Capítulo I. El infante Alfonso (1047-1065)

Un infante leonés con sangre navarra y castellana

El gobierno de Alfonso VI sobre el reducido reino de León, que su padre le había asignado, había durado seis años y unos pocos días. Nacido como segundón en la familia real, sus esperanzas de ceñir un día una corona eran muy escasas y siempre subordinadas al destino de su hermano mayor, Sancho, pero la buena estrella de Alfonso brilló por primera vez cuando su padre decidió dividir el reino leonés en tres y le asignó a él la parte más extensa, valiosa y emblemática: la que contenía las ciudades de Oviedo y León, cunas de la monarquía astur-leonesa.

El futuro Alfonso VI era uno de los cinco hijos nacidos del matrimonio regio de Fernando I y Sancha, reyes de León entre los años 1038 y 1065. Como es frecuente en los monarcas de la Alta Edad Media, no consta en ninguna parte ni el lugar ni el día, ni tan siquiera el año, de su nacimiento, pero sí sabemos que era el cuarto de los hermanos y el segundo de los varones.

El orden de los cinco hermanos, según lo han conservado las crónicas y las fuentes documentales, fue el siguiente: Urraca, Sancho, Elvira, Alfonso y García. Únicamente de Urraca sabemos que había nacido antes de que sus padres ocupasen el trono leonés, esto es, entre los años 1033 y 1038. A Alfonso se le ha venido asignando una fecha de nacimiento en torno al año 1040 o 1041, sobre la base de la copia de un documento, con graves indicios de haber sido manipulado.

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No obstante, un testigo como el autor de la Primera crónica de Sahagún, que asistió personalmente a la muerte de Alfonso VI en Toledo, nos dice expresamente que en ese momento el monarca difunto hacía los «sesenta y dos annos de su hedad» y que estaba «en el quarenta y quatro annos de su reino», lo que se traduce en que nuestro monarca había nacido en el segundo semestre del año 1047 o en el primero del 1048. Es esta la fecha que nosotros preferimos, y que mejor cuadra con los datos de su biografía, como su matrimonio en 1074 y su relación casi maternal con su hermana Urraca.

Si hubiera nacido en 1040 o 1041 resultaría algo totalmente insólito que esperara hasta cumplir los treinta y dos o treinta y tres años para contraer matrimonio, cuando una de las obligaciones más sentidas por los monarcas responsables era la de tener sucesión que garantizara la estabilidad del reino y de la dinastía. En cambio, si lo suponemos nacido en 1047 o 1048 habría contraído matrimonio en torno a los veinticinco años, una edad también tardía para los usos de la época en las familias nobles, pero más verosímil que una espera hasta los treinta y dos o treinta y tres años.

Además, la Historia silense nos indica que la infanta doña Urraca amaba con especial predilección a su hermano desde la más tierna infancia de este, y que siendo mayor de edad lo alimentaba y lo vestía como lo pudiera hacer su madre. Si Alfonso VI hubiera nacido en torno al 1040, su hermana Urraca habría tenido para esa fecha todo lo más unos seis años. De ella sabemos que era la única de los hijos de Fernando y Sancha nacida antes de 1038. Seis años representaban una edad totalmente insuficiente para adoptar una actitud maternal; más verosímil resultaría esa actitud si Alfonso hubiera nacido en 1047 o 1048, cuando Urraca podía tener trece o catorce años de edad.

No son muchos los datos que tenemos acerca de la educación del infante Alfonso. Únicamente nos consta el interés que su padre, el rey Fernando, puso en que sus hijos fueran formados e instruidos primeramente en las disciplinas humanas de la época, que se agrupaban en el trivium y quatrivium. En el trivium se estudiaba gramática, retórica y dialéctica ampliamente entendidas, pues en ellas se incluían también nociones de literatura, historia, moral, derecho y rudimentos de filosofía. El quatrivium comprendía aritmética, música, geometría y astronomía.

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Además del trivium y del quatrivium, los varones, llegada la edad oportuna, debían ejercitarse en el arte de cabalgar, en el manejo de las armas y en el deporte de la caza, mientras las mujeres eran instruidas en la dirección de una casa-palacio y del servicio de la misma, así como en las prácticas religiosas y de caridad.

Respecto del futuro Alfonso VI sabemos que tuvo como maestro para la enseñanza de las letras a un clérigo de nombre Raimundo, al que más tarde, siendo ya rey, pondría al frente de la diócesis de Palencia. Para su educación como caballero parece que fue confiado por su padre a Ansur Díaz, magnate que regía las tierras de Carrión y Saldaña. En estas tierras palentinas crecería Alfonso al lado de los hijos de la casa, entre los que se contaba Pedro Ansúrez, que sería su íntimo y confidente durante muchos años de su vida.

