Capítulo XIV. Apertura hacia Europa

Del ámbito cultural visigótico-mozárabe al europeo

Dos son las realizaciones que dan un realce especial al reinado de Alfonso VI. La primera de ellas se encuadra en el orden de la actividad militar y la ampliación del territorio del reino que se simboliza en la conquista de Toledo. En ese largo proceso de recuperación del territorio nacional, que ha sido llamado «Reconquista», tres fueron los grandes monarcas a los que correspondieron los avances o saltos más decisivos: Alfonso VI, Fernando III y los Reyes Católicos. El primero, con la indicada conquista de Toledo, llevará los límites del reino castellano-leonés desde el valle del Duero a la cuenca del Tajo; Fernando III, con la conquista de Sevilla hará que la frontera salte de la cuenca del Tajo al valle del Guadalquivir; los terceros rematarán la obra con la conquista de Granada.

Pues bien, si Alfonso VI se ganó un puesto de honor entre nuestros reyes medievales por la conquista de Toledo, creemos que no fueron menos trascendentes sus decisiones orientando y favoreciendo la más total asimilación e integración de la cultura de su reino en las corrientes, usos y modos dominantes en Europa. Con Alfonso VI se produce el cambio decisivo: se abandona el reducido ámbito cultural peninsular en el que con escasas excepciones habíamos vivido encerrados desde la invasión musulmana para integrarnos en la gran familia cultural europea, como un miembro más, para el resto de la Edad Media.

El reino astur nacido en las montañas cantábricas, convertidas en un baluarte de resistencia frente a la invasión islámica que había anegado toda la Península, emparedado entre el mar y el mundo musulmán, quedó aislado del mundo europeo al carecer de una flota y de aficiones marítimas. Su vida cultural, lo mismo que la religiosa, fue continuidad del reino visigodo, con las carencias y limitaciones propias de una sociedad política primitiva y muy limitada territorialmente. El único mundo exterior con el que se relacionaba era el de sus vecinos mozárabes, y también, a pesar de las frecuentes hostilidades, el de la Córdoba emiral y califal.

Ese reino astur, trasladada ya su capital a León a partir del año 910, y convertido en reino leonés extendido por toda Galicia y la mayor parte del Duero, a pesar de su enfrentamiento casi continuo con el Islam, desde el punto de vista cultural vivirá más bien dentro de la órbita de la Córdoba califal y de espaldas, en cambio, casi totalmente a las nuevas manifestaciones culturales aparecidas y desarrolladas en Europa a partir de Carlomagno.

Es lo contrario de lo que acontecía en los condados catalanes que, nacidos dentro del imperio carolingio, participarán de esta cultura desde sus mismos orígenes y en no menor grado que cualquiera otra de las naciones y regiones integradas en el gran conjunto imperial formado por Carlomagno y continuado bajo sus sucesores.

El aislamiento cultural en el que vivía el reino astur primero y el leonés más tarde se extendía también al ámbito religioso, incluso en su relación con la cabeza del catolicismo, con el obispo de Roma y Sumo Pontífice de la Iglesia. Desde el año 711 hasta bien entrado el siglo XI, no nos consta ninguna carta auténtica, de una intervención, de algún mensajero o legado, de algún contacto de cualquier clase entre los papas y la Iglesia astur o astur-leonesa. La fe, que alimentaba lo más profundo de aquella sociedad cristiana en lucha contra el Islam, se nutría de la doctrina, de los libros y escritos procedentes de la época visigoda.

Los reyes de la dinastía de Sancho el Mayor de Navarra serán los que abrirán las puertas de los reinos peninsulares a las corrientes culturales del norte de los Pirineos. Comenzando por el propio Sancho el Mayor (1004-1035), que dio entrada en sus dominios, que en los últimos años de reinado englobaban de hecho también al condado de Castilla y a buena parte de las tierras leonesas, a las ideas reformistas eclesiásticas que alcanzaron a diócesis como Oviedo y Palencia, a cuyo frente colocará al obispo catalán Poncio de Tavérnoles.

