6
Agustin Godard bajó la mirada, reprimió una sonrisa y declaró:
—Ya le he encontrado, señor gobernador...
—¿Dónde?
—A unos doscientos metros de la cascada de Papeari... Le buscamos por los alrededores de Punaaiua, que era donde el muchacho fue visto la última vez, y había recorrido veinte kilómetros, probablemente de noche. Desea usted que le hagamos venir.
—¡Jamás! Pero deme más detalles... ¿Qué tal se encuentra?
—Pues no sé. No me han dicho nada especial.
—¡Dígale a Raphaël que venga a verme!
Era la hora, hacia las cuatro, en que el calor empezaba a menguar un poco. Era también el momento en que el resplandor de Tahití cobraba un tono rojo. En el cuartel se oía una corneta. Con la cabeza descubierta, Raphaël atravesó el jardín que le separaba del despacho del gobernador.
—Entre, amigo Raphaël, entre y tome asiento... Voy a encargarle una misión un poco especial...
A las siete de aquella tarde, Raphaël daba instrucciones al chino del Relais des Méridiens.
—Dos botellas, ¿me entiendes? Una de tinto y otra de blanco. Y prepararás ya la pierna asada.
Jo empujó la puerta. Era la hora en que se movía por todos lados, con la esperanza de que en algún lugar se organizase una juerga.
—¿Qué tal? —le preguntó Raphaël—. A propósito, ¿tienes algo que hacer mañana?
—¿Yo? Nada...
—¿Quieres venir conmigo a la cascada?
—¡Si Jo va contigo, yo también! —gritó Tamatea desde su rincón.
Y así fue como, la mañana siguiente, cuando apenas comenzaba a funcionar el mercado, el viejo coche de Raphaël se detuvo a la puerta del Relais. El cielo y el mar tenían el mismo aspecto de seda tensada. Las piraguas, en el lago, navegaban literalmente en el espacio y habían perdido su nombre. La tierra del camino, recién regada, era de un rojo más profundo y los ruidos llegaban desde muy lejos, tanto que hubiera sido posible hablarse de un poblado a otro.
Raphaël dio un azote en las nalgas desnudas de Tamatea, que dormía boca abajo.
—¡Espabila!
—¿Jo ha llegado?
—No te preocupes por él. Le recogeremos al pasar...
Raphaël le tendió un vestido de hilo azul y le lanzó, a través de la habitación, un par de sandalias.
—Tomarás un baño por el camino... ¡Deprisa!
En el maletero del coche había una nevera de viaje y metió en ella las dos botellas, el asado y un pollo.
Nada más poner el motor en marcha llegó Jo y se instaló en el coche.
Salieron, muy pronto, a la carretera, cruzaron un primer poblado y adelantaron raudos el carricoche de un chino.
—Me has prometido que pararías para darme un baño... —le recordó Tamatea, que iba sola detrás.
—¡Ya te bañarás en la cascada!
Ya no hablaron más en el transcurso del viaje. El paisaje cambiaba insensiblemente, siempre con el fondo irisado del lago y la franja de cocoteros, un verdor sombrío y espeso a la izquierda, un techado rojo aquí o allá, un campanario de iglesia que parecía de juguete, una niña en bicicleta, o un indígena con un gran sombrero, o bien unos cerditos que jugaban en un umbral, como perrillos.
Franquearon el valle, en el que al principio se creía que Donadieu se había adentrado. Sin duda el húngaro, arraigado en esos parajes, miraría el coche desde algún lugar.
—¿Sabes exactamente dónde está? —preguntó Jo, tras encender un cigarrillo.
—Debe ayudarnos alguien, quizá el viejo Motti...
El coche se detuvo a un lado de la carretera, para dejar pasar un autocar lleno de indígenas que iban a la ciudad; mujeres vestidas de algodón, vastos sombreros de paja y semblantes graves, grandes ojos de muaré, un lechoncillo sobre las rodillas de una vieja...
—¡Adiós, Raphaël! —le saludó el conductor.
Otros, en el vehículo, agitaron la mano, pues en toda la isla le conocían. Tuvo que preguntar para encontrar la choza de Motti, que se acomodó en el coche.
—No es fácil llegar allí —explicó el canaco—. Hay que dejar el coche a cien metros de la cascada...
Ésta se veía ya, a la izquierda. De pronto, la montaña se había acercado a la carretera, que discurría sobre una cornisa, suspendida entre la roca y el mar.
