CAPÍTULO 2
Los pequeñuelos quieren aprender a leer
Me tiene sorprendida que no hayamos sido capaces de hacer que dejara de leer desde que tenía tres años.
Sra. Gilchrist, madre de Mary, de 4 años. Newsweek, 13 de mayo de 1963.
No ha habido en la historia de la Humanidad ningún científico que haya sido la mitad de curioso que cualquier niño entre los 18 meses y los 4 años. Nosotros, los adultos, hemos confundido esta asombrosa curiosidad sobre todas las cosas con la falta de capacidad para concentrarse.
Desde luego que hemos observado a nuestros niños cuidadosamente, pero no siempre hemos llegado a comprender lo que sus actos significan. En primer lugar, mucha gente utiliza frecuentemente dos palabras muy distintas como si fueran lo mismo. Esas palabras son aprender y educar.
El American Collage Dictionary nos dice que aprender significa: “1. Adquirir conocimientos o especialización, mediante estudio, enseñanza o experiencia”.
Educar significa: "1. Desarrollar las facultades y capacidad, mediante aprendizaje, instrucción o enseñanza escolar…, y 2. Proporcionar educación; enviar al colegio…"
Dicho de otro modo, aprender se refiere generalmente al proceso que sigue el que está adquiriendo conocimientos, mientras que educar resulta ser a menudo el proceso de aprendizaje dirigido por un profesor o por un colegio. Aunque realmente todo el mundo sabe esto, ambos procesos se consideran con gran frecuencia como uno y el mismo.
Debido a esto, creemos a veces que, puesto que la educación comienza más formalmente a los 6 años, el proceso de aprendizaje más importante también comienza a los 6 años.
Nada más lejos de la verdad.
La verdad es que un niño comienza a aprender inmediatamente después de su nacimiento. Cuando tiene 6 años empieza a ir al colegio, ya ha adquirido una fantástica cantidad de nuevos conocimientos obtenidos hecho por hecho, quizá mayor que lo que pueda aprender en el resto de su vida.
A los 6 años, un niño ya ha aprendido la mayoría de los hechos básicos sobre él y su familia. Ha aprendido cosas sobre sus vecinos y su relación con ellos, su mundo y su relación con él y otra multitud de hechos que son literalmente innumerables. Lo más significativo es que ha aprendido por lo menos una lengua, y a veces más de una (son muy pocas las ocasiones en que un niño, después de los 6 niños, llega a dominar otra lengua).
Y todo esto, sin que haya visto el interior de un aula.
El proceso de aprendizaje a través de estos años ocurre a una gran velocidad a no ser que lo impidamos nosotros. Si le apreciamos y le estimulamos el proceso alcanzará un promedio verdaderamente increíble.
En el niño pequeñito arde un deseo infinito de aprender.
Solamente podríamos matar ese deseo destruyendo al niño por completo.
Aislándole, contribuimos a apagar su deseo. En alguna ocasión leemos, p. ej., que un retrasado mental de 13 años fue encontrado en un ático, atado a la pata de una cama, seguramente por ser retrasado mental. Lo más probable es que el caso sea lo inverso. Es muy presumible que su retraso mental se deba a que lo han atado a la pata de la cama. Para apreciar este hecho en toda su amplitud, debemos darnos cuenta de que solo unos padres psicóticos atarían a un niño. Un padre ata a su hijo a la pata de la cama porque el padre es un psicótico, y el resultado es un niño retrasado mental porque se le ha negado, prácticamente, toda oportunidad de aprender.
Podemos hacer que disminuya ese deseo de aprender del niño si limitamos las experiencias a las que le exponemos: Por desgracia, se ha hecho esto casi universalmente por menospreciar, de una manera casi absoluta, su capacidad de aprender.
Podemos, en cambio, aumentar su aprendizaje notablemente, por el solo hecho de suprimir muchas de las restricciones físicas a las que le hemos sometido.
Nos cabe multiplicar poderosamente los conocimientos que adquiere e incluso su potencialidad, si apreciamos como es debida su tremenda capacidad de aprender y le damos oportunidades ilimitadas, mientras le estimulamos simultáneamente a que lo haga.