Esta tímida apertura se trocará ya en una estrecha colaboración de Fernando I (1038-1065) con la abadía benedictina de Cluny para introducir en el reino leonés las reformas eclesiásticas que comenzaban a aplicarse en la Iglesia europea. Sin embargo, será con Alfonso VI cuando desde el trono leonés no se ahorre ningún esfuerzo para conducir al monacato, a las diócesis y a la totalidad de la Iglesia leonesa a asumir los modos, formas y reformas vigentes en Europa, y a renunciar a sus más antiguas y venerables tradiciones.

Y a través de la Iglesia, en una época en que la cultura estaba en su mayor parte en manos de clérigos, y del mutuo intercambio con las muchedumbres de todos los pueblos de Europa que atravesaban el reino leonés por el Camino de Santiago para venerar la tumba del apóstol en Compostela, se produjo la más completa incorporación de Galicia, León y Castilla a la comunidad cultural europea. Esta será la conquista incruenta de Alfonso VI y de su reinado: nuestra plena incorporación y asimilación a la cristiandad y al mundo europeo.

Vinculación del reino leonés con Cluny

El 11 de septiembre del año 910, Guillermo el Piadoso, duque de Aquitania y conde de Macón, funda en plena Borgoña, en Cluny, lugar hoy del arrondissement de Macón y departamento de Saóne-et-Loire, un monasterio dedicado a san Pedro apóstol. Fue donado a la Santa Sede y puesto bajo la inmediata sujeción y única jurisdicción de la Sede Apostólica, adoptando la más estricta observancia de la regla de san Benito, restaurada por san Benito de Aniano, según los estatutos del concilio convocado por Ludovico Pío en Aquisgrán el año 817, estatutos redactados bajo la inspiración del mismo san Benito de Aniano, que en los decenios anteriores había restablecido la disciplina monástica en muchos monasterios de Francia.

El modo de vida de los monjes de Cluny se convirtió en un modelo y un ejemplo para otros muchos monasterios que adoptaron la misma observancia, los mismos usos y costumbres que regían en la abadía borgoñona. Fueron gobernados durante los siglos X al XII por seis abades santos y de larga duración: san Bernón (910-926), san Odón (926-942), san Aymaro (942-954), san Mayolo (954-994), san Odilón (994-1048) y san Hugo (1048-1109), mientras en la sede de Pedro desfilaban, en ese mismo espacio de tiempo, hasta cuarenta papas. Los abades hicieron de Cluny la cabeza de una congregación de cientos de monasterios subordinados a ella y desparramados por toda la cristiandad.

Era tal la fama y la devoción con que la abadía de Cluny atraía las vocaciones que, aunque de ella salían grupos de monjes a fundar en otros lugares y extender la observancia monástica vigente entre sus muros por otras muchas docenas de casas religiosas, todavía llegó a contar con una comunidad de varios centenares de monjes.

Sin embargo, la obra de Cluny fue mucho más allá de un movimiento de restauración monástica. Sus íntimos lazos con el pontificado romano y los muchos hombres notables por su sabiduría y virtud que, salidos de las filas de la abadía, se pusieron a disposición de los papas, hicieron de los cluniacenses los más activos propagadores por todos los países de la reforma de la Iglesia iniciada en la segunda mitad del siglo XI, y que tomaría su nombre del papa Gregorio VII.

Fue Sancho el Mayor de Navarra el primero de los reyes peninsulares que dio acogida en sus dominios al benedictismo postcarolingio. El 21 de abril de 1028 el rey navarro investía al frente la abadía de San Juan de la Peña al monje Paterno, que con algunos compañeros había vivido en Cluny durante algún tiempo. Con el nuevo abad se introducía en el cenobio aragonés, con fines reformadores, la regla de san Benito «según la ley y los usos del monasterio cluniacense».

El mismo abad Paterno, según documento de Oña claramente amañado en fechas muy posteriores, tras algún tiempo en San Juan de la Peña fue trasladado por el mismo rey Sancho al monasterio de San Salvador de Oña con algunos otros monjes para introducir en este cenobio burgalés la misma observancia benedictina, según los usos de Cluny. El episodio narrado es de muy dudosa historicidad.

