XII

Siempre había oído que cuando mueres, ves pasar toda tu vida como si fuera una película y ves a tus seres queridos, los que han muerto antes que tú, que vienen a buscarte para ayudarte en tu recorrido a la nueva vida eterna, en tu búsqueda de la luz. Todo aquello del túnel y la luz. Yo no. Yo no vi nada de eso, ni túneles, ni luces, ni familiares, ni a Cristo tendiéndome la mano… Nada. Oscuridad total y sobre todo frío, mucho frío.

Recuerdo que cuando noté que la vida se me escapaba por la herida del estómago, era muy consciente de que me moría irremediablemente pero aún así fui incapaz de tener un último pensamiento hacia mis padres o de pronunciar mis últimas palabras, las que la gente, a través de Bob, recordaría de mí. En cambio pensé en los titulares de los periódicos del día siguiente: «Crimen pasional entre homosexuales»; «¿Ajuste de cuentas?»; «Dos gays se matan por causas desconocidas», etc. Y me cabreé. Me fui hacia las tinieblas del más allá o lo que hubiera después de la muerte, cabreado, jodido y echando pestes de todo y de todos. Luego me envolvió un frío inhumano y la nada más absoluta. Hasta que poco a poco empecé a escuchar ruidos a mí alrededor y a ser consciente de nuevo.

Al principio no podía entender dónde me encontraba. Si en el momento de mi muerte lo único que sentí fue que desaparecía el mundo de mí alrededor y que más allá no había nada, ¿qué eran esos ruidos? Intenté abrir los ojos pero no podía, así que desistí de cualquier esfuerzo absurdo y me dejé ir de nuevo. Si Dios o Jesús o Alá o Buda o quien fuera que existiera me venía a buscar, pues perfecto, y si no, pues descubriría que absolutamente todas las religiones estaban equivocadas y no había nada de nada después de la muerte. Ninguna vida eterna, ningún paraíso, ningún infierno.

Al cabo de un tiempo, no sabría decir si horas, días, meses o años, los ruidos volvieron y con ellos un leve resplandor que me hería los ojos aunque los tuviera cerrados.

Pero no fue hasta que me empezó a doler todo el cuerpo otra vez que no fui consciente de que estaba vivo porque si, una vez muerto, existía ese dolor tan intenso, la eternidad era una putada muy jodida.

El convencimiento de mi resurrección me llegó del exterior, por una suave caricia en el dorso de mi mano y una voz susurrante. Hice un esfuerzo supremo y, sacando fuerzas de flaquezas, conseguí la gran proeza de abrir los párpados. A mi lado estaba Kazan que, al ver que le miraba, empezó a llorar y huyó corriendo. Segundos después la cara de un hombre canoso se acercaba a la mía con una linterna en la mano enfocándome directamente a las retinas. Entrecerré los ojos y el desconocido sonrió.

—Es buena señal, reacciona bien a la luz, pero el peligro aún no ha pasado —escuché que decía.

Kazan estaba de pie detrás del médico sin atreverse a mover e intentado aguantarse las lágrimas, sin conseguirlo. Llevaba un brazo en cabestrillo y un oscuro hematoma le cubría la nariz y parte del ojo derecho.

Quise incorporarme, pero me dolía todo el cuerpo y abandoné el intento hundiéndome en la almohada. Sin duda, por el color de las paredes, los pitidos de las máquinas y el olor a medicinas, me encontraba en un hospital. Lo confirmé al ver una aguja clavada en mi mano con el tubo del goteo. Entonces empezaron a llegarme flashes de todo lo que había pasado y por qué me encontraba en una cama de hospital al borde de la muerte. Kazan había luchado por mí, para salvarme, había venido en mi ayuda y había resultado también herido.

—Lo… lo siento… —balbuceé mirando sus heridas.

Me costaba un gran esfuerzo poder hablar y la voz me salía entrecortada.

—Estoy bien, Aran. En unos pocos días, el hematoma habrá desaparecido y el brazo estará como nuevo… Ahora lo único que importa es que te restablezcas del todo y vuelvas a dar guerra en este pueblucho.

—¿David…?

Kazan movió la cabeza de lado a lado, negando.

—No te preocupes por él, ya no nos molestará nunca más.

Recordé el disparo, el ardor que sentí en el estómago y los últimos momentos antes de perder el conocimiento, con la cara desencajada de David precipitándose sin vida hacia el suelo. Respiré hondo y cerré los ojos. Me encontraba muy cansado, terriblemente cansado. Necesitaba dormir.

