II

La señora de Mariño se encerró con su marido en el despacho del almacén cosa de media hora. Se les oyó discutir, se oyó gritar a la señora de Mariño. Cuando salió, pasaba de las cinco. A su hora, Julita se había sentado en el mirador, en una sillita baja, de asiento pajizo, y hacía que bordaba sus iniciales en el embozo de una sábana de hilo destinada a su ajuar; en realidad, leía una novela. De vez en cuando, sin levantar apenas la cabeza, miraba a través de una rendija de la cortinilla: se veía toda la calle, hasta abajo, cerca del muelle: los que iban, los que venían y los que se paraban a charlar.

Julia, arréglate, que vas a venir conmigo.

—¿Adónde, mamá?

—De visita.

—¡De visita! ¡Qué aburrimiento!

Dejó el bastidor en el suelo, ocultó el libro y se levantó.

—¿Qué me pongo?

—El traje y el abrigo nuevos. Arréglate bien. Quiero que vayas guapa.

Julia subió a su cuarto, abrió el armario y empezó a desvestirse. Se mudó de arriba abajo, sin prisas, quitándoselo todo delante del espejo y viendo cómo le caía cada prenda. Revolvió luego en los trajes colgados, eligió uno y se lo puso. Cambió también los zapatos por unos de gran tacón. Echó después el último vistazo y sonrió. Volvió a mirarse y remirarse, sin sonreír. Se arregló el pelo y se pintó los labios. Cerró en seguida el armario, pero lo abrió de nuevo: hurgó en su fondo y sacó un envoltijo encarnado con algo negro. Lo acarició y cerró los ojos. Estuvo así unos instantes.

—¡Julia, que se nos hace tarde!

Rápidamente devolvió a su escondite el envoltorio, cerró con llave y la ocultó debajo del colchón.

—Voy, mamá.

La señora de Mariño bajaba ya la escalera. Julia corrió hasta alcanzarla. El señor Mariño esperaba en el portal.

—¿También viene papá? —preguntó Julia.

—No. Papá se queda —evidentemente, la señora de Mariño estaba de mal humor: llevaba en la cara el gesto de las grandes decisiones.

El señor Mariño le dijo algo en voz baja.

—¡No pases cuidado, hombre! ¡Yo sé cómo hacer las cosas!

La señora de Mariño se abrochó el abrigo hasta arriba.

—Si lo hubieras dejado de mi mano, ya estaría arreglado. ¡Vamos, niña! ¡Y tápate el escote, que hace frío!

La señora de Mariño era alta y huesuda. Tenía la mandíbula fuerte y los ojos vivaces. El señor Mariño, algo más bajo que ella, un poco gordo, no se parecía a su hija, aunque la gente dijera cuando los veta juntos: «No puedes negar que es hija tuya». Al señor Mariño no le gustaba la observación, pero sonreía y acariciaba a Julia. Cuando se casó, se había dicho que su mujer iba preñada de otro. Hacía de esto mucho tiempo, y no habían tenido más hijos. ¡Vaya usted a saber de quién iba embarazada! Sin embargo, la boca del señor Mariño y la de Julita eran por un estilo: de labios gruesos y pequeños, bien dibujados, de color encendido. Los de su esposa eran delgados, alargados, y las comisuras le caían un poco. Julia quería más a su padre que a su madre.

—No te sueltes de mi brazo y no mires a nadie.

—¡Ni que fueran a comerme!

Bajaron hasta el muelle.

—¿Adónde vamos?

—A casa de doña Angustias.

Julia se estremeció.

—¿A casa de Cayetano?

—No. A casa de doña Angustias.

—Pero… viven en la misma casa.

—¿Y qué?

A la entrada del astillero el guarda saludó. La señora de Mariño le preguntó si doña Angustias estaba en casa. El guarda creía que sí, pero, para cerciorarse, preguntó por el teléfono interior.

—Diga usted que está aquí la señora de Mariño. Que si puede recibirme.

Al cabo de un rato el guarda trajo la respuesta y las acompañó hasta la puerta de la casa. Allí esperaba una criada, que las llevó a la sala.

—Que se sienten un momento. La señora vendrá en seguida. La sillería tenía puestas fundas blancas, y el espejo estaba velado con una gasa azul. Julita empezó a fisgar.

—Mira, mamá. Damasco amarillo. De seda.

—¿De qué querías que fuese? ¿De algodón? ¡Si ellos no tienen damascos…!

Julia se acercó a una vitrina. Descubrió el interruptor de la luz y lo encendió.

—¡Mira, mamá, qué abanicos! ¡Y cuántas cosas chinas! ¡Y de oro! ¡Qué riqueza!

—Hay una mujer en el mundo que será dueña de todo esto —dijo la señora de Mariño con voz dura y solemne—. No sabemos quién será, pero puede ser cualquiera. Incluso tú.

—¿Yo, mamá? ¡Qué risa! ¡Qué tonta eres!

Se abrió la puerta. Entró, sonriente, doña Angustias. Saludó a la señora de Mariño, besó a Julia, le dijo que estaba muy guapa y muy crecida, y las invitó a pasar a litro cuarto, el cuarto en que ella solía sentarse a coser, porque había brasero y se estaba mejor. La señora de Mariño pidió permiso para que, mientras hablaban, su hija esperase en el balcón, mirando cómo trabajaban en el astillero, porque tenía que decir a doña Angustias algo confidencial. Julia se quitó el abrigo y se acercó al mirador. Nunca había visto el astillero por dentro, y lo encontró feo, con tantos montones de chatarra y tanto barro en las veredas. Estaba la tarde de un gris azul, y las aguas de la mar parecían negras. Había un vaporcito atracado junto a la pequeña dársena, y de la chimenea salía un humillo blanco. Chirriaban los chigres y la grúa sacaba de la bodega una viga de hierro: desde el barco en construcción, Cayetano dirigía la maniobra. Parecía un obrero como los otros, con el mono azul y la boina calada hasta las cejas.

La señora de Mariño iba a pedir a doña Angustias que influyese cerca de Cayetano para sacar de un apuro el negocio de los Mariño. El negocio de los Mariño iba muy mal. Había letras impagadas y amenaza de embargo. El día anterior había venido un señor de Vigo y había dado un plazo. La señora de Mariño intentaba hablar en voz baja, pero Julia podía escucharla sin gran esfuerzo. ¡Era de aquello de lo que sus padres cuchicheaban desde algún tiempo atrás! ¡Era por eso por lo que su madre gritaba a veces y decía al señor Mariño que no sabía vivir!

—Mi marido no se hubiera atrevido nunca a venir. ¡Como es el presidente de las derechas, y Cayetano dicen que es socialista! Pero yo le dije: doña Angustias es una buena cristiana, es la señora más señora del pueblo y ella, si puede, nos ayudará. Por eso vine yo y no él. Mi marido no se hubiera atrevido. ¡Todo por la política, que separa a los hombres!

Doña Angustias sonrió y le tomó la mano.

—Tiene razón. La política separa a los hombres, pero a nosotras nos une el Señor. ¡Qué sería de los hombres si no rezásemos por ellos!

—¡Y que lo diga! ¡Lo que llevo rezado yo por causa de este asunto! Y si he venido a molestarla, a la Santísima Virgen se lo debo. Ella me inspiró la idea. ¡Si usted supiera con cuánta devoción le pedí ayuda! Sin ir más allá, esta mañana llevé una vela a la Milagrosa para que moviese el corazón de usted, y el de su hijo.

Doña Angustias sonrió.

—A la Virgen de Lourdes, no a la Milagrosa. Llévele una vela a la Virgen de Lourdes. Lo concede todo. El Señor no sabe negar nada de lo que la Virgen de Lourdes le pida.

La grúa había aflojado los cables, la viga quedó en su sitio. Se escuchó el tableteo de martillos y taladradoras. Cayetano repartió cigarrillos y encendió el suyo… Oscurecía. De repente sonó la sirena: un pitido largo, grave. Los obreros descendieron del casco en construcción. Cayetano se descolgó por un cable, ágilmente, y llegó el primero al suelo. Julia pensó que vendría a saludar a su madre. Sacó del bolsillo un estuchito, y dio un toque de rojo al perfil de sus labios. Su cara no cabía en el espejo: se miró por partes.

—Créame usted, señora: de mi hijo cuentan muchas calumnias. Es la envidia. Porque yo no le digo que sea un santo, y sus pecados bien que me hacen sufrir, pero son pecados de hombres, pecados como los de los demás hombres, de los que ninguno está libre. ¿Y sabe usted por qué lo calumnian? Por envidia. Como si lo que tiene lo hubiera robado. Pues yo le digo que lo que tiene se lo debe a su trabajo, que mientras otros están en el Casino, ahí lo tiene usted a él, trabajando como cualquier obrero.

—Tiene razón. La gente es muy envidiosa. Y, en este pueblo, no digamos.

—Y quien no lo calumnia por envidia lo calumnia por otras razones. Sin ir más allá, ¿por qué la boticaria habla tan mal de mi hijo? Dios la perdone, porque está muy enferma; pero nadie me quita de la cabeza que esa tuberculosis que le vino es la justicia de Dios omnipotente, el que castiga sin palo ni piedra. ¿Sabe usted que dice de mi hijo que es el diablo, y que las chicas que quieran guardarse de él no tienen más que acompañarla a ese cisma del monasterio?

—¡No me diga! ¡Me deja de una pieza! —la señora de Mariño puso cara de asombro. Abría y cerraba el bolso rítmicamente, más despacio o más de prisa, según los nervios.

—Como lo oye. Mi hijo es el demonio. Ésa es la especie que levantó la boticaria. Y ya me dirá usted por qué.

La señora de Mariño se levantó enérgicamente.

—¡Julita!

—Dime, mamá.