A la muerte de Sancho el Mayor sus sucesores, tanto en Navarra como en Castilla y Aragón, prosiguieron las relaciones que su padre había mantenido con Cluny. Con Fernando I, ya rey de León, llegarán los monjes cluniacenses a este reino, donde encontramos al primero de ellos el año 1053 en San Isidro de Dueñas. Personalmente el monarca leonés se vincula con la abadía borgoñona entrando en la coniunctio o confraternidad de esta y concediéndole un censo anual de mil mizcales para el sustento y vestimenta de los monjes de la abadía de Cluny. No sabemos si el censo era sólo personal o vitalicio para los años de Fernando o vinculaba también a sus sucesores; esta segunda hipótesis es la más probable.

No obstante, será con su hijo y sucesor de Alfonso VI cuando comenzará la donación e incorporación a Cluny de casas y monasterios en el reino leonés. El primero de todos será el de San Isidro de Dueñas en 1073, donación del propio monarca, al que seguirá en 1075 San Salvador de Villafría en Lugo y en 1076 San Zoilo de Carrión, que pronto se convertirá en la cámara o principal dependencia de Cluny en España. Inmediatamente después de la anexión de La Rioja al reino leonés-castellano, ese mismo año, 1076, Alfonso VI incorporará a Cluny la gran casa de Santa María de Nájera, iglesia panteón de la dinastía navarra.

En los años siguientes a estas casas filiales o subordinadas de Cluny, convertidas en celle o prioratos de la gran abadía borgoñona, se unirán otras más como Santa Coloma (Burgos), San Salvador de Valverde (Astorga), San Vicente de Pombeiro (Lugo), Santa María de Villafranca (Bierzo), San Salvador de Bondino (Tuy), San Martín de Luina (Mondoñedo), San Miguel (Zamora), San Boal del Pinar (Segovia), San Vicente (Salamanca) o Santa Águeda (Ciudad Rodrigo).

Estas donaciones patrimoniales, estos prioratos o dependencias directas, dominios de Cluny, eran lo menos significativo en la implantación e influjo de la abadía borgoñona en el reino de Alfonso VI. Lo verdaderamente trascendente y renovador fue la aceptación de la observancia de la regla de san Benito al modo de los usos y costumbres de Cluny por las abadías más significativas y por la mayor parte de los monasterios del reino, aunque mantuvieran su autonomía y no se sometieran a la autoridad directa del abad borgoñón. Este es el caso de las grandes abadías castellanas como Arlanza, Cardeña, Oña, Silos y sobre todo la gran abadía leonesa, que será la preferida de Alfonso VI, la de los domnos santos Facundo y Primitivo, vulgarmente conocida como Sahagún, tantas veces convertida por Alfonso en residencia regia y elegida por el mismo monarca como panteón para el eterno descanso de los restos mortales de sus esposas y finalmente de su propio cadáver.

La devoción de Alfonso VI por Cluny le conducirá a doblar, en 1077, el censo anual prometido por su padre Fernando I y elevarlo a la suma de 2.000 mizcales de oro y a convertirse en la misma fecha en socius de su admirada abadía borgoñona. Este censo y el especial donativo de 10.000 mizcales más otorgado por Alfonso VI a petición del abad el año 1090 hicieron del monarca leonés el gran benefactor de Cluny y el principal contribuyente en la construcción de la gran iglesia abacial.

A cambio de tanta generosidad no le faltó nunca la protección, el consejo, el auxilio y la cooperación de san Hugo el Grande, abad por esos años de la abadía borgoñona, en todos los grandes asuntos religiosos y monásticos del reino y en sus relaciones con los sumos pontífices, grandes amigos y admiradores todos ellos del santo abad cluniacense.

Las relaciones entre Alfonso, rey de León, y san Hugo de Semur, abad de Cluny, de la familia ducal de Borgoña, irán más allá del ámbito político, religioso y público: ambos llegarán a enlazarse familiarmente cuando en el año 1079 Alfonso contraiga matrimonio con una sobrina del abad, Constanza de Borgoña, reina leonesa hasta su muerte en 1093, y de cuyo matrimonio nacerá la infanta Urraca. Constanza fue la esposa más querida de Alfonso, recordada por su esposo especialmente veintiséis años más tarde a la hora de su muerte en Toledo, cuando dispuso que sus restos mortales fueran trasladados a Sahagún y sepultados al lado de ella.

