VI
Tumbado en la terraza de casa intentaba concentrarme en la lectura de un libro, sin éxito. Tenía demasiadas cosas en la mente, la velocidad con la que me estaban pasando las cosas ese verano no me daba tiempo a asimilarlo todo y me sentía inmerso en una espiral que me mareaba. Tenía que empezar a tomarme las cosas con un poco de más de tranquilidad, no querer vivir todo tan intensamente como si quisiera recuperar el tiempo perdido. Por un momento pensé en cerrar el apartamento, olvidarme de Santa Cana e irme al Canadá a visitar a mis padres. Quizá allí, a orillas del lago Ontario, podría relajarme. Pero sólo duró eso, un instante, no me veía pasando el verano con ellos, sobretodo mi padre, y tener que aguantar sus desplantes y comentarios sarcásticos sobre mi forma de vida. Descarté la idea porque no era la gente, ni siquiera Santa Cana, el problema era yo, y una huida no solucionaría nada. Tenía que dejar que las vivencias vinieran cómo y cuándo tuvieran que venir, no forzarlas. Aunque era más fácil pensarlo que hacerlo, como comprobaría más tarde.
De todas formas, pensé, había tomado poco la iniciativa en todo mi recorrido vital veraniego. Esteban me había ligado en la playa; Bob se me insinuó y me dejé ir; Kazanjian se me acercó él y a mí me estuvo bien; el tío de la playa me la comió sin pedírselo y David, la única persona a la que realmente había perseguido, me había dejado a medias y había resultado ser un joven especialmente raro.
Dejé el libro en el suelo y bebí un sorbo de zumo. Bob me había traído a casa en su motocicleta sin abrir la boca para nada. En la playa había intentado explicarle lo ocurrido con David pero no se interesó especialmente y desistí de hacerlo. Según Bob, mis aventuras sexuales debían quedar en el terreno de mi intimidad, no le apetecía escucharlas. Lo respeté, pero me hubiera gustado tener a alguien con quien compartir mi primera y accidentada experiencia de cruising.
La imagen de Kazanjian volvió de nuevo a mi mente, quizá con él sí que podría tener este tipo de conversación, de hecho en la playa habíamos hablado de todo y había resultado ser un gran conversador. Tenía ganas de volver a verle, en todo el día no había pensado conscientemente en él pero sí que había estado presente continuamente. Se había colado contundentemente en mi vida sin yo pretenderlo. Le había conocido en unas circunstancias, como mínimo curiosas por no decir misteriosas. Al principio parecía una aparición, una jugarreta de mi mente: una imagen de fantasía. Después fue algo real, aunque escurridizo, y la noche pasada había sido una presencia reconfortante. Habíamos compartido silencios para nada incómodos, uno al lado del otro, sin la necesidad de hablar. Las últimas horas pasadas con Kazan habían sido de las mejores de mi vida. Deseaba que no se terminaran y descubrir, asustado, que habían sido solo un sueño. Pensar en él me hizo sentir un cosquilleo en el estómago y unas ganas terribles de volver a verle.
Cené sin hambre en la cocina, con las luces apagadas y sin televisión ni radio. Me apetecía escuchar el silencio, estar conmigo mismo. Y al terminar, salí a las calles de Santa Cana con la esperanza de encontrarme de nuevo con Kazan. Sin embargo a quien encontré fue a David en el Iris.
Entré en el bar distraídamente y fui a la barra a saludar a Eduardo, el único tío que había conocido desde que estaba de vacaciones que no era gay y con quien había conectado muy bien. Me senté en un taburete y reflejado en el espejo de detrás de la barra, le vi sentado solo en una mesa del rincón vestido con ropa que le iba demasiado grande y un poco pasada de moda, igual que el bañador que había llevado por la mañana. Intenté disimular, como si no le hubiera visto, pero sentía su mirada clavada en mi nuca, así que decidí acercarme y dejar claras las cosas de una vez por todas porque lo más probable era que en un pueblo nos encontráramos muchas veces a lo largo del verano y no me apetecía tener que disimular continuamente o hacer ver que no lo conocía.
—Te veo luego, Eduardo, voy a saludar a un conocido.
—Perfecto. Hasta ahora.
Me planté delante de su mesa.
—Hola, ¿qué tal estás?
—Hola, Aran, pensé que no me querías saludar.
—No te había visto —mentí.
—No pasa nada, después de lo de la playa sería normal que no quisieras ni verme.
—¿Puedo sentarme?