La roca no estaba desnuda. Hasta la altura a la que llegaba la vista, estaba cubierta por una vegetación espesa, a través de la cual descendía un torrente.
Deteniendo el coche, bajaron y miraron, sin prestarle atención, aquel paraje, tal vez único en el mundo, aquella cascada que se formaba a veinte metros de altura, aquella agua que caía en un estanque profundo, a unos pasos del mar.
—¡Ahora sí que me baño! —gritó feliz Tamatea, mientras se despojaba de su ropa y corría hacia el agua.
Un día —hacía ya largo tiempo de ello—, se dieron cita en aquel mismo lugar las chicas más bellas de la isla, con sus pareos, con guirnaldas de flores a la cabeza y sobre los pechos, y un americano, en mangas de camisa las dirigía mientras ellas se dejaban resbalar sobre el agua. A lo largo de la cascada funcionaban las cámaras.
Hoy era Tamatea la única que nadaba lanzando gritos de placer, mientras Jo preguntaba al viejo:
—¿Dónde está?
—¡Allá arriba!
—¿En la choza del Hombre de Pie?
—Sí... El la ha arreglado un poco, ya lo verá.
Raphaël no había llegado a conocer al Hombre de Pie, puesto que esto databa de al menos treinta años. Era un antiguo capitán de goleta que un buen día decidió no volver a ver a nadie y se instaló en lo alto de la cascada, en un lugar casi inaccesible. Allí vivió años, y luego, un día, le hallaron muerto de pie, apoyado en una mesa que él se había construido.
—Ven, Tamatea... ¡Ya basta!
No se tomó el trabajo de secarse. Se puso el traje sobre su cuerpo mojado y la tela se ciñó a sus formas.
—Ve tú delante, Motti...
Ya iba haciendo calor. No existía camino trazado, ni un sendero. Era preciso, pues, contornear las rocas y hacer pie en las raíces.
Tras unos minutos, iban sudando. Y Raphaël, que era el más gordo, tenía que detenerse para recuperar el aliento.
—Mientras esté en la cabaña —sugirió Jo, sin que se supiera si bromeaba.
Era difícil hacerse a la idea de que iban buscando la vivienda de un hombre.
Era una verdadera escalada, en la que Motti tuvo, en dos ocasiones, que echar una mano a Raphaël.
—¡Mira esto! —dijo el viejo, mostrando, en el suelo, una piel de plátano.
¡Donadieu había pasado por allí! ¡No podía estar lejos! ¿Tal vez oía ya sus voces?
—¿Hay alguien? —gritó Raphaël, haciendo bocina con las manos.
Al contornear una gran roca, descubrieron la choza, una choza baja y en mal estado de conservación, adosada al tronco de un viejo árbol. Ante la puerta se hallaba de pie un hombre, al cual, al primer vistazo, nadie logró reconocer.
Hubo un momento de desconcierto y de malestar. El individuo les veía acercarse sin pronunciar palabra, pero en su mirada se leía inquietud, una inquietud parecida a la de los animales.
—¿Nos reconoce? —preguntó Raphaël, procurando dar un tono jocoso a su voz—. ¡Uf! Hay que decir que se ha buscado un lugar muy curioso...
Lo que hacía irreconocible a Oscar era su barba, de un color rubio rojizo, y su larga cabellera que formaba una melena por detrás. Sólo iba vestido con un pantalón corto, caqui, y su piel era tan morena como la de los canacos.
—¿No le molestamos? ¿Podemos sentarnos?
—Si lo desean...
Él mismo pareció extrañarse al oír su propia voz. Había titubeado antes de empezar a hablar. Y su actitud hacía creer que estaba presto a huir al menor gesto.
Raphaël, mirando a su alrededor, comprendió en seguida por qué había elegido aquel paraje, ya que el panorama que desde allí se divisaba era, sin duda, el más maravilloso de toda la isla. La choza se alzaba sobre una especie de plataforma y parecía suspendida sobre el lago, con la gran cascada al alcance de la mano. No se veía la carretera, ni nada que recordara la vida civilizada.
—Perdone que venga a molestarle, pero es el gobernador quien me envía... ¿Y si me dejáis hablar con él?
Se sentó, mientras Tamatea y Jo iban a instalarse más lejos.
—¿Hace mucho que está instalado aquí?
Por obligación más que por curiosidad, inspeccionaba la choza que Donadieu había reparado con ramas. Delante, había vestigios de fuego y unas piedras formaban un fogón.
—No sé cuánto tiempo... —respondió Donadieu con voz ya más segura.
