VIII
Por la ventana abierta entraba un olor acre de gambas a la plancha, rumor de conversaciones, voces agrias de vendedores y pregoneros. Un sol caliente, crudo, iluminaba las filas de baldosines, rojos y amarillentos, hasta el pie mismo de la casa.
Juan acabó de afeitarse, se puso la corbata y se asomó. Ante las ventanillas de la reventa se habían formado largas colas. Los carteles anunciadores de la primera novillada rompían con sus colores calientes la monotonía ocre de las fachadas.
—¡Tendidos bajos, barreras, andanadas!
Entre la masa oscura brillaban algunos sombreros de paja, prematuros.
—¡Un trece mil!
Juan cerró la ventana, se puso la chaqueta y salió. La criada de la pensión barría el pasillo. Le preguntó por Inés.
—La señorita se ha marchado a eso de las diez.
En el descansillo, Juan sacó tabaco y encendió. La portera, sentada junto a la calle, zurcía un calcetín. A su lado, en el suelo, un crío sucio jugaba con una caja de cartón. La portera, sin levantarse, le dijo:
—Tiene usted carta.
Revolvió en el bolsillo del mandil. Juan recogió el sobre y dio unas perras a la portera.
—También hubo para su hermana. Se la di cuando marchó.
Tuvo que abrirse paso, calle abajo, entre el gentío. Bajó por la carrera de San Jerónimo, por la calle de Sevilla, hasta Alcalá. Llevaba el sobre en la mano, doblado. Compró un periódico en la esquina y lo fue leyendo. Más abajo entró en el café; casi vacío a aquellas horas, dulcemente penumbroso. El camarero estaba a la puerta. Saludó a Juan.
—¿Lo de siempre?
—Sí.
Juan se sentó junto a una ventana y rasgó el sobre. La carta era de Carlos. La leyó, la releyó, la guardó en el bolsillo, quedó pensativo. El camarero trajo un café con leche y media tostada.
—¿Ha visto usted el discurso de Gil Robles?
—Todavía no.
—Esto va a durar poco. Tienen los días contados.
El café estaba oscuro. Por la puerta del fondo se veía, reluciente, el patio. Venían del piso alto ruido de billares, voces de jugadores. En la calle, frente al café, grupos de gente que discutía y gesticulaba, paseantes estacionados en el borde de la acera, de espaldas a la calzada, prestos al piropo y a la mirada procaz. Una gitana con el churumbel a la cintura vendía décimos de lotería. Por el medio de la calle, entre los automóviles, pasaba un coche de caballos con auriga à la grande daumont. Un tranvía renqueante pedía paso con timbrazos fuertes.
—Lo que le digo. Tienen los días contados. Ayer, en el turno de la noche, don Perengano decía…
Don Perengano era un escritor recientemente ingresado en el Partido Comunista. Presidía una peña nocturna en el patio, a la derecha. Juan prefería el café por la mañana, cuando no había gente conocida, cuando se podía entrar y ocupar una mesa sin que, en veinte lugares, veinte personas se preguntasen quién era el pelirrojo de la nariz larga.
—No me importa lo que diga —respondió Juan—. Su solución no nos sirve. La nuestra es el anarquismo.
El camarero movió la cabeza.
—No lo crea. Un socialismo bien administrado sería lo mejor. Yo soy de la UGT.
—Ya.
El camarero se refirió a Prieto y a Largo Caballero, repitió frases y consignas, y empezaba a trazar las líneas generales de su personal utopía, cuando entró Paco Gay en el café. Hizo con la mano visera de los ojos y miró hacia el lugar donde Juan se había sentado. Paco Gay era también gallego y profesor auxiliar de la Universidad.
—¿Qué hay, Juan?
—Lo de siempre.
Gay se acercó y se sentó.
—Un café, Pedro. Con leche, en vaso.
Traía una cartera de cuero, usaba gafas de concha oscura, se cortaba el pelo al rape. Tenía la cabeza grande, dolicocéfala, y los pómulos anchos. Tampoco se atrevía a venir de noche al café, aunque le hubiera gustado que todos le conocieran y poder sentarse aquí y allá, y escuchar a don Fulano y a don Zutano, y contarlo al día siguiente a los chicos, en clase.
—La Universidad anda otra vez revuelta. Hoy no entraron.
—¿Y vosotros?
—Los chicos tienen razón, y el día está excelente. En la Universidad hace frío, ¿comprendes? Hemos marchado todos.
Paco Gay llevaba tiempo en Madrid y se había acostumbrado a usar el pretérito perfecto en vez del indefinido.
—¿Sabes algo de la tierra?
—También allí hace buen tiempo.
—No me faltan ganas de ir; pero hasta el verano… Y quizá tampoco en el verano. Si me dan esa Lectoría en Francfort, me marcharé.
—Yo podría irme en seguida. Me ofrecen un cargo interesante. Algo que, hace tres meses, me hubiera hecho feliz.
—¿Ahora no?
—No sé.
Contó a Gay lo que le proponía Deza. Describió la situación en Pueblanueva y, por encima, su propia actuación.
—¿Quién es ese Deza?
—Uno de allá. Algo pariente mío. —Juan engoló la voz y dio gravedad al movimiento de sus manos—. Es psiquiatra y estudió en Viena con Freud. Un tipo estupendo, ¿sabes? Entiende de literatura y de filosofía, lo que se dice un hombre culto y agudo.
Gay le escuchaba estupefacto.
—¡Con Freud! ¿Y está en Pueblanueva?
—Ya ves. Lleva unos meses y sin trazas de marcharse. Quizá haya tenido un lío sentimental.
—A nosotros, si nos coge la tierra, nos deshace. ¡Y esas mujeres! Con una mujer por medio no hay quien arranque.
—Por eso me da miedo aceptar. Lo de los barcos fue cosa mía. Eran de una vieja rica que no entendía el negocio. La gente pasa hambre. Se me ocurrió hacer una experiencia de explotación sindical.
—¿Y has tenido que marchar?
—Sí.
—En esta situación, la Guardia Civil estaría de parte del capital.
—Aquello no es nada claro socialmente. El mayor propietario, el amo del pueblo, el verdadero tirano, es socialista.
Gay entornó los ojos y sonrió.
—Esas cosas sólo pasan en España.
El camarero trajo el café con leche, en vaso. Llegaron dos contertulios más: un periodista, que venía de las Cortes, y un sujeto gordo, ordinario, que vendía libros y colaboraba en Claridad. El periodista empezó a contar lo que había oído en los corrillos. El de los libros dijo:
—La mayor responsabilidad de este Gobierno estúpido se refiere al incremento del fascismo. Mucho decir Gil Robles que él no lo es, pero, a su capa, el fascismo prospera. Tengo noticias de Valladolid.
A Juan, aquella mañana, no le interesaba la política. Parecía escuchar, pero por su memoria andaban los recuerdos de Pueblanueva.