Asintió con la cabeza señalando una silla a su lado. Su actitud era de humildad y vergüenza, pero había algo raro en ese chico, quizá su mirada fría o sus ojos duros que no mostraban ninguna emoción. Me estremecí, pero decidí darle un voto de confianza y me senté. Eduardo me trajo la bebida que le había pedido y la dejó sobre la mesa. Bebí un sorbo y volví a dejarla.
—Lo de esta mañana no ha sido nada, quiero decir, que no tiene importancia… —empecé aclarándome la voz.
—Para mí sí que la ha tenido.
—A todos nos ha pasado alguna vez eso de corrernos más rápido de lo que deseábamos. Normalmente solo son nervios o la ansiedad por quedar bien. Pero nunca me reiría por ello, al menos yo. Puedes creerme cuando te he dicho que no me había reído.
Me miró amargamente sin decir nada y después añadió:
—Creí que te burlabas de mi, y no lo soporto.
—No, para nada. Discúlpame si te di esa sensación, no era mi intención.
—No lo sé. No sé qué pensar. Lo he pasado mal todo el día por tu culpa.
—Bueno, pues no me disculpes si no quieres. Te he dicho la verdad, ahora bien, si no me crees, no puedo hacer nada. Sólo quería decirte eso. Ahora me voy.
Hice la intención de levantarme.
—No te vayas, por favor. Podemos intentarlo de nuevo.
—Lo siento, David. No me apetece… Ya no.
—¿Podremos ser amigos al menos?
Me estaba poniendo nervioso, sentía que debía cortar cualquier intento de relación o acercamiento con ese chico, notaba que su actitud no era sincera y no me gustaba, quizá por la mañana le había visto con otros ojos, pero en la realidad de la tarde era una cosa diferente. No me daba buenas vibraciones.
—Creo que es mejor que lo dejemos aquí. La cosa no ha funcionado y ya está: tú por tu camino y yo por el mío. No pasa nada. Ya verás como encontrarás a otra persona, el verano es muy largo aún.
Levantó la cabeza para mirarme directamente con esos ojos fríos que ahora despedían chispas de fuego y rabia.
—Ya veo que tu rollo es pillar a un tío, que te la coma o follártelo y a por otro, ¿no? Y como conmigo ya has probado, no quieres repetir. Pero te prometo que si lo volvemos a intentar te dejaré hacerme lo que quieras y llegaremos al final los dos.
—Lo siento David, no me apetece en absoluto. Esta conversación ha terminado.
Me levanté y cogí mi bebida para ir a la barra. David me cogió del brazo y su rostro se convirtió en una máscara inexpresiva.
—¿Tienes a alguien en tu vida o es que no estoy lo suficientemente bueno para ti?
Estaba alucinando con lo que oía.
—Me estás ofendiendo y poniendo de mala leche. No soy tan frívolo y superficial como crees y si es eso lo que piensas de mí, lo siento, nada más lejos de la realidad. Ahora suéltame.
—Perdóname. No quería ofenderte.
—Siento que la vida te haya tratado tan mal pero no lo pagues conmigo.
—Lo siento, lo siento.
Me acarició suavemente el brazo pero me solté bruscamente, su contacto me dio escalofríos y me dirigí a la barra a pagar mi consumición, quería marcharme de allí, alejarme lo más rápidamente posible.
—¿Quién es ese? —preguntó Eduardo.
—Alguien que espero no volverme a encontrar. Ya tengo bastantes quebraderos de cabeza para tener que aguantar a pirados. Me voy un rato al Londoner, ¿por qué no te pasas cuando termines de trabajar y charlamos?
—¡Eh! Gracias por la invitación, pero he quedado con una piba —susurró.
—¿De verdad? ¡Genial! Me alegro mucho por ti.
Eduardo se puso las manos en el pecho, abultándolas, imitando un pecho femenino y guiñando el ojo pícaramente.
—Entiendo. Pero no te dejes impresionar demasiado por dos tetas, es mejor averiguar lo que hay debajo.
—Eso ya vendrá luego, de momento me quedo con lo que veo a primera vista.
Sonreí y le dejé las monedas en el mostrador. Miré de reojo a David, que se había concentrado de nuevo en su vaso. No levantó la cabeza en ningún momento y lo agradecí, no tenía ganas de enfrentarme de nuevo a esos ojos fríos y duros como el acero.