A lo largo, de la Historia ha habido casos aislados, pero numerosos, de gente que realmente ha enseñado a niños muy pequeños a leer y a hacer otra serie de cosas avanzadas, por el mero hecho de no menospreciarles, sino estimularles. En todos los casos que pudimos encontrar, los resultados de esa oportunidad dentro de sus hogares, planteada de antemano para que los niños aprendieran, recorrían, la escala desde el "excelente" hasta el "asombroso", produciendo unos niños felices y bien adaptados, con una inteligencia excepcionalmente alta.
Es muy importante tener en cuenta que éstos no eran niños a los que primeramente se les hubiera descubierto una brillante inteligencia y luego se les hubieran concedido unas oportunidades especiales para aprender, sino que eran simplemente unos niños cuyos padres decidieron exponerlos al mayor número posible de conocimientos, desde su más tierna infancia.
Así mismo, a través de la Historia, los grandes maestros nos han señalado repetidamente que debemos fomentar en nuestros hijos el deseo de aprender. Por desgracia, no nos han enseñado suficientemente cómo hacerlo. Los antiguos sabios hebreos enseñaban a los padres a cocer bollos con la forma de las letras de su alfabeto, que el niño tenía que identificar antes de comérselos. De un modo semejante, escribían con miel palabras hebreas en la pizarra del niño. El niño entonces leía las palabras y podía chuparlas luego, y así "las palabras de la ley serían dulces en sus labios".
Una vez que el adulto que está cuidando niños se apercibe sensiblemente de lo que en realidad hace un niño chiquitín, se pregunta como ha podido esto pasarle inadvertido.
Mirad atentamente a un niño de 18 meses y fijaos en lo que hace.
En primer lugar, alborota a todo el mundo. ¿Por qué? Porque no sabe dejar de ser curioso. Al niño no se le puede desviar, disciplinar ni limitar este deseo de aprender por mucho que lo intentemos, y, en realidad, lo hemos intentado con todas nuestras fuerzas.
Quiere saber acerca de la lámpara, de la taza de café, de la luz eléctrica, del periódico y de todo lo demás que haya en la habitación, lo cual significa que da golpes a la lámpara, tira la taza, mete el dedo en el enchufe eléctrico y rompe el periódico. Está constantemente aprendiendo y, lógicamente, nosotros no podemos resistirlo.
Por su manera de comportarse concluimos que el niño es hiperactivo e incapaz de prestar atención, cuando la autentica verdad es que presta atención a todo. Está absolutamente alerta en todas las formas en las que pueda aprender algo sobre el mundo. Ve, oye, palpa, huele y saborea. No hay otro camino para aprender que estas cinco vías sensoriales, y el niño las utiliza todas.
Ve la lámpara y por eso la tira, pues así puede palparla, oírla, mirarla, olerla y saborearla. Si le dan oportunidad, hará todas estas cosas con la lámpara, y hará lo mismo con cualquiera de los objetos de la habitación. No querrá que lo echen de allí hasta que se haya enterado de todo lo que pueda sobre los objetos de la habitación, utilizando todos sus sentidos. Está haciendo todo lo posible por aprender, y nosotros, por supuesto, haciendo todo lo posible por impedirlo, ya que su proceso de aprendizaje resulta verdaderamente caro.
Nosotros, los padres, hemos descubierto varios métodos de hacer frente a la curiosidad del niño chiquitín, más, por desgracia, la mayoría de ellos a expensas de este proceso de aprendizaje del niño.
El primer método, y el más general, es darle algo con que jugar que no pueda romper. Esto suele significar un bonito sonajero rosa para jugar. Puede incluso ser un juguete más complicado que un sonajero, pero juguete, al fin y al cabo. Obsequiado con un objeto como ese, enseguida el niño lo mira (que es la razón de que los juguetes tengan colores llamativos), lo mueve para averiguar si hace ruido (razón por la que suenan los sonajeros), lo palpa (que es la razón por la cual los juguetes no tienen bordes afilados), lo chupa (y por ello la pintura no es venenosa) e incluso lo huele (no nos podemos figurar cómo podría oler un juguete; por eso no huelen). Este proceso dura aproximadamente 90 segundos.