—¿Y va tirando?
—Ya lo ve.
Levantando unas palmas mojadas, Raphaël encontró cuatro pececillos y miró con curiosidad a su interlocutor.
—¿Los ha pescado usted? ¿Con qué?
— Con anzuelo.
—¿Ha encontrado anzuelos?
—Llevaba unos cuantos.
—¿Y se come estos peces?
—Sí.
—No son comestibles. Se pondrá enfermo.
—Ya me ha ocurrido... Me llené de granos y sentía como fuego en los intestinos...
—¡Ya lo ve!
—Pero ya estoy bien. Aunque estuve tres días sin poder ni ponerme en pie...
Decía estas cosas dulcemente, como excusándose, aunque se adivinaba, a pesar de todo, un velado orgullo.
—Estoy mucho mejor instalado de lo que se pueda pensar. Cuando vivía en Estados Unidos, acampaba a menudo con mis compañeros y tengo cierta experiencia. Fíjese...
Había abierto su maleta, que era metálica, y había en ella toda una batería de cocina, además de un fogón de gasolina.
—¿Cómo se las arregla para procurarse gasolina?
—No uso el fogón. He traído cerillas para seis meses. Lo más difícil al principio, fue encontrar cebos para la pesca... Por fin encontré unos ciempiés que les apetecen los peces. El otro día pesqué un ejemplar de tres kilos...
A Raphaël le costaba determinar qué era lo que le chocaba, lo que no resultaba natural en la actitud de Donadieu. Parecía como si se encontrase rodeado por un velo. Sus palabras sonaban como amortiguadas, sus miradas eran vacilantes.
—Me ha dicho antes que venía de parte del gobernador...
—Sí. Pero ¿qué le parecería si empezáramos a comer? Traigo un almuerzo completo en el coche. ¡Motti! ¡Trae todo lo que hay en el maletero! ¡Que te ayude Tamatea! Cuidado con las botellas, no vayan a romperse...
Con las cejas fruncidas, Donadieu le escuchaba, veía cómo se alejaban los dos indígenas, cómo se acercaba Jo...
—¿Me permiten que me una al grupo? —dijo éste, sentándose junto a ellos—. Después de todo, yo también estoy al corriente...
—¿Al corriente de qué?
—El gobernador conoció a su familia cuando él ocupaba la subprefectura de Rochefort...
Los rasgos de Oscar se tensaban y de nuevo se le veía a la defensiva.
—Es un buen hombre. Tiene aspecto de duro, pero en el fondo es muy sensible. ¿Qué son esas cicatrices que tiene usted en la espalda?
—De unos granos.
—¡Debían de tener un bonito aspecto! Aquí, ciertos peces son buenos cuando no hay luna, pero en el plenilunio son veneno. Sólo los indígenas los conocen.
—Yo como peces casi todos los días...
—Esto no es razón...
—Decía usted que el gobernador...
—Recuerda muy bien a su familia. Me ha encargado decirle que está a su disposición...
—¿Para qué?
—Para sacarle de aquí. Para empezar, le dará un puesto en las oficinas, hasta que decida regresar...
Cada vez que Raphaël hablaba Jo le dirigía un guiño irónico que significaba: «¡Ya verás cómo le cae eso!»
En efecto, Donadieu había adoptado una actitud hostil. Con expresión obstinada, articulaba:
—Nunca he pedido una colocación en una oficina.
—Ya lo sabemos. Sin embargo, le ofrecen una plaza. Siempre será mejor que seguir aquí.
—¡No! —fue toda su respuesta.
—¿Está mejor aquí?
—No quiero volver a vivir en una ciudad.
«Ya lo sospechaba yo», dijo Jo para sus adentros.
Raphaël se encogió de hombros.
—¡Como usted quiera! Yo ya he cumplido el encargo. Ahora a comer y a beber juntos y después hablaremos.
Raphaël, tarareando por lo bajo, fue sacando las provisiones, abriendo las botellas y limpiando los vasos.
—¡Todos a la mesa!
Empezaba a tener sed.
—A su salud, señor Donadieu.
—Gracias, jamás bebo vino.
—Piense que tal vez en mucho tiempo no vuelva a tener ocasión de beberlo. ¿Tampoco come pollo?
—No me gusta mucho, pero para complacerles tomaré un poco.
Tamatea no le quitaba la vista de encima. Se había dado cuenta de que él evitaba mirarla, a pesar de lo cual se le escapaban miradas de reojo. Se dio cuenta también de que no era su cara lo que miraba sino su cuerpo, libre de obstáculos bajo la tela de algodón.
