CAPÍTULO 3

Los pequeñuelos pueden aprender a leer

Un día, no hace mucho tiempo, me la encontré en la sala de estar hojeando un libro en francés, y me dijo sencillamente: "Mamá, es que ya me he leído todos los libros ingleses que hay en casa."

Sra. Gilchrist, Newsweek, 13 de mayo de 1963.

Los niños muy pequeños pueden de hecho aprender a leer palabras, frases y párrafos, exactamente de la misma manera que aprenden a entender palabras, frases y párrafos hablados.

Una vez más, los hechos son sencillos; maravillosos, pero sencillos. Hemos manifestado ya que el ojo ve, pero no entiende lo que ve, y el oído oye, pero no entiende lo que oye. Solo lo entiende el cerebro.

Cuando el oído percibe o capta una palabra o un mensaje hablado, este mensaje auditivo se descompone en una serie de impulsos electroquímicos y llega como un relámpago al cerebro (que no oye), el cual entonces recompone el significado de la palabra que se le ha intentado transmitir, y la comprende.

Exactamente de la misma forma, cuando el ojo percibe una palabra o un mensaje escrito, este mensaje se transforma en una serie de impulsos electroquímicos y llega como un relámpago al cerebro (que no ve), donde se recompone de nuevo y se comprende como lectura.

Es un instrumento mágico nuestro cerebro.

Tanto la vía visual como la auditiva pasan por el cerebro, donde ambos mensajes son interpretados por el mismo proceso cerebral.

Nada tienen que ver con ello, en realidad, la agudeza visual ni la agudeza auditiva, a no ser que estas sean verdaderamente pobres.

Hay muchos anímales que ven u oyen mejor que cualquier ser humano. No obstante, ningún chimpancé, por muy agudo que tenga el oído o la vista, podrá leer jamás la palabra "libertad" a través del ojo ni entenderla a través del oído. Le falta el cerebro necesario para ello.

Para empezar a comprender el cerebro humano hemos de tener en cuenta más el instante de la concepción que el momento del nacimiento, porque el tan grandioso como poco entendido proceso de desarrollo cerebral empieza en el momento de la concepción.

Desde el mismo instante de la concepción, el cerebro humano se desarrolla a una velocidad explosiva, que marcha continuamente en escala descendente.

Explosiva y descendente.

Todo este proceso se ha completado, en esencia, a los 8 años.

En la concepción, el huevo fertilizado es de tamaño microscópico. Doce días después, el embrión es lo bastante grande para que el cerebro se pueda diferenciar. Esto sucede mucho antes que la madre sepa que está embarazada, por lo que la velocidad de desarrollo es tremendamente rápida.

Aunque la velocidad de desarrollo es realmente fantástica, esta velocidad es siempre menor que el día anterior.

Al nacer, el niño pesa de 3 a 4 kilogramos aproximadamente, lo cual significa millones de veces más que lo que pesaba el huevo 9 meses antes, al ser concebido. Es obvio que si su velocidad de desarrollo fuera la misma en los 9 meses siguientes que la alcanzada en los 9 anteriores, el niño pesaría miles de toneladas a los 9 meses y muchos millones de toneladas cuando tuviera año y medio.

El proceso del desarrollo cerebral se equipara al del desarrollo físico, pero con una velocidad aún más descendente.

Esto se puede observar claramente si tenemos en cuenta que el cerebro del niño, al nacer, supone un 1l por 100 de su peso total, mientras que, cuando es adulto, apenas llega al 2,5 por 100.

A los 5 años el desarrollo cerebral de l niño se ha completado en un 80 por 100.

A los 8 años el proceso de desarrollo cerebral está prácticamente completo.

Entre los 8 y los 80 años alcanzamos un menor desarrollo cerebral que el habido entre los 7 y los 8 y mucho menor que en estos 8 primeros años.

Como complemento a este entendimiento básico del desarrollo cerebral, es importante comprender cuáles son, de todas sus funciones, las más importantes para los seres humanos.

Hay exactamente seis funciones neurologías exclusivas del hombre, y que le caracterizan y le colocan en una escala aparte de todas las demás criaturas.

Estas seis funciones corresponden a una capa del cerebro llamada corteza humana. Estas facultades exclusivamente humanas están funcionando ya a los 8 años. Son dignas de conocerse.

1. Solo el hombre es capaz de andar totalmente de pie.

2. Solo el hombre puede hablar con un lenguaje abstracto, simbólico y propiamente suyo.

3. Solo el hombre es capaz de combinar su singular competencia manual con las capacidades motoras mencionadas para escribir su lenguaje.