Legados pontificios en los reinos de España

No sólo a través de los monjes de Cluny llegaron las reformas religiosas; también fueron vehículo de las mismas los diversos legados pontificios que a lo largo del reinado de Alfonso VI fueron enviados por los papas a España, y más especialmente al reino leonés. Estos legados a latere fueron los instrumentos utilizados por los papas para infundir en las iglesias gallegas, leonesas y castellanas los nuevos aires de la reforma gregoriana.

Prescindiendo de la legación del año 917 del presbítero Zanello, enviado por el papa Juan X (914-925) a España para examinar la ortodoxia de los libros litúrgicos hispanos, no consta que nunca otro legado pontificio hubiera visitado el reino astur o leonés antes de que llegara a la Península el cardenal presbítero Hugo Cándido en los días de Alfonso VI, enviado por el papa Alejandro II (1061-1073).

La fecha de esta primera legación de Hugo Cándido ha sido puesta en duda por algunos investigadores, pero una nota escrita entre los años 1067 y 1078, muy poco posterior a los hechos, nos dice que tuvo lugar «reinando el rey Fernando sobre parte de España». Creemos, pues, que hay que extenderla desde el año 1065 al 1068. La misión encomendada al legado era el examen de los libros litúrgicos de la Iglesia española, cuya ortodoxia comenzaba a inquietar en Roma, así como la investigación acerca de la simonía, esto es, la compra del oficio episcopal mediante dinero.

Sabemos que el legado convocó durante los tres años de su legación hasta tres concilios, que han sido calificados como «legadnos» porque no correspondían a una provincia eclesiástica o archidiócesis ni a una nación, sino que se extendían al ámbito que dentro de su legación quería darles el legado.

Los concilios convocados por Hugo Cándido fueron el de Nájera de 1065, el de Llantada de 1067 y el de Cataluña de 1068.

Al primero de esos concilios, el de Nájera, en el que estuvo presente el rey Sancho García, el de Peñalén, asistieron, entre otros obispos, Munio de Calahorra, Juan de Pamplona y Simeón de Burgos. Además de otras cuestiones, como si los dominios monásticos debían pagar censos y tercias a los obispos, se abordó el tema de la liturgia hispano-mozárabe.

La reacción de los obispos españoles fue el envío a Roma de una comisión compuesta por tres obispos: Munio de Calahorra, Jimeno o Simeón I de Burgos-Oca y Fortún de Álava, para que presentaran al papa Alejandro II los libros litúrgicos en uso en la Iglesia española. A este fin se eligieron códices de tres monasterios del reino de Pamplona-Nájera, a saber, el Líber Ordinum de Albelda, el Liber Antiphonarum de Irache y el Liber Missarum de Santa Gema, monasterio cercano a Estella.

El hecho de que la elección de los libros se hiciera en un área geográfica tan restringida nos persuade de que la comisión se puso en marcha inmediatamente después del concilio de Nájera. Los libros llevados a Roma merecieron la aprobación de la Santa Sede, habiendo sido examinados el Liber Ordinum personalmente por el papa y el Liber Orationum de Irache por un abad benedictino. Diecinueve días duró su exhaustivo examen en Roma.

Dos años más tarde, el 1067, el mismo legado Hugo convocaba un segundo concilio en Llantada, lugar hoy despoblado cercano a Llantadilla (Palencia). En este concilio estuvo presente el rey de Castilla, Sancho II, y su hermana la infanta Elvira, con otros obispos entre los que se nombra a Munio de Calahorra, Blasco de Pamplona, Simeón II de Burgos y Munio de Valpuesta o Castella Vetula. La presencia del rey Sancho de Castilla, y la ausencia de Alfonso, rey de León, nos indica que en ese momento Llantada pertenecía al reino de Sancho y que el río Pisuerga no era el límite entre los dos territorios.

