III
Hacía frío en la iglesia. Las piedras rezumaban humedad, y la cal de las bóvedas verdeaba en las aristas y en los ángulos. El viento que entraba por la rotura de un rosetón helaba el aire del coro. Bajo las capas, los frailes tiritaban. Alguno se había embozado, y sólo destapaba la boca para el canto, cuando le correspondía.
No lo hacían muy bien. Entre los jóvenes, había dos o tres rebeldes a la disciplina gregoriana. Tenían buena voz y no renunciaban a lucirla. En cualquier momento sacaban de la garganta un chorro de gorgoritos y estropeaban la limpieza melódica. Fray Ossorio se lo había hecho ver, varias veces, al prior. «¡Déjelos, padre, que canten a su modo! Pasan hambre, pasan frío. Si les quita usted el gusto de cantar, ¿qué les queda?». Así no se podía organizar un coro. Así…
El viento apagó una vela del altar. El sacristán se cuidó de encenderla: cansino, parando a cada paso para soplarse los dedos. El organista se los soplaba también, una mano después de otra, para no interrumpirse. Faltaba poco para terminar las vísperas. El himno «Magnae Deus potentiae» había salido desastroso, a causa de los gorgoritos.
Sonó, seco, sobre la madera, el martillo del prior, y los frailes fueron saliendo de dos en dos, inclinados y silenciosos. El prior, de pie, esperaba. Al paso del padre Ossorio le hizo señal de que se detuviese.
—Aguárdeme, padre, en mi celda.
—¿Ahora mismo?
—Ahora.
Al romperse las filas, fray Ossorio cruzó los claustros. El viento racheado azotaba las columnas, silbaba en las esquinas de las pilastras, arremolinaba el hábito y la capa hasta embarazarle el paso. Llegó a la celda del prior y llamó, quedamente. No le respondieron. Abrió y asomó la cabeza. Estaba, todavía, a oscuras. Volvió a cerrar y esperó, paseando apurado, desde la puerta del prior hasta la esquina más próxima. Golpeaba los pies contra las losas mojadas, daba grandes zancadas, pero las piernas y los brazos seguían ateridos. En el fondo de su corazón, sin atreverse a confesárselo, añoraba unas medias de lana.
Se oyeron, pronto, los pasos del prior: menudos, quedos, rápidos. Solía poner a las sandalias suelas de goma. Gustaba de acercarse sin ser oído, pero todos los frailes sabían descubrir, en el silencio o entre los rumores de la noche, el suave, cauteloso caminar, el roce alternado de la goma al despegar del suelo o los crujidos rítmicos de la madera.
—Hace frío, ¿eh? ¡Vaya mes de marzo que se nos echa encima!
Abrió la puerta.
—Pasaré yo delante para encender. Cierre en seguida. Aquí dentro también hace frío, pero no está helado, como el claustro.
Frotó una cerilla y encendió un quinqué de carburo.
—¡Ah, la luz eléctrica, la luz eléctrica! ¿Cuándo la lograremos, padre Ossorio? Tengo, hace más de un año, el presupuesto del tendido y de la instalación como quien tiene una esperanza. A ver si ahora, con eso del colegio, nos libramos del carburo y del petróleo —encaró al padre Ossorio—. Le supongo enterado de que vamos a poner un colegio. Ya sé que necesito autorización del capítulo, pero cuento con ella por anticipado. No creo que haya discrepantes. Todo lo más, uno.
Le miró a las pupilas.
—¿Usted qué piensa?
—Obedezco, padre.
—¡Ah! Eso está bien. Y me gusta oírselo, mire. No esperaba de usted tan rápida, tan absoluta sumisión. Es una pena que haya sido aquí, en privado.
El padre Ossorio desvió la mirada.
—Porque usted es un fraile díscolo —continuó el prior—. Un verdadero revoltoso. Si no fuera por usted, hace tiempo que el monasterio sería otra cosa.
El padre Ossorio levantó la cabeza lentamente. Hizo ademán de replicar, pero el prior le detuvo con un gesto.
—Después. Usted hablará después. Ahora me toca a mí. Y de lo que vamos a hablar no es del colegio, sino de la famosa misa de la cripta, de esa que llaman en el pueblo la misa republicana. ¿Se ha dado cuenta de que, desde hace algunos días, sólo viene a oírla una persona?