—Únicamente se sacará algo en limpio si las izquierdas dejan a un lado sus diferencias y se unen contra el enemigo común. El defecto de los españoles es su falta de unidad. Todos queremos ser cabezas, nadie acepta una disciplina. Los únicos con sentido político son los comunistas, y eso porque los dirigen desde fuera.
—Eso se viene diciendo hace lo menos un siglo.
—Pues habrá que repetirlo hasta que nos demos cuenta de que es la única verdad que importa.
A aquellas horas, con buen tiempo, en Pueblanueva resplandecería el aire. En las mañanas claras de primavera, las casas se reflejaban en el agua, temblaban rítmicamente sus imágenes, movidas por las olas mansas. A veces, restos de la niebla nocturna, jirones blanquísimos, se demoraban sobre las olas y velaban los reflejos. Era hermoso, y en alguna ocasión había intentado ponerlo en verso.
—Pues los fascistas nos dan ejemplo de unión y disciplina.
—¡Quiá! También andan a la greña. Todos quieren ser jefes.
Inés llegó pasado el mediodía. Vestía una falda gris, una camisa blanca y, sobre los hombros, llevaba una chaquetilla negra. Estaba muy bonita, y la gravedad, la sonrisa contenida, la quietud de sus manos, ayudaban a componer una imagen elegante y tranquila. Solía recoger a Juan en el café. Cuando llegaba, se sosegaban las conversaciones y dejaban de oírse los tacos con que el vendedor de libros y colaborador de Claridad reforzaba la energía de sus afirmaciones. Se levantaron todos.
—Aquí, Inés.
—Siéntate aquí.
Ella les sonrió.
—No puedo. Tenemos prisa. ¿Verdad, Juan?
Juan asintió.
—¿Por qué no tomas un vermut? —le dijo Gay—. Yo te convido.
—No, gracias. Tenemos prisa.
Juan pagaba ya su café. Los otros se sentaron, menos Gay.
—Ya sé que, a lo mejor, os vais. Juan me ha leído una carta. Inés se encogió de hombros.
—Me gustaría que os quedaseis. Al menos, tú.
—Yo no tengo que hacer en este mundo más que ir a donde vaya mi hermano.
—¿Es que no tienes derecho a tu vida propia?
—De momento, mi vida es ésa.
Juan se puso la gabardina y el sombrero.
—Vámonos ya. Hasta la noche, Paco.
—Tráete a Inés contigo.
Salieron. Juan la cogió del brazo y se abrieron paso entre la gente de los corrillos. El sol empezaba a iluminar el borde de la acera.
A la altura del Ministerio de Instrucción Pública, Juan dijo:
—Tuve carta de Carlos.
—Yo, de Clara.
—¿Te dice lo de los barcos?
—Sí.
—¿Qué te parece?
—Lo que tú quieras.
—¿Para hablar de esto tenías tanta prisa?
—Para saber lo que decides.
—Por ahora, nada.
—Tendrás que pensarlo bien.
—Hay muchas razones para marchar, pero también para quedarse. Con el dinero que nos tocó de la casa podemos vivir un par de años.
Después de comer, Inés dijo que fuesen a su habitación, pero Juan prefirió marchar a un café.
Se metieron en uno, cerca de la Puerta del Sol, donde nadie les conocía. Había mucha gente. En una parte alta, contra la barandilla de una tarima, se apoyaba, enfundado, un violonchelo, y el piano se cubría de una tela azul ribeteada de blanco. Los camareros hacían sus pedidos en voz baja, y nadie metía ruido. Debían de ser clientes habituales y acostumbrados al silencio de los conciertos cafeteriles. Inés, al sentarse, arrastró una silla, y la miraron, airados, de tres o cuatro lugares.
Se sentó junto a su hermano en el diván.
—Esta mañana estuve viendo pisos —dijo—. Encontré uno de tres habitaciones, muy arreglado.
—¿En el centro?
—En Alberto Aguilera. Interior, con muy buena luz. No queda lejos y está bien comunicado. También fui a una casa de muebles. Con mil pesetas podremos comprar lo indispensable. La ropa, aparte, dato, y lo de la cocina. Unos cien duros más.
—¿No te parece bien lo de Pueblanueva?
—Eso depende de ti. Ya te lo dije.
—Pero ¿no me aconsejas?
—No entiendo de eso.
Juan sirvió un vaso de agua y lo bebió. Se acercó el camarero; Juan encargó dos cafés y una copa de coñac.
—A ti te pretende Gay, ¿verdad?
—Sí.
—Es un excelente muchacho y será catedrático de Universidad, seguramente.
—Eso no me importa.
—¿Te gusta?
—No más que cualquier otro.
—Es que, si te gusta Gay, no se vuelve a hablar de lo de Pueblanueva.
—Nunca he pensado en separarme de ti.
Habían llegado los músicos. Dos hombres, gordo uno de ellos, y una mujer. Subidos a la tarima, desenfundaban los instrumentos. El flaco bebía el café traído por un mozo.
—Te habrás fijado en que Carlos dice que nadie comentó tu marcha.
Suponen que te fuiste al convento.
—Ahora podrían suponer que el convento no me sentaba y que salí.
—Es decir, que por tu parte…
Inés le cogió la mano.
—¿Tú quieres irte, Juan? Porque si quieres irte…
—Lo bueno del caso es que no estoy seguro.
—Lo de los barcos fue tu ilusión.
—Ya no lo es tanto.
El músico templaba el violonchelo; la mujer, con el violín en la mano, miraba a Inés con insistencia. Había cesado todo rumor. Juan bajó la voz y habló muy cerca del oído de su hermana:
—No me tengas por veleidoso. Estábamos en Pueblanueva, la gente nos era hostil, había que pelear. Conseguir aquello hubiera sido definitivo, pero conseguido por mí. Yo sabía que la Vieja no había de ceder tan fácilmente. Hubiéramos planteado una huelga, la hubiéramos ganado. Ahora se ha logrado sin esfuerzo.
—Y ya no estamos en Pueblanueva.
—Eso.
El pianista empezó a tocar los primeros compases de una obertura, «La viuda alegre», arreglada para piano, violín y chelo; entró el violín y, en seguida, el violonchelo. La violinista miraba a Inés de vez en cuando.
Alguien hablaba en alto. Le chistaron desde un rincón:
—¡Silencio!
Juan dijo:
—Aquí, en Madrid, tengo con quién hablar. Los del café me respetan y me escuchan. Leo libros, estoy al corriente de lo que pasa en el mundo y no pienso para nada en Cayetano Salgado. Me gusta Pueblanueva, pero la gente… Aunque, claro, ahora no sería lo mismo. Tenemos dinero, y allí nos duraría más que aquí.
—Te darían un sueldo.
—¿Un sueldo? ¡De ninguna manera! Trabajaría gratis, ¡no faltaba más!