Nacido infante de León por su madre doña Sancha, recibía la herencia genética de la larga dinastía de reyes leoneses; su abuelo Alfonso V se remontaba por línea varonil hasta el duque Pedro de Cantabria, que junto con Pelayo creó el bastión de resistencia cántabro-astur contra los musulmanes a principios del siglo VIII. Antepasados directos suyos eran insignes monarcas de Oviedo o de León como Ramiro I, Ordoño I, Alfonso III, Ordoño II, Ramiro II, Ordoño III, Vermudo II o Alfonso V, que venían encabezando el reino desde hacía más de doscientos años.

Sin embargo, junto con la herencia leonesa no menos ilustre era la prosapia navarro-castellana de su padre Fernando I, rey de León por su matrimonio con la infanta doña Sancha. Fernando I era hijo del gran rey llamado Sancho el Mayor de Navarra (1005-1035), que gobernó el reino de Pamplona y Nájera, junto con los condados de Aragón, Sobrarbe y Ribagorza fusionados con el viejo reino pirenaico. Era descendiente, también por línea varonil ininterrumpida, de los García y de los Sancho, que desde los primeros años del siglo X habían luchado al frente de los vascones contra el poder del califato cordobés.

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Fernando I era navarro por su padre, pero por su madre la condesa doña Mayor o doña Muniadonna, que con los dos nombres era conocida, no sólo había recibido los genes de los condes de Castilla, sino que había heredado el mismo condado de Castilla, el cual había recaído en doña Mayor al ser asesinado en 1029 el conde castellano García Sánchez. Doña Mayor cedió inmediatamente el condado castellano a su hijo. Fernando, que así, antes de ser coronado como rey de León, había ostentado durante nueve años, de 1029 a 1038, el tíulo de conde de Castilla. Abuelo suyo había sido el conde Sancho García, el más poderoso de los condes castellanos, hijo de García Fernández y nieto de Fernán González.

Poco más podemos añadir acerca de la infancia y juventud de Alfonso VI, ya que sólo lo encontramos ocasionalmente al lado de su padre a partir de los ocho o nueve años, siendo testigo en alguno de los documentos de su progenitor. Así tenemos noticia de la presencia de Alfonso el año 1056 en Celanova; en 1058 en Llantada (Palencia); de nuevo en Celanova en 1061; en Arlanza en 1062; en León, con ocasión de la dedicación de la basílica de san Isidoro, en 1063; y en Santiago de Compostela en 1065 casi las mismas veces y en las mismas ocasiones en que también aparecen sus hermanos Sancho y García, índice notable de la igualdad con que eran educados y tratados los tres infantes.

Fernando I, restaurador del reino de León

El futuro Alfonso VI, antes de acceder al trono leonés, vivirá unos dieciocho años a la sombra de su padre; este será su educador político y su maestro en el arte de reinar. Fernando I fue ante todo un monarca inteligente, sagaz y hábil político, dotado de un notable sentido de la oportunidad y de lo posible en cada momento, cualidades en las que también destacaría su hijo, Alfonso VI.

El hijo no sólo tendrá ocasión de contemplar y meditar en su interior la obra y los métodos del gobierno paterno, sino que también heredará el resultado y los frutos de los veintisiete años y medio que su padre consagró a la restauración territorial y a la reorganización interior del reino leonés, y en muchos aspectos será el continuador de la obra de su padre. Por estos motivos no creemos que resulte superflua una breve contemplación de la figura de Fernando I al frente de los destinos leoneses.

Cuando el 22 de junio de 1038 Fernando I era coronado como rey en la ciudad de León, el reino todavía no se había repuesto de los terribles zarpazos y de las extensas pérdidas territoriales que le había producido primeramente Almanzor, el gran caudillo musulmán, a lo largo de más de veinticinco años de asoladoras campañas (976-1002), y luego el hijo y sucesor de este, Abd al-Malik (1002-1008).

Las fronteras del reino habían retrocedido por todas partes en el curso del río Duero, perdiendo la totalidad de las tierras sitas al sur de este curso fluvial, las cuales habían sido ganadas y repobladas durante la segunda mitad del siglo IX y los tres primeros cuartos del X. Los cristianos se habían visto desalojados y forzados a huir y abandonar en la meseta todo el territorio sito entre el gran río castellano-leonés y la Cordillera Central; en Portugal, donde la progresión repobladora había sido en el siglo anterior mucho mayor que en las llanuras de la meseta, hasta alcanzar las orillas del río Mondego y ocupar Coímbra, también se vieron sus habitantes cristianos obligados a regresar al norte del río.