Una vez que el niño sabe todo lo que quiere saber sobre el juguete, lo abandona inmediatamente y su atención se vuelve hacia la caja en la que venía. Al niño le parece la caja tan interesante como el juguete mismo —por eso deberíamos comprar siempre juguetes que vinieran preparados en cajas— y se entera de todo sobre la caja. También en esto tarda unos 90 segundos, aproximadamente. De hecho, el niño con gran frecuencia presta mayor atención a la caja que al propio juguete. Puesto que se le permite romper la caja, puede saber cómo está hecha. Esta es una ventaja que no tiene el juguete, ya que ahora fabricamos juguetes irrompibles, limitando por consiguiente su capacidad de aprender.
Así, pues, podría parecer que comprarle a un niño un juguete que venga en una caja sería una buena manera de doblar su tiempo de atención. Pero ¿es así o es que le hemos dado un material doblemente interesante? Está claro que se trata de esto último. En resumen, debemos concluir que el tiempo de atención de un niño es proporcional a la cantidad de material disponible que tenga para aprender, y no creer, como solemos, que el niño es incapaz de prestar atención durante mucho tiempo.
Simplemente con observar a los niños, nos encontraríamos docenas de ejemplos como este. Sin embargo, y contra toda la evidencia que nuestros ojos nos proporcionan, muy a menudo llegamos a la conclusión de que cuando la atención de un niño no es muy prolongada se debe a que no es muy listo. Esta deducción implica, insidiosamente, que él (como todos los demás niños) no es muy listo porque es muy pequeño.
Nos preguntamos cuál sería nuestra conclusión si viésemos a un niño de 2 años sentado en una esquina jugando tranquilamente con un sonajero durante 5 horas. Probablemente, los padres de un niño como este estarían disgustados, y con verdadera razón.
El segundo método de limitar sus intentos de aprender consiste en meterlo en un "parque".
Lo único exacto sobre el "parque" es su nombre, pues es realmente un lugar cerrado. Deberíamos ser honrados, al menos en artificios como estos, y dejar de decir: "Vamos a comprar un parque para el niño." Digamos la verdad y admitamos que lo compramos para nosotros mismos.
Hay una caricatura que muestra a la madre sentada en un "parque", leyendo y sonriendo encantada, mientras los niños juegan fuera del "parque", incapaces de llegar a ella. Esta caricatura, además de su elemento humorístico, sugiere también otra verdad: la madre, que ya conoce el mundo, puede permitirse estar aislada, mientras que los niños del lado de fuera, teniendo todavía mucho que aprender, pueden continuar sus exploraciones.
Pocos padres se dan cuenta de lo que realmente supone un "parque". No solo restringe la capacidad del niño de aprender sobre el mundo, y esto es obvio, sino que restringe también su desarrollo neurológico al limitar su capacidad de arrastrarse y gatear (procesos que son vitales en el crecimiento normal). Esto, a su vez, entorpece el desarrollo de la visión, de la competencia manual, de la coordinación manos-ojos y una infinidad de cosas más.
Nosotros, los padres, nos hemos convencido a nosotros mismos de que comprando el "parque" protegemos al niño, evitando que pueda hacerse daño metiéndose en la boca un cable eléctrico o cayéndose por las escaleras. Realmente, lo enjaulamos, y así nosotros no tenemos que asegurarnos a cada momento de que está a salvo. Como suele decirse en términos corrientes, "es peor el remedio que la enfermedad".
Cuanto más sensato sería, si consideramos que es necesario tener un "parque", usar uno que tenga 4 metros de largo y 60 centímetros de ancho siendo así lo bastante amplio para que el niño tenga espacio para arrastrarse, gatear y aprender en estos años vitales para él. Con un "parque" de estas dimensiones, el niño puede moverse, gateando o arrastrándose en línea recta, en una longitud de 4 metros, hasta encontrarse con las barras del extremo opuesto. Un "parque" como este resulta infinitamente más conveniente, incluso para los padres, puesto que solo ocupa espacio a lo largo de una de las paredes de la habitación.