Suponemos que el legado Hugo Cándido celebraría concilios parecidos en el reino de León bajo Alfonso, y en el de Galicia en manos de García, aunque no tengamos testimonios de la reunión de esas asambleas. Únicamente la Historia Compostelana nos narra cómo antes de que se aboliera la liturgia hispano-mozárabe llegaba a Compostela un cardenal legado pontificio que los historiadores han identificado con Hugo Cándido.

Asambleas eclesiásticas

Una novedad del reinado de Alfonso VI será la celebración de concilios de naturaleza claramente eclesiástica, donde el influjo de la reforma gregoriana ha conducido a una neta diferenciación entre las asambleas mixtas de carácter civil, como pudo ser el llamado concilio de Coyanza convocado por Fernando I el año 1055, y los concilios ya inequívocamente eclesiales en que los legados pontificios van a citar a los obispos, presidir y dirigir a partir de 1080.

A partir de esta fecha, con la intervención directa del pontífice en los asuntos de la Iglesia española, los concilios celebrados en el reino de Alfonso VI se ajustan ya a las normas canónicas, que la reforma gregoriana ha hecho prevalecer en toda Europa, y se diferenciarán netamente de las curias extraordinarias convocadas por el monarca.

El primero de estos concilios calificados de legadnos, por ser convocados por un legado pontificio, aunque contara con la anuencia del rey, es el que se celebra en Burgos en 1080. Presidido por el cardenal Ricardo, se ocupará de la crisis surgida por la actitud del cluniacense Roberto. El concilio decidió la sustitución de Roberto al frente del monasterio de Sahagún por Bernardo, también monje de Cluny y futuro arzobispo de Toledo. Por un diploma redactado el 8 de mayo sabemos que a este concilio de Burgos asistieron trece obispos, prácticamente todos los del reino. Se contó también con la presencia de nada menos que veinte condes, lo que nos hace suponer que en este primer concilio legatino se permitió la presencia de los magnates del reino.

El segundo concilio del reinado de Alfonso VI se celebró en Husillos en 1088 bajo la presidencia de Ricardo de Milhaud, abad de San Víctor. En él se procedió a la deposición del obispo de Compostela, don Diego Peláez, y su sustitución por don Pedro, abad de Cardeña. Otro tema abordado en el concilio será el trazado de la línea divisoria entre la diócesis de Burgos y la recientemente restaurada Osma, aunque esta última permaneciera bajo la administración del arzobispo toledano. También en este concilio intervienen en algún modo el rey subscribiendo las actas y al afirmar que la demarcación oxomense se ha realizado por mandato real. Estamos todavía en una fase de transición desde las costumbres pregregorianas.

El tercer concilio se celebrará dos años más tarde, en 1090, en la ciudad de León, y estuvo presidido por el cardenal Rainiero. En él se trató de la remoción de don Pedro de Compostela y el regreso de don Diego Peláez a la misma sede, por exigencias del papa Urbano II. Don Pedro fue retirado, pero Alfonso VI no accedió al regreso del depuesto don Diego. También el obispo de Braga reclamó sin éxito en este concilio la devolución a su sede del rango metropolitano, que había ostentado durante varios siglos.

A este concilio se ha atribuido la sustitución de la letra visigótica por la galicana o carolingia. Más que de una decisión general para toda la sociedad se trataría de la letra de los libros litúrgicos, que en ese momento estarían copiándose en notables cantidades para responder a las necesidades que el cambio de rito imponía. Asistieron junto al rey los magnates del reino, y su celebración vino a coincidir con la muerte del rey García de Galicia, que fue sepultado con el acompañamiento de obispos y magnates.

Diez años pasarán hasta la celebración del siguiente concilio en Palencia, en el año 1100. Estuvo presidido por el mismo cardenal Ricardo, abad de San Víctor de Marsella, que había presidido también el concilio de Husillos de 1088. Fue el primer concilio en el que ya no estuvieron presentes ni el rey ni sus magnates. En él le fue reconocido al arzobispo de Braga Giraldo su rango de metropolitano.