Además, una gran parte de las tierras al norte del mismo río Duero habían quedado asoladas por el paso o la ocupación de los soldados musulmanes, que en ellas se habían establecido durante un tiempo más o menos prolongado; las ruinas, las mortandades y las destrucciones eran especialmente notables en las comarcas de Zamora, León y Tierra de Campos.

Los terribles golpes sufridos por los monarcas leoneses en los años de Almanzor habían también favorecido el menoscabo y aun la pérdida de la autoridad regia, propiciando las revueltas internas de los magnates y el que estos procedieran en sus territorios como si se tratara de autoridades soberanas, olvidando de hecho la sumisión debida a sus monarcas.

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Esta era la situación con que tuvo que enfrentarse Fernando I. Hombre cerebral, calculador y plenamente equilibrado, no dudó en trazarse desde un principio un plan progresivo de afianzamiento de la autoridad real, de restauración de la normalidad y de la actividad económica en las zonas arruinadas y asoladas y de recuperación del territorio perdido, plan que desarrollará fielmente a lo largo de su reinado.

En primer lugar se trataba de robustecer el poder regio, reprimiendo sin vacilar cualquier rebeldía, y sometiendo a condes y magnates a su autoridad superior; como garantía contra futuras veleidades de rebelión irá sustituyendo en el ejercicio del poder territorial a los condes y magnates, en la medida de lo posible, por merinos y tenentes, funcionarios de menor rango nobiliario y más dóciles a los mandatos regios. Donde no juzgó prudente sustituir a los condes por merinos, procuró acabar con el carácter hereditario que aquellos se habían arrogado o trasladarlos a otros lugares donde su arraigo fuera menor. Esta será la tarea que desarrollará en los primeros años de su reinado.

Otro problema con el que tendrá que enfrentarse Fernando I será el contencioso con Navarra por el dominio del condado de Castilla. Este territorio que él había gobernado anteriormente como conde y que ahora continuaba gobernando como rey estaba casi dimidiado territorialmente a favor del rey de Pamplona, que había situado su frontera a once kilómetros al norte y este de Burgos, además de ocupar la Bureba, las merindades de Castilla la Vieja, los alfoces de Arreba y Bricia, toda la Trasmiera hasta la bahía de Santander y también todo el condado de Álava, que comprendía, además de Álava, toda Vizcaya y la mayor parte de Guipúzcoa.

La amenaza exterior que significaba su hermano García, rey de Pamplona, Nájera, Álava y Castilla la Vieja, y que aspiraba a hacerse también con el resto del condado, quedará disipada en la batalla de Atapuerca el 1 de septiembre de 1054 con el triunfo de Fernando y la muerte de su hermano.

La amenaza interior de que un conde de Castilla pudiera en el futuro reunir tanto poder como había acumulado y ejercido él mismo y sus antepasados, capaces de enfrentarse de igual a igual con los reyes leoneses y de actuar como si fueran independientes de hecho, lo conjuró no volviendo a designar ningún nuevo conde que como tal gobernara todo el condado, y dividiendo este en varios distritos menores a cuyo frente puso merinos y tenentes.

Es ahora cuando Fernando I, fortalecida ya su autoridad y reorganizada la administración del reino, pasa a ocuparse de la recuperación de las tierras perdidas y ocupadas por el Islam, especialmente de las tierras portuguesas entre el Duero y el Mondego. Primeramente dirige sus armas contra Lamego, que conquista el 29 de noviembre de 1057; más tarde, el 25 de julio de 1058, asedia y rinde Viseo y hacia el final de su reinado, el 25 de julio de 1064, también Coímbra. En medio de estas campañas se ocupa igualmente de ampliar su territorio por el Duero soriano con la conquista de Gormaz, Vadorrey, Aguilera y Berlanga.

En los años finales de su reinado Fernando I dirigirá también las armas contra cuatro de las más importantes taifas musulmanas, que habían sustituido al desintegrado califato, obteniendo la sumisión de los reyes de Zaragoza, Toledo, Badajoz y Sevilla, los cuales quedaron obligados a pagar un censo o parias, anualmente los tres primeros y ocasionalmente el cuarto, a cambio de la protección y seguridad que les ofrecía el monarca leonés.