Estas tres habilidades señaladas son de naturaleza motora (expresiva) y se basan en las tres restantes, que son de naturaleza sensorial (receptiva).

4. Solo el hombre puede entender el lenguaje abstracto, simbólico y personal que oye.

5. Solo el hombre es capaz de identificar un objeto por el mero tacto.

6. Solo el hombre puede ver de tal forma que le capacita para leer el lenguaje abstracto cuando se presenta en forma escrita.

Un niño de 8 años es capaz de todas estas funciones, puesto que anda, habla, escribe, lee, entiende la lengua hablada e identifica, a esa edad, objetos por el tacto. Es evidente que, a partir de esa edad, hablamos simplemente de una serie de derivaciones laterales de estas seis capacidades humanas, sin aparición de otras nuevas.

Puesto que toda la vida posterior del hombre depende, en gran medida, de estas seis funciones que se desarrollan en los primeros 8 años de vida, es muy importante efectuar una investigación de las diversas fases que existen durante ese período de moldeado.

PERÍODO DESDE EL NACIMIENTO HASTA EL AÑO

Este período de vida es vital para todo el futuro del niño.

Es cierto que le tenemos abrigado, alimentado y limpio, pero también es verdad que restringimos seriamente su desarrollo neurológico.

Lo que debería sucederle durante este período es tema que fácilmente podría llenar un libro. Basta decir aquí que durante dicha fase el niño pequeño debería tener oportunidades, casi ilimitadas, de moverse, de explorar el mundo físico y de adquirir experiencias. Nuestra sociedad y nuestra cultura actuales suelen negarle esto. Cuando, en raras ocasiones, le son permitidas al niño tales oportunidades, producen como resultado unos niños física y neuróticamente superiores. Lo que el adulto llegue a ser, en lo que se refiere a su capacidad física y neurológica, se determina con mayor intensidad en esté período que en ningún otro.

PERÍODO DESDE EL AÑO HASTA LOS 5 AÑOS

Este período de vida es crucial para el futuro del niño.

A lo largo de él le queremos, nos aseguramos de que no se haga daño, le abrumamos con juguetes y le mandamos a la escuela maternal. De este modo, sin darnos en absoluto cuenta de ello, hacemos todo lo posible para evitar que aprenda.

Lo que debería ocurrirle, en estos años cruciales, es que habríamos de satisfacer su creciente sed de materia prima, que él trata de absorber en todas las formas posibles, pero especialmente por medio del lenguaje, ya sea hablado y oído o impreso y leído.

Es en este período de su vida cuando el niño debería aprender a leer, abriendo así la puerta del dorado tesoro de todo lo escrito por el hombre en su historia, la suma de todos los conocimientos humanos.

Durante estos años que no se han de volver a vivir, durante estos años de insaciable curiosidad, es cuando se establece la totalidad del intelecto del niño. Lo que el niño puede ser, lo que serán sus intereses y sus facultades, se está determinando en estos años. Cuando sea adulto, un número ilimitado de factores pesarán sobre él. Los amigos, la sociedad y la cultura misma influirán posiblemente en la tarea que desarrolle en su vida, y algunos de estos factores pueden resultar contraproducentes para su completo desarrollo.

Si en su vida de adulto se combinan circunstancias como las indicadas para disminuir su capacidad de disfrutar de la vida y de ser productivo, no aumentará la potencialidad establecida en el que hemos llamado período crucial de su vida. Por esta razón, de suma importancia, se deberían dar al niño todas las oportunidades posibles de adquirir conocimientos, y esto es algo que a él le gusta por encima de todo.

Es ridículo afirmar que cuando se satisface la insaciable curiosidad del niño, y se hace esto de una forma que a él le encanta, se le está privando de su preciosa infancia. Semejante actitud no debiera siquiera mencionarse, y si lo hacemos es por la frecuencia con que la encontramos. Sin embargo, algunos padres —los menos— no creen que haya tal "pérdida de la preciosa infancia" cuando ven la avidez con que el niño se pone a leer un libro con mamá, avidez que contrasta con los gritos angustiosos que emplea para que le saquen del "parque", o con su absoluto aburrimiento en medio de una montaña de juguetes.

En este período de tiempo, aprender es, además, una necesidad apremiante, y frustramos la naturaleza misma cuando intentamos impedirlo. Aprender es necesario para sobrevivir.

