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Oscar Donadieu no pudo despedirse de nadie, lo cual no era grave. La lluvia tuvo que ver en ello, ya que caía con una intensidad y monotonía como él jamás viera. O el viento había cesado, o bien la inmensa mole del pan azúcar de Tahití lo detenía. Lo cierto era que la tempestad sólo persistía en las crestas blancas y en las palmas de cocotero que flotaban en las aguas del muelle. Se vivía ahora en el reino del agua, un agua que caía en grandes goterones verticales que, por ser tibios, parecían más líquidos.
Donadieu llevaba poco equipaje: una maleta y un saco de lona. Ya había pasajeros que franqueaban la pasarela, pisaban el muelle, abrazaban a los amigos que les esperaban y subían a los coches.
Él no era sentimental. Era más bien frío de carácter, pero esa desbandada le pareció una incorrección. Le empujaban toda clase de gentes, y los tahitianos, tras asaltar el barco, tuteaban al sobrecargo, a los camareros y a los oficiales.
—¿Traes mi encargo? ¿Lo has visto?
Oscar hubiera deseado, al menos, despedirse de Jaubert, el radiotelegrafista, con el que había tenido más trato. Trepó hasta su cabina, pero halló la puerta cerrada.
—¡Hace rato que ha bajado a tierra! —le comunicó un marinero.
Muselli estaba ya en el muelle, con su mujer, instalándose en un coche que lucía el banderín del gobernador. Los dos americanos, con sus sacos a la espalda, discutían, ante el barracón de la Aduana, con un funcionario de uniforme caqui.
En los vestidos, el agua producía grandes manchas más oscuras. Algunos saltaban los charcos que hallaban en su camino. Contra el muro, varias mujeres indígenas, descalzas, se agrupaban bajo los paraguas.
Aún no habían terminado los marineros sus maniobras cuando la familia Nicou se alejaba ya en un coche de alquiler.
Donadieu esperó todavía un poco, mientras observaba a los descargadores, descalzos también, con sus pantalones de color blanco o crema y camisas de manga corta. No se diferenciaban apenas de los europeos.
Lo que más le afectó fue ver al capitán Lagre descender por la pasarela, precedido y seguido por policías indígenas henchidos de importancia. A éste, al menos, hubiera querido decirle adiós, pero le impidieron acercarse, y cuando llegó por fin al muelle, el coche se alejaba ya.
Alguien le habló en inglés.
—¿Busca un hotel?
Aquello no le extrañó. Desde que había vivido en América, le tomaban a menudo por anglosajón. No supo defender su maleta, y la vio instalada en la parte anterior de un coche.
La lluvia seguía cayendo, haciendo la visibilidad casi nula. Durante el trayecto pudo distinguir, sin embargo, tiendas y rótulos escritos todos ellos en inglés, que le recordaron más bien Estados Unidos que Francia.
Transcurridos apenas tres minutos, se encontraron entre árboles y por dos veces el coche, al franquear vados, alzó surtidores de agua fangosa hasta la altura de su cara.
Cuando se detuvo el taxi, estaban en una especie de jardín, ante un edificio de madera con tejado de color rosado. Un criado chino salió, tomó la maleta y, a través del camino convertido en río, condujo a Donadieu a una casita más pequeña situada entre las otras.
—El amo vendrá dentro de una hora —le informó en inglés.
Desapareció y Oscar quedó más desconcertado que en cualquier otro momento de su vida. No se encontraba a sí mismo en aquel cuadro, que no se parecía ni a lo visto ni a lo pensado.
La lluvia proseguía. La casa no tenía ventanas, sino amplios huecos cerrados por tela metálica que servía de mosquitero, y por la que el agua penetraba sin inconveniente alguno. Las paredes rezumaban humedad.
Abrió una puerta y halló una ducha realmente rudimentaria. Y a través de las ventanillas se veían anchas hojas de un verde vivo, regadas por la lluvia.