—Sí.
—¿La conoce?
—No.
—Es la señorita Inés Aldán. Viene acompañada de su hermana, pero su hermana no desciende a la cripta. Queda en la iglesia o pasea junto al pretil, según llueva o no.
—No conozco a ninguna de las dos.
—La señorita Inés Aldán goza de excelente reputación. Dicen que piensa meterse monja.
—También lo ignoro.
—Entonces, ignorará usted la causa por la que, desde el domingo de Carnaval, se ha quedado usted sin clientela.
—Totalmente, padre prior. He advertido la disminución de las fieles, he visto a una sola, me ha sorprendido, pero nada le pregunté, porque usted me tiene prohibido todo trato directo con ellas, y en todo momento he obedecido la prohibición.
El prior acercó las manos a la lámpara y las frotó luego.
—Seguramente, padre Ossorio, que ignora también la verdadera razón por la que doce o catorce señoritas de la buena sociedad local, y una señora, se pegaban todos los días el madrugón y venían al monasterio, con viento o con lluvia, sin faltar un solo día. Usted pensará que eran adeptas a ese catolicismo aristocrático que importó usted de Alemania. Por mi parte, bien creí que lo hacían por prurito de distinción o por llevar la contraria a alguien. Pues bien: estábamos los dos equivocados. Esas señoritas venían a su misa, padre Ossorio, porque la señora que las acompañaba las había convencido de que, asistiendo a ella, estaban mágicamente a cubierto de las acechanzas de cierto conquistador local. ¿Sabía usted algo de esto?
El padre Ossorio tenía los ojos abiertos, asombrados.
—No.
—Pues se ha descubierto, y ninguna de sus catecúmenas volverá, salvo esa señorita Aldán, que, si insiste, será por sus razones. Quizá siga teniendo miedo a la acechanza del tenorio, y quizá crea que una misa dicha del revés, como en las catacumbas, es el meigallo adecuado para no caer en la tentación:
Se puso en pie, metió las manos debajo del escapulario y miró al padre Ossorio duramente.
—En fin: que ha perdido usted el tiempo, que ha predicado a los vientos su catolicismo aristocrático, que nos ha puesto en ridículo. En dos años, lo más que ha conseguido usted fue congregar a doce o catorce locas, a un grupo de beatas, tan beatas como las de cualquier otra Congregación. ¡Ni un solo hombre, padre Ossorio, le hizo caso! Ni siquiera su amigo el doctor Deza, que es otro tal. Y usted sabe, como yo, que la Iglesia puede resignarse a tener una clientela de mujeres, pero que sólo cuando los hombres acuden a escuchar la palabra de Dios habrá esperanzas de un Renacimiento. Y usted sabe también que, por esto, ha fracasado. No necesito añadirle que mañana no se abrirá la cripta.
—Si usted lo ordena, padre…
El prior dio unos pasos hacia el fondo sombrío de la celda y dijo desde allí:
—Naturalmente. Lo he ordenado ya.
El padre Ossorio hizo ademán de marchar.
—Está bien. Ya me señalará la misa que debo decir y en qué altar.
—¡Espere! ¡No se vaya todavía! Aún no hemos empezado. Se acercó lentamente a la mesa y levantó un poco el quinqué. El padre Ossorio quedó enteramente iluminado.
—He estado haciendo la distribución del trabajo en el colegio que vamos a abrir este año, en septiembre. Usted será el director de estudios y, además, enseñará francés, literatura, filosofía y latín.
—¿Y mis versiones?
—A partir de octubre no serán necesarias.
El padre Ossorio dijo titubeante:
—También… hago algunos artículos. De teología, claro —miró al prior de soslayo y agregó con tono especialmente convincente—: Puedo publicarlos, si los termino y si vuestra paternidad lo autoriza, en revistas alemanas. Los pagan bien.
El prior le escuchaba con sonrisa esbozada y mirar burlón. El padre Ossorio hizo un esfuerzo por seguir hablando.
—No son gran cosa. Me faltan libros y me falta, sobre todo…
Se detuvo y alzó las manos implorantes.
—¿Qué más le falta, padre?
—Las cartas del padre Hugo. Si pudiera tenerlas tres meses, dos meses nada más… Mientras no abrimos el colegio. Tengo tiempo de sobra. Y no abandonaré las versiones, créame.