—Creo que comprendo su idea —manifestó Raphaël, entre dos bocados—. No es usted el único que la ha tenido. Si buscásemos, hallaríamos por la isla, hasta una docena de personas que viven como usted, y a las que nunca se ve... Pero hay que reconocer que a esto no se le puede llamar vida...
—¿Por qué?
—¿De verdad cree que esto es una existencia?
—¿Y usted cree que lo es la que ustedes hacen en Papeete, en el Relais des Méridiens?
En esta frase había un trasfondo de rencor.
—¿Y por qué no?
—El aperitivo, las muchachas, las habitaciones sucias, la siesta, otra vez el aperitivo...
—¿Y aquí?
—Vivo con la naturaleza.
—¿Y qué le da la naturaleza? Le llena de granos, le da cólicos... ¡No me hable de la naturaleza! Esas son cosas para contarlas en París, pero no aquí, donde hemos visto desfilar a cientos como usted. La naturaleza es una cosa bonita para un domingo, o para una excursión como ésta...
—Yo soy feliz aquí —dijo Donadieu, volviendo la cabeza.
—¿Y por qué no le dejas en paz? —terció Tamatea.
—¡Porque esto es una idiotez! Cualquier día se pondrá enfermo y no tendrá a nadie que le cuide. Y tendrá suerte si logra arrastrarse hasta la aldea más próxima...
—Ya he estado enfermo y no me he arrastrado...
Eran los dos de una edad aproximada. Donadieu era el más joven, pero Raphaël con su cara aniñada, parecía tener menos años.
Jo Beaudoin, por su parte, no hubiera insistido. Comía y hacía signos a Raphaël para que se callase. Pero éste hacía de ello una cuestión de amor propio.
—¿Quiere que le traiga al doctor Cosson, para que le cuente lo que les ocurrió a muchos otros? ¿O prefiere que Motti le cuente la historia del que le precedió en esta cabaña, el hombre que murió de pie...?
—¿Y usted piensa que no morirá?
—Sin duda, pero no así, como un perro... Por ejemplo, ¿no le gusta más comer este asado que sus peces de cada día, mal cocidos?
—He llegado a saber cocerlos decentemente.
—¡Y comer plátanos! ¡Es absurdo!
—¡Déjale ya, Raphaël! Si ése es su gusto...
—Sí, será mejor. Sobre todo, cuando acabará por volver por sí solo.
—No.
—Entonces, ¡peor para usted!
Se les veía tensos. Se diría que se trataba de enemigos personales, tanta rabia sorda aportaba cada uno a la conversación.
El canaco se dedicaba a comer y a beber cuanto podía.
—Apuesto que ni siquiera cuenta con un botiquín.
—Tengo lo que necesito en mi maleta.
—Entonces, ¿por qué no vive en una casa como todo el mundo?
—¿Y qué podría yo hacer en una casa que no haga aquí?
La verdad era que a Donadieu le hubiera costado decir por qué se obstinaba. Antes, cuando oyó rumores entre la maleza y después reconoció voces francesas, se quedó inmóvil, con el corazón angustiado, temiendo que los visitantes descubrieran su choza. Pero ahora, a pesar de que aquella comida le resultara penosa, temía el momento en que los comensales se alejaran, en que el motor se pusiera en marcha...
—Cuando me fui a Great Hole City —les explicó— mis padres tenían dinero, y nadie se explicó por qué me obstiné en trabajar como simple obrero. Hubiera podido seguir estudiando, o colocarme en alguna oficina...
—¿Y por qué no lo hizo?
—Porque quería intentar algo difícil. Cuando tenía trece años, todos decían de mí que era enfermizo y que mis huesos no llegarían a hacerse viejos...
Hinchó el pecho al decir esto, con auténtico orgullo. Era la primera vez que hablaba así y miraba a Raphaël con desafío, al tiempo que buscaba un brillo de admiración en los ojos de Tamatea.
—Me hicieron falta meses para librarme del vértigo. Aquí, he pasado quince días hasta atrapar mi primer pez con un arpón, a la manera de los nativos. Tal vez sea capaz de construirme una piragua...
—¡No es tan difícil! —gruñó Raphaël.
—No sería difícil si contase con herramientas. Pero sólo tengo un hacha y un cuchillo.
Raphaël se sentía pesado. El vino le daba sueño y estaba descontento de sí mismo, de todo, del giro que había tomado la conversación.