El gatito que "juega" saltando sobre el ovillo de lana está simplemente utilizando la lana como sustitutivo del ratón. El perrito que "juega" con los otros perritos, con falsa ferocidad, está aprendiendo cómo sobrevivir cuando le ataquen.

La supervivencia depende, en el mundo de los humanos, de la capacidad de comunicarse, y el lenguaje es el instrumento de comunicación.

El juego del niño, como el del gatito, lleva un propósito que está dirigido más hacia el aprendizaje que hacia la diversión.

La adquisición del lenguaje en todas sus formas es uno de los principales propósitos del juego del niño. Debemos tener más cuidado en fijarnos para qué sirve ese juego, y no afirmar que su único objeto es la diversión.

La necesidad de aprender durante este período de su vida es para el niño una necesidad imperiosa. ¿No es maravilloso que la sabia Naturaleza haya hecho al niño tan amante de aprender? ¿No es espantoso que nos hayamos equivocado tan terriblemente en la comprensión de lo que es un niño, y hayamos puesto tantas trabas en el camino de la Naturaleza?

Así, pues, este es el período de vida en el que el cerebro del niño es una puerta abierta a todo tipo de conocimientos. Durante él, asimila todas las informaciones sin esfuerzo consciente de ninguna clase. Este es el período en el que puede aprender a leer fácil y naturalmente. Se le debe dar la oportunidad de hacerlo.

También es el momento en que puede aprender un idioma extranjero, hasta cinco incluso, cosa que no logrará en el colegio ni en la Universidad. Se le deberían ofrecer esos idiomas. Ahora podrá aprender fácilmente, pero más adelante tendrá gran dificultad.

También durante este periodo se le deberían proporcionar los conocimientos básicos del lenguaje escrito, pues entre los 6 y los 10 años le supondrá mucho más esfuerzo. Ahora aprenderá con mayor rapidez y facilidad.

Más que una oportunidad única, es un deber sagrado. Debemos abrirle de par en par la puerta de los conocimientos básicos.

Jamás volveremos a tener una oportunidad igual.

PERÍODO DESDE LOS 5 HASTA LOS 8 AÑOS

Este período es muy importante para la vida futura del niño. En este lapso tan importante, que es, prácticamente, el final, de sus días flexibles y formativos, el niño comienza a ir al colegio. ¡Cuán traumático puede ser este período de su vida! ¿Qué lector no lo recuerda, por muy lejano que se encuentre? La experiencia del ingreso en el jardín de infancia y de los 2 años siguientes es, con frecuencia, el primer recuerdo que conserva el adulto. En general, este recuerdo no es agradable.

¿Por qué habrá de ser así, cuando los niños quieren desesperadamente aprender? ¿Podemos interpretar esto como que el niño no quiere aprender, o más bien indica que estamos cometiendo un error fundamental y básico?

Y si estamos cometiendo un error básico, ¿en qué consiste? Consideremos los hechos.

De pronto cogemos a este niño, que hasta ahora probablemente ha pasado muy poco o ningún tiempo fuera de casa, y lo introducimos en un mundo físico y social totalmente nuevo.

Si el niño de 5 o 6 años, en este período formativo tan importante de su vida; no echara de menos su hogar y a su madre, demostraría con ello ser muy desgraciado en casa. Simultáneamente, comenzamos a imponerle una disciplina de grupo y una educación temprana.

Debemos recordar que el niño tiene una gran capacidad para aprender, pero muy poca para juzgar. Como resultado, asocia el infortunio de verse súbitamente privado de su madre con la primera experiencia educativa, y así, desde el principio, el niño, en el mejor de los casos, vincula el aprendizaje a un vago sentimiento de infelicidad. Difícilmente puede ser este un buen comienzo para la más importante tarea de la vida.

Al obrar así, también asestamos un duro golpe al maestro. No es de extrañar que muchos de ellos enfoquen su tarea con ceñuda determinación en lugar de hacerlo con alegre expectación. Cuando por vez primera pone los ojos en su nuevo alumno, ya ha perdido dos bazas.

Cuánto mejor sería para el alumno, para el maestro y para el mundo, si desde ese primer día de colegio el nuevo alumno hubiera ya adquirido y conservado gran afición al placer de aprender.

Sí así fuera, la afición del niño a leer y aprender, que en ese momento tiene un ritmo creciente, contribuiría en gran medida a disminuir el golpe psicológico producido por la rotura del lazo que le une a las faldas de su mamá.