No sé cuantas horas estuve inconsciente, sólo sé que en mis sueños siempre aparecía Kazan a mi lado, hablándome, acariciándome la mano… Cuando me desperté de nuevo el sol entraba por la ventana y estaba solo en la habitación. Me sentía algo más fuerte y me incorporé un poco en la cama. A lo lejos, por la ventana, la visión del mar de un azul intenso, profundo, me reconfortó. A mi lado, sobre una butaca situada junto a la cama, había un grueso libro, unas gafas y un paquete de pañuelos de papel. Nada de aquello era mío. Alargué la mano y cogí el libro. «Olvidado rey Gudú», de Ana María Matute. Lo abrí por la primera página y vi mi firma estampada, como siempre hago con todos mis libros. Hacía mucho tiempo que había leído ese libro y no recordaba que lo tuviera en Santa Cana, sin embargo así debía de ser si alguien lo había utilizado para pasar las largas horas de vigía en el hospital. Supuse que había sido Bob. Sin embargo, cuando se abrió la puerta y apareció Kazan lo vi claro y supe que todos mis sueños habían sido reales, que Kazan había estado a mi lado todas las horas de inconsciencia, de desvarío.

Llevaba un café en la mano y al verme incorporado casi se le cae al suelo. Sonrió con una preciosa sonrisa, grande y blanca. Dejó el café sobre la mesilla y se abalanzó sobre la cama abrazándome muy fuerte, llorando.

—¡Has vuelto! ¡Has vuelto! —Repetía una y otra vez.

—Kazan… Kazan, por favor… ¡Me estás ahogando!

Se separó un poco y me miró. Me secó delicadamente la cara, que se me había mojado con sus lágrimas.

—He tenido tanto miedo por ti… —me dijo—. Lo siento… Siento todo lo que ocurrió.

—No pudiste hacer nada… Soy yo quien debo pedirte perdón… Perdón por haber dudado de ti.

Kazan se levantó de la cama y se fue hasta la ventana mirando la playa. Estuvo callado unos minutos y finalmente se giró para encararse conmigo.

—Roberto me lo contó todo. Aran, tenías razones para dudar de mí. No te fui sincero. Quise comportarme de forma misteriosa, jugar contigo, aún sabiendo las consecuencias que podía comportar.

—No te entiendo.

—Verás —se acercó de nuevo a mi lado—. El primer día que te vi fue en la playa, el verano pasado. Yo estaba tomando el sol cuando llegaste con una morena espectacular y os pusisteis a pocos metros de mí. Al principio, por cómo hablabas con ella, pensé que eras un hetero chulopiscinas creído de ti mismo, pero luego hiciste un gesto que me llegó al corazón y caí enamorado como un tonto…

Recordaba la chica, Teresa, una madrileña que había conocido en Santa Cana con la que pasé tres días antes de que regresara a la capital. Pero no recordaba casi nada de lo que había hecho con ella excepto las tres noches de sexo en mi apartamento.

—¿Qué gesto? —pregunté intrigado.

—Fue una tontería. Ella se había ido al agua y tú te habías quedado en la arena cuando pasó por tu lado un matrimonio anciano. A la mujer le voló el pañuelo de cabeza y te levantaste rápidamente para recogérselo, y en lugar de dárselo, se lo pusiste delicadamente. Ella se sonrojó y tú le sonreíste. Fue una sonrisa tan dulce, tan tierna, que no pude resistirme y me puse a llorar. Lloré porque me había enamorado y creía que nunca podría conseguirte porque eras hetero. Sin embargo cuando te giraste para echarte de nuevo en la toalla, me viste y al verme llorar pusiste cara de sorpresa y de preocupación. En ese mismo momento me di cuenta de que estaba equivocado, que eras gay aunque tú no lo supieras. No me preguntes por qué, pero lo supe, quizá por tu forma de mirarme o, simplemente, por cómo le pusiste el pañuelo a la señora, no lo sé. Pero sí sé que no pude aguantar tus ojos azules sobre mí y me fui corriendo al agua.

—Kazan… —dije alargando los brazos para que se acercara más.

—No, Aran, aún no he terminado… Se acabó el verano y no te volví a ver. Al marcharme de Santa Cana y durante el invierno quise olvidarte pero no pude… Cuando te vi este año me di cuenta enseguida de que se había producido un cambio importante en ti, pero que aún lo estabas experimentando. Y confirmé mis sospechas al verte entrar en la zona de cruising.

—Necesitaba reafirmar mi identidad sexual.

—Lo sé. Por eso quise acercarme a ti despacio, creando una atmósfera misteriosa a mí alrededor. Si jugaba bien mis cartas, mi presencia se te haría enigmática y quizá con un poco de suerte conseguiría que te sintieras tan atraído por mí como yo lo estaba, estoy, por ti.