¡Para que luego dijesen en el Casino que chupábamos la sangre de los trabajadores!
—Aquí también puedes encontrar empleo.
—También. Pero sin prisas. Si nos quedamos aquí…
Inés le interrumpió:
—¿No has pensado nunca en el extranjero?
—No.
—Yo lo he pensado muchas veces. A la Argentina, por ejemplo. Allí las modistas están muy bien pagadas.
—¿A la Argentina?
Se acercó el camarero con los cafés y el coñac, y lo dejó todo sobre la mesa, silenciosamente. La orquesta había llegado al vals, y un centenar de cabezas llevaba el ritmo balanceándose. Inés rompió el papel del azúcar, puso un terrón a Juan, dos a ella. Juan se sacudió de la solapa un poco de ceniza y acercó su taza.
—Me gusta más París. Ahora que todo lo de Pueblanueva se ha olvidado, sólo recuerdo que, en un tiempo, quise ser escritor. Anoche, cuando llegué a casa, estaba desvelado y me puse a leer papeles viejos, los que escribía allá. No están mal, ¿sabes? Yo tengo talento. Debo ponerme a escribir, pero en castellano, no en gallego. Gay me dijo el otro día que escribir en gallego es condenarse al anonimato. Un año en París, poniéndose al día, y volver después y escribir en los periódicos. Podría también hacerlo ahora… Me han hablado de colaborar en la Solidaridad de Barcelona. Ellos necesitan gente de un nivel superior al de los obreros, gente culta. No he dicho que sí todavía… Tendría que prepararme antes…
—¿Fue Gay el que te lo ofreció?
—No. Gay es socialista. Cuando le hablo del anarquismo se ríe.
—¿Gay tampoco cree en Dios?
Juan se encogió de hombros.
—No sé. Quizá no.
Quedaron callados. El trío remató la obertura. Le aplaudieron. La violinista, con el instrumento bajo el brazo y el arco en la mano, inclinaba la cabeza.
—De todos modos, no hay que precipitarse —dijo Juan.
Inés cerró los ojos.
—El piso de Alberto Aguilera es muy bonito. Interior, pero le da el sol. Tiene un balcón a un patio. Creo que me sería fácil encontrar clientela entre la vecindad.
Cesaron los aplausos. El pianista descendió de la tarima y ayudó a la violinista a que bajase. El del violonchelo quedó arriba, sentado, liando un cigarrillo. Sujetaba el instrumento entre las rodillas y el arco bajo el sobaco. Era un hombrecillo calvo, bonachón.
Después de cenar, Juan dijo que no le apetecía salir. Se metió en su cuarto y entreabrió la ventana. La calle estaba silenciosa. Permaneció unos minutos acodado, mirando a un gato que jugaba en el portal de enfrente; un gato negro, gordo, aristocrático, de movimientos lentos y seguros. Jugaba con un burujo de papel. Hasta que una mujer salió a cerrar el portal. Llamó al gato, y el gato entró tranquilamente. Quedó el burujo al borde de la acera, junto a un montón de desperdicios. Entró la portera y salió a poco con el cajón del polvo: lo volcó y golpeó luego contra el suelo. Juan, entonces, cerró la ventana. Se sentó ante la mesa y empezó a leer sus cuartillas.
Al poco tiempo entró la criada a decirle que el señor Gay le esperaba.
—Que pase aquí.
Gay traía una gabardina puesta y sonreía.
—Iba a dar una vuelta y se me ocurrió pasar a recogeros.
—No me encuentro muy bien. Además, tenía ganas de escribir. Gay se sentó al borde de la cama y sacó tabaco.
—¿Cuándo vas a leerme algo? —tendió a Juan el paquete de cigarrillos.
Juan, sin levantarse, alargó la mano y cogió uno.
—Está en gallego, ya lo sabes —dijo Juan.
—Lo entiendo…
—De todos modos…
Juan le pasó un montón de cuartillas manuscritas y encendió el pitillo.
—Es el poema cosmogónico del que te hablé. Quiero contar la formación del mundo sin participación de Dios. En este pasaje —arrebató a Gay las cuartillas que acababa de entregarle— describo la oquedad del cielo, el vacío del infinito. Las energías dispersas, ante la urgencia de la creación, se preguntan si necesitan un Creador, y lo buscan, lo llaman, pero el Creador no responde porque no existe. Entonces, ellas se deciden a ser creadoras. Es un pasaje largo.
Tendió a Gay unas cuartillas escogidas. Gay empezó a leer.
—Es bonito esto.
Mientras Gay leía, Juan espiaba su rostro, sus ojos.
—Lucrecio, al menos, cantó a Venus creadora —dijo Gay al devolvérselas.
—Yo, ni eso.
—Es una clase de poesía que ahora no se usa.
—Por falta de alientos. Yo mismo no sé si los tendré para acabar el poema; los tuve, pero las cosas vinieron mal. Ahora puedo recobrarlos. Por eso me pregunto si haré más servicio a la humanidad con mi poesía o dedicándome a la política. Ya ves: la humanidad necesita de vez en cuando que se le diga la verdad en verso, que se le diga con pasión y poesía. Pero ésta es una verdad terrible, y Dios, en cambio, es una mentira esperanzadora. A veces pienso que los hombres no están maduros para el ateísmo y que decirles la verdad es hacerles daño. Mi poema lo hará, indudablemente, a algunos, pero si me hago cargo de ese asunto de Pueblanueva, puedo hacer mucho bien. Estoy perplejo.
—Un comunista te diría: acepta lo de Pueblanueva, porque el mundo hay que modificarlo por la acción, no por la poesía.
—Pero tú no eres comunista.
—No.
Juan ordenó las cuartillas y las volvió a la carpeta.
—Dime, Gay: tú, ¿qué eres?
Gay se encogió de hombros.
—Un poco de todo y nada en concreto. En eso de Dios, tampoco estoy seguro, pero no me preocupo. Si existe, ya me valdrá lo mucho que mi madre reza por mí.
—Pero hay que tomar una decisión. En los tiempos que corren es una exigencia moral. Hace cuatro años cuando vino la República, se puso de moda una frase: «Hay que definirse». No sé si sigue o no de moda, pero no ha perdido vigencia.
Gay rectificó su postura en el borde de la cama; se echó un poco adentro; cruzó las piernas y buscó apoyo para la espalda.
—Yo no sería capaz de plantearme ese problema que tú te planteas, si serviré mejor a la humanidad dedicándome a la política o ganando unas oposiciones a cátedras. Por las dudas, voy a ver si gano las oposiciones.
—Pero eres republicano.
—Eso lo es todo el mundo.
—Los intelectuales —dijo Juan con cierta solemnidad— tenemos una obligación…
Le interrumpió una llamada en la puerta. Entró la criada.
—La señorita dice que, si no se ha acostado, que vaya a verla.