Procedió a cambiarse, cosa que pronto lamentó, puesto que cuando llegó al edificio principal estaba otra vez calado. Allí, en un rincón, había un bar que era como todos los bares. En las mesas, manteles a cuadros rojos y blancos. En las paredes, cuadros con el cartel «en venta», a imitación de los cafés de Montparnasse. También en venta, conchas, corales y objetos de arte indígena.
—¿Está el dueño? —preguntó al «boy».
—Vendrá en seguida...
El local estaba vacío. Un enorme paraguas rojo goteaba junto a la puerta. Sobre la tarima, un piano y varios instrumentos de música, en sus fundas.
Un coche se detuvo. Entró un hombre cubierto con un chubasquero y calzado con unas alpargatas que parecían vendajes. Era un tipo grande, rubio, con ojos pequeños y de mirada cansina. Observó a Donadieu y le preguntó en inglés:
—¿Ha llegado usted en el Île-de-Ré...? ¿Le han asignado ya un bungalow...? ¿Quiere beber algo?
—Nada, gracias.
—¿Ha llenado ya su ficha?
—Todavía no.
—¡Chan! Dale una ficha al señor...
Desapareció, volvió con unas alpargatas secas y echó un vistazo a la ficha.
—¡Hombre, es usted francés! ¿De la administración, acaso? -No.
—¿Turista?
Todo ello dicho sin la menor cordialidad, rayando casi en
lo agresivo.
—Pretendo afincarme en la isla...
—Yo he vivido también mucho tiempo en Francia... ¿Conoce el Pickwick’s Bar, en Montparnasse? ¿No? Lo llevaba yo... A propósito, en el Île-de-Ré habrá visto al capitán Lagre, ¿no es así?
—¿Quiere indicarme el precio de la pensión? Sólo pienso permanecer en el hotel unos días, basta que me familiarice con la isla...
—Cinco dólares. Las bebidas aparte, por supuesto. En la temporada alta es más caro...
El chino, mientras, permanecía inmóvil, acodado sobre la barra del bar, y el dueño arreglaba los manteles. Se volvió bacía la puerta, en la que se encuadraba una mujer, cubierta tan sólo por un escasísimo bikini de tela estampada con flores rojas.
Era algo inesperado. Estaba empapada. No se veía ni rastro de mares ni de playa. Y ella se sentaba en un taburete ante tabarra, y pedía un cóctel.
Era americana. Más tarde, a la hora de la cena, reapareció con la misma indumentaria. La acompañaba un muchacho veinte años más joven que ella, de cabellos rizados, que, vestido sólo con un taparrabos de piel de leopardo, parecía Tarzán.
La pareja se instaló en una mesa. Donadieu en otra. ¡Y nadie más! La tarima de los músicos, desierta. El único sirviente era el chino y tras una puerta abierta se oía comer al patrón.
Aquello era la clásica imagen de un hotel de playa en la temporada baja, o de un cabaret a punto de quebrar.
Para ir a acostarse Donadieu tuvo que chapotear de nuevo, con agua hasta las rodillas.
Llovía. Ni más ni menos que la víspera. La mujer del bikini, con la mitad de sus senos al aire, tomaba su desayuno. Junto a ella, el joven de la piel de leopardo fumaba un cigarrillo mentolado.
—¿Hay más hoteles por aquí? —preguntó Donadieu al dueño, quien, a pesar de ser ya las diez, todavía estaba en pijama.
A través de las ventanas sin cristales, se veía una playa sucia, unas piraguas, una plataforma flotante.
—Hay, en la población, hoteles franceses, pero todos los turistas vienen a éste. Ya habrá notado la limpieza de mis bungalows.
El pijama, por su parte, ofrecía un aspecto más que dudoso y su dueño, que acababa de prepararle un zumo de naranja a Oscar, no estaba mucho más limpio.
—Hay el Relais de Méridiens, junto a los muelles. Detrás, junto a Correos, el Pacifique y cuatro o cinco más...