El padre prior meneó la cabeza.
—No, padre Ossorio. Lo siento.
—¿Por qué?
—No tengo que darle explicaciones. Puede retirarse. Vaya con Dios.
El padre Ossorio inclinó la cabeza y se encaminó a la puerta. Dio unos pasos, posó la mano sobre el picaporte, lo levantó: con la puerta entreabierta, se volvió bruscamente.
—¿Se da cuenta, padre prior, de que así se frustra mi carrera?
El padre prior dio unas zancadas, casi saltos, hasta acorralarlo en el hueco de la puerta donde había permanecido.
—¿Su carrera? ¿Es que tiene usted otra carrera que la de fraile?
Se cruzó de brazos ante él. Le clavó —otra vez— la mirada en las pupilas. El padre Ossorio parpadeó.
—Responda.
—Me he expresado mal —la voz del padre Ossorio era apenas un hilo tembloroso—. Quería decir mis aptitudes. La Regla dice duramente que cada fraile, dentro de la vida común, debe ser utilizado según sus aptitudes.
—Y las de usted, ¿cuáles son? ¿Teólogo?
—Eso creo. Eso han creído también… mis maestros.
—Está usted equivocado, y ellos también lo estaban. Usted no sirve para nada más que para perturbar el buen orden del monasterio. Usted es un fraile díscolo, ya se lo dije antes. Un soñador, ya se lo dije más veces. Un verdadero estorbo, le añado ahora. Pero eso se acabó. Hará usted lo que le mande sólo porque yo lo mando, sin levantar la cabeza, sin rechistar, sin comentarlo con otros frailes. Obedientia perinde ac cadaver. ¿Entendido?
—Yo no soy jesuita.
—¿Y qué? ¡Es usted fraile y ha hecho voto de obediencia!
—Efectivamente: a mis superiores en cuanto interpretan la Regla. Hay una ley a la que deben acomodarse todas las voluntades, incluso la de usted. Yo obedezco a la ley a través de las órdenes de mis superiores, no a la voluntad individual, acaso caprichosa, de nadie.
Iba a responder el prior, pero el padre Ossorio le pisó las palabras.
—Por esta causa, cuando su paternidad reúna el capítulo para tratar lo del colegio, me opondré. Va contra la Regla.
El prior fue hacia su mesa con pasos tranquilos, se sentó, extendió los brazos y las manos sobre el tapete.
—Acérquese, padre Ossorio. Más. Lléguese hasta aquí.
El padre Ossorio quedó, de pie, al otro extremo de la mesa. Erguía la cabeza, pero no miraba a los ojos del prior.
—¿Sabe usted que puedo expulsarle del monasterio por lo que acaba de decir?
—Sí.
—¿Y sabe usted por qué no lo hago?
—No.
—No le expulso del monasterio, padre Ossorio, porque, fuera de él, se moriría usted de hambre. Pero le castigaré. Públicamente. Relataré esta escena en el capítulo.
El padre Ossorio se inclinó, apoyó en el borde de la mesa las manos crispadas.
—No, padre prior. No es por piedad por lo que no me expulsa, sino por gozarse en el castigo. Usted es un fanático de su autoridad. Usted cree que es bueno todo lo que se le ocurre, y malo lo que se les ocurre a los demás y no se le ocurre a usted. Usted es un hombre listo y llegará a obispo, pero es muy poco inteligente, y no concibe que la fe, y la vida en un monasterio, incluso la vida cristiana en general, puedan ser distintas de como usted las imagina, Usted envidia el recuerdo del padre Hugo, y detesta su memoria, y guarda sus cartas encerradas porque usted jamás las hubiera pensado ni las hubiera escrito: le faltan el saber, la humanidad y la caridad. Usted, por último, no imagina que pueda marcharme del monasterio, aunque usted no me expulse.
—Y usted es un soberbio, padre Ossorio. Le perderá su soberbia.
Se aflojaron los músculos del padre Ossorio. Retiró las manos de la mesa y las cruzó sobre el pecho. Vaciló tinos instantes y se arrodilló.
Antes de que pudiera hablar, el prior le gritó, descompuesto:
—¡Levántese! ¡Yo no le he mandado arrodillarse!