—Pues las jugaste muy bien… —Kazan sonrió, avergonzado—. Pero aún me debes la explicación de cómo te apareciste en mis fantasías, si no te conocía… —le pedí.

—¡Ya me habías visto! En la playa. Quizá mi imagen te debió quedar grabada en el subconsciente y la recuperaste cuando aceptaste tu homosexualidad. No lo sé.

—Y cómo explicas que cada vez que te veía me encontraba mal.

—¡En eso sí que no tengo nada que ver! Nervios, estrés provocados por tantos acontecimientos y tan rápidos pasados en tu vida…

—Y yo pensando que eras una especie de ángel aparecido, alguien sobrenatural —reí.

—No, de carne y hueso, no hay nada de extraordinario en mi vida… Pero siento que la cosa no acabara como esperaba…

—Te equivocas —le dije mirándole fijamente a los ojos—. En seguida me sentí atraído por ti y creo que toda la promiscuidad que he tenido este verano ha sido porque, en el fondo, te estaba buscando desde que vi tu imagen en mi mente en el baño de mi casa en Barcelona… Creo que yo también estoy enamorado de ti.

No lo supe hasta que lo dije. Fue en ese momento que sentí como mi corazón latía con fuerza y que amaba a Kazanjian como nunca había querido a nadie, que quería compartir el resto de mi vida con él.

Kazan me abrazó y me besó. Fue un beso tierno, dulce. No intenso ni apasionado, sino un beso de amor. Había luchado, me había defendido y había puesto en peligro su propia vida por mí. Las lágrimas llenaron mis ojos y le agarré con fuerza, necesitaba sentirle lo más cerca posible de mi, tenerlo a mi lado, tocarlo, que no se separara jamás de mí.

—Tenía tanto miedo de perderte —me susurró al oído.

—Estoy aquí, Kazan. No me has perdido, al contrario.

Me besó en el cuello.

—Te quiero.

—Yo también te quiero, Kazan.

—¡Dios! ¡Qué bonito! ¡Me voy a poner a llorar de la emoción!

Robert había aparecido por la puerta de la habitación con un enorme ramo de flores en la mano.

—Esto… Si acaso ya vuelvo en otro momento…

—Anda, pasa, tonto —le dije mientras Kazan se incorporaba y se sentaba en la butaca mientras Bob le substituía en el abrazo.

—¡Joder, Aran! ¡No vuelvas a asustarme de esta forma!

—Bob, creo que debo darte las gracias. Te debo la vida…

—Sí, eso dicen. Pero no me lo recuerdes. Lo que pasó es una experiencia que quiero borrar de mi vida.

—¿Cómo estás tú? —le pregunté.

—Bueno, lo superaré… En cuanto deje atrás el juicio.

—¿Juicio? —me sorprendí.

A pesar de la alegría desbordante de Robert, ese era un tema duro para él y le costaba hablar sobre ello. Fue Kazan quien lo contó mientras ponía las flores en una botella de plástico cortada por la mitad.

—Aunque está claro que fue en defensa propia y estamos nosotros como testigos, además de las pruebas balísticas y de todas las pruebas recogidas por la policía en la investigación contra David, su familia ha puesto una denuncia. Pero no te preocupes, Aran, lo policía nos ha dicho que lo más probable es que el juez, a la vista de las pruebas, la desestime y no lleguemos siquiera a juicio.

—Me parece increíble después de lo que hizo. ¡Intentó matarnos!

—Era su hijo, hay que entenderlos.

—¿Y quién nos entiende a nosotros? —exclamó Robert—. El tío estaba como una regadera. Era un loco que no aceptaba su homosexualidad por culpa de unos padres que le tenían reprimido y casi no le permitían salir de casa. No, no les entiendo, ni quiero hacerlo. Lo que le pasó a su hijo fue culpa suya. Es a ellos a quienes habría que juzgar por la muerte de su hijo, ¡joder!

—Cálmate, Bob. No pensemos más en ello. Por cierto… —dije pensativo.

Acababa de darme cuenta de un pequeño detalle que había dicho Kazan y que al principio me había pasado por alto.

—Kazan, has dicho que la policía ha reunido bastantes pruebas sobre el caso.

—Sí.

—Las pruebas no se reúnen en un solo día, a veces ni en dos o tres…

—No.

—¿Cuánto tiempo llevo en el hospital inconsciente?

Kazanjian y Robert intercambiaron una mirada y luego me miraron.

—Dos semanas.

—¡Jo-der! ¡Dos semanas! ¿Qué me he perdido?

—Tuvieron que operarte a vida o muerte… Luego estuviste en la UCI unos días en un coma inducido… Mejor te lo explicará el médico.