De hecho, en los casos relativamente aislados en que el niño comienza su aprendizaje cuando aún es muy pequeño, resulta grato observar que la afición del niño a aprender se convierte también en afición al colegio. Es significativo que cuando estos niños no se sienten bien, bien, tratan con frecuencia de ocultárselo a su madre (normalmente sin éxito) para que así no les impida ir al colegio. ¡Qué contraste más delicioso con nuestras propias experiencias infantiles, cuando a menudo pretendíamos estar enfermos (normalmente sin éxito)… para no tener que ir al colegio!

El no habernos dado cuenta de estos factores básicos nos ha llevado a cometer verdaderos errores psicológicos. Por una norma educacional establecida, el niño de 7 años está empezando a aprender a leer…, pero a leer sobre temas que están muy lejos de su interés, de sus conocimientos y de sus capacidades.

Lo que debería ocurrirle durante este importante período de su vida entre los 5 y los 8 años (suponiendo que en los períodos anteriores le hubieran ocurrido las cosas apropiadas) es que habría de estar disfrutando de los temas que normalmente se le presentan entre los 8 y los 14 años.

Es evidente que los resultados de esto a gran escala solo pueden ser buenos, a menos que queramos acoplar la premisa de que la ignorancia conduce al bien, y el conocimiento, al mal; que el hecho de jugar con un muñeco debe producir felicidad, mientras que el aprendizaje del lenguaje y de lo que nos rodea supone una desdicha.

Igualmente absurdo sería aceptar que henchir el cerebro de conocimientos lo agotaría de alguna forma, en tanto que lo resguardaría el mantenerlo vacío.

A un individuo cuyo cerebro está cargado de conocimientos provechosos que puede utilizar fácilmente se le considera un genio, mientras que a un individuo cuyo cerebro está vacío de conocimientos se le llama retrasado mental.

Lo que podrían aprender los niños bajo este nuevo conjunto de circunstancias, y la alegría con que aprenderían, apenas puede ser objeto de nuestros sueños hasta el momento en que un gran número de niños haya tenido esta nueva oportunidad. No cabe duda de que el impacto causado en el mundo por estos niños tendría felices consecuencias.

La cantidad de conocimientos que hemos impedido adquirir a nuestros hijos es la medida de nuestra falta de apreciación de su capacidad para aprender. Todo lo que han logrado aprender, a pesar de nuestro intento de evitarlo, es un tributo a esa misma capacidad de adquirir cualquier tipo de conocimientos.

El niño recién nacido es casi un duplicado exacto de un ordenador electrónico vacío, aunque superior al ordenador en casi todo.

Un ordenador vacío es capaz de recibir una amplia cantidad de información pronto y sin esfuerzo.

También lo es el niño pequeño.

Un ordenador es capaz de clasificar y archivar toda esa información.

También el niño es capaz de hacerlo.

Un ordenador puede acumular esa información temporal o permanentemente.

Igualmente un niño.

No se puede esperar de un ordenador que formule la respuesta correcta, si no se han introducido primero los datos básicos sobre el asunto. El ordenador no puede hacerlo.

El niño tampoco.

Una vez que se hayan introducido los suficientes datos en el ordenador se recibirá de él la respuesta correcta e incluso algunos juicios.

Lo mismo ocurre con el niño.

La máquina aceptará cualquier dato que se le quiera introducir, sea o no correcto.

También lo hará el niño.

La máquina no rechazará ningún dato si este se introduce en la forma adecuada.

Otro tanto hará el niño.

Si se le dan a la máquina datos incorrectos, las futuras respuestas basadas en este material serán también incorrectas.

Igualmente lo serán las del niño.

Aquí termina el paralelismo.

Si se colocan en el ordenador datos equivocados, se puede vaciar la máquina y volver a llenarla con nuevos datos.

Con el niño no ocurre esto. Los conocimientos básicos situados en su cerebro para su almacenamiento permanente presentan dos limitaciones. La primera es que si se le dan datos equivocados en los primeros 8 años de su vida, es sumamente difícil borrarlos. La segunda es que, después de los 8 años, absorberá nuevo material muy lentamente y con mayor dificultad.

Consideremos al niño andaluz que dice "ozú" por "Jesús", al catalán que dice "echar a faltar" por "echar de menos", o al madrileño que confunde los pronombres "lo", "la", "le".

Muy pocas veces logran la cultura o los viajes eliminar los defectos locales de pronunciación o de dicción, pues defectos son al fin y al cabo, por encantadores que parezcan a quien los oiga. Incluso si una educación posterior lograra una apariencia más pulida que cubriera el aprendizaje básico de los 8 primeros años, en un momento de fuerte emoción desaparecería esta apariencia.