Doña Angustias le advirtió en voz baja:

—Su hija no debe oír estas cosas.

—¿Que no debe oírlas? ¡Ven acá, Julia! ¿No sabe usted que es de las que van al monasterio? ¡Por algo nunca lo vi con buenos ojos!

Doña Angustias la miró con extrañeza. Julia, de pie ante ellas, esperaba. La señora de Mariño volvió a sentarse.

—Julia, vas a decir la verdad de lo que te pregunte como si estuvieras delante del confesor.

—¡Ay, mamá!

Todavía terció doña Angustias:

—Déjela. La pobre niña…

—Perdóneme, señora, pero esto lo quiero aclarar. Vamos a ver: ¿os habló doña Lucía alguna vez de Cayetano?

Julita enrojeció.

—Mamá…

—¡Vamos, dilo en seguida! La verdad, ¿eh? Sin titubeos.

Julia tartamudeó.

—Bueno… Sí… Alguna vez…

—¡Sé más clara!

—Muchas veces. La última, el otro día. Cayetano nos encontró en el camino, cuando veníamos, y nos metió a todas en el coche. Doña Lucía…

Se interrumpió y miró dulcemente a doña Angustias. Ésta la animó:

—Sigue, bonita. No te importe.

—Nos dijo, nos dijo…

Hizo un puchero.

—… nos dijo que Cayetano era el diablo que venía para hacernos desgraciadas.

—¿Lo ve usted?

Bajo la mirada amilagrada de doña Angustias, la señora de Mariño se santiguó lentamente.

—¡En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo! Lo veo y no lo creo. ¿Y qué más?

—No hace falta más, bonita. ¡Déjela ya!

La señora de Mariño cerró el bolso de un golpe fuerte.

—Pues ya lo sabes: se acabaron las misas del monasterio y la amistad con doña Lucía. En lo sucesivo, conmigo a misa de doce.

Julia no se movió. Miró a su madre, miró a doña Angustias.

—Yo no sabía que fuera cierto. ¿El qué?

—Eso de que Cayetano…

La señora de Mariño palideció.

—Pero ¿qué estás diciendo?

Acudió al quite doña Angustias.

—¡La pobrecita! ¡Ella qué sabe! Anda, bonita, vuelve al mirador. Y no creas lo que te digan de mi hijo. Es un hombre como todos, ni más bueno ni más malo que los otros.

—No, señora.

Regresó al mirador. Se había juntado un corro casi debajo, y en el centro Cayetano hablaba. No se oían sus palabras, sino sólo un murmullo. Julia le miró fijamente, con una sonrisa débil, apenas insinuada, en los labios. Pensó que, si no era el diablo, podía ser seducido por el diablo, como otro hombre cualquiera.

—¡Nada, nada, doña Angustias! Ahora mismo, cuando salga de aquí, veré a las madres de todas esas niñas, y les diré la clase de pájara que es doña Lucía. ¡Pues no faltaba más! Le aseguro que el cisma del monasterio se acabó para siempre.

Doña Angustias despidió a la visita en la puerta del jardín, y regresó a la camilla. La criada había servido el café. Entró Cayetano.

—Hola, mamá.

La besó en la frente y se sentó a su lado. Doña Angustias le acercó el tazón.

—¿A qué vinieron ésas? —preguntó Cayetano.

—¿Ésas?

—Las de Mariño.

Doña Angustias le miró severamente y le puso el azúcar.

—«Ésas», hijo mío, son una gente cristiana y respetable.

—Yo sé lo que me digo, mamá. ¿A qué vinieron?

—A pedirme un favor.

—No.

Mojó un pedazo de bollo en el café.

Aún no sabes de qué se trata.

—De lo que sea. Desde luego, no. ¡Pues no faltaba más! ¡Un favor a Mariño! Así lo vea entre la Guardia Civil…

—Tienes que oírme primero.

Cayetano apartó el tazón y se volvió hacia su madre.

—Mira, mamá, ese Mariño es un sinvergüenza y un hipócrita, un chupacirios que se da golpes de pecho y me pone verde porque no soy como él, pero que se gasta los cuartos con una querida que tiene en Santiago de tapadillo y que le come un riñón. Por eso le va mal el almacén. A mí me importa un bledo lo que haga y en qué se gasta los cuartos, pero no aguanto la hipocresía, y menos que me llame ladrón y me eche la culpa de todas las desgracias del pueblo, empezando por las suyas. Si se hubiera callado la boca, yo habría seguido comprando en su almacén cosas que puedo comprar en otra parte. Pero ¡a un tío santurrón, cacique, hipocritón, darle yo un céntimo! Ni una peseta, mamá.

—No se trata de dar, sino de prestar en condiciones. Tienen alguna finca de garantía, que, si no le ayudas, se verán obligados a vender, y es lo único que pueden dejar a su hija. Además, ¿quién te dice a ti que son verdad esos cuentos? Si te levantan calumnias, ¿por qué no han de levantárselas a otros? Los Mariño son una gente dignísima.

—Por eso, cuando vienen a pedir, echan por delante a la niña —sonrió—. Que no está nada mal, por cierto.

Doña Angustias se santiguó.

—¡Qué horror, hijo mío! ¡Qué cosas se te ocurren! Una muchachita inocente…, ¿cómo puedes pensar…?

—La he estado viendo en el balcón, mamá. Media hora sin quitarme los ojos de encima, y haciendo todo lo posible para que yo me fijase en ella.

—Habrá estado mirando el astillero. Es una criatura virtuosa, y sus padres, por mucho que me digas…

—Bueno, mamá. Ya está bien. Ni con niña ni sin niña soltaré un céntimo. Y la niña, que se ande con cuidado…

—¡Cayetano!

Le miró duramente. Cayetano se sintió rechazado y bajó la cabeza.

—Bueno…

—Sí hicieras algo a esa niña me darías el disgusto más grande del mundo. ¡Fíjate bien! Te obligaría a casarte con ella.

—Mamá…

—¡No hay mamá que valga, Cayetano! Esas cosas no se dicen. Después te quejas de que la gente…

Cayetano la abrazó por la cintura y la atrajo hacia sí.

—Dame un beso, mamá. Se acabó. Pero bien entendido que no daré un céntimo a Mariño. ¡Estaba listo, si fuese a sacar de apuros a todos los que vengan a embaucarte!

Doña Angustias se dejaba besar. Había desaparecido la dureza de sus ojos.

—De eso, ya hablaremos…

—Ahí están las chicas esas. ¿Qué hago? ¿Las paso aquí?

Doña Lucía entreabrió los ojos en la penumbra y movió un poco la cabeza.

—¡Llévalas a la sala!

—¿Es que se va a levantar? ¡No está para esas bromas!

—Hoy me encuentro algo mejor —suspiró—. De aquí allí podré ir, aunque me ayudes un poco. Ábreme las maderas.

El dormitorio se iluminó con una luz gris y triste.

—El tresillo de la sala tiene las fundas puestas.

—¡No importa, mujer! ¡Son de confianza!

La criada salió.

—¡Van a ponerlo todo perdido! —dijo, mientras salía. Se la oyó hablar.

Sonó en el corredor un ruido de pasos quedo, rumor de medias palabras. También una risita.

Doña Lucía se incorporó. Sentada en el borde de la cama buscó las zapatillas. Vio cómo sus pies se movían, los vio como si fuesen ajenos. Alzó uno de ellos y lo acarició.

—Son los pies de una reina —dijo, y suspiró profundamente.

Volvió la criada.

—¿Dice algo?

—Nada. Ayúdame.

La criada le acercó el salto de cama: rosa, con lazos y volantes. La ayudó a salir del lecho, la vistió, le dio el brazo. Doña Lucía se detuvo ante el espejo del tocador y dio un toque de polvos a la nariz. Arrastrando los pies llegó a la sala.

—¡Hijas mías queridas! Pero ¿sólo vosotras?

Estaban, con Inés, Sarita Couto, Pepa Ferreiro y Rula Doval. Se pusieron de pie al entrar doña Lucía. Sarita Couto rió. «¡Qué camisón!», y Pepa Ferreiro le dio un codazo: «No es un camisón; es un salto de cama».

—¿Sólo vosotras? ¿Y las demás? ¿Dónde está Julia?

Se dejó caer en la butaca más próxima a la puerta. Las chicas se sentaron.

—Su madre no la dejó venir —dijo Rula.

—¿A mi casa? ¿No la dejó venir a mi casa?

—No, señora. Al monasterio. Ya no irá más.

Doña Lucía se volvió a Inés.

—Pero ¿por qué? ¿Ha sucedido algo?

—Nada. No ha sucedido nada.

—La madre de Julia dice que ya está bien de madrugar, y que no hacemos nada solas por esas carreteras, y que si queremos ir a misa que vayamos a Santa María, que está más cerca —explicó Rula—. Me lo dijo ella misma, esta mañana, cuando fui a buscar a Julia. Y que hablará a mi madre para que no me deje volver al monasterio.

—¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué?

Doña Lucía se tapó la cara con las manos. Las chicas se miraban y cuchicheaban.

—Va a llorar —murmuró Rula.

—¡Qué fracaso, Dios mío! ¿Cómo podré presentarme ahora delante del Señor? ¡Mi obra de dos años deshecha como un castillo de arena!

La criada había salido, y volvía ahora, con una toquilla.

—Tome. Póngase esto. Si no se hubiera preocupado de ellas no habría cogido tantos catarros y no estaría ahora como está.

Desde la puerta añadió:

—Mejor le hubiera sido cuidar a su marido.

El portazo de la criada creó un silencio.

—¡Decid algo, os lo pido, algo que me consuele! ¡Tú, Inés! ¿También tú me abandonas?

—Yo iré, como siempre, al monasterio.