Al salir del Iris ya era de noche y miré a un lado y a otro sin saber dónde ir. El mal rollo con David me había dejado el cuerpo raro y con ganas de estar solo un rato. Le había dicho a Eduardo que iría al Londoner y si hubiera aceptado la invitación, quizá me hubiera pasado, pero ahora no tenía ganas de entrar en una discoteca y aguantar música a todo volumen, bailar en un espacio reducidísimo rodeado de cuerpos sudorosos intentando hacerse un hueco en la pista… ¡Dios! ¡Me estaba haciendo viejo!
Me apetecía una cosa más tranquila. Pensé en llamar a Bob y quedar con él, pero no quería tener que hablar y fingir que me divertía, así que decidí dar un paseo a ver a dónde me llevaban mis pasos y, quizá, con un poco de suerte, me cruzaría con Kazan en alguna calle.
En el paseo marítimo, parejas de mediana edad y de ancianos paseaban distrayéndose con los tenderetes de venta ambulante de artesanía que se instalaban durante todo el verano. En la playa alguna pareja aprovechaba para hacer arrumacos entre las sombras. De repente me sentí muy solo. Todas las personas con las que me cruzaba iban acompañadas y hablaban o reían de conversaciones distendidas, de vacaciones. Me senté en un banco de cara al mar y de espaldas a los paseantes y añoré tener a alguien a mi lado, alguien especial con quien compartir secretos, alegrías y tristezas. Alguien con quien compartir las pequeñas cosas de la vida.
No sé cuánto rato estuve sentado en ese banco con la mirada perdida en la oscuridad del mar. No me podía quedar allí toda la noche, de espaldas al mundo. Si realmente quería encontrar a esa persona especial, tenía que salir a buscarla, no vendría por sí sola. Kazan lo había hecho, había aparecido en mi vida pero igual que apareció, desapareció. Él era muy especial, lo sabía, pero también sabía que no podía perseguir una quimera, un sueño, una vana esperanza. Me levanté decidido a ir a buscar. Quizá encontraría o quizá no, pero no podía quedarme esperando.
Recordé, de repente, que el año anterior, en la cola del pan había escuchado a alguien del pueblo que contaba, escandalizado, que acababan de abrir un bar para gays donde sólo se podía entrar desnudo. En su día había imaginado que era una exageración pueblerina, pero ese invierno, navegando por Internet, buscando modelos desnudos para una pintura, fui a dar con la página web de un sex-bar de Madrid donde cada día había un código de ropa distinto para entrar: un día era sin camiseta, otro en calzoncillos e incluso algún día el código era sin nada de ropa. Quizá el bar al que se referían era de ese estilo y pensé en ir. Lo malo es que no tenía ni idea de cómo se llamaba o dónde estaba y tampoco era cuestión de preguntar en mitad de la calle a un transeúnte si conocía un bar de tíos en pelotas. Así que al final tuve que acercarme al Londoner, el único local gay-friendly declarado que conocía en Santa Cana. Quizá allí podría encontrar algún plano del pueblo con todos los locales clasificados por categorías.
Había cola para entrar y me acerqué al portero con la esperanza de que me dejara pasar hasta el vestíbulo a buscar la publicidad. No vio claro que no estuviera intentado colarme pero finalmente decidió abrir la cadena y me dejó pasar como quien perdona la vida a un perro callejero. Al pasar por su lado vi de reojo como me repasaba de arriba a abajo y me desnudaba mentalmente. Sonreí por lo bajo y entré.
En una mesa al fondo del vestíbulo había una serie de revistas, tarjetas, postales y demás tipo de publicidad. Bajo un montón de revistas encontré lo que buscaba: un plano de Santa Cana con los todos los locales, bares y discotecas. Lo extendí encima de la mesa bajo una luz débil y aluciné al ver la gran cantidad que había de locales gays y lésbicos. Nunca lo hubiera imaginado. Había cinco bares, uno de ellos para chicas, dos discotecas, un hotel, una sauna y un par de zonas de cruising, una de las cuales era mi playa, la otra al final del paseo marítimo. Me concentré en los bares y lo encontré enseguida y no gracias al nombre tan vulgar que tenía, Beach, sino por el subtítulo Naked and underwear parties. Así que era cierto, existía.
Salí del Londoner con el plano en la mano, le di las gracias al portero e intercambié unas pocas palabras con él. Nunca se sabe cuándo se puede necesitar la ayuda de alguien, y quedar bien no cuesta nada. Al pasar al lado de la cola de los que esperaban para entrar vi a David con cara de aburrimiento junto un chico de su edad. Cuando nuestras miradas se cruzaron giró la cara dándome la espalda.
—Si piensas que vas a hacerme sentir mal, lo tienes claro, guapito de cara —dije en voz alta aunque sabía que no podría oírme y me marché calle abajo.