—¡En fin! Haga lo que le venga en gana. Esta tarde informaré al gobernador de que se encuentra muy a gusto aquí y que se empeña en quedarse. Debo añadir otra cosa. Yo paso por la carretera una vez por semana, algunas dos. Si se encuentra en apuros, no tiene más que atar un pañuelo en esta rama de árbol. Pero ¿tiene un pañuelo?
—¡No solamente tengo, sino que los lavo!
No quería que le tomaran por un salvaje ni por un vagabundo. Le molestaba la compasión de los demás; en el fondo quería suscitar su admiración.
—Habrán notado que la choza está limpia y que no hay bichos, pero eso sí que me ha costado trabajo...
—¿Y si nos fuésemos? —propuso Jo, irónicamente.
Estaba de un humor de todos los diablos. Cada tarde, casi, se embriagaba, y, para sus amigos, era el más alegre de los compañeros. Pero allí, desde hacía un cuarto de hora miraba a Donadieu de una manera extraña y se sentía cada vez más inquieto.
—¡Vamos! —decidió, levantándose—. Motti, recoge las cosas. ¿No queda nada en las botellas?
Raphaël se dio cuenta de que el nativo recogía el resto del asado, y le detuvo.
—Déjalo aquí —le indicó en voz baja.
—¡No, en absoluto! —protestó Oscar, quien lo había oído y se había puesto colorado—. ¡Que se lleve el asado e incluso ese pollo! Han traído provisiones como para doce, al menos.
Todo había terminado. Se disponían a partir. Nadie encontraba algo que decir y todos se hallaban de mal humor y nerviosos. Ni uno había prestado atención al cielo nacarado, al mar que adquiría una coloración verde, ni al verde más sombrío del follaje, ni a la canción de la cascada. No es posible tener conciencia en todo momento de vivir en el paisaje más bello del mundo, y Raphaël, al levantarse, constató que el burdeos blanco le había dado migraña.
—Darán las gracias al gobernador de mi parte...
—¡Se pondrá furioso! Pero en fin, eso es asunto de usted...
—Sí. También les doy a ustedes las gracias por haberse molestado en venir hasta aquí...
Se interrumpió al notar que Tamatea miraba sus cicatrices y a punto estuvo de sonrojarse de nuevo.
—A propósito, ¿qué se sabe del capitán Lagre?
—Que le juzgarán la semana que viene.
—Yo voy a defenderle —precisó Jo.
—Dígale que estoy aquí, que hago votos por...
Se calló súbitamente, juzgando ridicula la frase.
El canaco, cargado con los paquetes, se había puesto ya en marcha y se impacientaba. Raphaël le tendió la mano.
—Hasta la vista...
—Hasta la vista...
Luego se despidió Jo y por último Tamatea. Esta miró fijamente a Oscar, con insistencia, como esperando la respuesta a una pregunta no planteada. El muchacho acabó por turbarse y volvió la cabeza.
Mientras sus visitantes se alejaban, entró en la cabaña y se tendió en el suelo, sobre un montón de hojarasca seca que le servía de cama.
Se sentía desasosegado. Con los ojos cerrados, se pasaba la mano por la frente, como para disipar su malestar, y de pronto se incorporó al oír unos pasos rápidos que se acercaban.
—¡Id bajando! Vuelvo en seguida...
Y era ella la que entraba en la choza sumida en la semioscuridad, encontraba a Donadieu en su yacija y se acercaba a él.
—¿Quieres...? —murmuró sin mirarle.
Abajo no había sombra y, en el coche, Raphaël y Jo se impacientaban malhumorados, y de vez en cuando miraban hacia arriba.
—La verdad es que no creo que él se decida... —suspiró Jo, como si esta frase le vengara de algo.
Hubo un largo silencio antes de que explicara a Raphaël, que nada le preguntaba:
—El considera eso como una debilidad... En el fondo, nos desprecia... Piensa que lleva a cabo una proeza extraordinaria.
Raphaël hizo sonar el claxon para llamar a Tamatea, pero pasó todavía un cuarto de hora antes de que vieran aparecer su vestido azul entre el verdor. Venía despacio, moviendo cadenciosamente las caderas, y traía en la boca una flor que cogió al pasar.
—¿Qué tal? —gruñó Raphaël.
—¿Y a ti qué te importa?
—¿Ha hecho el amor?
Sonrió vagamente, sin contestar. El coche avanzó lentamente a causa de los virajes. Dejó de verse la cascada. Después, viose el primer techado rojo de un poblado.