Se cuenta una historia sobre una chica de cabaret, muy bonita, pero de escasa cultura, que casó con un hombre de muy buena posición. Este no reparó en nada para educar a su esposa y, aparentemente, tuvo éxito. Pero años más tarde, al bajar del coche de caballos en forma digna de la fina señora en que se había convertido, un collar de perlas de precio incalculable se le enganchó y rompió, rodando las perfectísimas perlas en todas direcciones.

—¡Jolín, mis pedruscos! —se dice que gritó.

Lo que recibe el cerebro del niño durante los 8 primeros años de su vida permanece probablemente en él. Deberíamos, por tanto, desplegar todo nuestro esfuerzo para asegurarnos de que lo que recibe es bueno y correcto. Se ha dicho: "Dame un niño durante sus 8 primeros años, y después podrás hacer de él lo que quieras." Nada más cierto.

Todo el mundo conoce la facilidad con que los niños pequeños aprenden cosas de memoria, incluso aquello que realmente no entienden.

Observamos recientemente a un niño de 8 años leyendo en una cocina en la que un perro ladraba, se oía una radio y una discusión familiar iba aumentando de tono. El niño estaba aprendiéndose de memoria un poema bastante largo que había de recitar en el colegio al día siguiente. Y lo consiguió.

Si a un adulto le pidieran que se aprendiera un poema hoy, para recitarlo mañana delante de un grupo, seguramente sentiría verdadero pánico. Suponiendo que lo lograra y 6 meses más tarde le pidieran que lo volviera a recitar, lo más probable es que fuera incapaz de hacerlo, aunque sí recordaría todavía poemas recitados cuando era niño.

Al paso que el niño es capaz de adquirir y retener todo el material que se le presenta durante estos años tan enormemente importante, su capacidad para el lenguaje es verdaderamente extraordinaria, y poco importa que el lenguaje sea hablado, aprendiéndolo entonces por vía auditiva, o escrito, aprendido en "este" caso de modo visual.

Como hemos señalado, cada día que pasa va descendiendo la capacidad del niño para adquirir conocimientos sin esfuerzo, si bien es verdad que cada día aumenta su capacidad de juicio. Llega un momento en que la curva descendente y la ascendente se cruzan.

Antes que ocurra esto el niño es, en algunos aspectos, superior al adulto. Su capacidad para aprender lenguas es un ejemplo.

Consideremos este factor extraordinario de superioridad en lo que se refiere a la adquisición del lenguaje.

El autor, siendo adolescente y adulto joven, pasó 4 años intentando aprender francés, y estuvo en aquel período dos veces en Francia, pero podemos decir con toda certeza que prácticamente no habla francés. Sin embargo, cualquier niño francés normal, muchos subnormales e incluso algunos retrasados mentales, aprenden a hablar francés bien, antes de los 6 años, utilizando espontáneamente todas las reglas básicas de la gramática.

Cuesta admitir este hecho cuando se repara en él.

A primera, vista, cabría sospechar que la diferencia no reside en la edad, sino en el hecho de que el niño estaba en Francia, oyendo francés en todo momento y lugar, y en cambio el adulto no.

Veamos si realmente es esta la diferencia, o si más bien estriba en la capacidad ilimitada del niño, al lado de la gran dificultad del adulto, para aprender idiomas.

Literalmente, miles y miles de oficiales del Ejército americano han sido destinados a países extranjeros, y muchos de ellos han intentado aprender de oídas la nueva lengua.

Tomemos el ejemplo del comandante John Smith. El comandante Smith tiene 30 años y está físicamente bien constituido. Es licenciado; su cociente intelectual es por lo menos 15 puntos superior al normal. El comandante Smith está destinado en un puesto de Alemania.

A este comandante se le envío a una escuela de idiomas, a la que asiste tres noches por semana, para aprender alemán. Las escuelas de idiomas del Ejército son instituciones muy buenas para adultos; enseñan utilizando el sistema del lenguaje hablado y emplean el mejor profesorado posible.

El comandante Smith trabajó mucho para aprender el alemán, ya que era importante para su carrera, y además estaba tratando todo el día con gente de lengua alemana y gente de habla inglesa. Sea como fuere, un año después, habiendo salido de compras con su hijo de 5 años, fue el niño quien tuvo que entenderse con la gente, por la sencilla razón de que habla el alemán perfectamente, cosa que no hace su padre.