A Gay le resplandecieron los ojos. Arrojó el cigarrillo a un rincón.
—¿Está en casa Inés? Yo creí…
—Dígale que está aquí el señor Gay y que si podemos ir los dos.
Gay saltó de la cama.
—A lo mejor, le gustaría salir un poco conmigo.
—Díselo —le echó una mano por el hombro y lo empujó hacia la puerta. Luego repitió—: Díselo. Probablemente le gustará dar un paseo.
Habían llegado hasta el convento de la Encarnación. Estaba oscuro y silencioso. Inés se detuvo.
—¿Por qué me traes aquí?
—Es una parte muy bonita de Madrid, que quizá no conozcas.
—Me da miedo. Vámonos.
—La plaza de Oriente queda aquí mismo, a un paso. Podemos llegar hasta allí.
—No importa.
Parecía inquieta. Gay la cogió del brazo y se volvieron. Pasó un coche de caballos, una berlina cerrada, de alquiler, con el letrero de «Libre» levantado. Gay sintió la tentación de detenerla, de meterse en ella con Inés, pero no se atrevió. Atravesaron la plaza de la ópera y entraron en un café frente al teatro. Gay ayudó a Inés a quitarse el abrigo.
—Perdona, pero tenía ganas de estar a solas contigo.
—¿Para qué?
Gay vaciló.
—Para hablar.
Se sentaron juntos. Inés recogió las manos y las cruzó sobre el regazo.
—Aquí podemos hacerlo.
—No es lo mismo. Hay gente, y soy bastante tímido. Ya lo habrás notado.
—¿Qué quieres decirme?
—Que si te parece bien salir conmigo… algunas veces. Ir al cine, o a merendar, o a dar un paseo, como hoy. Aunque trabajo mucho, tengo a veces un rato libre y me gustaría pasarlo contigo.
—¿Para qué? Te aburrirás. Soy de pocas palabras, ya lo sabes. —Eso no importa. Yo, cuando tengo confianza, hablo bastante. Y estoy solo en Madrid, sin nadie a quien contar mis cosas. Porque también tengo problemas.
—¿También?
—No como los de tu hermano, claro. Soy de otra manera. Pero no todo marcha, y a mí me gustaría que alguien se interesase…
—¿Por qué yo?
—Inés, porque…
Gay bajó la cabeza.
—Estoy bien contigo. Me da la impresión de que eres buena, y…
—No soy buena.
Gay la miró bruscamente, asustado. Se apartó un poco.
—Hay alguien a quien mataría, si pudiera —continuó Inés—. Supongo que eso no es ser buena.
Gay se echó a reír.
—Creí que tu maldad era de otra clase. Todos mataríamos a alguien, estoy seguro. Al que más y al que menos nos han hecho daño. Mira: hay un punto en la Universidad, uno de derechas, que desde hace dos años me viene haciendo la sombra. Me birló el premio extraordinario de doctorado, me ganó unas oposiciones a auxiliar de la Facultad. Y no es que valga más que yo, sino que es más hábil. Cuando se encuentra conmigo, me mira con tal aire de superioridad y me sonríe con tal impertinencia que le echaría las manos al cuello hasta estrangularlo.
—He aguantado muchas sonrisas así en la vida.
Gay la miró con simpatía, se acercó un poco a ella, aproximó una mano a la de Inés, pero la retiró en seguida.
—Inés, ¿a ti te engañó algún hombre?
Se apartó. Inés le miraba a los ojos con frialdad.
—Más bien me engañé yo.
—Pero ¿te abandonó? Quiero decir…, ya me entiendes.
Inés movió la cabeza, sin dejar de mirarle fijamente. Gay esquivó la mirada.
—¿Le quieres… todavía?
—No.
—Entonces, podrás querer a otro. Digo yo…
Inés se encogió de hombros.
—¿No te has dado cuenta de que vivo para mi hermano? Es lo único que me importa en el mundo. Y no quiero que vuelva a Pueblanueva. Aquí es más feliz.
—Y porque lo sea, ¿te sientes capaz de sacrificar tu vida?
—Naturalmente. Pero no me cuesta sacrificio.
—No lo entiendo. Una mujer de tu edad y tan bonita como tú… —Gay enrojecíó—, lo natural es que… En fin…, ya me entiendes.
—Sí; pero tú a nosotros, no. Tendrías que saber muchas cosas. No estaré nunca tan unida a nadie como a mi hermano, y no deseo estarlo.
Hablaba con dureza tajante, sin mirar a Gay. Él intentó otra vez aproximarse un poco y habló suave, dulcemente:
—Me gustaría casarme contigo, Inés. A pesar de todo.
—No pienses en eso.
—Tengo la impresión de que a tu hermano no le disgustaría. Cuando esta noche le pregunté si podría salir contigo, sonrió y me dio facilidades. A lo mejor se siente un poco prisionero en tu compañía, se siente obligado a ti. Si te casaras, sería mejor para él.
—Aun así…
—Conozco muchos hombres que se han frustrado, humanamente quiero decir, por una madre o una hermana a las que querían demasiado. Un hombre necesita, en ciertas ocasiones, ser absolutamente libre. Y Juan también lo necesitará, más que otro, probablemente. Sabes que Juan es anarquista. Cualquier día de éstos se armará una gorda en España, y a Juan le tocará actuar. No es lo mismo hacer poesías que pegar tiros. ¿Y cómo va a hacerlo, si es la única persona que tienes en el mundo?
—Juan me necesita —dijo Inés con calor, con la vista perdida en el fondo del café—. Tengo que trabajar para él, ¿comprendes? Juan no sabe vivir, no supo nunca. Esta mañana, al hablar de lo de Pueblanueva, le pregunté si le darían un sueldo, y él me respondió que no lo aceptaría. Después le pregunté si pensaba buscar algún empleo en Madrid; me dijo que sí, pero sin prisa. Fue una disculpa. Él no sabe pedir. En cuanto a eso que dices, yo no le estorbaré jamás. Sé defenderme sola.
Gay metió las manos en los bolsillos, bajó la cabeza, hundió los hombros.
—Es monstruoso —susurró—. Y, sin embargo, ya ves, tu hermano me es simpático y lo quiero bien. Pero yo sería incapaz de permitir que una mujer trabajase para mí. No sé, no me atrevería a salir a la calle.
—De momento, nadie trabaja para Juan. Vivimos de nuestro dinero.
—¿Sois ricos?
—Hemos vendido la casa que teníamos, un pazo.
Gay se sobresaltó.
—¿Sois gente de pazo? Ahora empiezo a comprender…
Levantó la cabeza lentamente. Miró a Inés a hurtadillas, con interés, con algo de admiración.
—… que quieras matar a un hombre y todo lo demás. Y comprendo también a tu hermano.