—Eres la que menos lo necesita. Gracias a Dios estás libre de toda tentación. Pero estas otras… ¿Qué va a ser de ellas si cunde la desbandada? —tosió un poco—. ¡Dios mío, os veo ya perdidas! ¿Será que Dios me exige un sacrificio hasta el final? ¿Tendré que ir arrastrándome por esas carreteras hasta morirme un día por salvaros?

Le temblaba la voz, tendía los brazos y las manos hacia el sofá en que Rula, Pepa y Sarita se habían sentado. Los brazos, en el aire, componían dos interrogaciones acuciantes y escuálidas.

—No, señora, no. Nosotras…

—¡Y yo, que os había llamado para aconsejaros un retiro durante el Carnaval! ¡Yo, que pensaba en vosotras para que vuestras oraciones compensasen a Dios de las ofensas que van a hacérsele estos días!

Pepa Ferreiro sonrió.

—Para eso ya están ahí los misioneros. El miércoles empiezan.

—Y tú, ¿vas a ir?

—Eso dijo mi madre.

—Y la mía.

—¡También la tuya, Sara! ¡Dios bendito!

—Y tampoco me deja volver al monasterio. Hoy es el último día.

La boticaria pareció desmayarse. Inés se levantó y se acercó a ella.

—Doña Lucía… No se ponga así… al fin y al cabo…

La boticaria cogió la mano de Inés y la apretó.

—Gracias, gracias. Tú me eres fiel. ¿Quieres llamar a la criada? ¡Que me traiga café!

Inés salió. Las otras quedaron en silencio. No se atrevían a mirarse ni a mirar a doña Lucía.

Bebió doña Lucía su café. De vez en cuando, se detenía y suspiraba.

—Ya me encuentro mejor. De todos modos…

Se enderezó en el sillón.

—… os ofrezco mi casa por si queréis pasar aquí la tarde de hoy. Podéis ver la comparsa desde los miradores. Ya que no en la iglesia, al menos en mi casa estaréis seguras.

—¿Puede pasarnos algo? —preguntó Pepa con voz pueril.

Rula rió. «No seas pasmada», dijo en voz baja.

—El pecado andará suelto. Os acechará el diablo como un león rugiente. ¿Y aún preguntas si puede pasaros algo? ¡El Carnaval es el triunfo del infierno sobre el pudor y la vergüenza! El bien se hace cara a cara, pero el mal busca la máscara. Ya sé que vosotras no vais a disfrazaros. Pero, aun así, el aire de la calle contamina —hizo una pausa—. Oslo aseguro: la contaminación de la calle es peor que mi aliento, porque es el alma la que se envenena.

Intentó incorporarse. Inés acudió otra vez.

—Gracias.

Apoyada al sillón, dejó caer el brazo libre con desmayo.

—No tengo fuerzas. Es el último consejo que os doy, la última vez que me atrevo a hablaros en nombre de la Religión y la Moral. El Señor os aparta de mí: Él sabrá por qué lo hace. No han de faltaros nunca mis Oraciones en esta vida ni mis súplicas en la otra. Pero no sé si os bastarán. Hay que cooperar con la Gracia y seguir el buen consejo. Vuestra salvación, hijas mías, queda ahora en vuestras manos. ¡Mis ovejitas!

Le dio un sollozo, volvió la cabeza y escondió las lágrimas. Salió de la sala.

—Vámonos —dijo Inés, pasados unos instantes.

En la calle, Inés quedó sola. Las otras iban en dirección contraria. Clareaba la mañana y las losas mojadas reflejaban un solecillo tímido. Corrían, calle abajo, chiquillos con caretas de cartón. Más arriba, en la plaza, unas máscaras madrugadoras chillaban en el ámbito vacío. Una de ellas se acercó a Inés; pero, al mirarla, dio la vuelta y se fue.

Cuando entró en la cocina, Clara le dijo:

—El café debe de estar frío. ¿Cómo has tardado tanto?

—Nos llamó a su casa doña Lucía.

Clara empezó a cubrir la mesa.

—Me dijeron que está enferma.

—Sí.

—¿Ya no va a misa con vosotras?

Inés negó con la cabeza. «No puede moverse». Clara la miró. Puso luego tres tazas y tres cucharas y sirvió el café.

—Voy a avisar a Juan.

Desde la puerta del pasillo dio unas voces.

—¡Eh, Juan, el café!

Juan apareció vestido, afeitado, casi pulcro. Dejó la gabardina encima de una banqueta.

—¿Vas a salir tan temprano?

—Sí. Y quizá no venga a comer.

—No irás al baile.

—¡Al baile! ¿A qué baile?

—Hoy es domingo de Carnaval.

—¡Ah!

Juan tomó un sorbo de café.

—Hoy es un día importante —dijo—. Puede ser el gran día.

—¿Para ti?

—Para el pueblo. Es decir, para los pescadores.

Echó en la taza unos trozos de pan, y los remojó con la cuchara.

—Vamos a discutir una idea mía. Si prospera…

—¿Vamos a ser ricos?

Juan rió.

—Yo nunca seré rico, ni lo deseo. Pero quizá nos alcance también el beneficio.

Inés había dejado de comer y escuchaba. Clara la señaló con un movimiento de la mano.

—Para decir medias palabras, más vale que no digas nada.

Juan extendió los brazos sobre la mesa, las palmas de las manos hacia arriba.

—Se trata de conseguir de la Vieja que ceda los barcos al sindicato para su explotación colectiva.

Cerró los puños bruscamente.

—¿Os dais cuenta de lo que eso significa? ¿Lo comprendes, Inés?

—Pero ¿cederlos cómo? ¿Alquilados? —interrogó Clara.

—No. Gratuitamente.

Clara se echó a reír.

—¡Estáis locos! Eso es como regalaros los barcos.

—Mi idea es que los ceda al sindicato durante un plazo, pongamos cinco años, y que después el sindicato los compre a un precio razonable. Naturalmente —añadió Juan— esto último es una cláusula teórica. Dentro de cinco años las cosas habrán cambiado y no habrá que pagarlos.

—¿Y si la Vieja no quiere? Que no querrá…

—Entonces iremos a la huelga.

Clara volvió a reír.

—¡Iremos! ¡Cómo si tú fueses uno de ellos! ¡Cómo si tú…!

Se interrumpió. Inés seguía mirando a Juan; lo miraba con amoroso entusiasmo. Clara pensó que si acababa la frase la paz de aquel domingo se rompería.

—Bueno. Que tengas suerte. ¿Y vas a ser tú quien le hables a la Vieja?

—He pensado que Carlos.

Clara torció la boca.

—¿Ése…? Aunque si sólo es cosa de hablar quizá lo haga. Es para lo único que sirve.

A Juan le brillaba la mirada. No se quejó de que el café estuviera frío, ni del pan duro, ni de que el azúcar fuese poco. Lió un cigarrillo, fue al llar, lo encendió en una brasa y se puso la gabardina. Tarareaba. Antes de salir acarició a Inés, y dio a Clara un cachete en la mejilla.

—Carlos nos ayudará, ya lo verás. Es el único amigo de la Vieja, y a nosotros nos quiere.

La casa de la Chasca estaba un poco más arriba, pasado el soto. Se llegaba hasta ella por un camino angosto y pino, entre setos de zarza, bajo las ramas desnudas de los castaños. Los zapatos de Clara resbalaban en las guijas, se le enganchaban los tacones en el barro arenoso.

La Chasca freía pestiños. Le ofreció. Le dio, con ellos, vino.

—¿Qué te trae?

—Venía a ver si tienes alguna ropa negra. Algo que sirva para un disfraz de viuda.

La Chasca rió con risa ancha, sensual.

—¿Para un disfraz? ¿Es que vas al baile?

—No. No es eso.

La Chasca apartó la sartén de la lumbre y puso en jarras los brazos.

—No te veo de máscara por la plaza, como cualquiera.

Clara se encogió de hombros.

—A veces…

—Veré si tengo algo. El luto de mi madre debe andar por el arca.

Salió. Clara se sentó en la esquina del llar, hurgó en los leños encendidos. Entró el marido de la Chasca, dijo «Buenas tardes» y marchó en seguida. De un leño salió disparado un haz de chispas. Al olor del aceite se mezclaba el de la miel de un frasco.

En realidad, pensaba buscar a Carlos y decirle algo. La Chasca regresó con un atadijo bajo el brazo.

—Ahí lo tienes. Va también el pañuelo para la cabeza.

—Te lo devolveré de noche.

—¿Vas a ir por la carretera disfrazada?

—Ya buscaré donde cambiarme.

—Yo que tú no iría sola.

—Ya veré.

Se levantó para salir. La Chasca la retuvo por un brazo.

—¿Va mal eso?

—¿Eso, qué?

—Lo del novio.

—No va.

La Chasca le soltó el brazo.

—Con el cuerpo que tienes no me diera Dios más trabajo que enganchar a un señorito.

—¿Quién te dijo que es un señorito?

—¡Vaya! Ahora con secretos. Si no es el largo ése del pazo del Penedo, que es más feo que pegarle a Dios, me dejo cortar un brazo.

Quería buscar a Carlos, pero Carlos, a lo mejor, no bajaba al pueblo aquella tarde. Quería, si lo encontraba, provocarlo. Empezaría burlándose de él.

Llegó a las cuatro en punto. Hacia la plaza, al final de la calle se veía un tumulto de gente. Preguntó a la castañera qué pasaba.

—Los de la comparsa. ¿No vas?

Clara le mostró el atadijo.

—Quería ponerme esto. Si me dejas la llave…

—Bueno.

La castañera se remangó la saya y hurgó en la faltriquera. Sacó una llave de hierro grande.

—En seguida te la traigo.

—No hace falta. La escondes en cualquier parte y, cuando quieras volver a vestirte, ya sabes dónde está. Después me la traes; yo me iré tarde.

Señaló un puchero de barro.