El año 1103 se celebrará en Carrión de los Condes el quinto concilio del reinado de Alfonso VI, presidido en este caso por el arzobispo don Bernardo de Toledo, que había sido nombrado legado pontificio para España el año 1093. En él se trató de la reforma de las costumbres del clero secular y regular, la situación jurídica de los hijos de los eclesiásticos casados antes de las normas gregorianas, la supresión de los monasterios dúplices y sobre todo el enredado pleito por cuestión de límites entre los obispados de Compostela y Mondoñedo.

También presidido por don Bernardo se celebró en León el año 1107 el sexto y último de los concilios del reinado de Alfonso VI. Reunido para resolver definitivamente el pleito entre Compostela y Mondoñedo por los arciprestazgos de Bisancos, Trasancos y Salagia, el concilio falló a favor de Compostela. Con él se cierra la serie de concilios legatinos celebrados durante el reinado de Alfonso VI.

Supresión del rito mozárabe y recepción del romano

Tras la sentencia favorable a la ortodoxia del rito mozárabe emitida por el papa Alejandro II parecía que la cuestión de la liturgia hispano-mozárabe no volvería a suscitarse, pero el 30 de junio de 1073 era entronizado como sumo pontífice el cardenal Hildebrando, antiguo monje de Cluny, que tomaría el nombre de Gregorio VII Este papa, convencido de que a la unidad de la fe debía acompañar la unidad en el orar y en el modo de celebrar la liturgia, no dudó en resucitar la cuestión, que su predecesor parecía haber zanjado.

En los condados catalanes, por sus orígenes carolingios, la liturgia galicana coincidente con la romana había sido ya aceptada a lo largo del siglo IX. En Aragón, deseoso Sancho Ramírez de estrechar sus lazos con la Santa Sede, no sólo se declaró vasallo de San Pedro en un viaje a Roma en 1068, sino que tres años después, el 22 de marzo de 1071, imponía en San Juan de la Peña la liturgia romana. Desde San Juan de la Peña la liturgia romana se extendería a otros monasterios aragoneses y desde Aragón el mismo rito pasaría a Navarra, cuando Sancho Ramírez asumiera también esta corona. Quedaba tan sólo el reino leonés de Alfonso VI, donde la aceptación de la nueva liturgia tropezaría con mayores resistencias.

Antes de que transcurriese un año de su pontificado, el 19 de marzo de 1074, Gregorio VII se dirigía a Alfonso VI y a Sancho Ramírez planteándoles diáfanamente la necesidad de aceptar la liturgia romana:

«… como hijos de la Iglesia Romana, vuestra madre, no de la toledana ni de cualquier otra; de ella debéis recibir el oficio y el rito. Ella, fundada sobre la base pétrea y paulina, está garantizada contra toda adulteración. Aparte de que haciéndolo así, seréis una nota discordante en el unísono de Occidente y Septentrión… Es necesario que, de donde recibisteis el principio de la fe, se os comunique también la norma eclesiástica del Oficio Divino».

He aquí el programa del papa Gregorio VII: acabar con la que él designa como superstitio toletana.

Nada más comenzar el pontificado hizo pasar a España como legado al cardenal Giraldo, obispo de Mantua, que venía desempeñando la legación en Francia. Una vez en la Península procedió a condenar y deponer como simoníaco al obispo Munio de Calahorra. Personado en Roma el obispo Munio, acompañado de otros prelados, obtuvo el perdón del papa en el sínodo cuaresmal del año 1074, a cambio de que Munio y los otros obispos que le acompañaban prometiesen introducir en sus diócesis el rito romano. Entre estos obispos se contaba el de Burgos, Simeón II, que sería a partir de este momento un fervoroso partidario de la nueva liturgia. También Alfonso VI, ganado por las exhortaciones del papa y los ruegos de su esposa, la aquitana Inés, se inclinó rápidamente por el cambio de rito.