No le preocupaba que Donadieu se quedase o se marchase. Le miraba, además, con desagrado, de soslayo, y el joven lo comprendió por fin cuando el otro le preguntó:
—¿No será usted pariente de los Donadieu de La Rochelle?
—¿Por qué?
—Porque, en ese caso, he conocido a familiares suyos. Cuando yo llevaba el Pickwick’s, eran clientes míos el señor Philippe Dargens y su esposa...
—Ella era mi hermana...
—Hubo una historia... ¿Es cierto que se suicidaron los dos?
Era más complicado, pero Oscar no tenía ganas de dar explicaciones.
—Murieron ambos, sí...
—Eran buenos clientes...
¡Tanto peor! A pesar de la lluvia, prefirió seguir la carretera, que era un arroyo amarillento. Tras un cuarto de hora de camino, vio unas casas de madera, del tipo del bungalow en que se alojaba él, y después, otras casas menos cuidadas pero del mismo estilo, en cuyos umbrales se sentaban mujeres indígenas.
Debía de estar llegando a Papeete, pero no se veían trazas de ciudad ni de pueblo. Daba la impresión de un simple campamento de Great Hole City, allá en América, donde él vivió y quiso trabajar como obrero en la construcción de una gran presa.
Llevaba ya los pies completamente calados y la camisa empapada. No se había afeitado y se sabía carente de todo aplomo.
Sentía nostalgia al pensar en Great Hole City, como si evocara un hogar acogedor y cálido.
Los primeros peatones con los que se cruzó, junto a un vendedor de postales y de recuerdos, fueron los dos americanos del barco, con sus mochilas a la espalda y bastón en mano. Le interpelaron.
—¿Dónde se aloja?
—En un hotel, por allí.
—¿Es caro?
—Cinco dólares...
—Nosotros nos marchamos ya, pues no nos queda dinero. Hoy hemos dormido bajo un porche... Esta mañana nos han cobrado tres francos por una taza de café. Esperemos que esta lluvia no dure mucho...
—¿Lo creen?
—La estación de las lluvias debía haber acabado ya... Dentro de unos días habrá sequía, y luego ocho o nueve meses sin agua. Al parecer, a unos veinte kilómetros de aquí es fácil encontrar cabañas abandonadas, cerca de un poblado...
En lo exterior, debía tener un aire similar al de aquella pareja, y ello le hizo sentirse avergonzado.
—¡Buena suerte! —les dijo, aunque sin convicción.
—¿No le veremos allí?
—No lo sé aún.
No maldecía a nadie, ni a la suerte ni a la naturaleza, pero desde luego no podía considerarse mimado por la fortuna. Al menos por esa estación lluviosa, que duraba más que de costumbre. ¿Por qué? ¿Para desalentarle? ¿Para demostrarle la vanidad de sus esperanzas?
Trató de no dejarse llevar por el desánimo, pero se sentía a la vez pesado y flotante. Nada le obligaba a caminar en un sentido o en otro. Le desanimaba encontrar una tercera o una cuarta tienda de souvenirs, de postales y de películas fotográficas.
Hasta para la pareja de americanos él era un «turista de bananas», y comenzaba ya a preguntarse si es que existía, de hecho, alguna diferencia entre ellos y él.
¿Acaso Nicou, el gendarme, no le había hablado siempre con un tono de respetuosa conmiseración? ¿Y Jaubert, en sus charlas, no mostraba un cierto embarazo?
Sin embargo, él sabía que no era como los demás. Sabía que perseguía, que siempre había perseguido, un ideal hermoso y limpio.
Cuando era un crío, en la mansión de La Rochelle, donde le menospreciaban porque iba más retrasado que los demás chicos de su edad, ¿acaso no había ya intentado la fuga a pie, un domingo de noviembre, hasta pocos kilómetros de Sables d’Olonne, donde él proyectaba enrolarse como grumete?
Y cuando su familia se debatía entre complicaciones financieras y sentimentales, más o menos claras, ¿no buscaba él una huida, a su modo, luchando cada día, durante horas, contra su debilidad física, hasta convertirse en el robusto muchacho que era ahora?