—La cena la tengo aquí. Con calentarla…

Salió de la plaza, bajó por una calleja. La castañera vivía en una casita baja, chica, sin más hueco que una puerta pintada de verde. Entró. No había más que una habitación, cocina y dormitorio a la vez. Cerró la puerta por dentro, echó la llave. Aquello estaba oscuro. Buscó a tientas en el vasar y halló cerillas. Encendió luego una vela.

Se quitó el traje, dejó sus ropas encima de la cama y se puso las de la Chasca. Le venían cortas y anchas. No había espejo donde mirarse. Las cintas del mandil, apretadas, sirvieron de ceñidor.

Del bolso sacó un antifaz. Al salir, agarró una escoba usada y se la echó al hombro.

En vez de esconder la llave se la enganchó en la cintura.

La comparsa seguía junto al malecón. La rodeaban dos o tres filas de máscaras, chiquillos, mujeres: caretas de cartón, narigudas o chatas, lúbricas, diabólicas o bobaliconas. Los hombres escuchaban algo más lejos. Clara se abrió paso hasta quedar en la segunda fila.

Los de la comparsa se habían puesto en corro. Uno, en el medio, aguantaba una especie de estandarte donde estaban pintadas las escenas de una historia. Otro, director del cotarro, las señalaba con un puntero, conforme cantaban. Iban vestidos de pantalones blancos, chaqués cortos y chisteras de cartón charolado; en vez de antifaces llevaban narices y bigotes postizos: narices largas, gruesas, coloradas, y grandes bigotes rectos o caídos.

Galiña negra
ten un traballo
que sólo ela
pode aturar:
galos por riba,
galos por baixo,
todos a mira

de galear.

«Galiña negra», según ilustraba el cartel, era una jamona rolliza, abundante de tufos. Mientras se solazaba con uno de los galanes —el director mostraba un lecho grande bajo cuyas ropas algo enorme se escondía—, junto a la puerta, en el corral, en el tejado, en el camino, otros galanes, impacientes, esperaban el turno. Se veía, en otro cuadro del cartel, al marido de «Galiña negra» con grandes cuernos cabríos, timonel de un pesquero en mares tormentosos.

—¡Vamos, vamos, a cantar! ¡A real la copla! ¡A cantar todos!

Detrás de Clara, alguien dijo el nombre verdadero de la llamada. «Galiña negra».

«¡Esa zorra había de ser!». La gente empezó a cantar. Al terminar, estallaron las risas.

—¡Y ahora, sanseacabó! ¡Al astillero, muchachos!

Marcharon en columna de a dos. Delante, el director hacía cabriolas. Le seguía el del estandarte. Con platillos, tambor y bombo, marcaban el ritmo de la marcha.

Clara se dejó arrastrar por el gentío. Agarrada a la escoba caminaba al compás de los chiquillos. Una máscara, vestida de labriego, le tiró un viaje al pecho. Ella le respondió con un escobazo, que derribó la careta y la montera del atrevido. Quedaron al descubierto una cara imberbe y rubia, unos ojillos azules, asustados.

—¡Mira quién es!

Unas mujeres rieron. La máscara recogió la careta y quedó con ella en la mano, indecisa; luego, escapó. Clara siguió corriendo tras la comparsa. Al llegar al astillero volvió a formarse el corro, y el director se acercó al guarda jurado de la puerta y le habló unas palabras.

—Atención ahora, muchachos, a ver qué bien os sale.

Levantó la batuta. El corro era más holgado, y la chiquillería esperaba en silencio. A veces cruzaba el aire una serpentina o se escuchaba el estampido de un buscapié. Cuando Cayetano asomó por la puerta del astillero, el director hizo una pirueta de saludo y dio la señal.

Cayetano se metió entre la gente y le hicieron sitio en la primera fila. Reía. Clara se fue acercando hasta quedar junto a él. Le miró. Cayetano seguía riendo con ojos alegres. Tenia el sombrero echado atrás y la pipa colgando de los dientes.

—Es guapo —pensó Clara—. Y no parece tan malo como otras veces.

Repentinamente se apartó, salió del corro y echó a correr. Quedó lejos la música de la comparsa. Clara corría. Al llegar junto a la taberna del Cubano se detuvo a tomar aliento. Dentro, la voz de Juan sobresalía de otras voces. Le dieron ganas de entrar. Empujó la puerta suavemente, asomó la cabeza. La taberna estaba llena. Olía a vino, a hombres, a aceite de sardinas. Sentados o de pie, los pescadores escuchaban, y Juan hablaba, apoyado en la pared del fondo, bajo el calendario brillante con la estampa de la República. Le caía sobre la frente un mechón rojo, movía la mano con calma, con resolución, y todo él resplandecía. Clara no entendió el concepto de sus palabras.

—¡Largo! No se puede entrar.

Le cerraron la puerta. La escoba le cayó al suelo. Se agachó a recogerla, pero olvidó echarla al hombro. Con ella a rastras, se acercó a la ventana de la taberna y miró a través del vidrio turbio. En aquel momento Juan escuchaba. Tomó otra vez la palabra, movió la mano con energía, se apartó de la pared y se acercó al concurso, como queriendo convencerles uno por uno. Carmiña, la hija del Cubano, le trajo vino, que Juan bebió de un trago, sin mirarla, y siguió hablando.

Clara se alejó, sin prisa. Le sofocaba el antifaz, y lo alzó un poco. Unos mozos se metieron con ella:

—¡Destrozona! ¡Máscara del polvo!

Juan parecía otro.

—¡Vente conmigo, viuda, ya verás si te consuelo!

Se halló junto al Casino. Un gaitero tocaba, y una pareja de niños disfrazados bailaba una muñeira frenética. Se arrimó para mirar. El juez, el boticario y el dueño del cine jaleaban a la pareja. Don Baldomero hizo un guiño a sus compinches.

—¡Fíjense en la viuda! ¡Vaya caderas!

—¡Eh, tú, preciosa! ¿Se te perdió el marido? ¡Ven para aquí, que lo tenemos guardado!

—¡Anímate, prenda, y baila también un poco!

Don Baldomero dijo al juez por lo bajo: Ándese con cuidado, no vaya a ser la señora de alguno de nosotros que venga a espiar.

—La suya no puede ser, y la mía no tiene esas hechuras. ¡Si las tuviera…!

Arrojó a Clara una serpentina azul. El boticario y el dueño del cine le imitaron. Un mozalbete volcó sobre el pañuelo negro una bolsa de confeti, y un niño le aplastó en el pecho la cáscara de un huevo llena de harina. Clara escapó calle arriba, envuelta por las serpentinas. Las voces la persiguieron.

La gente llenaba la plaza. Una charanga tocaba un foxtrot, y bailaban a su son labriegos, aldeanas, destrozonas, caras en que la estupidez o la lubricidad se habían inmovilizado; bocas, narices enormes; voces broncas o en falsete. Se halló en mitad de un corro de danzantes, gritones, estrepitosos. Un marino oliendo a tinto la agarró de la cintura y la obligó a bailar: daba vueltas sobre sí mismo, y la llevaba en volandas, sin dejarle pisar el suelo. Empezó a marearse.

—Déjame ya.

Quiso soltarse, pero se sintió más fuertemente estrechada, las piernas por el aire. Cerró los ojos. El corro se había apretado y empujaban. El marinero tropezó y cayeron al suelo. Las máscaras del corro rieron, se echaron encima. Sintió una mano hurgándole en las piernas, y una voz que decía: «Es señorita. Lleva las medias finas». Dio una patada a ciegas. Alguien gritó. Pudo ponerse en pie y pretendió escapar. La agarraron. No sabía quién. Estaba en medio de un tumulto en que todo el mundo chillaba, cantaba, manoteaba. La empujaban, la abrazaban. Intentó abrirse paso a puñetazos: le devolvían risas y sofaldeos. No se reían de ella ni la acariciaban a ella, sino a cualquiera que se pusiese a tiro: manos impersonales buscaban carne impersonal, enmascarada. Le dieron ganas de llorar, pero, súbitamente, se abandonó, y fue otra vez empujada, manoseada. Oleadas de harapientos la trataban y llevaban al compás de una música de la que sólo se oían el bombo y los platillos: chin-chin-pum; chin-chin-pum; chip-chin-pum…, o algo así, que se le había metido en la cabeza y gobernaba el ritmo de la mascarada. Hasta que, sin saber cómo, se encontró aislada, en una esquina de la plaza, cerca de un grupo de señores que contemplaban la juerga, reían y jaleaban. El boticario, el juez, el dueño del cine, el de la gasolinera, Carlos. Carlos reía como los otros. Sintió un odio súbito, violento. Buscó a su alrededor y halló un montón de serpentinas sucias, pisoteadas; las recogió, hizo una pelota y la envió al rostro de Carlos. Pasó rozándole la nariz, y Carlos se volvió y la miró. Clara escapó, calle abajo, hasta la casa de la castañera. Se arrojó encima de la cama, fatigada, y lloró de rabia, de tristeza. Le dolían, además, los huesos. Después, quedó dormida.

La despertaron unos golpes en la puerta y voces que daba la castañera.

Corrió a abrir.

—¿Estabas dentro?

—Quedé dormida.

Cambió de ropas. La castañera le ofreció algo de comer.

—No. Debe de ser muy tarde. Gracias.

Salió corriendo. Una pareja de máscaras rezagadas cantaban en un extremo de la plaza. El suelo estaba sucio, el aire olía a sudor y a muchedumbre. Apuró el paso.

Inés esperaba en la cocina, ante el hogar encendido.

—Como tardabas me puse a hacer la cena.

—¿Y Juan?

—Acaba de llegar.

Clara se sentó en un escabel, junto a su hermana.

—Hoy le he visto en la taberna.

—¿Y qué?

