, pero tenía un no sé qué que lo hacía muy atractivo.

—Lo recuerdo. Tenía unos ojos azules preciosos, el pelo negro azabache y la piel pálida.

Por un momento me vino a la cabeza el rostro de ese chico y me resultó tremendamente familiar, como si le hubiera visto en algún otro sitio con posterioridad. Intenté concentrarme para recordar en dónde había sido, pero el parlamento de Bob me lo impidió.

—Sí, pero no fue en eso en lo que te fijaste en ese momento. Me dijiste: «Mira a ese tío, qué cuerpo tiene, hasta el rabo lo tiene bien puesto». Un hetero no se fija en la polla de los tíos.

—Eso no es cierto…

—Ahora me dirás lo de los juegos de adolescentes de compararse el tamaño de la polla o de masturbarse juntos. Todos lo hemos hecho y siempre quien empieza ese juego es el gay del grupo. Es una forma de poder ver rabos sin tener que echar miradas furtivas en los vestuarios.

—Me encantaba comparármela porque casi siempre salía ganando. Por eso siempre me las arreglaba para hacer que alguno de mis amigos fuera el que llevara la iniciativa aunque en realidad era yo el único que quería jugar. Incluso alguna vez nos la cascamos juntos… —dije apesadumbrado.

—Ves, lo que te decía.

—¡Dios! ¡Siempre he sido gay!

Bob rió y volvió a acariciarme el hombro.

—Eso no es ningún drama, al contrario. ¡Joder, Aran! Me haces muy feliz.

—¿Por qué?

—Porque abres una puerta a mi esperanza…

—¿De acostarte conmigo?

—Vaya. Eres directo, Aran. No lo sé. Estoy muy a gusto contigo, es cierto. Y también es cierto que cuando te imagino desnudo, me excito… Si te soy del todo sincero, alguna vez me he masturbado pensando en ti…

Le miré sorprendido.

—Sí, no pongas esa cara. He tenido fantasías sexuales contigo y, sí, me apetecería mucho follar contigo, pero no quiero perder tu amistad y eso es lo que más me importa en este momento. Más que un buen rato de sexo.

—Gracias.

—¿Gracias? ¿Por qué? —me preguntó sorprendido él ahora.

—Por ser sincero conmigo… Por ser mí amigo.

—Ya, solo amigo…

—Bob, también seré sincero contigo, no me atraes sexualmente hablando, pero te considero un gran amigo.

—Sí, amigo sin derecho a roce. Es muy duro oír eso, Aran, pero lo entiendo y es justo lo que me esperaba. A ti te gustan otro tipo de tíos, más misteriosos, más etéreos, no tan locas como yo. En fin, qué se le va ha hacer. Solo déjame decirte una cosa y nunca más te molestaré con este tema: me gustas mucho, cada verano que pasa estás más bueno. Creo que podríamos funcionar bien en la cama. Sin embargo, también tengo que decirte que no creo que nos fuera bien como pareja. Por eso me gustaría tenerte como amigo con derecho a roce. Cuando a los dos nos apeteciera o no tuviéramos a nadie más con quien acostarnos. Sin compromisos… Dejo la pelota en tu tejado. Tú decides. Y ahora voy a irme para que salgas del agua que te estás arrugando como una uva pasa.

—No hace falta que te vayas.

Inexplicablemente estaba muy tranquilo. Cierto que Bob no me atraía, pero sentía que estaba en deuda con él y que debía hacer algo y, al mismo tiempo, sabía que hacerlo por este motivo, era un error. Pero bien podía pasar que me gustara y que, egoístamente, me fuera bien su oferta de convertirnos en amigos-amantes sin ninguna clase de compromiso. Podía probarlo a ver si la cosa funcionaba, y si no, dejarlo como estaba y continuar siendo solamente amigos. Además, la clase de conversación y el recuerdo del buen rato de sexo que había pasado con Esteban, despertaron de nuevo mi libido. Me puse de pie en la bañera, a punto de salir, sin esconderle que tenía la polla un poco morcillona.

—¿Me pasas la toalla?

—¿Y eso? —dijo señalando mi rabo.

—Es mi polla. Ya la habías visto.

—Sí, pero ¿y la vergüenza que tenías antes? Además, ¿me equivoco o estás cachondo?

—Bueno, creo que hablar de sexo en esta circunstancia, ha hecho que mi rabo actúe él solo y se haya despertado un poco.