Y cuando, harto de ver a sus hermanas, a sus cuñados, y aun a su propia madre, disputarse la herencia, ¿no se ausentó sin despedirse de nadie, yéndose a Estados Unidos, a mezclarse con los millares de obreros de las más diversas nacionalidades que trabajaban en la gran presa?
Allí había logrado vencer su vértigo, y últimamente pasaba horas y horas encaramado a los más altos andamios.
Tuvo que volver a Francia, cuando se produjo la catástrofe definitiva, cuando su hermana Martine y su esposo, Philippe, se hundieron en el más sórdido de los dramas. Le suplicaron que se quedase, puesto que era forzoso tratar con abogados y notarios, en un intento de salvar, al menos, algunos jirones de la fortuna de los Donadieu.
Aceptó. Se salvó muy poco, casi nada. Sólo se obtuvo que su cuñado Olsen pudiese continuar como director del negocio, del que ya no poseía ni una sola acción.
Si luego no regresó a Estados Unidos, a la pensión de la señora Goudekett, fue porque le convencieron de la grandeza de otra tarea que él podía llevar a cabo, y en París pasó a formar parte de un grupo político, trabajando en él como secretario por un estipendio que sólo le daba para malvivir.
¡Qué fe tuvo en aquella idea! Lució insignias, redactó pasquines y discursos para sus jefes. Con un brazalete en la manga, tomó parte en desfiles...
Luego, un buen día el grupo político se disolvió, y él se enteró de que dos de los principales dirigentes siempre habían estado apoderándose de los fondos de la caja.
Hubiera podido...
Hubiera podido ser obrero, o empleado... Su madre vivía entonces en una sola habitación, en una buhardilla del caserón en la plaza de los Vosgos. Y su hermano Michel tenía una representación en la región del Midi...
Oscar tenía en aquella época veinticinco años. Seguía siendo torpe, como a los trece años, demasiado grande y fuerte en apariencia, y jamás había podido desprenderse de su ingenuidad.
¿Por qué la víspera, él, tan salvaje, se sentía mucho más triste de lo que él mismo quería reconocer, por aquella llegada frustrada, por aquella desbandada sin un simple adiós, por el hecho de que ni siquiera Nicou hallase unos segundos para un breve adiós?
¿Por qué aquel término peyorativo de «turista de bananas» aplicado a los que, como él, soñaban con refugiarse en la naturaleza, para vivir a solas con ella renunciando a las comodidades de la civilización?
¿Por qué aquellas palabras del telegrafista, un hombre de su misma edad y que, sin duda, habría conocido también momentos de desaliento?
—Aguantan unos meses; luego, enfermos o anémicos, hay que repatriarlos...
Hablaba de los dos viajeros americanos, pero ¿qué diferencia había entre ellos y Oscar?
Jaubert había añadido:
—En el fondo, son unos pillos. Apenas repatriados, se presentan en la redacción de algún periódico con un reportaje sensacional, cuyo título es: «Seis meses viviendo de plátanos» o «El solitario del Pacífico».
—¡Eh, señor Donadieu...! ¡Señor Oscar!
Oscar miró a su alrededor, extrañado, alerta, como lo estaba ante cualquier imprevisto.
—Por aquí...
Se hallaba en los muelles. A su izquierda vio un edificio de dos pisos, construido en madera. Desde una ventana de la planta baja, Nicou le llamaba.
—Pase un momento... Tengo algo que decirle...
En un rótulo se leía: «Au Relais des Méridiens», y recordó que el dueño de su hotel le había hablado de hoteles franceses.
Entró y se halló en una sala de paredes encaladas, con mesas cubiertas por manteles blancos como en un restaurante tradicional, y con botellas detrás del mostrador.
Nicou, vestido de caqui, le tendió la mano. Su guerrera estaba desabrochada sobre un vientre voluminoso. Cerca de él, se sentaba otro gendarme, de cabellos oscuros e hirsutos.