—¡Habías de ver cómo le escuchaban todos y cómo hablaba! Inés volvió hacia ella la cabeza y la miró con simpatía.

—Vino contento.

—¿Te contó?

—No, pero se le notaba. Dijo que estaba cansado y que le llevara la cena a la cama.

Clara se levantó.

—Anda. Deja eso. Yo lo acabaré.

Cuando estuvo la cena preparó la de Juan y se la llevó ella misma.

Llamó a la puerta y entró. Juan, sentado en la cama, escribía. Clara se sentó junto a él.

—¿Qué? ¿Contento? ¿Fue bien la cosa?

—Mejor de lo que esperaba, aunque no del todo bien.

Apartó los papeles y requirió el plato.

—Hay algo que no les cabe en la cabeza. Quieren que el mundo sea de otra manera, pero no saben cómo tiene que ser, y cuando se les ofrece una solución, les da miedo o fantasean.

—Te estuve viendo por la ventana. Me gustó cómo hablabas.

Juan la miró con extrañeza.

—¿Tú?

—Sí. Un momento nada más.

Juan se llevó el tenedor a la boca, mascó un rato en silencio.

—Son duros de pelar, pero los convenceré. Y entonces…

No dijo más. Se distrajo, mirando al frente, como si ya estuviese contemplando el futuro. Clara se levantó y salió. Desde la puerta dijo:

—Anda, cena, que se te va a enfriar.

Rula Doval llegó después de cenar a casa de Julia Mariño. Venía vestida de oscuro, y traía el misal y el libro de oraciones. La mandaron pasar al comedor.

—¿Tampoco vas al baile tú? —le preguntó el padre de Julia.

—¿Yo, señor? ¿A un baile de máscaras? ¡Dios lo haga mejor!

—Pues seguid así y ya veréis cómo os quedáis solteras —dijo la señora de Mariño—. ¿Hay que llevarte a casa?

—No, señora. Vendrá a buscarme mi madre cuando salga del baile.

—Entonces vendremos juntas, porque nosotros también vamos. No os quedaréis dormidas…

—¿Dormidas? ¡Mamá, vamos a pasar el tiempo rezando!

—Por eso os lo digo.

El cuarto de Julia estaba en el piso superior; al pasar por la escalera, Rula recogió un paquete que había dejado en la sombra.

—¿Qué traes? —preguntó Julia.

—Lo que encontré.

Echaron el pasador a la puerta, por si acaso. Cerraron las ventanas, corrieron las cortinas.

—Podíamos poner un disco mientras se van —dijo Rula.

—¡Eres tonta! ¡Para que nos oigan!

Se sentaron en la alfombra, cuchichearon. El rumor parecía de rezos. Pasado un rato, alguien golpeó en la puerta.

—Nos vamos. Si queréis algo, la criada queda en casa.

Julia corrió al mirador y apartó un poco la cortina. Sus padres se alejaban: ella, de prisa, y él, un poco remolón.

—A papá le gustaría más quedarse en casa. Ya no está para bailes. —Encendió todas las luces. Rula, a su lado, respiraba con ansiedad.

—Anda, enséñame eso.

—Lo tengo en el armario.

Buscó debajo de la almohada un manojo de llaves, abrió el armario y hurgó en su fondo. Fue sacando piezas y entregándolas a Rula.

—Toma, coge. Ésa es la capa… Eso, una especie de pantalones… Y esto…

Alzó las manos y mostró, cogidas de las puntas, unas mallas enterizas de color rojo fuego.

—Hay también una chaqueta.

Rula le arrebató las mallas y las palpó.

—Son finas… ¿Te vas a poner esto?

—Claro. Es el disfraz. Me está de rechupete.

—Pero… ¡es como ir desnuda!

—Bueno.

Rula la miró con asombro y severidad. Julia corrigió, baja la mirada:

—Se pone una la capa, ¿comprendes?, y va bien envuelta. Además… —señaló los calzones: unos greguescos negros, acuchillados de rojo— también me pondré eso.

Echó el disfraz sobre la cama.

—Enséñamelo tuyo.

—¿Lo mío? ¡Bah! Un traje de colombina, ajado. ¡Voy a pasar más frío de aquí al Casino…!

Julia empezó a desvestirse.

—Frío, también lo pasaré yo, porque esto no debe de ser de mucho abrigo.

Fue dejando caer sobre la alfombra sus prendas interiores conforme se las quitaba. Rula, sentada, las recogía y las miraba.

—Tienes cosas bonitas.

—Le voy sacando a mi padre lo que puedo.

Al ver que también se quitaba las bragas, Rula reprimió un grito de espanto.

—Pero ¿vas a ir desnuda?

—¡Claro! Debajo no se puede llevar nada, ni siquiera sostén.

Torció el torso y enseñó a Rula los pechos, como para demostrar que el sostén no hacía falta. Después, así desnuda, se miró al espejo, y tuvo la sensación de que aquella mujer que desde el espejo la miraba emitía un poder extraño y turbador, un poder que sujetaba sus ojos a la imagen del cuerpo desnudo. Hizo un esfuerzo y se volvió.

—¡Si por cualquier casualidad se entera tu madre!

—El disfraz lo tenía ella entre sus ropas de soltera: de modo que si alguna vez se lo puso…

—¡Qué escándalo!

Julia, desnuda, se demoró todavía como buscando algo, y volvió a mirarse.

—¡Ay, mujer, vístete ya! ¡No tienes vergüenza!

Parsimoniosamente, Julia se puso las mallas y obligó a Rula a que le abrochase los botones de la espalda; botoncitos menudos, como de sotana, aunque rojos. Terminaban justamente en el arranque del rabo, corto y erecto.

—Pero… ¡también rabo!

—Es un disfraz de demonio.

—Pero ¡Julia!

Julia Mariño, metida en las mallas rojas, con el rabo en la mano, se volvió enérgica.

—¡Bueno! ¿Te atreves o no te atreves?

Dio unos pasos hacia Rula, acoquinada.

—Sí, sí…, claro…, pero…

La mirada de Rula la recorrió, entre asombrada y envidiosa. Julia Mariño sonrió y fue al armario. Dentro de las mallas el cuerpo conservaba todo su poder. Parecía incluso haberlo aumentado.

—¡Ay, hija! ¡No mires así! ¡Pareces el demonio!

—Anda. Ponte tu traje mientras termino.

—Mi traje…, sí… Es una porquería. Lo limpié un poco, pero resulta deslucido.

—También yo tuve que zurcir eso. Estaba picado. Mira.

Los gregüescos puestos parecieron tranquilizar a Rula, y hasta rió cuando hubo de ayudar a Julia a meter el rabo por un agujero. El rabo no le gustaba.

—Porque, claro, con eso ahí, la capa no caerá bien.

Se la puso. Efectivamente, el rabo hacía bulto. Rula le sugirió que se lo sujetase al cinturón si no quería cortarlo.

—Gracias a Dios que se te ocurre algo práctico.

Con el rabo sujeto la cosa quedaba mejor.

—Ahora, el gorrito con sus cuernos… ¿Los ves? ¡Mira qué monos! ¡Parecen los de una mariposa! Y la capa, y ya está. ¡Ah! Había también un collar…

Lo buscó y se lo puso. Un enorme medallón dorado con una cabeza de diablo, que le quedaba entre los pechos.

—Pero ¿y la chaqueta?

Rula, puesta la capa, se embozó en ella.

—Tiene más gracia así.

—Vas verdaderamente escandalosa. Ir así al baile debe de ser pecado.

La falda de colombina le venía larga a Rula. Tuvieron que acortarla.

—Y ahora, ¿cómo voy así por la calle?

—Te echas el abrigo por encima.

—Sí, y que nos conozcan todos.

Julia salió y volvió con una capa azul.

—Toma. Te pones eso. Es mi capa de cuando iba al colegio. Le tendió, además, un antifaz.

—Quítate los zapatos para no despertar a la criada. Agárrate bien a mí y, por Dios, que no tropieces.

Bajaron las escaleras; salieron —silenciosas— al jardín. Se calzaron. —No te sueltes.

—Tengo miedo.

—¡Vamos! A buena hora… Cuidado, no vayas a resbalar.

Un vientecillo húmedo meneaba las ramas desnudas de los frutales y el resplandor de la luna hacía el huerto más sombrío. Entre las sombras, Julia parecía un diablo verdadero, y el jardín, un rincón desolado del infierno. Ruta se santiguó.

—¿No hay perro?

—¡Eres tonta!

Rula se arrimó a la pared.

—Yo no voy.

—Pues te quedas en el jardín toda la noche vestida de colombina, porque en mi casa no entras.

Corrió a la puerta, entró y cerró.

—¡Abre, Julia! ¡Abre, mujer, no te pongas así! —susurró Rula—. Como despiertes a la criada te luces.

—¡Abre, por Dios!

Julia entreabrió la puerta.

—¿Qué demonios te pasa?

Se oyó un sollozo.

—Es que… me da vergüenza ir junto a ti con este traje tan sucio. —Pues al llegar al baile nos separamos, y cada cual por un lado. Atravesaron el huerto. Julia arrancó unas camelias.

—Toma. Para que te adornes.

Ya en la calle se puso los guantes que había colgado del cinturón.

—Ahora tan tranquilas. Con estas capas nadie nos va a conocer.

Echó a andar, taconeando fuerte. Ruta la siguió dando saltitos.

—Julia, mujer, no corras tanto…

A la puerta del Casino el conserje quiso verles la cara.

—Descúbrete tú.

—No. Descúbrete tú.

Llegaba hasta el portal la barahúnda del baile. Al conserje le habían encasquetado un gorrito de papel.

—Mire —dijo Julia—. Entre un momento y diga al señor Doval que salga.

El conserje marchó.

—¿Por qué a mi padre y no al tuyo?