El padre Ossorio obedeció. Ya de pie, con los brazos cruzados, miró al prior.
—Hable ahora.
—Es posible que sea un soberbio, pero soy capaz de humillarme: usted acaba de verlo. Le pediré perdón por haberle insultado. Me acusaré delante de la Comunidad. Cumpliré el castigo que usted me imponga a condición de…
—¿De qué?
—De que me devuelva las cartas del padre Hugo.
El prior se rió. Se irguió de un salto, fue a una alacena y la abrió. Revolvió entre unos legajos y sacó un paquete.
—¡Las famosas cartas del padre Hugo!
El padre Ossorio corrió hacia él con las manos tendidas.
—¿Me las dará? ¿Me las prestará siquiera?
—Apártese.
Se sentó nuevamente.
—Aquí están las cartas. Le prohíbo tocarlas. Las destruiré, pero antes quiero decirle lo que pienso de ellas. Escúcheme bien. Las cartas del padre Hugo serán su perdición. Le han envanecido a usted. No se da cuenta de que usted, más que su destinatario, ha sido el pretexto para escribirlas. Desde que las recibió se cree usted un cristiano dé excepción y está equivocado. Es usted un mal cristiano, un pecador público, un extravagante, un imbécil. Le he tolerado sus ocurrencias, sus desobediencias, durante más de dos años, con la esperanza de que se desengañase o de que, a fuerza de paciencia, pudiese hacer algo bueno de usted. Pero usted ha sido como una muralla opuesta a mi voluntad. Usted ha sido el escollo en que he tropezado constantemente. Usted ha arrastrado a su bando a ese ingenuo padre Eugenio y se ha valido de su antigüedad para perturbar la disciplina del convento. Lo he aguantado mientras he podido, pero ya se acabó.
Hizo una pausa breve y cubrió con las manos el paquete de cartas.
—En cuanto a esto…, Roma lo prohibirá, porque es dañino. Yo no soy un teólogo, como usted, pero tengo sentido común y comprendo el mal que harían estas cartas. Son teología subversiva. Son puro protestantismo. Propugnan una Iglesia mística en la que la jerarquía se convierte en algo puramente fantasmal y donde la autoridad desaparece. ¿Qué es un obispo para el padre Hugo? El que puede ordenar sacerdotes. ¿Qué es el Obispo de Roma? Poco más que un obispo distinguido. En la Iglesia soñada por el padre Hugo no hay curia, ni cánones, ni congregaciones. No hay más que amor y liturgia.
—En el Evangelio, padre prior, no hay otra cosa.
El prior golpeó la mesa furiosamente.
—Pero ¡la Iglesia se defendió a fuerza de cañones! ¡La Iglesia existe porque supo crear un derecho inflexible y una moral invariable! ¡La Iglesia existe porque es, ante todo, Autoridad efectiva, Autoridad operante!
—La Iglesia existe porque el Señor le prometió que el infierno no prevalecería contra ella.
—Y, en vista de eso, ¿qué quiere usted? ¿Que nos echemos a la bartola? ¿Que sea la Iglesia como este monasterio, un barco a la deriva?
El padre Ossorio se encogió de hombros.
—Yo no voy a arreglar…
—¡Cállese! La Iglesia está en pie y marcha porque, ante todo, ha sabido desentenderse de los tipos como usted, que todos son iguales y todos dicen lo mismo. En grande o en pequeño, esta escena se repite cada año o cada decenio. Sólo se diferencia en la decisión final. Unos se someten; otros no quieren someterse. Entonces, la Iglesia los arroja de su seno.
Se puso solemnemente de pie.
—Dígame, padre Ossorio: usted, ¿a cuál de los grupos pertenece? Le anticiparé cuál va a ser su castigo: cinco años en una cartuja, el silencio y el trabajo hasta que hayan domado su soberbia.
Al padre Ossorio le tembló la voz.
—Padre prior…
—Ni un día menos, padre Ossorio.
—Entonces… —el padre Ossorio se detuvo, miró a todas partes, se limpió una lágrima—, me marcharé.
Se miraron unos instantes. El padre Ossorio parpadeaba. Cerró los puños y los movió en el aire.
—¡Bueno! ¡No me mire más! ¡Usted no es Jesucristo! ¡Y no olvide que juntos seremos juzgados!