—Batisti, mi colega... El señor Oscar Donadieu, hijo de uno de los más importantes armadores de La Rochelle. ¿Qué tomará, señor Donadieu? ¡Que sí! Permítame ofrecerle algo... A bordo nunca me permití invitarle, pero aquí es un poco como mi casa... —Y como para animar a Oscar, añadió:
—Ya sabe que la lluvia no durará siempre... Tres días o cuatro como mucho... Y dicen que después no reconoceremos este país, ¿no es verdad, Batisti?
Este tenía la tez amarillenta y las ojeras de los viejos coloniales.
—Todos los años es lo mismo... Para nosotros, estos tres meses de lluvia son una prueba... ¿Sabe usted que aquí se puede tomar pernod legítimo de antes de la guerra...?
—Gracias... Preferiría una gaseosa.
—Cuando mi colega me habló de usted, le dije inmediatamente que había hecho mal en permitirle alojarse en el Hôtel des Îles. Es que le vi ayer tomar el taxi... ¡Es muy caro! Y además, no es hotel para franceses. ¿Cuánto le cobran?
— Cinco dólares...
—Aquí, Manière le hará un precio especial... Supongo que veinte o veintidós francos la pensión completa. Con bullabesa o sopa de pescado dos veces por semana, puesto que Manière es de Tolón...
—Es que no pienso permanecer muchos días en Papeete —cortó Oscar, molesto por aquel interés.
—Ya lo sé. Mi compañero me lo ha dicho. Precisamente por eso le hemos llamado cuando pasaba. Llevo ya veinte largos años en estas islas... Las conozco un poco, ¿comprende...? Usted solo, sin nadie que le aconseje, iría a instalarse a cualquier lugar, en un poblado donde los indígenas le harían la vida incómoda, o tal vez en una barraca de leprosos... Esto ha pasado ya... Cuando venga Manière, él también se lo dirá...
Nicou tenía ganas de meter baza, de intervenir a su vez.
—Escúcheme, señor Donadieu... A ver qué le parece. Mi destino está en la península de Taraiapu, en el extremo de la isla, a unos treinta kilómetros de aquí. Según me dicen, es uno de los más bellos parajes de Tahití...
—¡Yo me quedé allí diez años! —exclamó Batisti con satisfacción.
—No crea que aquello sea el fin del mundo. Hay un autobús que va y viene cada día, lleva el correo y las provisiones...
—Allí —volvió a interrumpir Batisti— vivió el escritor inglés Stevenson... Aún se puede visitar su casa...
Le tocaba ahora a Nicou, en aquella especie de dúo.
—Si va allí, no estará completamente solo... Como representante de la autoridad, podré hacerle más fáciles las cosas...
—Se lo agradezco...
—No nos vamos hasta mañana. Mi mujer, mi hija y yo. El gobernador ha puesto un coche a mi disposición... Si quiere aprovechar la ocasión...
—Creo que permaneceré aún algunos días en Papeete...
—Le comprendo, y no quiero alterar sus planes. Pero le dejaré mis señas, por si acaso...
Por una puerta que daba al bar penetraba un olor a comida meridional, pero, era un chino el que, con su gorro blanco, se dejaba ver a veces ante los fogones.
—Entretanto —añadió Batisti, sirviéndose una copa—, si necesita algo... Y a propósito, ¿ha tenido usted que depositar los dos mil francos?
—¿Qué dos mil francos?
—Una nueva disposición. Creo que no la han aplicado todavía, pero no hay duda de que al próximo barco ya le afectará... Hubo años en que se tuvo que repatriar hasta cincuenta personas que ya no tenían ni un céntimo... En vista de ello, el gobernador ha tomado la decisión de que todos los turistas depositen el valor del pasaje de retorno... En fin, por lo menos a usted no le ha tocado...
—Desearía preguntarle algo...
Un gesto vulgar, que significaba: «¡Adelante!»
Porque, a pesar de todo, los dos hombres se daban importancia.