—Tienes que ayudarme a convencerle, ¿comprendes? Saldré contigo cuando quieras. Porque si él se va, me iré yo también, y así…
Se interrumpió, volvió el rostro hacia Gay y, repentinamente, le cogió una mano.
—Dime: ¿crees en Dios?
—¿Por qué?
—Porque de los que creen en Dios no me fío.
La pensión estaba silenciosa. Inés avanzó a tientas por el pasillo. Al abrir su habitación vio una rendija de luz bajo la puerta de Juan. Se acercó y llamó:
—Soy yo, Juan.
Entró. Juan estaba sentado ante la mesa, vuelto a medias hacia la puerta. Tenía ante sí un montón de papeles y un lápiz. Se había quitado la corbata, y el pelo revuelto le caía sobre la frente.
—Hola.
Llegó hasta él, le acarició la cabeza, le arregló el pelo.
—¿Qué tal lo has pasado con Gay?
—Bien.
—Yo he intentado trabajar. ¡Hace tanto tiempo que tengo esto abandonado! Encontrar, al cabo de dos años, una obra incompleta es como tropezarse con una persona a la que no se ve hace tiempo. Siempre da sorpresas.
—¿Serás capaz de seguir?
—Creo que sí.
Inés se apoyó en la mesa, muy cerca de su hermano.
—Juan, Gay me dijo que le gustaría casarse conmigo.
—¿Y tú?
Inés cerró los ojos.
—¿Quién sabe?
Juan le cogió las manos.
—¡Esto me alegra, caramba! ¡No sabes cómo me alegra!
—¿Por qué, Juan?
Juan dejó de sonreír.
—Es lo natural. Siempre pensé que deberías casarte. Es el destino natural de una mujer. Recuerda, hace meses, cuando llegó Carlos a Pueblanueva. Claro que entonces tenías otros proyectos.
Inés se apartó de la mesa, dio unos pasos hacia el rincón y habló de espaldas.
—¿No piensas que sería un estorbo para ti? ¿Que acabaría por hacerte daño si sigo soltera? Hay hombres que fracasan por una madre o una hermana a la que quieren demasiado… o que le quieren a él demasiado.
Juan se levantó y fue hacia ella. Se arrimó a la pared y atrajo a Inés hacia sí. Inés le echó los brazos, cruzó las manos detrás de la nuca de Juan. Éste dijo:
—Nunca lo he pensado. Tú no me estorbarías nunca. Y no quiero que lo pienses. Pero si Gay te gusta, sal con él, y cuando quieras, te casas. Por cierto que… —apartó la mirada— tu dinero. Hay que guardar para ti la mitad del dinero. Te hará falta para el ajuar y esas cosas… Con el mío podremos arreglarnos, ¿verdad? Tendré que buscarme algo por ahí, aceptar esas colaboraciones para ayudarnos. No será difícil.
—¿Renuncias a lo de Pueblanueva?
Juan sonrió, se soltó de ella y volvió a la mesa.
—¡Claro! Si tú y Gay… Y aunque no fuese así. Lo he estado pensando. Es mejor que se encargue a otra persona sin compromisos. Yo, a lo mejor, acabaría por perjudicar a los propios interesados. Pensándolo bien, entender de negocios de pesca, lo que se dice entender, no entiendo. Quizá de una manera teórica. Pero una cosa es planear y otra llevar los planes a cabo. ¿No lo encuentras razonable? Inés se acercó y volvió a acariciarle la cabeza.
—Me voy a dormir. Piénsalo y no te decidas hasta mañana.
Le dio un beso en la frente y salió. Abrió silenciosamente la puerta de su habitación, encendió la luz. El armario estaba entreabierto. Lo cerró, se arrimó a la cómoda y se miró al espejo de tres lunas: un espejo pequeño, con marcos de caoba; se miró a los ojos con el gesto sombrío y decidido. Después empezó a desnudarse.
Querido Carlos: ¿Qué quieres que te diga? A pesar de todas tus seguridades, ni Inés ni yo creemos conveniente volver a Pueblanueva.
Ella no es demasiado explícita en sus razones, pero la comprendo y espero que tú la comprenderás también. En cuanto a mí, me daría mucha vergüenza comparecer ante esos camaradas por los que tanto trabajé, pero a los que abandoné en un momento decisivo. Nunca me creería perdonado, porque, en el fondo, creo que no deben perdonarme. Sin embargo, aquí sigo peleando por ellos, pero en otro frente.
Un día de éstos empezaré a escribir en la Solidaridad, que, como sabes, es el diario de la CNT en Barcelona. Si llega ahí, ya veréis mi firma. También tengo a la vista colaboraciones y trabajos de la misma índole, que probablemente me permitirán algún día presentarme con la frente alta ante mis antiguos compañeros de lucha, los pescadores de Pueblanueva, a los que desde aquí saludo.
Me doy cuenta de que mi negativa te traerá, momentáneamente, dificultades, pero quizá yo mismo pueda ayudarte a resolverlas. ¿No has pensado que el Cubano sería el mejor apoderado de esa empresa con la que tantas veces soñé? A su honradez, a su entusiasmo por la causa de los oprimidos, une una serie de excelentes cualidades, como la práctica de su negocio, la confianza de los pescadores, la reputación en el pueblo. Habla con él.
Inés está muy bien. Dentro de pocos días nos mudaremos de la pensión a un piso que vamos a alquilar. Ya te mandaré la dirección.
Aldán.
P. D. He vuelto a trabajar en mi poema cosmogónico. Poco a poco vuelvo a ser el que fui, como si saliera de un largo sueño. Me han convencido de que lo escriba en castellano. ¡No sabes lo difícil que resulta esta especie de traducción de mí mismo en que estoy metido! Pero, créeme, mis versos castellanos resultan excepcionalmente musicales. Estoy contento.
—Por mí me alegro —dijo Clara—; pero por ellos, no. A Juan le vendría muy bien acostumbrarse a trabajar todos los días.
Se habían ido los albañiles. Las paredes ya estaban encaladas, y los pisos, puestos. Faltaban el arreglo de la cocina y algún trabajo de carpintería.
Carlos y Clara, arrimados a los quicios de la puerta, miraban la plaza. El sol iluminaba las torres de Santa María, que parecían de oro viejo. En la plaza unos chiquillos se perseguían, saltaban por encima de las tablas y los tablones puestos allí para levantar un andamiaje, gritaban, corrían.
—Quizá sea mejor así —dijo Carlos—. Me disgustaría mucho el fracaso de Juan.
—¿Tan seguro estás de que fracasaría?
—No; pero no me gustaría que se hundiese el negocio en mis manos o en las suyas.
—En el fondo, estás convencido de que es un disparate.
—Quizá.
—En cualquier caso, tú quedas bien. Juan te estará agradecido.
Los chiquillos, en sus juegos, se metieron en los soportales. Uno de ellos llegó corriendo, tropezó con Clara, rió y se alejó.