—¡No seas imbécil y entra ahora! ¡Escóndete en la escalera!

Se acercaban unas señoras con unas muchachitas disfrazadas. Julia entró y se escondió en la caja de la escalera. Perdió de vista a Ruta.

—¡Conserje, que ésta se cuela!

—¡Eh, conserje! ¿En dónde está el conserje?

—¡Eh, conserje!

Rula corrió escaleras arriba. Una señora comentó que aquello no podía ser, y que si entraba todo el mundo en los bailes del Casino iba a resultar un escándalo.

Julia se escurrió en el cuarto del conserje, y salió por otra puerta al pasillo de los servicios. Después entró en el salón bien embozada. Vio a su madre, junto a la orquesta, cotorreando y moviendo las manos con violencia. Buscó un rincón alejado y se acogió a él.

—No, no bailo. No, no bailo.

—Este diablo parece tonto.

Temía que su madre reconociese el disfraz.

Quieta, en postura tímida, sus ojos escrutaban el salón, inspeccionaban una a una las parejas. La golpeaban las serpentinas, la sofocaba el polvo, la capa le estorbaba. Había una silla a su lado y pensó en subirse a ella para mirar mejor, pero desistió por miedo a ser reconocida. Aislada del tumulto, su disfraz resultaría llamativo.

Un grupo de parejas, cogidos todos de la mano, intentaba envolver a los que bailaban. Vio a Rula metida en danza. Ruta también la vio. Rompió la cadena y se le acercó.

—¿Pudiste entrar?

—¡Vete, no me hables! ¡Van a reconocernos!

La empujó hacia el barullo. Ruta perdió un zapato. En tanto lo buscaban, Julia se metió entre los bailarines.

Había descubierto a Cayetano, asediado de una mora y de un vulgar capuchón. Se abrió paso a codazos. La mora acusaba a Cayetano de haberse dejado soplar a la Galana. El capuchón, con voz grave, insistía en el episodio de las botellas rotas.

Julia se agarró al brazo de la mora, y cuando vio que Cayetano la miraba, dejó caer el embozo de la capa, hasta descubrir el pecho, para taparlo en seguida y huir.

—¡Eh, tú, diablillo, espera! —le gritó Cayetano.

Volvió la cabeza y vio que Cayetano, libre del capuchón y de la mora, intentaba seguirla. Se abrió paso hasta la puerta, ganó el pasillo y corrió a la salida. El conserje alargó el brazo para detenerla; lo esquivó y salió a la calle. Cayetano seguía detrás.

—¡Espera! ¡Espera!

Fue calle arriba. Le estorbaban los zapatos y los abandonó. Al volver la esquina vio que Cayetano también corría. Hizo un esfuerzo por alcanzar la puerta del jardín, el necesario para no caer rendida hasta alcanzarla.

Cayetano se inclinó a recogerla. Traía en la mano los zapatos abandonados.

—¡Déjeme! ¡Por favor, déjeme!

—¡Dime quién eres!

—¡Déjeme o grito!

—Antes ponte los zapatos, que te vas a acatarrar. ¿En dónde vives?

—Eso a usted no le importa.

Cayetano la tenía cogida por los hombros. Intentó apartar la capa.

—¡Quieto!

Se arrancó bruscamente de los brazos de Cayetano, pero perdió la capa. Pudo empujar la puerta del jardín, entrar y cerrarla rápidamente.

Quedó arrimada a ella, escuchando.

—Óyeme, Julia —dijo la voz queda de Cayetano—. Si no me abres llevaré a tu padre la capa.

—¡Váyase!

—No sin que me abras. Vas a coger una pulmonía.

—¡Eche la capa por encima de la tapia!

—Quiero dártela a ti.

—¿Y se marcha?

—Si eres buena, sí.

—¿Y qué es ser buena?

Descorrió suavemente el cerrojo, entreabrió la puerta y sacó la mano.

—Deme la capa.

Cayetano empujó, entró, cerró tras sí. Julia, arrimada al muro, tenía la cabeza baja y sollozaba.

—¡Váyase!

—Me voy si me das un beso.

La cogió por la cintura, suavemente, y la besó. Ella no hizo resistencia.

—¿Cuántos años tienes?

—Diecinueve.

La apartó bruscamente. Julia, arrojada contra la pared, estaba atractiva, alumbrada por la luna. Le temblaba el medallón entre los pechos, temblaba todo su cuerpo.

—Dime la verdad. ¿Tu padre sabe algo de esto?

—¿Mi padre? Si se entera me mata.

—Entonces, ¿por qué lo hiciste?

—Tuvo la culpa Rula Duval. Me trajo este disfraz y me convenció para que fuésemos al baile sin que lo supiera nadie. Ella está allí.

Le temblaba también la voz. Cayetano le puso la capa.

—Anda. Vete a la cama.

—¿No dirá nada?

Cayetano no respondió. La miró fijamente y salió a la calle. Encendió un pitillo y permaneció junto a la puerta cerrada. Estaba seguro de que detrás, Julia Mariño esperaba todavía. ¡Tenía la carne dura y los ojos brillantes y grandes! Lo de no saber besar se arreglaba en unos días.

Arrojó el cigarrillo y encendió otro. Se le recordaron, de repente, las palabras de su madre, palabras que le ataban como cadenas las piernas, las manos y la voluntad. Pero, al otro lado de la puerta, la respiración queda, anhelante, de Julia, le empujaba, le atraía; podía más que el amor a doña Angustias; o, al menos, podía tanto, y le hacía tambalearse entre el deseo de entrar y el de volver al Casino tranquilamente.

—Le voy a dar un buen par de bofetadas a la mocosa esta. Va a saber lo que es andar provocando a los hombres. Y a su padre también le diré unas palabras en cuanto le eche la vista encima.

Todavía esperó, y pensó que le gustaría que Carlos estuviese allí y pudiera escuchar, como él, la respiración de Julia, y verle entrar y oír cómo la mandaba acostarse.

Empujó la puerta y se oyó un gritito ahogado. Entró a tiempo de asir a Julia por la muñeca. La atrajo de un tirón.

—¡Mira! ¡O te vas a la cama o te hago un hijo aquí mismo! ¡Largo!

Julia Mariño no se movió. Dejó caer la capa y levantó el rostro. Sonreía.

Todas las puertas estaban cerradas, nadie esperaba en ellas. La de Julia, la de Pepa Ferreiro, la de Sarita Couto. Inés cerró el paraguas y siguió sola. Estaban las calles desiertas, era de noche todavía.

Arriba, en el barrio que trepaba por la ladera del monte, algunas ventanas se veían iluminadas. Una de las últimas puertas del pueblo se abrió y se cerró en seguida. Más allá, todo oscuro. Se había levantado viento…

Se detuvo a la salida del pueblo. La carretera clareaba suavemente entre murallas de sombras; la mar batía en alguna parte, batía fuerte, y las gaviotas empezaban a graznar.

Era así todas las mañanas, y ella iba también sola, otra clase de soledad. Iba sola porque no escuchaba la charla inacabable de doña Lucía, ni los cuchicheos de Julita y Rula, ni risas, ni comentarios, ni advertencias. Iba sola; pero delante y detrás de ella caminaban sus compañeras. Nunca se le había ocurrido tener miedo, nunca las sombras y los ruidos del camino la habían hecho temblar. Ahora temblaba. Se le encogía el corazón y una cosa le subía a la garganta.

Volvió sobre sus pasos, atravesó el pueblo casi corriendo. Oyó voces dentro de alguna casa; unos marineros pasaron cargados de redes. Una taberna estaba abierta. Pero la oscuridad envolvía al pueblo, lo tragaba. Llegó corriendo a su casa, jadeante.

Clara estaba en la cocina.

—¿Y tú? ¿Te pasa algo?

—Tengo miedo.

—¿A qué?

—No sé. No me atrevo a ir sola.

—¿Sola?

Clara dejó la vela encima de la mesa y empezó a prender una piña.

—Las demás ya no van.

La piña empezó a arder. Clara la llevó al fogón y puso encima unos leños.

—Como la boticaria está enferma…

—Pues el fraile se queda sin clientes.

—Tengo que ir.

Lo dijo con pasión. Clara se la quedó mirando.

—¿Por qué no vienes conmigo? —añadió en seguida Inés.

—¿Al monasterio? Y la casa, ¿quién la hace?

Volveremos temprano.

—Supón que a Juan le da por madrugar… Y mamá, que hay que lavarla.

Inés tendió las manos.

—Te lo ruego. Diré a Juan que espere. Yo no puedo faltar, ¿no lo comprendes?

—¿Y mañana?

—Vendrás también… Hasta que busque otras amigas. No puedo faltar un solo día. Sería terrible.

—No creo que vaya a morirse el fraile.

—Pero ¿no te das cuenta de que si no va nadie dejarán de decir esa misa? ¿No te das cuenta?

Clara se acercó al llar y empezó a apagar los tizones ardientes.

—Avisa a Juan. Terminaré en seguida.

—Gracias. Gracias de veras.

Inés salió:

—Tráeme el abrigo de paso que vienes.

Todavía no clareaba cuando salieron, pero, pasado el pueblo, alboreaba por encima de los montes. Venía el viento del oeste y el cielo estaba hosco.

—Va a llover para mañana —comentó Clara.

—¿Y qué?

—Es martes de Carnaval. Y por la tarde empieza la misión. Tendrán que hacerla dentro de la iglesia.

—¿Es que vas a ir?

—¿Qué se me pierde a mí? Además, si voy contigo cada mañana…

Inés se había cogido del brazo de Clara. No respondió. Se fue ensimismando. Clara la miró un par de veces y dejó de preocuparse de ella. Al llegar al monasterio era de día. La iglesia estaba abierta.

—Si quieres puedes esperarme ahí dentro. Hay bancos para sentarse. Abajo…

—Sí… Esperaré, no te preocupes.