—¿Qué ha sido del capitán Lagre?
—Le han metido en la cárcel, como es lógico.
—¿Hay cárcel aquí?
—¡Santo cielo! ¿Acaso no ha visto a los grupos de presos limpiando las calles?
—O sea que Lagre...
—No, por supuesto. El estará en una celda. Su caso es demasiado grave...
Batisti se puso en pie, echó una ojeada a la cocina y otra por el hueco de la escalera, tras lo cual volvió a sentarse, con aires de misterio.
—La mujer... ¿sabe usted? Esa Tamatea que vive precisamente aquí. A estas horas debe estar durmiendo, pero ya podrá verla... No está ni mejor ni peor que otras... ¡Hace cinco años, sí! Pero ahora... En cuanto a Lagre, no hay duda de que se le va a caer el pelo.
Esta vez, Nicou parecía tan interesado en las respuestas como el propio Donadieu.
—Cuando lleve varios años en Tahití, podrá comprenderlo... ¿No conoce aún al presidente del Tribunal...? Si va al Círculo Colonial, al final de los muelles, junto al consulado de Inglaterra, le encontrará... Se llama Isnard... Creo que es de Tours o de Nantes... Y también verá a su mujer...
Batisti dijo esto con una sonrisa, como el hombre que sabe mucho pero no puede decir más.
—Ya lo entenderá, con el tiempo. Yo, claro, me veo obligado, por mi cargo, a no hablar de ciertas cosas, pero... Sepa solamente que hace pocos meses... Isnard y Tamatea... Venga junto a la ventana. ¿Ve allí, junto al tercer farol, una casita con techo de plancha ondulada pintada con minio? Allí fue donde él instaló a Tamatea...
—¿El presidente?
—Exacto, el presidente. Pero otros que no tengan cargos oficiales ya se lo contarán... Y entonces ya no le sorprenderá que al capitán Lagre se le caiga de veras el pelo. Si le caen veinte años, yo me daría por bien librado...
—¿Veinte años de prisión?
—¿De qué quiere que sean?
Se oyeron pasos en la escalera. Aparecieron primero unos pies calzados con unas zapatillas, luego un pantalón grisáceo, sujeto con un cinturón de cuero, y después una camisa húmeda abierta sobre un tórax velludo.
Por último, un hombre que parecía todavía dormido se acercó a Batisti y le estrechó la mano, estrechó después la de Nicou, y por fin la de Donadieu, al que pareció calibrar de un solo vistazo.
—¿Qué cuentas, Manière? —preguntó el gendarme.
Manière tenía cabellos grasientos, partidos por una raya, y unos ojos grandes y glaucos, con los párpados enrojecidos y una mirada difícil de sostener. Lentamente, gargarizó con vino blanco, parte del cual escupió detrás del mostrador, y por último encendió un cigarrillo y comentó:
—¡Pues nada! Hasta que no acaben estas malditas lluvias...
—Tiene las fiebres —le explicó Batisti a Donadieu.
Entretanto, el dueño había entrado en la cocina, donde, tras echar un vistazo general, levantó las tapas de las cacerolas, habló con el «boy» chino y no tardó en regresar con una servilleta mojada con la que se refrescó la cara.
—Estaba diciendo, Manière, que sí alguien está a punto de palmarla es el capitán Lagre...
—¡Es un idiota! —opinó Manière.
Y, sin transición, llamó al chino, le enseñó un peine que había sobre la mesa y le espetó con súbita violencia:
—¿Qué te he dicho cientos de veces, granuja? ¿Acaso piensas seguir tomando esta casa por un... ¡Quita eso de ahí, inmediatamente, antes de que te plante el pie donde te pille...!
Y sus ojazos recorrían la habitación buscando otro punto conflictivo.
—¡Hasta las cuatro de la madrugada se quedaron...! —gimió—. Cada vez que llega un barco, pasa lo mismo... Hina se mareó como una perra, y vomitó hasta las tripas... En cuanto a Tamatea, buscaba quien le pagara una copa... y todo esto porque ese imbécil de Lagre...