Estos son los acontecimientos históricos vividos por el infante Alfonso al lado de su padre y que sirvieron para formar al futuro monarca leonés. Carecemos de noticias acerca de si en vida del rey Fernando intervino en algunos asuntos políticos o de gobierno por delegación de su padre, como sí fue el caso de su hermano mayor, Sancho, enviado a Zaragoza para prestar ayuda a su rey taifa, al-Muqtadir, atacado por Ramiro de Aragón en la primavera de 1064.

El reparto del reino

El 22 de diciembre del año 1063 reunía Fernando I en la ciudad regia de León a numerosos magnates y obispos para asistir a la consagración solemne de la basílica que acababa de construir. En ella depositó los restos de san Isidoro, que habían llegado desde Sevilla. Fue tras el traslado del cuerpo del santo, muy probablemente ese mismo día 22, cuando Fernando I, ante la asamblea de magnates y obispos, anunciaría su decisión de que después de su muerte, con el fin de evitar discordias entre sus hijos, el reino se dividiera entre los tres: Sancho, Alfonso y García.

Era una decisión que chocaba con los usos góticos de la tradición leonesa, y que sólo podía invocar en su favor como antecedentes remotos el reparto que hicieron hacia el 910 los hijos de Alfonso III y pocos años después, en torno al 925, los de Ordoño II, pero estos efímeros repartos habían venido dictados más bien por determinadas coyunturas históricas que por una libre determinación y voluntad de dividir o repartir el reino leonés.

Otra era la tradición navarra, a la que quizás obedecía más bien Fernando I al tomar la decisión que troceaba el reino leonés en tres reinos distintos e independientes entre sí; ya su padre Sancho el Mayor había distribuido sus dominios entre sus cuatro hijos: Pamplona, Nájera y una parte de Castilla al primogénito García; el resto de Castilla a Fernando; Aragón a Ramiro; y Sobrarbe y Ribagorza a Gonzalo. No obstante, los antecedentes de la partición de Sancho el Mayor de Navarra eran muy distintos, ya que todas esas tierras nunca habían constituido un único reino, sino que habían sido agregadas por el monarca navarro mediante títulos muy diversos; en cambio Galicia, León y Castilla integraban un reino de larga tradición unitaria.

También pudo inspirarse Fernando I en el modelo de la Francia carolingia, donde siguiendo una tradición patrimonial de la monarquía, que se remontaba a la anterior época merovingia, la división del reino entre los diversos hijos se había convertido en un hecho habitual.

Ante la gran asamblea de magnates y obispos Fernando I asignó a Sancho un reino en Castilla, con su frontera occidental en el Pisuerga, al que destinaba también el vasallaje de Pamplona y Nájera y las parias del reino moro de Zaragoza; a Alfonso le daba el reino de León, comprendiendo Asturias, León, Astorga, El Bierzo y Zamora con toda la Tierra de Campos y las parias de la taifa toledana; y a García legaba toda Galicia, elevada a categoría de reino, señalando sus límites en el río Eo y en el monte Cebrero, y que comprendía además Portugal hasta el río Mondego más las parias del rey taifa de Badajoz. A las dos hijas, Urraca y Elvira, les atribuía el infantazgo, esto es, el patronato y las rentas de todos los monasterios pertenecientes al patrimonio regio. El reparto sólo se haría efectivo tras la muerte del monarca.

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Llama un tanto la atención el hecho de que el hijo mayor, el infante don Sancho, recibiera territorialmente la parte menor, una Castilla muy mutilada, y que León, a la que estaba vinculado el título real, con las tierras más extensas, fuera asignado al segundo de los hermanos, al infante don Alfonso, como si fuera el predilecto. Incluso el tercero de los hermanos, el infante don García, recibía un territorio mucho más extenso que el mayor de los hermanos.

Nada sabemos sobre las razones que movieron a Fernando I para hacer estas asignaciones. ¿Quiso dejar como herencia a cada uno de sus hijos aquellas tierras con las que podía sentirse más vinculado, por haber sido educado y haber residido en ellas durante su niñez y juventud? ¿Atribuyó Castilla al primogénito por ser esta la tierra patrimonial u originaria de Fernando, el condado que había gobernado como propio antes de ser coronado como rey en León, y que como tal debía recaer en el primogénito? ¿Creyó en la mayor potencialidad y capacidad militar de Castilla para extenderse en un futuro próximo por tierras de Soria, Segovia, Ávila y por todo el reino de Toledo? Carecemos de una respuesta cierta a este interrogante.