—Puedes oír misa en la iglesia. Es un misa corriente. La que se dice abajo…

—Ya sé. Es especial para santas…

—Claro que si quieres venir…

Clara empujó a su hermana hacia la puerta de la cripta.

—Yo no soy santa, Inés. Ya veré lo que hago.

Inés bajó las escaleras apresuradamente. Al entrar en la capilla salía el padre Ossorio, revestido, y saludaba ante el altar. Inés se arrodilló, y sólo entonces se dio cuenta de que la cripta estaba solitaria, de que faltaban sus compañeras, de que nadie bisbiseaba detrás, de que sólo ella cantaría. Juntó las manos e inclinó la cabeza.

—Te doy gracias, Señor, por haberme escogido entre todas y por haberme preservado de la cobardía. Señor, tu sierva Inés está presente en el sacrificio. Señor…

Los latines del oficiante la interrumpieron. Respondió en voz baja, pero distinta. El diálogo resonaba, creaba pequeños ecos… El oficiante se interrumpió, hizo una seña al acólito y le preguntó algo. Volvió la cabeza y miró a Inés un instante. Inés se sintió colmada de alegría, no pudo evitar que le temblase la voz.

Cuando el padre Ossorio dio la vuelta al altar y quedó frente a ella, Inés alzó el rostro y lo miró. Estaba en la penumbra, casi no podía leer en el misal, pero sabía que, entre las sombras, el oficiante oiría su voz, no una voz entre otras o un conjunto de voces. Y cuando hablase, le hablaría a ella.

Cantó quedamente el ofertorio, el gradual… Se levantó para el evangelio; se sentó para la plática. Pero el padre Ossorio no interrumpió la misa, no se apoyó en el cuerno del altar, como todos los días, pata decir: «El evangelio de hoy…». Inés sintió romperse el encanto creado por la soledad. Se preguntó por qué no le hablaba a ella sola, se metió en un barullo de preguntas, de conjeturas. Cantó mecánicamente las respuestas… Continuaba sentada o de rodillas, pero su alma no participaba en la misa. Su alma quería averiguar por qué el padre Ossorio no había comprendido la razón por la que ella estaba sola en la misa y por la que seguiría viniendo sola.

No podía ser el rumor de las mujeres que iban al mercado. Era todavía de noche, y por la rendija de una cortina entreabierta entraba luz tenue del alumbrado público, no resplandores de aurora. El rumor venía de lejos y se acercaba. Doña Lucía se tapó la cabeza e intentó seguir durmiendo. Quiso hacer del rumor canción que la ayudase a dormir, y acomodó a él el ritmo de su espíritu, porque el rumor era rítmico. Hasta que, súbitamente, comprendió: ¡El rosario de la aurora! Quedó, de pronto, espabilada. Se sentó en el borde de la cama y escuchó. Era rumor de rezos, alternados con cánticos.

Se envolvió en una bata y salió al mirador. Por la ventana del costado pudo ver, bajo la lluvia fina, dos largas filas de velas encendidas, dos largas filas de fieles cobijados bajo paraguas abiertos. Estaban ya cerca. Por el medio de la calle, la sobrepelliz de un sacerdote iba y venía, dirigiendo el rezo, ordenando las filas. Llevaba en la mano un cirio apagado que le servía de batuta y bastón de mando: lo movía con furia, con energía, con autoridad. Decía a voz en grito el «Ave María», y los fieles respondían sordamente.

Las primeras de las filas alcanzaron la altura de su casa. Intentó reconocerlas: gentes de poco pelo, viejas envueltas en mantones, algún varón perdido entre mujeres. Unas protegían del aire la llama de la vela con cucuruchos de papel; otras, con la mano ahuecada. Algunas las llevaban apagadas. Y todas parecían cansadas, forzadas.

El cura empezó a cantar, con voz desgañitada:

¡Avé, avé, avé María!
¡Avé, avé, avé María!

Le respondieron las más cercanas, pero las de atrás río cantaban, o lo hacían en voz tan baja que no se les oía. El cura retrocedió a grandes pasos y alzó los brazos.

—¡Vamos, canten todas! ¡No rompan las filas! ¡Más de prisa, señoras! «Avé, avé, avé María».

Se aproximó a una acera y arregló una disputa entre dos mujeres. Corrió hacia delante. «¡No tan de prisa, señoras, no tan de prisa!». Las que iban al principio se detuvieron para que la fila, rota en alguna parte, se reintegrase. El cura movía las manos, frenaba, animaba, cantaba. Se veía ahora, al final, otro cura, bajito, que llevaba la vela encendida y no parecía moverse.

Doña Lucía sonrió en la sombra y siguió mirando las que pasaban cerca. Fulana, Zutana, Perengana. Rula Doval, con su madre: se le sobresaltó el corazón. Y un poco más atrás, Pepa Ferreiro, Sara Couto y todas, todas sus ovejitas, soñolientas, aburridas, con sus velas y con sus madres. Cruzó las manos sobre el pecho y sintió que dos lagrimones resbalaban por su cara.

—¡Dios, mi fracaso, mi castigo!

Alzó hacia el cielo oscuro los ojos húmedos; por encima de las nubes resplandecía el alba, pero su luz no llegaba a la calle. Las velas, temblando en el aire azul, no desvanecían la oscuridad. Los faroles del alumbrado se habían apagado. Era una procesión de sombras; rezaban, cantaban como sombras, sin entusiasmo, sin piedad. ¿Podía aquello compararse con lo que ella había hecho, con lo que había creado? Se sumió en los recuerdos más hermosos y vio la cripta del monasterio y oyó el cantar sereno, tranquilo, de sus ovejitas y la voz grave, pastosa, del padre Ossorio, entonando el prefacio. ¡Aquello sí que era hermoso, y no el desmayo de estas voces arrastradas y los gritos metálicos del cura en medio de la calle!

¡Avé, avé, avé María!
¡Avé, avé, avé María!

—¡Vamos, señoras, vamos! ¡Dense prisa y canten más alto!

¡Avé, avé, avé María!
¡Avé, avé!

Sintió de pronto necesidad de gritar, de decir que no estaba conforme; pero frenó el impulso, pensando en su reputación. Después de todo, ¿para qué? Estaba a punto de marcharse; quizá ya no volviera más. Y su obra estaba destruida… De todos modos, tenía que hacer algo, enterar a la gente de que ella no iba en la procesión, de que ella no arrastraba avemarías y piernas por las calles mojadas de Pueblanueva, al compás marcado por el cirio de un sacerdote gritón. Abrió la ventana de golpe y se asomó. El cura se volvió al ruido y miró hacia arriba, Dejó, de pronto, de cantar. La apuntó con el cirio, y gritó:

—¡Un padrenuestro por el alma de esa pecadora! «Padrenuestro, que estás en los cielos…».

Veinte, treinta, cien caras se levantaron y la miraron. Le temblaron las piernas, le subió la sangre al rostro. Cerró la ventana y retrocedió. Tuvo que apoyarse en la pared, respirar hondo. En la calle se terminaba el padrenuestro y el cura invitaba a continuar, como si nada. «¡Vamos, a cantar todas! ¡Avé, avé…!». Doña Lucía avanzó en las sombras, pero las piernas se le doblaron. Dio una gran voz.

—¡Baldomero!

Y cayó en la alfombra.

El boticario llegó en seguida, en camiseta y calzoncillos. Encendió la luz.

—¿Qué sucede?

Vio a su esposa en el suelo, vio revueltas las ropas del lecho. Se arrodilló.

—¡Lucía, Lucía! ¡Óyeme, Lucía!

Ella no respondió. Don Baldomero corrió al armario, buscó algo entre las medicinas, no lo halló, y salió corriendo a la escalera. Volvió sobre sus pasos, cogió una llave y descendió de nuevo. En el anaquel de la rebotica alcanzó un frasco y subió, sin cuidarse de la puerta abierta ni de la luz encendida.

—¡Lucía, Lucía! ¡Vamos, Lucía!

La incorporó y le hizo tragar un poco de aguardiente. Ella tosió y abrió los ojos.

—Déjame, voy a morir.

Dio un suspiro profundo y quedó mirando a su marido con ojos espantados.

—Pero ¿qué ha sucedido? ¿Por qué estás en el suelo?

Doña Lucía indicó la calle con un gesto vago.

—¿No los oyes? ¡Me acaban de insultar!

—¿Cómo?

—Me han llamado… ¡pecadora!

Don Baldomero corrió al mirador y vio las filas de orantes perderse por la calle abajo. La luz de la mañana hacía ya palidecer las velas, y allá abajo, la brisa marina las apagaba.

—Llévame a la cama.

La cogió en brazos y la acostó. Ella permaneció un momento con los ojos cerrados. Los abrió de repente, como asustada.

—¡Baldomero! ¡El Señor me ha abandonado! ¡No me abandones tú! ¡Baldomero!

Él se sentó a su lado.

—Vaya, vaya. No te pongas así.

—Voy a morir.

Hizo un esfuerzo para incorporarse. Él la ayudó.

—Voy a morir, pero antes quiero hacerte una confesión. El perdón de Dios no me basta. Necesito también el tuyo. ¡Baldomero!

Le agarró las manos y le miró fijamente.

—Soy una mujer infame.

Se desplomó en las almohadas y empezó a sollozar.

—¡Infame, infame! —decía entre jipidos—. ¡Te he deshonrado, esposo mío, te he engañado con otro!

Don Baldomero la escuchaba nervioso. Por la abertura de la camiseta asomaba la pelambrera hirsuta y cana, agitada por la respiración trémula. Movía las manos torpemente; las tendía hacia el cuello de su mujer, las retiraba.

—¿Con quién? ¡Dilo en seguida! ¿Con quién? —estalló su voz.

Ella hundió el rostro en la almohada.