¿Cómo es posible?

Al padre le ha enseñado alemán el mejor profesor alemán que el Ejército ha podido encontrar, y, sin embargo, apenas sabe hablarlo, mientras que su hijo de 5 años se hace entender a las mil maravillas.

¿Quién enseñó al niño? En realidad, nadie. Lo que ocurre es que se pasaba todo el día en casa con la muchacha, que solo habla alemán. ¿Quién enseñó a la muchacha? En realidad, nadie.

Al papá le enseñaron alemán, y no lo habla. Al niño no se lo enseñaron, y lo habla.

Por si el lector persiste en creer que la diferencia estriba en los ambientes ligeramente distintos del comandante Smith y de su hijo, más que en la extraordinaria capacidad del niño y la relativa incapacidad del adulto para aprender idiomas, vamos a considerar rápidamente el caso de la señora Smith, que ha vivido en la misma casa y con la misma muchacha que el niño. La señora Smith no ha aprendido más alemán que su marido, y mucho menos que su hijo.

Si no se maltratara tan triste y destructivamente esa extraordinaria capacidad para aprender idiomas en nuestra infancia, sería, desde luego, muy divertido.

Si los señores Smith hubieran tenido varios niños cuando fueron destinados a Alemania, el conocimiento del idioma habría sido inversamente proporcional a la edad de cada miembro de la familia.

El niño de 3 años, si lo hubiera, sería el que más alemán aprendería.

El de 5 años aprendería mucho, pero no tanto como el de 3.

El de 10 años aprendería bastante, pero menos que el de 5.

Y el de 15 años aprendería algo, que no tardaría en olvidar.

Los señores Smith no aprenderían prácticamente nada de alemán.

Este ejemplo que hemos dado, lejos de ser un caso aislado, es cierto casi universalmente. Hemos conocido niños que han aprendido francés, español, alemán, japonés o iraní bajo estas circunstancias exactamente.

Otro punto que nos gustaría señalar no es tanto la innata capacidad del niño para aprender idiomas como la incapacidad del adulto para aprender una lengua extranjera.

Se horroriza uno cuando considera la cantidad de millones de dólares invertidos anualmente en colegios y Universidades de los Estados Unidos, intentando en vano enseñar idiomas a adultos jóvenes que son casi incapaces de aprenderlos.

Que el lector, él o ella, recuerde si realmente ha aprendido una lengua extranjera en el colegio o en la Universidad.

Si después de 4 años de estudiar francés, el lector fue capaz de aventurarse a pedir a un camarero, en Francia, un vaso de agua, veamos cómo intenta explicarle que quiere un vaso de agua helada. Basta esto para convencer a cualquiera que 4 años de francés no fueron suficientes. Para un niño pequeño, es más que suficiente.

Es sencillamente indiscutible el hecho de que el niño, lejos de ser un adulto inferior y de menor tamaño, es, de hecho, superior en muchos aspectos a los mayores, y que no es el menor de tales aspectos esa casi misteriosa facultad de aprender idiomas.

Hemos aceptado, sin pensarlo apenas, esta capacidad verdaderamente milagrosa.

Cualquier niño normal (y, como hemos dicho ya, un buen número de subnormales), aprende virtualmente un idioma entre los años 1 y 5. Lo aprende con el acento exacto de su país, de su estado, de su ciudad, de su barrio y de su familia. Lo aprende sin esfuerzo visible y precisamente como se habla.

¿Quién podría volver a hacer esto?

Pero no es esto todo.

Cualquier niño que crezca en un ambiente bilingüe aprenderá dos lenguas antes de los 6 años. Además, aprenderá la lengua extranjera exactamente con el mismo acento del lugar donde la aprendieron sus padres.

Si un niño americano cuyos padres sean italianos habla, años más tarde, con un auténtico italiano, este le dirá: "¡Ah, es usted de Milán! —si de allí proceden sus padres—. Lo digo por su acento."

Y esto a pesar de que el ítaloamericano no ha salido nunca de los Estados Unidos.

Cualquier niño que se haya criado en un ambiente trilingüe hablará tres idiomas antes de cumplir 6 años, y así sucesivamente.

El autor, estando en Brasil, ha tenido recientemente la experiencia de conocer a un niño de 9 años, de inteligencia mediana, que entendía, leía y escribía nueve idiomas con bastante fluidez. Avi Roxannes nació en El Cairo (francés, árabe e inglés) y su abuelo (turco) vivía con ellos. Cuando tenía 4 años, la familia se trasladó a Israel, donde su abuela paterna (española) se unió a la familia. En Israel aprendió tres lenguas más (hebreo, alemán y yiddish), y cuando tenía 6 años se fue al Brasil (portugués).