—¡Es curioso! Yo hubiera jurado que a ése no le hacían gracia las mujeres...
Tamatea seguía sonriendo. Le hubiera gustado decirles... pero no hallaba las palabras. Además, temía que se echaran a reír...
También ella se había reído. No había podido evitarlo.
En el primer instante creyó que él iba a echarla, pues la miraba a la vez con odio y temor... Luego, súbitamente, se arrojó sobre ella con un furor que nunca había conocido en ningún hombre, y esto le hizo reír, al ver su mirada salvaje que parecía desafiarla, al sentirle tenso, maligno, ávido, como con ganas de destruirla...
—Siempre pensé que había de ser un tipo curioso —suspiró al cabo de un rato.
Raphaël, enfurruñado, le lanzó:
—¿Por qué no te has quedado con él?
Las horas rojas comenzaban y precedían a la hora verde, y daba la sensación de que el cielo se iba haciendo más profundo y la naturaleza más inmóvil y silenciosa. Era de un rojo único el campanario de la iglesia, y vieron a una niña vestida de rojo que caminaba descalza sobre la arena de la ruta. Y la niña, de pies a cabeza, parecía rodeada por un halo purpúreo, como una aureola.
El coche había atravesado ya tres pueblos, en todo este rato Donadieu no se había movido siquiera. Conservaba el rostro hundido en las hierbas secas de su camastro, con las manos en su frente ardiente. Seguía impregnado del olor de Tamatea, que se untaba el cuerpo con un aceite aromático. Creía oír aún el motor del coche, pero este ruido existía sólo para él, y de pronto hizo un esfuerzo violento, se levantó y se dirigió a la entrada de la choza, que encuadraba el espectáculo del crepúsculo.
Ante la choza, y por primera vez, botellas vacías y papeles tirados por el suelo. En el lado opuesto al ocaso, el cielo se tornaba verde jade. El mundo parecía irse enfriando, y los contornos de las cosas destacaban con una nitidez cruel.
El propio murmullo de la cascada se iba transformando en un murmullo frío, que hizo recordar a Donadieu la trágica impresión que sintió cuando, por primera vez, se zambulló en el agua sin fondo de la gruta, un agua tan fría y tan perfectamente inmóvil que por un instante temió no poder nadar en ella.
—Diga al gobernador...
Era preciso volver a los hábitos de cada día y tomó sus cañas y su arpón, y fue descendiendo hacia el agua, mirando a su alrededor como si temiese la súbita aparición de otro ser humano.
Allí, al borde del lago, se sentía de nuevo a sus anchas.
Dejó sus bártulos en el suelo y buscó los rastros fosforescentes de los peces por entre los corales.
Vio ejemplares de una variedad azul manchados de rojo, de los que nunca había logrado una captura, pero se quedó mirándolos, inmóvil, sin pensar en la pesca ni en nada.
Se encontraba allí, de pie al borde del océano, frente al sol que declinaba, y que poco después tocaría la línea del horizonte; allí, erguido en toda su estatura, plantado sobre sus robustas piernas, y sin embargo tenía una sensación de inconsistencia, o más bien de vacío.
Sí, de vacío. Se hallaba solo, en aquella caja multicolor y luminosa del universo. Solo y minúsculo, e iba a hacer gestos inútiles, moverse sin ningún objetivo...
Una visión le perseguía. La de un tejado rojo en medio de aquella masa verde.
Había a lo largo de la carretera techos, piraguas varadas en la arena, niños desnudos que peleaban entre sí, perros que se tumbaban junto a los pies de sus amos y ropa colgada que se secaba en los alambres.
En el Relais des Méridiens, se subía perezosamente la crujiente escalera y se abría la puerta de un cuarto, uno se tumbaba en una cama y oía todos los ruidos, los ruidos de la vida de los demás, ruidos a veces ridículos, una botella descorchada abajo, el crepitar de las frituras en la sartén, el de la ducha al fondo del pasillo, o Hina que hacía gárgaras.
Continuaba inmóvil. No pensaba hacer nada. Los grandes cangrejos grises, que salen de noche siempre ávidos, salían de la arena y se iban acercando a sus pies.
Recordó que cuando tenía quince años sorprendió a un hombre en el cuarto de su hermana y se sonrojó, reencontró el olor de Tamatea en su piel, olfateó sus manos y su brazo, salió de su inmovilidad y cruzó de nuevo la carretera, olvidando sus sedales y el arpón.
Sentía una inmensa necesidad de reposar.