Bob me miró con la boca abierta, asombrado y sin saber muy bien qué hacer, así que salí de la bañera y me planté delante suyo con la polla ya bien dura. Me la cogí con la mano y la sacudí un poco invitándole a hacer lo que quisiera con ella.

—No creo que yo sea el primero, ¿verdad? —dijo.

—Verdad. ¿Quieres o no?

No hizo falta sugerir nada más, se abalanzó sobre mi rabo aún mojado y empezó a succionarlo con ganas tragándolo todo entero mientras me cogía los glúteos con las manos y me empujaba hacia él para ayudarse en su mamada. La comía muy bien, jugando con la lengua. Estaba muy excitado y gemí. Él se separó.

—Nunca pensé que llegaría este momento. Tienes una polla buenísima, más grande y gorda de lo que podía imaginar al verla en reposo. Me encanta.

—Disfruta, Bob. Esta noche tienes mi cuerpo para ti.

—¿Solo esta noche?

—Quién sabe. Me has pillado en un mal momento…

Quién podía saber qué pasaría al día siguiente. Le cogí del pelo y acompañé su cabeza con la mano otra vez hacia mi pene pero en lugar de comerlo, se apartó y me acarició los hombros torneados, los bíceps, el pecho y los pezones erectos, el tórax duro y agitado por la respiración acelerada del placer. Bob tenía también una gran erección debajo del pantalón y se lo desabrochó para liberarse de la presión, pero no se los quitó, aún no, todo a su tiempo. Continuó la exploración de mi cuerpo tan deseado por él. Acarició mis piernas, mis pies y deslizó una mano por mis nalgas jugando con el agujero de mi culo, mirándome, esperando mi reacción. No dije nada y me metió la punta de un dedo. Sentí placer con una mezcla de dolor extraño y me aparté suavemente. Aún no estaba preparado para eso.

—Ven conmigo, Aran.

Me cogió de la mano y me condujo hasta el dormitorio. Me tiré en la cama viendo como Bob se quitaba los pantalones y el resto de su ropa quedándose totalmente desnudo frente a mí, con su rabo duro mirando hacia el techo. Mi vecino no estaba nada mal, tenía una polla bonita, pero su piel blanca y su pelo rubio no me inspiraban demasiado, me gustaban más los hombres mediterráneos, morenos y velludos.

—¿Quieres que continúe?

—Por supuesto.

Se acercó a mí y me abrió las piernas hundiendo su cara, buscando el origen de su deseo. Su lengua jugueteaba con mis testículos, los mordía, se los introducía en la boca… Y finalmente atacó de nuevo mi polla que sobresalía desde una mata de vegetación rubia, como un mástil salpicado de gruesas venas hinchadas, terminado en un capullo redondeado y sonrosado, devorándolo, succionándolo, lamiéndolo… Mis gemidos empezaron a ser cada vez más seguidos y profundos. Cuando Bob se dio cuenta de que unos impulsos sospechosos recorrían mi polla y mis testículos empequeñecían, se la sacó de la boca.

—¿Porqué te paras? Continúa, por favor.

—Tranquilo, ya voy.

Se subió encima de la cama, cogió mi verga, me puso un condón que sacó no sé de dónde, lo debía tener preparado, y se la introdujo en el culo. Le costó un poco que entrara, a pesar de lo dilatado que lo tenía, debido al tamaño, pero con un poco de lubricante lo consiguió enseguida y empezó a cabalgar.

Bob follaba muy bien, se notaba que tenía mucha más experiencia que Esteban, sus movimientos eran precisos y destinados a ofrecerme todo el placer. Sentado sobre mí, subía y bajaba para meter y sacar mi polla de su culo, para sentir en mi capullo cada nueva embestida. Bob, a cada penetración mía, gemía más intensamente hasta que, de repente, se corrió sobre mi pecho sin haberse tocado siquiera la polla mientras aceleraba la follada y yo también me corrí. Se quedó quieto, pidiéndome que no la sacara aún de dentro suyo, que quería sentir como se iba haciendo más flácida. Finalmente, con toda la pena de su corazón, se levantó, la saqué, me quité el condón y lo tiré al suelo. Estaba exhausto. Me quedé dormido enseguida y no me enteré cuando Bob salió de la habitación y se marchó a su casa.