—Bueno, voy a echar un vistazo a esto. ¿Verdad que queda bonito? Estoy decidida a mudarme. Me han dicho que el lunes. Porque los carpinteros no me estorbarán.
Sacudió un cascote que había quedado en el suelo.
—Esta mañana estuvo a verme un viajante. De parte de aquel tipo de Santiago que tanto me miraba las piernas. Ya le hice el pedido. Pasa de veinte mil pesetas. Me dijo que lo mejor sería pagar la mitad al recibir los géneros y la otra mitad a plazos. En letras, ya sabes. De todas maneras, tendrás que ayudarme.
—Si estoy aquí.
—¿Cuándo viene la francesa?
Carlos tardó en responderle.
—Le escribí hace días, le mandé la copia del testamento. Espero que vendrá en seguida.
—Tengo ganas de verla —miró a Carlos—. ¿Y tú?
Carlos hizo un gesto de indiferencia.
—Me es igual. Lo que deseo es despacharlo todo pronto. Me viene demasiado ancha y demasiado pesada esa carga de administrar la herencia.
—Y la Galana, ¿cuándo se casa?
—Dentro de quince días.
—Iré a la boda, ¿sabes? Siento verdadera curiosidad por ver la cara que pones de padrino.
Se oyeron, lejanos, los bocinazos de un coche y el ruido de un motor. De las tabernas, de las tiendas, salieron mujeres, mozalbetes. Formaron grupo ante la estación del autobús, hablaban a voces. Los bocinazos se repitieron más cerca, y el autobús pasó ante la iglesia.
—Me estoy acordando de mi llegada a Pueblanueva —dijo Carlos—. Fue por la mañana, un día de mercado. Llovía mucho. La Galana y su madre venían a mi lado, y Rosario me tapó con su mantón.
Clara no le escuchaba. Se había alejado unos pasos y hablaba con una mujer.
—Espera un momento, Carlos.
El autobús se detuvo. Clara cogió del brazo a la mujer y la metió en la casa. Empezó a explicarle cómo iba a ser la tienda. Después la mujer se fue.
—Conviene que se vayan enterando —dijo Clara—. ¿Sabes qué me preguntó? Que cómo una señorita de mi clase iba a poner una tienda. Entonces le respondí si encontraba mejor que me muriese de hambre. Se tuvo que callar.
Unos mozos empezaron a descargar el autobús. Pasó el cartero, cargado del saco de la correspondencia. Dijo: «Buenas tardes». Detrás de él llegó un chico con un paquete: una caja bastante grande, achatada.
—Don Carlos, que traen esto para usted.
Entregó el paquete y quedó esperando. Carlos le dio unas perras.
—Es tu traje, Carlos. Tu traje nuevo. ¿O es que ya lo habías olvidado? Mira, en la caja tiene la marca del sastre:
POZAS E HIJOS
Sastrería eclesiástica y civil
—Anda. Vete a casa y póntelo. Tengo ya ganas de verte con él. Yo, mientras, cerraré esto. Ve a buscarme a la lonja.
Carlos se sintió alegre. Corrió, calle abajo, con el paquete bajo el brazo. A la puerta del Casino estaba don Baldomero.
—Don Carlos, ¡que no se le ve el pelo hace unos días! Ya creí que se había marchado sin despedirse.
—Luego vendré por aquí.
—Tenemos que hablar, don Carlos. No deje de venir.
El portal de la casa de doña Mariana estaba oscuro; pero Carlos advirtió en un rincón el bulto de alguien sentado, quizá dormido. Se acercó y reconoció a Paquito el Relojero. Le alzó la cabeza. El Relojero entreabrió lo ojos y los volvió a cerrar. Olía a aguardiente.
La Rucha, hija, le explicó:
—Llegó nada más marcharse usted. Quería entrar en la casa, pero yo no lo permití sin permiso del señor. Entonces se fue a la taberna y no volvió hasta que tuvo la mona cogida.
—Llevadlo a una cama y acostadlo.
La Rucha hizo aspavientos.
—¡Ay, señor! ¿Cómo vamos a acostarlo nosotras? Ni mi madre ni yo podemos con su cuerpo.
—Buscad quien os ayude. No vamos a dejarlo ahí toda la noche.
Subió a su cuarto y se cambió. Halló, en el espejo, su facha transformada, casi atractiva. Hizo un esfuerzo por no mirarse, sino sólo por mirar a aquel sujeto que aparecía en el espejo; dictaminó que la figura, así vestida, y con camisa y corbata nueva, tenía clase, aquello mismo que había descubierto en la de doña Mariana, nada más verla, el día de su llegada.
—Le hubiera gustado así, tan elegante.
Se quitó la chaqueta, pero cambió de opinión y volvió a ponérsela. En el fondo de la casa se oían voces agudas, chillonas: los insultos de las Ruchas al cuerpo inerte del Relojero. Con la gabardina al hombro Carlos se echó a la calle. Encontró a Clara junto a la lonja. Traía en la mano un paquete pequeño.
—A ver, quítate la gabardina. ¡Pareces otro!
Acarició la pana de la chaqueta.
—Ya verás cómo la Galana presume más de padrino que de marido. Y a propósito: acaban de decirme en la lonja que has regalado a la Galana la casa donde vive.
Carlos miró hacia el fondo de la ría.
—Sí.
—Pues sí que pagas bien a tus queridas, hijo. Ni Cayetano es tan rumboso.
—Las mujeres no entenderéis jamás por qué los hombres hacemos esas cosas.
—Ya.
De pronto, Clara echó a correr, sin decir adiós, sin volver la cabeza. Se perdió, calle arriba, en la sombra. Carlos quedó quieto, sorprendido. La siguió con la mirada, y cuando ella desapareció, siguió mirando.
El jolgorio de la lonja se apagaba. Las últimas pescadoras recogían sus cestos. Empezó a rugir un motor, y un camión colorado pasó, con los faros encendidos, por su lado. Carlos se apartó y, sin prisa, se dirigió al Casino. Entró sin quitarse la gabardina. El salón estaba vacío, pero se oían voces en la sala de juego.
Dejó la gabardina en el perchero y se acercó a la mesa del tresillo. Don Baldomero y el juez discutían a gritos una jugada. Carlos dijo: «Buenas noches», y nadie le contestó. Sólo Cubeiro, que acababa de ganar gracias a la torpeza del juez, le hizo señal de saludo con una mano y le sonrió.
Buscó un asiento y esperó a que se calmase la trifulca.
—Pues si está dormido, váyase a la cama.
El rostro de don Baldomero se había puesto colorado. El juez recogía cartas y seguía disculpándose.
—Como usted comprenderá, nadie puede averiguar…
—Con la disputa —dijo Cubeiro— no han echado de ver que don Carlos se ha hecho un traje.
Se volvieron hacia él.