Me quedé callado mirando al frente, a la pared blanca, intentando asimilar toda la información que me habían subministrado en tan poco tiempo. De repente me sentí muy cansado y cerré los ojos recostándome en la cama. Kazan puso su mano sobre la mía y se acercó para decirme en un susurro:

—Aran, te dejamos solo un rato. Vamos a ver al médico para decirle que venga a verte. Descansa, cariño.

Asentí con la cabeza y me quedé dormido inmediatamente. Supongo que vino el médico o alguna enfermera para hacerme un reconocimiento o lo que fuera. Cuando me desperté de nuevo, era de noche. Miré el reloj de pulsera y marcaba las cinco y cincuenta y dos, evidentemente de la mañana. Por la ventana se perfilaba en el horizonte un rayo de luz anaranjado que anunciaba la inminente salida del sol. A mi lado, dormido en la butaca, estaba Kazan. Estuve un rato observándole: su pelo negro, su piel pálida, su cuerpo ágil. Aún tenía el ojo amoratado y el brazo en cabestrillo, y se le veía tan desamparado como un muñeco de trapo olvidado sobre una butaca. Respiraba relajadamente e imaginé que, quizá, era la primera noche desde el accidente que dormía tranquilo después de comprobar que, por fin, me estaba recuperando. Sentí como mi corazón se aceleraba y me hubiera gustado abrazarlo con fuerza para sentirlo real y que no se me escapara como una imagen en el aire. Me daba cuenta de que me había enamorado como nunca en mi vida y que por nada del mundo quería perderle, que quería compartir cada segundo de todos mis días con él, tenerlo siempre a mi lado.

Aún estaba contemplándole cuando abrió los ojos y al verme despierto, sonrió. Le devolví la sonrisa.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Nada. Pensaba que soy muy feliz y, aunque pueda parecer absurdo, estoy agradecido a todo lo ocurrido porque te ha traído a mi vida.

—Me hubiera gustado llegar a ti sin que tuvieras que pasar por todo esto —dijo señalando la habitación del hospital.

—No me importa, Kazan. No me importa haber estado a punto de morir si esto te ha llevado hasta mí. Me has hecho sentir cosas que nunca pensé que sentiría por nadie. Kazan, te quiero mucho.

—Yo también te quiero.

Se incorporó de la butaca para darme un cálido beso en los labios y buscar con su lengua la mía y unirnos como si fuéramos uno solo, pero la magia del momento se rompió cuando entró la enfermera con gran escándalo.

—¡Buenos días, guapos! ¿Qué tal está hoy mi niño?

—Buenos días, Olga —la saludé—. Mucho mejor, creo. Con ganas de ir a casa.

—¡Bueno, bueno, bueno! Aún faltan unos días para eso. Poquitos, pero aún unos cuantos.

—¿Cuántos, más o menos? —preguntó Kazan.

—¿Qué, ansioso por tener a tu chico otra vez en casa?

Kazan asintió con la cabeza, ruborizado, y me reí.

—Eso lo dirá el médico, pero viendo cómo evoluciona de bien, podría arriesgarme y decir que en una semana máximo, ya le podrán dar el alta —continuó la enfermera—. Y ahora, si no te importa, tengo que curar las heridas de tu novio.

¡Una semana más de hospital! Empezaba a estar bien harto. Pero había dicho «novio» refiriéndose a mí y esa palabra me sonó extraña y dulce a la vez y me quitó todas las penas. «Novio» me asustaba un poco, pero me sonaba a gloria bendita.

—Bien. Voy al servicio y a la cafetería a desayunar un poco. Vendré enseguida —dijo Kazan.

—Tranquilo, no voy a moverme de aquí —bromeé.

—¡O sí! —anunció la enfermera—. Hoy empezaremos a caminar por el pasillo. ¡Ya está bien de tanta cama!

Una novedad, al menos. Por fin dejaría de ver solamente las cuatro paredes de la habitación. Kazan salió y la enfermera procedió a quitarme los vendajes del estómago y a limpiarme la herida. Fue la primera vez que la vi. No sé exactamente qué esperaba, imaginaba una lesión abierta y supurante pero lo único que había era una cicatriz limpia con unos cuantos puntos por dónde me habían extraído la bala. Sólo un pequeño punto se veía más rojo y con peor aspecto, era donde me habían puesto un drenaje los primeros días después de la operación.

—Se ve bien, ¿no? —pregunté.

—Está fantástica, cariño. Sólo falta que cicatrice también todo lo que hay por dentro y a casa a dar guerra de nuevo.

Sonreí y pensé que en poco tiempo dejaría toda esta pesadilla muy atrás y empezaría una nueva vida al lado de Kazan. Cerré los ojos y dejé que Olga terminara de limpiar, poner un nuevo vendaje y cambiar el gotero.