Llegó frente a Oscar y gruñó:
—¿Cuánto le han pedido en el Îles?
—Cinco dólares.
Por tanto, todo el mundo sabía ya que había llegado y que se había alojado en el Hôtel des Îles...
—Creo —siguió Oscar— que voy a alojarme aquí...
—Si le apetece... Pero hasta mañana no me queda una habitación libre.
Levantó la cabeza, pues se oían pasos en el primer piso.
—Esa es Tamatea que se levanta... —dijo con un suspiro, tras lo cual pasó de nuevo a la barra del bar y seguidamente entró en la cocina, de la que regresó con una taza de café en el momento en que hizo su aparición una mujer, totalmente desnuda bajo un transparente salto de cama que ni siquiera se había molestado en cruzar. Sus cabellos, más grasos aún que los del dueño, le caían por la espalda en una espesa melena. Su piel relucía de sudor y en sus labios aún se apreciaban huellas de carmín.
Sin decir nada, tomó la taza de café con el aire de quien ha bebido demasiado la noche precedente, y tuvo que retroceder para calzarse una sandalia que había perdido al entrar.
No tuvo ni una mirada para Donadieu ni para los gendarmes.
—¿Ha zarpado ya el Île-de-Ré? —preguntó a Manière, mientras miraba hacia afuera.
—Hace una hora.
—¡Qué mal me encuentro!
—Si no hubieses bebido tanto...
Nicou no podía apartar la vista de la semidesnudez de la mujer, y al darse cuenta de que Donadieu le observaba, se excusó sonriente, como diciéndole: «La verdad es que no está nada mal...»
Sus pechos, tal vez bien formados, eran de un atractivo color cobrizo. Sus ojos también eran bellos, pero no reflejaban inteligencia. En cambio, su nariz y su boca eran vulgares, y su expresión vacua.
—¿No se ha levantado Hina?
Manière sólo le respondió con un guiño.
—¿Con quién está?
—¿No lo supones?
—¿Con el pequeño Robert?
El amo se encogió de hombros y, acercándose a la mesa, preguntó:
—¿Qué van a tomar, señores? Esta vez es mi ronda... En cuanto a ti, Tamatea, sube a vestirte o no te doy el desayuno. Estás más sucia que una bayeta...
—No tengo hambre.
—Entonces, vete a hacer puñetas.
Le volvió la espalda para servir el aperitivo y ella pasó a la cocina y, como él había hecho antes, levantó las tapas de las cacerolas mientras charlaba con el chino.
Donadieu se levantó y Manière le preguntó con indiferencia:
—¿Se va ya?
—Sí... ¿cuánto le debo?
—Usted no debe nada —terció Nicou—. Lo tomaría como una ofensa... He sido yo quien le ha llamado...
—Entonces ¿quiere que le reserve una habitación para mañana?
No se atrevió a decir que no, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, avergonzado por su debilidad.
—¿Quiere que le preste un paraguas?
—Gracias. Estoy ya tan calado que me da lo mismo...
Se dio cuenta, ya tarde, de la ironía de la pregunta y de que no había la menor intención de ofrecerle un paraguas.
Fuera estuvo a punto de perderse y tardó más de media hora en encontrar el Hôtel des Îles. Allí almorzaban ya la americana y el hombre de la piel de leopardo, mientras que el dueño hacía cuentas.
—¿Se queda con su habitación? —le preguntó nada más entrar.
—No lo sé aún.
—Es que en este caso me tendrá que abonar una semana por anticipado... Lo siento, pero así está mandado.
Y enseñaba un papel con un escrito clavado en la pared, que Donadieu sospechó que había sido fijado allí aquella misma mañana.
—Ya me dirá lo que decida... En esta época, tanto nos da tener clientes... Saldríamos ganando si cerráramos.
Donadieu había tomado asiento junto a la tela metálica, y el chino, con aire imperturbable, le sirvió una rodaja de pescado frito con ensalada.