—¡Hombre, don Carlos, ya iba siendo hora! ¡A ver, póngase en pie!
Fue examinado a conciencia. Tuvo que enseñar el marbete del sastre. Don Baldomero garantizó que era el mejor de Santiago y, probablemente, de Galicia.
—Lo que yo no me explico —dijo Cubeiro— es cómo se ha gastado los cuartos en una chaqueta de pana. Son ganas de llamar la atención, ¿eh?
—Es el traje de los sabios —explicó, zumbón, el juez.
—Se equivoca —dijo Carlos—. La pana dura; por eso la prefiero. Tengan en cuenta que lo menos en tres años no podré hacerme otra.
—¿Tau mal anda de cuartos?
—Ahora tendrá de sobra quien le preste: Los bienes de doña Mariana son buena garantía.
—Los bienes de doña Mariana tienen dueño.
Cubeiro le palmoteó la espalda.
—¡Que todo se sabe, don Carlos! El verdadero dueño es usted.
—¿No saben que marcharé dentro de unos días?
—Unos dicen que sí, otros dicen que no. Anteayer se hicieron apuestas.
—Pues ganarán los que apostaron que sí.
Don Baldomero dio un brinco.
—¡No me deje perder, don Carlos! ¡Puse diez duros a que no se iría!
Había acabado la partida cuando llegó Cayetano.
—¡Ahí tiene a don Carlos, que se nos va! ¡Y se hizo un traje nuevo para el viaje!
—Pues sentiré que te vayas, Carlos, porque no podrás asistir a mi entierro.
Quedaron en silencio repentinamente, como sobrecogidos. Cubeiro se incorporó en el asiento y preguntó anhelante:
—¿Qué le pasa? ¿Está enfermo?
Cayetano sacó un papel del bolsillo.
—Desde hace algún tiempo vengo recibiendo anónimos, en que me pronostican la muerte; pero el de hoy dice que moriré asesinado. Será un gran día para Pueblanueva.
Arrojó el papel encima del tapete verde. Nadie alargó las manos para cogerlo.
—Léanlo, léanlo. Es para echarse a temblar.
El juez cogió el papel con manos vacilantes y empezó a leer: «Si tiene usted la Biblia, busque en el capítulo treinta y uno, versículo dos, de Isaías, y encontrará su condenación: «Se levantará contra la casa de los malvados, contra el socorro de los que obran en la iniquidad». Y más adelante: «Asur caerá a la espada —que no es espada de hombre— herido por espada que no es de un mortal». Levantó los ojos, extrañado:
—¿Qué quiere decir esto?
Cayetana recobró el papel y lo guardó. Acercó una silla a la mesa, hincó en ella una rodilla y apoyó los brazos en el respaldo. Quedaba un poco más alto que los jugadores, la cara en penumbra. Alargó hacia la luz una mano abierta, explícita.
—Está bien claro: que cualquier día de éstos bajará un ángel del cielo y me apuñalará por la espalda.
—Eso lo habrá escrito algún loco.
—O un protestante —dijo don Baldomero con tranquilidad—. Seguramente algún protestante que anda por ahí. Va habiendo muchos. Los protestantes leen siempre la Biblia.
—Ya lo sabe, juez, para cuando me maten. Entre mis papeles encontrará muchos como éste. Servirán de testimonio.
Hablaba Cayetano con voz burlescamente solemne, con fingido gesto de temor. El juez, oficioso, se le acercó.
—¿Por qué no me presenta una denuncia? Se harían averiguaciones.
—¿Para qué? Sé lo que tengo que saber, y entre esos papeles hay uno en que declaro el nombre de quien me manda los anónimos.
Don Baldomero jugaba con las cartas: las barajaba diestramente. De vez en cuando levantaba la vista, miraba de frente a Cayetano, escuchaba con atención.
—Claro que, a lo mejor, me lo cargo yo a él antes de que baje el ángel a asesinarme —continuó Cayetano—. No me costará trabajo.
—Yo no haría caso —intervino Cubeiro—. Esto de los anónimos, ya se sabe, viene por rachas. Hace años hubo una temporada en que los recibía todo el mundo, hasta que se descubrió el autor, aquella pobre loca, tía de Sarita Couto. Ya lo recordarán ustedes.
Cayetano se dirigió a Carlos:
—No te vayas, Carlos, si quieres acompañarme a la última morada. Y, por cierto, ¿cuándo vendrá Aldán? A ése tampoco le disgustaría verme con los pies para adelante.
—No vendrá.
—¿Has cambiado de opinión?
—Es él quien no quiere venir. No le interesa ya lo de los barcos. Le va muy bien en Madrid. ¿Saben ustedes? Escribe en la prensa.
—¿En la prensa… de Madrid? —Cubeiro ponía ojos de incredulidad—. ¿En periódicos de esos que se venden por la calle?
—En la Solidaridad de Barcelona.
—¡Bah! —dijo Cubeiro—. Yo, mientras no escriba en el ABC…
Cayetano dio la vuelta a la silla y se sentó.
—Para que te fíes de los amigos, Carlos. Ahora no encontrarás quien te saque del atolladero —ofreció tabaco al concurso—. ¡Acabarás teniendo que llevar personalmente un negocio del que no entiendes una palabra! Si no, al tiempo.
Sacó un mechero nuevo y lo pasó al más próximo.
—Encienda. Estos caballeros son testigos de que te ofrezco ayuda, si no tienes a mal recibirla. Y sin el menor interés. Ese negocio, como cualquier otro, sólo yo podría sacarlo adelante.
Todos miraban a Carlos. Parecían exigir, con sus miradas, una respuesta. Carlos se echó un poco atrás en el asiento, como si quisiera esconder la cabeza en la zona de sombra, y respondió:
—Ya veremos.
Acompañó al boticario hasta su casa y hubo de esperar un rato hasta escuchar el parte facultativo de la salud de doña Lucía: don Baldomero había tenido carta y, con ella, la enumeración y casi la descripción de fiebres, desmayos y hasta vómitos.
—Me escribe una vez por semana y siempre me dice que morirá al día siguiente. Y es lo que yo me pregunto: si está tan enferma, ¿de dónde saca las fuerzas para escribir tanto? Y si está tan arrepentida, ¿a qué viene eso de contarme sus males tan por lo menudo? ¡Como si uno no tuviese bastante penitencia con lo de aquí!
Le dio, de pronto, la risa.
—¿Se ha fijado en Cayetano? ¿Lo ha escuchado bien? ¡Mis cartas empiezan a hacer efecto!
—Yo dejaría de escribirlas.
—¿Tiene miedo de que me descubra? ¡Ni lo piense! Quizá sospeche, pero una sospecha no es una certidumbre. Nunca podrá probar que soy yo. Desfiguro la letra, y el papel no es del que se vende aquí. ¡Y, ya ve, las amenazas no caen en saco roto! Hace como que se burla, pero, en el fondo, está preocupado.