Puesto que, entre ambos, los padres hablan tantas lenguas como el mismo Avi (pero no individualmente), los Roxannes, muy acertadamente, mantenían conversaciones con él en cada uno de los nueve idiomas (individual o colectivamente, según los casos).

Los padres de Avi son bastante mejor políglotos que la mayoría de los adultos, ya que aprendieron de niños cinco idiomas cada uno, pero desde luego no pueden competir con Avi en cuanto se trata de ingles o portugués, que han aprendido siendo ya adultos.

Hemos señalado anteriormente que ha habido en la Historia muchos casos, cuidadosamente documentados, de lo que sucedió cuando algunos padres se decidieron a enseñar a niños muy pequeños a hacer cosas que eran —y siguen siendo— consideradas como extraordinarias.

Uno de estos casos es el de la chiquitina Winifred, cuya madre, Winifred Saevilíe Stoner, escribió un libro sobre su hija titulado Natural Education (Educación natural), que se publicó en 1914.

Esta madre empezó a estimular a su niña y a darle oportunidades de aprender desde que nació. Expondremos más adelante los resultados de tal actitud sobre la capacidad para leer de Winifred.

De momento, vamos a ver qué decía la señora Stoner sobre las aptitudes de su pequeñina para las lenguas habladas, a los 5 años:

"Tan pronto como Winifred pudo manifestar todos sus deseos, empecé a enseñarle español, utilizando la conversación y los mismos métodos directos que cuando le enseñaba inglés. Elegí el español como idioma secundario por ser el más sencillo de los idiomas europeos. Al cumplir los 5 años era capaz de expresar sus pensamientos en ocho idiomas; no me cabe la menor duda de que hubiera duplicado el número si, por entonces, yo hubiera continuado nuestro juego de construcción de palabras en varias lenguas. Pero en aquel tiempo empecé a pensar que el esperanto pronto llegaría a ser el medio internacional de comunicación, y, aparte del desarrollo de su habilidad lingüística, el conocimiento de muchas lenguas no sería de gran beneficio para mi hijita."

Más adelante, la señora Stoner dice: "Los métodos de enseñanza de idiomas en los colegios, mediante reglas gramaticales, han resultado un rotundo fracaso en lo que se refiere a la capacidad de los alumnos para utilizar el idioma como medio de expresión del pensamiento”.

"Hay profesores de latín que lo han enseñado durante medio siglo y en realidad desconocen el latín coloquial. Cuando mi niñita tenía 4 años perdió la fe en la sabiduría de algunos profesores de latín, ni hablar con un ayudante de clase que no entendía el saludo Quid agis, y se quedó mirándola como un tonto cuando ella, en la mesa, se refirió al menú ab ovo usque ad mala."

Teniendo en cuenta la notable facultad del niño para aprender la lengua hablada, volvamos a subrayar el hecho de que el proceso de comprensión de la lengua hablada es exactamente el mismo que el de la lengua escrita.

¿No se deduce de aquí que los niños pequeñitos tienen una capacidad extraordinaria para leer el lenguaje? Lo cierto es que, si se les da una oportunidad de hacerlo, demuestran esa capacidad. Veamos brevemente algunos ejemplos.

Cuando, a través de una investigación, se conduce a una persona o a un grupo de personas a lo que parece ser una nueva e importante idea, se necesitan varios requisitos antes que el grupo se considere obligado a publicar y difundir esta idea.

En primer lugar, la idea ha de llevarse a la práctica para observar cuáles son sus resultados: buenos, malos o simplemente indiferentes.

En segundo lugar, aunque los conceptos puedan parecer nuevos, es posible que alguien, en alguna parte, haya tenido antes dichas ideas y las haya utilizado, e incluso haya publicado sus descubrimientos.

No solo es un privilegio, sino un deber de la gente que expone tales ideas, llevar a cabo una cuidadosa búsqueda de todos los documentos a su alcance, a fin de determinar lo que otro haya podido decir sobre el asunto. Se ha de actuar siempre así, aun cuando la idea pueda parecer totalmente nueva.

Entre los años 1959 y 1962 nuestro equipo de investigación se enteró de que otras personas estaban trabajando con niños pequeñitos en el campo de la lectura, tanto dentro como fuera de los Estados Unidos. Teníamos una idea general de lo que hacían y decían. Aunque estábamos de acuerdo con gran parte de lo que se realizaba, aun por el mero hecho de trabajar sobre ello, opinábamos que la base del aprendizaje de la lectura era neurológica, y no psicológica, emotiva o educacional.