El prior, tranquilo, cogió un libro pequeño, antiguo, encuadernado en pellejo de carnero, y lo hojeó.
—Escuche. La Regla dice: cuando un fraile quiera salirse del monasterio, el prior le entregará, como viático, una cantidad prudencial, suficiente para que no carezca de alimentos al menos durante una semana.
Cerró el libro de golpe.
—Puedo darle treinta duros.
—No los quiero.
El padre Ossorio corrió hacia la puerta, salió y cerró de golpe. El portazo resonó en los claustros vacíos; el viento apagó el ruido de sus pisadas. Entró en su celda, recogió algunas cosas, las metió en un pañuelo, hizo un atadijo. Se movía de prisa, con furia, con miedo. Levantaba la vista a cada paso y miraba la puerta. Otra vez en el claustro, corrió hacia la salida, abrió el postigo y se halló en el atrio solitario, barrido del viento. Una racha le sacudió violentamente contra la pared. Caminó contra el vendaval, inclinado, hasta torcer la esquina; le empujó, entonces, por la espalda, hacia la carretera desnuda y solitaria. Sentía teclear en la capa las gruesas gotas de la lluvia, se sentía impelido, arrojado por el viento. El mar bramaba a su izquierda, rebasaba la playa: los salseros mojaban sus sandalias. Frente a él se alzaba el monte oscuro. Corrió hasta alejarse del mar, coronó un repecho. El viento bruaba en las copas de los pinos. Buscó, jadeante, el tronco hueco de un castaño, donde, jugando de muchacho, se había escondido muchas veces, y se refugió en él.
—¿Sabe usted que fray Ossorio se ha marchado?
El prior no le miraba. Espetó la pregunta a fray Eugenio como sin darle importancia, mientras ordenaba unos papeles. Había encendido la lámpara de carburo pendiente del techo: la llama se movía, crecía, menguaba y hacía un ruidito sibilante, un ruidito tenue como un soplido. La calva del prior, justo debajo de la lámpara, brillaba más o menos; llegaba, en algunos momentos, a ser resplandeciente como un halo.
—Sí, lo sabía. Es decir…
—Es decir, ¿qué?
—Lo he supuesto.
—¿Le ha visto antes de marchar? ¿Han hablado?
El viento batía las ventanas, silbaba en los aleros. La mole enorme del convento parecía temblar y conmoverse al empuje estruendoso del huracán. Por alguna rendija se colaba un cuchillo de aire que agitaba los papeles.
—Le busqué en su celda. No estaba. Por algo que vi…
—¿Qué vio?
—Desorden. Y también eché en falta algunas cosas.
El prior se desinteresó repentinamente de los papeles y encaró a fray Eugenio. El resplandor del carburo se reflejó entonces en su frente, en la punta de la nariz.
—Se ha marchado. Ha abandonado el convento.
—¿Por qué?
—¡Vaya usted a saber por qué hacen las cosas estos tipos! De todos modos, si alguien puede saberlo, es usted.
—Yo no sé nada.
—Pero no le extraña. Bien, Tampoco me extraña a mí.
Se levantó, se acercó a fray Eugenio y le puso una mano en el hombro. Su cara quedó en la sombra.
—Si quiere que sea sincero, añadiré que me alegro. Me alegra que se haya marchado y me alegra que lo haya hecho así, sin escándalo. Tiene a su favor, al menos, el no haber dado mal ejemplo.
Dejó caer el brazo, buscó la mirada esquiva, avergonzada, de fray Eugenio.
—¿Qué le parece?
—No sé lo que ha pasado. No puedo opinar.
—Yo le diré lo que pasó. Se rebeló, aquí mismo, contra mí. Le castigué. Marchó por no cumplir el castigo. Un acto de soberbia.
Señaló con la mano los billetes, aún encima del tapete.
—Le ofrecí un viático, y lo rechazó. Ha marchado sin un céntimo.
Rodeó la mesa y volvió a sentarse. En aquel momento osciló la llama, pareció que iba a apagarse. El prior se incorporó, dio un golpe enérgico a la lámpara, y la llama volvió a brillar.
—Tiene usted que buscarle y llevarle ese dinero. Quizá le dé unos duros más. Sí, unas pesetas más. Doscientas en total. Con doscientas pesetas tiene para gobernarse unos días y procurarse acomodo.