El "parque", considerado como elemento de limitación del aprendizaje del niño, es, infortunadamente, mucho más eficaz que el sonajero, porque después de los 90 segundos que el niño tarda en aprender cosas sobre cada juguete que la madre le pone dentro (esta es la razón de que el niño tire todos los juguetes cuando ya ha aprendido todo lo que le interesa sobre ellos), entonces se encuentra perplejo, sin saber qué hacer.
Hemos tenido éxito, por tanto, en el intento de evitar que rompa cosas (siendo este un medio de aprender), confinando al niño físicamente. Este intento nuestro, que crea en el niño un vacío físico, emocional y educativo, no fallará mientras podamos soportar sus gritos para salir, o, admitiendo que los podamos soportar, hasta que sea lo bastante crecido para saltar fuera y renovar su búsqueda de aprendizaje.
¿Ha de entenderse por lo dicho en el párrafo anterior que estamos a favor del niño que rompe lámparas, etc.? En absoluto. Solo hemos pretendido exponer el poquísimo respeto que sentirnos por el deseo de aprender del niño, a pesar de todas las claras indicaciones que nos da de que quiere desesperadamente aprender todo lo que pueda y con la mayor rapidez posible.
Todavía quedan historias apócrifas que, si no son auténticas, son, desde luego, muy reveladoras.
Una es la historia de dos niños de un jardín de infancia, ambos de 5 años, que están en el patio cuando un avión pasa, fulgurante, por encima de sus cabezas. Uno dice que el avión es supersónico, y el otro refuta esta afirmación, sobre la base de que las alas no están colocadas lo bastante hacia atrás. La campana les interrumpe la conversación y el primero de los niños dice: "Tenemos que dejar esto ahora, y volver a enfilar esas estúpidas bolitas."
La historia es exagerada, pero cierta en lo que significa.
Consideremos al niño de 3 años que pregunta: "Papá, ¿por qué el Sol es caliente?" "¿Cómo puede ese hombre entrar en la pantalla de televisión?" "¿Qué es lo que hace que crezcan las flores, mamá?"
Mientras el niño despliega una curiosidad electrónica, astronómica y biológica, muy frecuentemente le decimos que se vaya a jugar. Al mismo tiempo concluimos que como es tan pequeño no nos entendería, y que, además, su capacidad de atención es muy pequeña. Claro que lo es… para la mayoría de los juguetes, al menos.
Hemos logrado mantener a nuestros hijos cuidadosamente aislados en un período de vida en el que el deseo de aprender se halla en su apogeo.
El cerebro humano es el único recipiente del que se puede decir que cuanto más se le mete, más cabida tiene.
Entre los 9 meses y los 4 años, la capacidad de adquirir conocimientos es inigualable. Y el deseo de hacerlo es entonces mucho mayor que lo será después. Sin embargo, durante este periodo tenemos al niño limpio, bien alimentado, sano y salvo del mundo que le rodea…, pero en un vacío de aprendizaje.
Resulta irónico que cuando el niño es mayor le digamos una y otra vez lo tonto que es por no querer aprender astronomía, física o biología. Aprender, le diremos, es lo más importante en la vida, y lo es realmente.
No obstante, hemos pasado por alto la otra cara de la moneda.
Aprender es también el mayor pasatiempo de la vida, y el más divertido.
Sostenemos que los niños aborrecen aprender, esencialmente porque a la mayoría de ellos no les ha gustado ir al colegio, e incluso lo han odiado. Una vez más hemos confundido ir al colegio con aprender. No todos los niños que van al colegio están aprendiendo, así como tampoco todos los niños que están aprendiendo van al colegio.
Mis propias experiencias de cuando era alumno de primer grado podríamos decir que fueron, típicamente, lo que han venido siendo durante siglos. Generalmente, la profesora nos decía que nos sentáramos, que nos calláramos, que la miráramos y atendiéramos mientras ella comenzaba un proceso llamado enseñanza, que iba a ser, según ella, mutuamente penoso, pero por el cual llegaríamos a aprender… o lo que fuera.
En mi propio caso, esta profecía de la profesora de primer grado resultó exacta; fue penoso, y por lo menos durante los 12 primeros años odie cada minuto de enseñanza. Estoy seguro de que no fue una experiencia fuera de lo corriente.