Cuando empezamos a estudiar intensivamente la bibliografía sobre el tema, cuatro hechos nos llamaron la atención:

1. La historia de enseñar a leer a niños pequeñitos no solo no era nueva, sino que incluso se remontaba a siglos.

2. Frecuentemente, distintas generaciones de personas hacen las mismas cosas, aunque por diferentes motivos y distintas filosofías.

3. Todos aquellos que habían decidido enseñar a leer a niños pequeñitos emplearon sistemas que, siendo variados en algunos puntos de la parte técnica, presentaban muchos factores comunes.

4. Lo más importante: que en todos los casos que pudimos encontrar de niños chiquitines a quienes se enseñó a leer en casa, todos aquellos que lo intentaron lo lograron, sin que importara el método seguido.

Muchos de los casos fueron cuidadosamente estudiados y registrados con detalle. Pocos resultaron más claros que el ya mencionado de la pequeñita Winifred. La señora Stoner había llegado casi a la misma conclusión que nosotros, en El Instituto, sobre la lectura iniciada a una tierna edad, aunque lo hizo sin los conocimientos neurológicos que poseía nuestro equipo.

Hace medio siglo, la señora Stoner escribió: "Cuando mi bebé tenía 6 meses, forré las paredes de su habitación con una cartulina blanca de un metro de altura. En uno de los lados puse las letras del alfabeto, que había recortado en papel rojo satinado. En otra pared, con las mismas letras rojas, formé palabras sencillas colocadas en fila, como gata, lata, nata, pata, bata, lote, bote, pote, dote, mote. Se darán cuenta de que en estas listas no había más que nombres…

"Cuando Winifred hubo aprendido todas las letras, empecé a enseñarle las palabras que estaban en la pared, deletreándolas en voz alta y rimándolas…

"A través de estos juegos de construcción de palabras y la impresión producida en la mente de Winifred al leérselas, aprendió a leer a la edad de 16 meses, sin haber recibido ni una sola de las llamadas lecciones de lectura. Cuatro de mis amigas han intentado este método y han tenido éxito, ya que todos los niños a quienes se les enseñó de esta forma leían textos sencillos antes de los 3 años."

La historia de esta niña y de sus amigas que aprendieron a leer no es, ni mucho menos, única.

Se recogió otro ejemplo notablemente similar en 1918: el de una niña llamada Marta (a veces la llamaban Millie), cuyo padre, abogado, empezó a enseñarle a leer cuando tenía 19 meses.

Marta era vecina del famoso educador Lewis M. Terman. Este, sorprendido por el éxito que el padre de Marta había alcanzado en su enseñanza, le rogó que escribiera una descripción detallada de lo que había hecho, la cual se publicó, con un prólogo de Terman, en el Journal of Applied Psychology, volumen II (1918).

Coincidencia curiosa: el padre de Marta también empleó grandes letras rojas para formar sus palabras, del mismo modo que el autor de este libro y la madre de Winifred.

Comentando el caso de Marta en Genetic Studies of Genius and Mental and Physical Traits of a Thousand Gifted Children (1925). Terman manifestó:

"Esta niña ostenta, probablemente, el record mundial de lectura a la más corta edad. A los 26 ½ meses, su vocabulario de lectura superaba las 700 palabras, y cuando tenía 21 meses leía y comprendía frases sencillas en su totalidad, y no como palabras aisladas. A esta edad distinguía y nombraba todos los colores básicos”.

"A los 23 meses comenzó a experimentar un evidente placer cuando leía. A los 2 años leía con un vocabulario de más de 200 palabras, que aumento a más de 700 en 2 ½ meses”.

"A los 25 meses nos leyó con fluidez y expresión trozos de diversos libros de iniciación a la lectura que no había visto hasta, entonces. A esta edad, su capacidad para leer era, por lo menos, igual a la del nivel normal de los niños de 7 años, que ya han ido un año al colegio”.

En Filadelfia, El Instituto ha comprobado que era posible enseñar a leer correctamente incluso a niños con lesiones cerebrales. Esto no prueba que tales niños sean superiores a los normales, sino, simplemente, que los niños muy pequeñitos pueden aprender a leer.

Y nosotros, los adultos, debemos permitirles que lo hagan, aunque solo sea por la razón de que les encanta.