Quedaron para el día siguiente en el Casino. Carlos dio un rodeo y, por unas callejas, bajó al barrio de los pescadores. Era cerca de medianoche cuando llegó al muelle desierto. Olía a marea baja y a pescado puesto a secar. Antes de entrar en la casa del Cubano se acercó al pretil y estuvo un rato allí, acodado, mirando las aguas oscuras.
En la taberna, cuatro marineros jugaban al tute en un rincón. Respondieron al saludo de Carlos, le miraron unos instantes y cuchichearon. Carlos pidió a Carmiña que avisase a su padre, si no se había acostado.
—Pues no lo sé. Espere. Tome algo mientras.
Carlos se sentó y bebió un sorbo de tinto que le sirvió Carmiña. Los marineros habían vuelto al tute, pero con menos brío. No levantaban la voz ni arrojaban las cartas con ira, entre denuestos.
El Cubano tardó unos minutos: se apretaba el cinturón y traía los cabellos revueltos.
—Tiene que perdonarme. Ya me había acostado.
—Le dije a Carmiña que en ese caso…
—¡No faltaba más! Aunque fuesen las cuatro de la mañana.
Carlos sacó del bolsillo la carta de Juan.
—Vine para que lea esto. Ha llegado hoy.
El Cubano cogió la carta y miró, anhelante, a Carlos.
—¿Es de Aldán? ¿Acepta?
—Lea.
—En este caso… —señaló con un gesto a los jugadores de tute—, será mejor que entremos.
Se apartó y dejó paso a Carlos. Se metieron en un comedor chiquito, con sillas de rejilla. El Cubano esperó a que Carlos se sentase. Entonces sacó unas gafas, se las puso en medio de la nariz y empezó a leer. Dos o tres veces levantó la vista de la carta, miró a Carlos por encima de las gafas y siguió leyendo. Luego dobló el pliego, lo metió en el sobre, lo devolvió a Carlos y se sentó.
—Pensándolo bien —dijo—, cualquiera haría lo mismo. Pero yo lo siento, ¡qué caray!, le tengo ley a Aldán y hemos hablado mucho, aquí mismo, en este comedor, y hasta hemos arreglado el mundo en nuestras discusiones. Porque discutíamos, ¿sabe? Los dos somos anarquistas, pero cada cual a su manera. Yo no tengo tantas lecturas.
Indicó el breve anaquel en el que yacían unos cuantos libros desgualdramillados.
—El difunto Nakens y unos números de la Revista Blanca. Cosas que ahora ya no lee nadie. Lo demás lo aprendí por el mundo. Aldán sabía más, pero le faltaba experiencia. Aunque ya tiene mérito que un hombre como él se haya puesto de nuestro lado. Eso de escribir en los periódicos, claro, le irá mejor.
Quedó como pensativo. Después abrió las manos.
—¡Bueno! Pues usted dirá.
—Yo sigo el consejo de Aldán y le ofrezco el cargo de apoderado. Confieso que no se me había ocurrido antes, pero tengo en usted la misma confianza que en él.
Dejó caer el brazo, con la mano abierta, sobre el mantel de hule, floreado de rosa y azul. Abrió la mano, larga y estrecha, de dedos un poco torcidos.
—Supongo que el Sindicato no tendrá nada que oponer y que usted estará conforme.
El Cubano recogió los brazos y miró a Carlos con mirada franca, sincera.
—Yo lo comunicaré al Sindicato y me someteré al acuerdo de la mayoría.
—Podemos dar por sentado que aceptarán. Y, en ese caso, es conveniente que vaya prevenido. Los pescadores tienen que ser conscientes de lo que van a emprender y de las condiciones en que lo emprenden. Doña Mariana Sarmiento, según el testamento que ustedes conocen, cede sus barcos; pero para llevar adelante el negocio hace falta dinero, y ni ustedes lo tienen ni yo puedo disponer de él, al menos en la cantidad necesaria para constituir un fondo de reserva. Supongo que habrá que empezar por una hipoteca.
El Cubano abrió mucho los ojos.
—¿Una hipoteca?
—Un barco. Quizá dos. Además, la cesión habrá de hacerse de modo legal, mediante un documento. Corre de mi cuenta, pero es menester que lo sepan y que los responsables se dispongan a firmar. En cuanto a usted, el poder le dejará las manos libres para hacer y deshacer según lo necesite.
El Cubano se rascaba la cabeza y entornaba los ojos.
—Sí, sí… Pero una hipoteca… ¿No le parece que es un mal modo de empezar?
—Evidentemente; pero no conozco otro medio de allegar fondos. Como usted sabe, en los últimos tiempos doña Mariana perdía unas treinta mil pesetas anuales; pero ella podía perderlas.
—Es que si nosotros perdemos eso, estamos arruinados.
—La idea de Aldán era, si no recuerdo mal, que los barcos, explotados con un criterio moderno, no darían pérdida, sino ganancia. Pero no inmediatamente, supongo.
—Sí. Eso pensaba Aldán, y todos con él.
Carlos se inclinó sobre la mesa.
—¿Era una buena idea o un disparate? ¿Cree usted honradamente que es una buena idea o una quimera?
El Cubano se levantó, apoyó las manos en la mesa y aguantó la mirada de Carlos.
—Le doy mi palabra de hombre honrado de que la creo una buena idea, una idea salvadora. Si no lo creyera así, no aceptaría…
Carlos se levantó también y le palmoteó el hombro.
—Entonces, no hay más que hablar. Yo no puedo dar mi opinión porque no entiendo, pero confío en usted… En ustedes, en todos los pescadores. Prácticamente son ya propietarios de los barcos.
—Pero…, ¿nos abandonará?
—¿Qué quiere decir?
El Cubano parecía embarazado y le temblaba algo en la mirada. Sacó un pañuelo y se limpió las narices.
—Don Carlos, usted sabe que desde que empezó este asunto mi preocupación fue no estorbarle. Pero ahora…
Le echó las manos a los hombros y le apretó fuertemente.
—… comprendo que nos hará usted falta. Al principio… No sé… Tendrá que echarnos una mano. Ya sé que usted quiere irse de Pueblanueva. Pero ¿no podría esperar un poco, al menos hasta que esto marche?
Bajó los ojos y, lentamente, dejó caer los brazos.
—Yo soy un analfabeto. Y usted tiene que darse cuenta de que esto no lo ha hecho nadie ni sabe cómo se hace. Y habrá que equivocarse hasta dar con el quid… Y si Cayetano se mete por medio y nos lo estorba…
Carlos volvió a sentarse. El Cubano, de pie, un poco doblado hacia delante, le tendió una mano. Carlos no le miraba. Dijo:
—Algún tiempo, no mucho… Sí, el que haga falta. Pero yo…
Levantó la mirada. El Cubano sonreía.