El proceso de aprendizaje debería ser agradable diversión, puesto que realmente es el mayor juego de la vida. Tarde o temprano, todas las personas inteligentes acaban por llegar a esta conclusión. Pasa el tiempo, y todavía oímos decir a la gente: "Fue un día estupendo. Aprendí un montón de cosas que no sabía." Aún se oyen frases como esta: "Ha sido un día terrible, pero he aprendido algo."
Una reciente experiencia, en la que culminan centenares de situaciones similares, aunque no tan divertidas, sirve como excelente ejemplo del hecho real de que los niños pequeñitos quieran aprender en la medida en que todavía son incapaces de distinguir el aprender del divertirse, y mantienen esta actitud hasta que nosotros, los adultos, les convencemos de que aprender no es divertirse.
Nuestro equipo de investigación había tenido en observación, durante varios meses, a una niña de 3 años con una lesión cerebral, hasta que llegó el momento de que aprendiera a leer. Era importante para la rehabilitación de esta niña que aprendiera a leer, porque es imposible inhibir una sola función del cerebro humano sin que, en algún grado, se suprima la totalidad de sus funciones. Por el contrarío, sí enseñamos a leer a un niño pequeñito con una lesión cerebral, le ayudaremos materialmente en su lenguaje y demás funciones. Por esta razón, habíamos prescrito que a esta niña se le enseñara a leer después de nuestro reconocimiento.
Comprensiblemente, el padre de la niña se sentía bastante escéptico respecto a la posibilidad de enseñar a leer a su hija. Accedió a ello sólo debido al enorme progreso físico y de lenguaje que la niña había alcanzado hasta aquel momento.
Cuando volvió 2 meses después para una revisión, nos contó lleno de gozo la siguiente historia: aunque accedió a lo que se le había pedido, estaba convencido de que no daría resultado. Así mismo, había decidido que, puesto que iba a tratar de enseñar a leer a su hija, lo haría en lo que él consideraba un "ambiente típicamente escolar".
Para ello había montado en el sótano un aula completa, con pupitres y encerado. Había pedido también a su otra hija, una niña normal de 7 años, que asistiera a las clases.
Como se puede suponer, la niña de 7 años, en cuanto vio el aula, saltó de alegría. Tenía el mayor juguete de toda la vecindad. Mayor que un carrito de bebé y mayor que una casa de muñecas; tenía su propio colegio particular.
En julio, la niña de 7 años salió a buscar, entre los vecinos, otros 5 niños de 3 a 5 años para "jugar a los colegios".
Desde luego, estaban encantados con la idea, y se comprometieron a ser buenos para así poder ir también al colegio como sus hermanos mayores. Jugaron a los colegios 5 días por semana, durante todo un verano. La niña de 7 años era la profesora, y los niños más pequeños, sus alumnos.
A los niños no se les forzó a jugar a esto. Sencillamente, era el mejor juego que habían descubierto.
El "colegio" tuvo que cerrar en septiembre, cuando la "profesora" de 7 años volvió a su verdadero colegio.
EL resultado es que en este barrio concreto hay ahora 5 niños, entre los 3 y los 5 años, que leen. No leen a Shakespeare, claro está, pero leen las 25 palabras que la profesora de 7 años les enseñó. Las leen y las entienden.
Por descontado, esta niña de 7 años habrá de ser incluida en la lista de los más eficaces educadores de la Historia…, a no ser que concluyamos que los niños de 3 años quieren leer.
Preferimos creer que lo que lleva a aprender es más el deseo de los niños de 3 años que la eficacia de la profesora de 7.
Finalmente, es importante advertir que, cuando a un niño de 3 años se le enseña a leer, prestará atención al libro durante largos períodos de tiempo, parecerá más inteligente y dejará así mismo de romper lámparas; pero no hay que olvidar que sigue siendo un niño de 3 años y que, durante 90 segundos, siguen pareciéndole muy interesantes casi todos los juguetes.
Si bien, con toda lógica, ningún niño desea específicamente aprender a leer hasta que sabe que la lectura existe, todos los niños quieren adquirir conocimientos sobre todas las cosas que les rodean. Y, en circunstancias apropiadas, leer es una de ellas.