—Con tu peor enemigo, con Cayetano. ¡Perdóname, esposo mío! ¡Perdóname, aunque me mates!

Empezó a toser furiosamente; una tos honda, recia. Manchó de rosa la almohada y el embozo de la sábana. Sentada en la cama, siguió tosiendo, tensas las cuerdas de la garganta, los músculos de la cara. Y las manos, agarradas a las rodillas, crispadas sobre la colcha. Don Baldomero mantenía los puños cerrados, en el aire. Se le había petrificado el rostro, se le había fijado en un gesto de dolor. Los calzoncillos, medio caídos, dejaban ver una franja del vientre, una franja estrecha de carne velluda.

—¡Lucía! —dijo con voz desgarrada, y tendió nuevamente hacia el cuello traslúcido las manos engarabitadas.

De pronto se aflojó y empezó a llorar. Le dio un hipo agudo, que le convulsionaba el tórax, que le estremecía las piernas desnudas, y del hipo salía algo así como un silbido ronco, rematado en estertor.

Salió corriendo. Quedó abierta la puerta del corredor. Un ruido de toses llenó la casa.

—¡Lu… cí… a…!

A poco llegó la criada, acabando de vestirse.

—¡Vaya, señora, vaya! ¡A ver, que le doy algo!

*****

Don Baldomero subió la cuesta del Penedo con el pecho doblado, las manos cruzadas a la espalda. Miraba, sin verla, a la tierra. Recibía la lluvia sin sentirla. El cerebro le daba vueltas alrededor de una sola idea, de una sola frase, cada vez más grande, cada vez más recia. La leía en las piedras del camino, la escuchaba en el ruido del aire.

Empujó la verja, recorrió la vereda, llegó ante el portón abierto. Antes de entrar levantó al cielo los ojos enrojecidos.

—No lo merezco, Señor —dijo en voz alta; e inmediatamente se corrigió.

Sí, lo merezco. Soy un pecador furioso, impenitente. Soy malo.

Carlos estaba afeitándose. Mandó a Paquito que llevase al boticario al cuarto de la torre, y que cargase la cafetera con agua para dos. Se dio prisa en terminar. Halló a don Baldomero derribado en el sofá, con la cabeza entre las manos.

—¿Qué le sucede?

Don Baldomero, puesto de pie, alzó una mano.

—Si no lo sabe, es que el cielo aún no me ha castigado bastante. Pero si sospecha lo que me pueda pasar, dígamelo, don Carlos.

Carlos negó con la cabeza.

—Entonces —respondió don Baldomero, con voz abrumada—, me falta todavía la parte más dolorosa de mi tragedia, la vergüenza pública.

Se dejó caer en el sofá.

—Mi mujer me ha engañado.

—¿Cómo?

—Ella misma me lo confesó no hace todavía un par de horas.

Espontáneamente, creyendo que iba a morir.

Hizo una pausa y tendió hacia Carlos las manos implorantes.

—¡Con Cayetano! ¡Con mi peor enemigo!

—No.

—¿Cómo que no? ¿Es que puede dudarse de las palabras de un moribundo?

Carlos se sentó, sonriente.

—No puedo creerlo, don Baldomero. Aunque lo haya jurado por todos los santos celestiales. Su mujer no le ha engañado.

El boticario le puso una mano en el hombro.

—Don Carlos, si esas palabras las dicta una intención de amigo, se las agradezco. Pero es inútil que siga por ese camino, Mi mujer no mintió. Esperaba que la matase, y hasta no sé si me pidió que lo hiciera. No lo recuerdo bien. Pero decía la verdad.

Volvió a interrumpirse. Juntó las manos y las alzó crispadas.

—¿Se da usted cuenta, don Carlos, de mi situación? Cómo usted habrá adivinado, no fui capaz de matarla.

Volvió a ponerse de pie, dio unos pasos sobre la alfombra, echó aliento a las puntas de los dedos y se frotó las manos.

—No fui capaz, don Carlos. Ella tosía. Soy un cobarde, un puñetero sentimental. Me dio pena, ¿comprende? Pudo la pena más que mi honor mancillado. Además, lloré.

En silencio miró a Carlos.

—¿No le da risa?

—¿El qué?

—El que haya llorado.

—Es lo natural. Usted, en el fondo, quiere a su esposa. No tia dejado de quererla.

—Y, aunque eso sea así, llorar es una cobardía, y yo, un ridículo cabrón. ¡No me mire de ese modo, don Carlos! ¡Soy un cabrón! ¡Yo, un carlista de Vázquez de Mella! ¡Soy tan cabrón como cualquiera, como don Lino, como Martínez Couto, como cualquiera de los «joíos» padres y maridos de las mujeres seducidas por Cayetano! ¡Ya tengo por derecho propio un puesto de honor en la popular cofradía del Cuerno!

Su mano abierta trazó en el aire una raya tajante.

—Se acabó la cabeza erguida, se acabó el mirar cara a cara a Cayetano, se acabó el orgullo. ¡Si al menos la hubiera matado! Pero no la maté, no. El Cielo se cebó en mí. Dios no me ha permitido cumplir con mi obligación. Detuvo mi mano, como la mano de Abraham, y me hizo llorar como un nene. ¿Y sabe usted por qué? Porque entre Dios y yo están pendientes muchas cuestiones, porque llevo varios años haciéndole jugadas gordas y porque hasta ahora logré permanecer impune. Pero el Señor esperaba. El Señor conocía el corazón de mi mujer y podía esperar. Quería castigarme con lo que más me había de doler.

Carlos le interrumpió.

—¿Por qué complica a Dios en estas cosas?

—Dios está en todo. No se mueve una hoja sin su Santa Voluntad. Por otra parte, el cornudo es siempre un personaje con derecho a hacerse oír del Cielo, y en todo adulterio anda metido directamente Dios. El matrimonio es un sacramento. Violarlo es herir a Dios en su corazón.

—Supongo que ese principio se lo puede aplicar, ante todo, a usted mismo.

—¿Quién lo duda? Mis adulterios personales son una de las cuestiones a que acabo de referirme, son la causa de que Dios esperase su ocasión. Pero el caso es más complicado de lo que parece a primera vista. Anda por el medio la reputación personal, y, entre nosotros, un hombre vale, como usted sabe, en razón directa del número de mujeres con las que se ha acostado, y deja de valer en razón directa de los cuernos que le han puesto. Esto es así y no hay quien lo mueva. De modo que, o renuncia usted a su buen nombre, o fornica a calzón quitado y tiñe los cuernos de sangre, si se los ponen. Unos cuernos sangrientos pueden llegar a ser timbre de gloria.

Carlos, escuchándole, sonreía. Sonriendo, le animó a que siguiera.

—Sangre, ante todo, de la adúltera. Hay en esto, al parecer injusto, cierta justicia oculta. Un hombre está siempre dispuesto a acostarse con la mujer de otro y, a ser posible, que se sepa. Es, en cierto modo, un acto heroico, puesto que se juega la vida por la reputación; y aunque el marido burlado insulte al burlador, reconoce en el fondo que él, en su caso, hubiera hecho lo mismo. Por eso no es esencial matar al seductor, sino a la adúltera. Claro está que el que mata a los dos queda enteramente reivindicado; pero la muerte de ella se considera suficiente para vengar el deshonor. En todo adulterio, la pecadora fundamental es ella. Y ahí está lo terrible de mi caso. Yo no me siento capaz de hacérsela pagar a mi mujer. Si estuviera sana y fuerte, la habría estrangulado; pero ¿cómo voy a poner la mano encima a una mujer que tose y escupe sangre?

Se le llenaron los ojos de lágrimas y contuvo un sollozo.

—Siéntese —le dijo Carlos—. Tome un café conmigo. Coñac también, si quiere.

—No —fue hacia la ventana y se mantuvo de espaldas a Carlos durante un rato—. Café, sí lo quiero. Se le agradece.

Se enjugó las lágrimas con los dedos y cogió la taza que Carlos, sin mirarle, le tendía.

—Don Carlos, hay que hacer algo. No he venido junto a usted sólo a desahogarme, sino a pedir consejo.

—Vuelva á su casa, tranquilícese y piense que doña Lucía, por lo que sea, le mintió.

—Eso no puedo pensarlo. Y tampoco volver a casa y vivir bajo el mismo techo. ¿No lo comprende? Ya está decidido. No puedo permitir que nadie se ría de mí.

—Nadie se reirá de usted, porque de este asunto nadie sabe una sola palabra.

—Esto habrá que averiguarlo.

—¿En Pueblanueva?

—En cualquier caso, hay alguien que lo sabe, y para ese alguien tengo que hacer algo. Mi vida, desde ahora, está pendiente de ese alguien. Para él, soy cabrón.

Dejó sobre una mesa la tacilla vacía y se sentó.

—Por lo pronto, de aquí marcharé a cualquier parte. A Santiago, a Vigo. Estaré algún tiempo fuera. Y usted me hará el favor de visitar a Lucia y pedirle que se vaya. Hace días que está todo arreglado, y sólo esperábamos una ligera mejoría para mandarla a la montaña. Que alquile un coche y que se lleve a la criada. El dinero, lo tiene, y yo le mandaré más tarde lo que haga falta. En cuanto a Cayetano…

Lanzó al aire los puños amenazantes.

—¡Cayetano! ¡Ésa es otra! ¡La Providencia se ha burlado de mí hasta el punto de arrebatarme la única justificación moral de mi venganza! Porque, si no la mato a ella, ¿cómo voy a matarlo a él, aunque los niños me apedreen por la calle y me llamen boticario cabrón?

Le sudaba la frente. Pasó por ella la mano diestra. Quizá sin darse cuenta, se tentó las sienes.

—El Señor es implacable. No me deja una sola salida. Estoy hundido, deshonrado para siempre.