A principios de 1075 el rey Alfonso, durante su estancia en Oviedo, celebrando los oficios cuaresmales se encontró con clérigos partidarios de uno y de otro rito, cada uno de ellos defendiendo con argumentos sus propios puntos de vista. En el reino leonés los ánimos estaban muy divididos: el rey, la reina, los cluniacenses y algunos obispos comprometidos con el papa eran partidarios del rito romano, pero la mayoría del clero y del pueblo estaban por el contrario inclinados a la persistencia del rito tradicional hispano-mozárabe.

Esta división de opiniones fue simbolizada en un episodio legendario recogido en la Crónica najerense, que da también cabida en sus páginas a otros episodios de los cantares épicos. Según esta leyenda, el 9 de abril de 1077, domingo de Ramos, en Burgos dos caballeros, campeones cada uno de ellos de una de las dos liturgias en disputa, lucharon en un juicio de Dios, saliendo vencedor el defensor de la liturgia toledana, de nombre Lope Martínez de Matanza, frente a su adversario, que era un toledano, vasallo del rey Alfonso, que defendía la liturgia romana.

A continuación un segundo juicio de Dios tuvo lugar en la plaza mediante el fuego: se lanzarían a la hoguera un libro de cada rito; el que resultara indemne sería declarado triunfador. El libro romano se quemó mientras el toledano saltaba fuera del fuego intacto, pero al instante, el rey, airado, lo devolvió al fuego con el pie diciendo: «Allá van leyes, do quieren reyes».

Ante, la persistente resistencia a la aceptación del rito romano, Alfonso VI solicitó la intervención directa del papa, el cual envió a España como legado al cardenal Ricardo, hijo de los vizcondes de Milhau en Languedoc, posteriormente abad de San Víctor de Marsella. El legado llegó al reino de Alfonso en mayo de 1078, justo para asistir a la muerte de la reina Inés, que fallecía el 7 de junio siguiente. El legado debió de tener algunos éxitos iniciales, pues tanto el Cronicón burgense como el Cronicón de Cardeña consignan: «Año 1078 entró la ley romana en España».

Sin embargo, la resistencia no había sido vencida, sobre todo cuando inesperadamente encontró el apoyo de Roberto, abad de Sahagún y antes monje de Cluny, que ese mismo año había llegado a España, enviado por el abad san Hugo a petición de Alfonso VI para introducir la observancia y usos de la abadía borgoñona en el monasterio leonés. No sabemos las razones profundas de esta actitud del abad de Sahagún, quizá convencido de las injustas acusaciones de herejía vertidas contra la liturgia toledana, quizás para ganarse el apoyo del clero indígena. El caso es que no sólo se alineó en defensa de la liturgia hispano-mozárabe, sino que convenció al rey Alfonso VI para que modificara su posición anterior y se uniera a su postura.

Todos los logros de tantos años de esfuerzos de Gregorio VII y los éxitos de ese mismo año del cardenal Ricardo parecían peligrar. El papa tardó algún tanto en reaccionar ante esta marcha atrás, pero al fin el 15 de octubre de 1079 despachaba en Roma como legado para España al mismo cardenal Ricardo con una carta para Alfonso VI exhortándole a llevar a buen puerto la sustitución del rito toledano por el romano.

El legado no llegó a España hasta comenzado el año 1080. La situación se había complicado todavía más con la llegada de la nueva reina Constanza, que muy pronto fue ganada por las obsequiosidades de Roberto. Ante las noticias enviadas por el legado el 27 de junio de 1080, el papa Gregorio VII se decidió a intervenir con dos cartas: una dirigida al rey reprochándole haberse dejado envolver por las intrigas de Roberto, y otra para el abad de Cluny, san Hugo, comunicándole la excomunión de Roberto y su reclusión en Cluny por haberse rebelado contra la autoridad papal.

Sin embargo, ya antes de que las cartas fueran despachadas en Roma, Alfonso VI había decidido cambiar de actitud y, de acuerdo con el legado, ordenó la celebración de un concilio en Burgos a principios del mes de mayo. Bajo la presidencia del cardenal legado y la asistencia de trece obispos se tomó el acuerdo de celebrar la misa y los oficios divinos en todas las iglesias del reino del rey Alfonso conforme al rito romano. Ya en esa fecha Roberto había sido depuesto; en su lugar los monjes, en presencia del legado Ricardo, habían elegido a Bernardo como nuevo abad, lo que significa que el rey se había rendido a las exigencias del legado pontificio.