—¿Buscarlo? ¿Sabe dónde está?
El prior rió con una muequecilla forzada.
—Los locos se buscan entre sí. ¿Adónde iría usted si se le ocurriese escaparse? Pues al mismo sitio habrá ido él. Coja ese dinero y vaya ahora mismo. Espere. Ahí van cincuenta pesetas más.
Abrió el cajón y sacó otro billete.
—¡Cuarenta duros! ¡Está el convento para perder cuarenta duros por el capricho de un mequetrefe!
Fray Eugenio recogió el dinero sin guardarlo y no se movió.
—¿Espera usted algo? Ya sabe adónde ir: a casa de don Carlos.
—Quería preguntarle si…
Vaciló.
—… si puedo invitarle a regresar al convento… En el caso de que vuestra paternidad esté dispuesto a admitirlo.
—¡Ah! Eso como usted quiera. No es cosa mía. Yo no le expulsé, ¿comprende?
—Pero ¿y el castigo?
—¿El castigo?
—Sí. En aquel momento quizá fuese indispensable como amenaza. Pero ha pasado algún tiempo. Vuestra paternidad está más tranquila, y él se habrá arrepentido. Puedo decirle que vuestra paternidad le perdona. O que le perdonará con ciertas condiciones.
El prior sonrió.
—La culpa está perdonada. Queda sólo el reto.
Volvió a levantarse, se acercó a fray Eugenio, calmosamente.
—Y queda el hecho en sí, con independencia de los autores. El hecho es grave: desobediencia a la autoridad, desobediencia consciente, desacato, insulto… ¡Qué sé yo! Eso puedo perdonarlo, pero no dejarlo impune.
Calló unos instantes, esperó respuesta. Fray Eugenio se limitó a mirarle con mirada triste, implorante.
—No, fray Eugenio, Un convento es como un barco. Si le quitase el castigo, faltaría a mi deber, y yo mismo habría de ser castigado.
—¿No será peor lo que suceda…, si no vuelve?
—Y a mí, ¿qué? De lo que fray Ossorio haga fuera del monasterio no soy responsable. Mi responsabilidad es tan limitada como mi autoridad. Pero mi autoridad no puede ser discutida, aunque lo sea mi persona.
—La caridad está por encima de todas esas consideraciones.
—Por caridad impuse a fray Ossorio el retiro a una cartuja durante cinco años.
Fray Eugenio se estremeció.
—¡Cinco años!
—¿También a usted le asusta? ¡Cinco años de penitencia y silencio, cinco años de ejercitarse en la humildad! No me parece mucho. No estoy seguro de que fray Ossorio se corrigiese en ese tiempo.
—Pero, después de cinco años…, ¿qué puede hacer ya? ¿Qué quedará de él?
—¿Va usted a decirme también que se frustrará su carrera? ¿Es eso lo que quiere usted decirme? ¿Piensa que palabras como ésas tienen sentido entre hombres que han renunciado al mundo y a sí mismos?
Fray Eugenio había retrocedido hasta la zona sombría de la celda. En medio, de pie, vuelto hacia él, le apuntaba el prior con dedo enérgico.
—Contésteme, padre. ¿Es eso lo que quiere decirme?
—Yo había hablado… de caridad —dijo fray Eugenio con voz tenue.
—¿Caridad? ¿Llama usted caridad a dejar que la planta crezca viciosa? ¿A permitir indefinidamente que el cisma y la rebeldía y la conspiración revuelvan el convento?
—Hay otros procedimientos.
—¡Usted es un blando, fray Eugenio! ¡Usted permitiría la corrupción del mundo entero, no ya del monasterio, sólo por no violentar al corruptor, sólo por no hacerle daño! Pero yo entiendo la caridad de otra manera.
Dio unos pasos hacia donde fray Eugenio estaba. Fray Eugenio reculó hasta la pared. El dedo magro del prior le acorralaba.
—A usted le dan miedo cinco años de cartuja. Usted piensa que cinco años de silencio y penitencia aniquilan a un hombre. ¡Pues bien! Yo paso de los sesenta, y desde que tengo uso de razón no he hecho otra cosa que dominar mi voluntad y castigar mis apetitos. ¿Y qué? ¿Me he destruido, acaso? Pues óigame, con todo eso, no estoy seguro de mi salvación, no creo haberme castigado bastante.