Así, tras un forcejeo de más de seis años, conseguía Gregorio VII introducir en los reinos de Castilla, León y Galicia el rito romano y suprimir el viejo rito visigodo-mozárabe de la Iglesia de España.

La letra carotina sustituye a la visigoda

La supresión del rito mozárabe con carácter universal en todo el reino de Alfonso VI fue adoptada en el concilio de Burgos de mayo de 1080, pero una cosa era la decisión y otra muy distinta su ejecución. Esta requería tiempo, varios años y quizás algún decenio, hasta que a la última parroquia, al último monasterio, llegasen los libros de la nueva liturgia. Debemos tener muy en cuenta que su transmisión era puramente manuscrita y que los libros absolutamente necesarios debían ser copiados, uno por uno, por amanuenses especializados, no muy numerosos, millares y millares de veces.

A la dificultad de la copia de un libro, y al número de copias que se requerían, se venía a añadir una dificultad complementaria: los libros de la liturgia toledana estaban todos escritos en letra visigótica, que era la única utilizada en el reino de Alfonso VI. Los libros de la nueva liturgia romana estaban escritos como era lógico en letra carolina.

Esta duplicidad de letras, aunque fueran muchos los que sabían leer y podían interpretar ambas letras, constituía con todo una grave incomodidad, y planteaba la conveniencia de unificar también el uso de una sola letra. Incluso no resultaba fácil a los que habían aprendido y practicado la escritura en una letra acostumbrarse al uso de otra escritura diferente, y así sabemos que en un principio los primeros ejemplares de la liturgia romana fueron copiados en letra visigótica. Si esto ocurrió en Silos, un monasterio de cierto relieve cultural, qué sucedería en las pequeñas parroquias rurales.

Con la liturgia nueva llegaron también de Francia los primeros libros. La necesidad de leer esos textos y otros, que llegaban con los monjes cluniacenses, extendía cada día más la necesidad de utilizar y habituarse a la nueva forma de letra usada por esos años en Francia, que podemos calificar de carolina un tanto tardía.

No es pues de extrañar que para resolver esta situación un tanto confusa los obispos del reino de Alfonso VI, reunidos en concilio el año 1090 en León, concilio que coincidió con los funerales del rey García de Galicia, ordenasen que «en adelante todos los escritores en los libros litúrgicos utilizasen únicamente la letra francesa omitiendo la toledana».

Aunque la decisión conciliar sólo afectaba a los libros litúrgicos su efecto se extendió en general a toda clase de libros y también a la redacción de documentos particulares, de forma que cada día fueron siendo más numerosos los escritos en minúscula carolina.

Con todo, como no es fácil desarraigar un hábito o modo de escritura, la introducción en el reino leonés de la escritura carolina con el paralelo abandono de la visigótica fue un proceso muy lento y de varios decenios de duración, que dio comienzo con la adopción primero a partir de 1080 del sistema abreviativo carolino. Sólo a partir del 1100 comenzaremos a encontrar documentos escritos ya enteramente en letra francesa, cada vez más numerosos, mientras van disminuyendo gradualmente los que emplean la letra visigótica, hasta desaparecer totalmente a mediados del siglo XII.

No se puede ponderar suficientemente la enorme trascendencia de este cambio de letra. Todos los libros existentes hasta entonces quedaron ilegibles para la casi totalidad de los pocos que sabían leer y escribir. Hubo necesidad de volver a escribir los libros antiguos en letra visigótica: algunos lo fueron, pero la mayor parte quedaron arrinconados en las bibliotecas de iglesias y monasterios.

En cambio, con la nueva letra comenzaron a llegar y a copiarse otros libros en letra carolina que difundían entre los clérigos, los monjes y la sociedad del reino leonés la cultura común europea en todos los ámbitos del saber. El cambio de letra fue un elemento, y no de los menos importantes, en la incorporación del reino leonés a la Europa de la reforma gregoriana.