Rió.
—¡Cinco años de penitencia y silencio! Los cambiaría de buena gana por este suplicio y esta responsabilidad de pelear con ustedes. No creo que en la cartuja haga más frío que aquí; ¿y habrá tranquilidad mayor que no escuchar a necios? ¡Ojalá fuese yo el castigado!
—Usted es libre de marchar a una cartuja, si le parece mejor que esto.
—Pero yo no deserto, ¿se entera? Yo no soy un cobarde. Aguantaré hasta el final, aunque Dios me mande cada día…
Caminó hacia atrás, sin volverse. Quedó apoyado a la mesa, alumbrada otra vez su cabeza por la lámpara.
—… me mande cada día la tentación de olvidarlo todo y emprenderla a bofetadas con ustedes…
Juntó las manos y bajó la cabeza. La tonsura, grande, redonda, iluminada, parecía flotar sobre la frente en sombra.
—… a bofetadas…
Así estuvo un minuto largo, inmóvil, silencioso.
—Váyase ya, padre. Hemos hablado bastante —sin embargo, le hizo señal de que esperase—. Lleve al padre Ossorio ese dinero y el traje de paisano que usaba en Alemania. No están los tiempos para andar por ahí de fraile, y, además, sus hábitos nos harán falta para cualquiera. Recomiéndele que se quite la tonsura.
Vuelto de espaldas, fue hacia su dormitorio, pasó la puerta y la cerró de golpe.
En la esquina oscura del claustro, el viento se arremolinaba. Se había apagado la mariposa de la Virgen, y la lluvia gruesa golpeaba la tierra del patatal. Por encima de todos los estruendos llegaba el de las olas, rotas contra las rocas del acantilado. Fray Eugenio pensó en los navegantes y se santiguó. Tardó poco en recoger las ropas civiles del padre Ossorio; hizo de ellas un paquete, lo ató con una cuerda y se lo colgó al hombro. Bajó a las cuadras; aparejó la mula sin ayuda de lego; cabalgó. Iba inclinado sobre el cuello de la bestia, agarrado a él. Sintió miedo al recorrer la carretera de la playa, volvió a sentirlo al hundirse en el soto.
Ante la puerta del pazo batió palmas. No salió nadie. Probó a empujarla y la halló abierta. Paquito el Relojero le miraba desde la entrada de su chiscón; reía silenciosamente.
—¿Está don Carlos?
El Relojero volvió a reír.
—¿Es que tenemos concilio? —preguntó.
Siguió riendo; fray Eugenio subió al piso, recorrió el pasillo. Le guiaban las rendijas iluminadas de la puerta de la torre.
—Don Carlos —llamó, y repitió en seguida, en voz más alta—: don Carlos.
Fray Ossorio estaba tendido en el sofá, envuelto en una manta. El hábito y sus ropas interiores colgaban frente a la llama de la chimenea.
Carlos aguantó la puerta mientras entraba fray Eugenio.
—No habrá usted huido también.
Fray Eugenio no respondió. Corrió al sofá, se puso de rodillas.
—¿Qué ha hecho, padre Ossorio? ¿Sabe usted lo que ha hecho?
Carlos cerró la puerta y se acercó.
—Padre Eugenio, la escena no se representa necesariamente de rodillas. Siéntese y séquese, que buena falta le hace.
Mientras fray Eugenio se levantaba, Carlos le quitó la capa y la puso a secar junto a las ropas del padre Ossorio.
—¿Está usted enfermo, padre? —fray Eugenio volvió a Carlos la mirada—. ¿Está enfermo?
—No lo creo. Mojado nada más. ¿Quiere usted un trago?
Vertió aguardiente en una copa y se la ofreció.
—Bébase eso y, si lo necesita, coma algo también. Ya pasaré al prior la cuenta de los gastos —añadió riendo.
—¿A qué viene usted, padre? —preguntó fray Ossorio—. No pienso volver.
—Ya lo sé.
—¿No ve usted que también el padre Eugenio se ha escapado? —dijo, riendo, Carlos—. Trae, incluso, el equipaje.
—¡No, no! Yo, no. Esto es… —tendió el paquete al padre Ossorio— su ropa de paisano. El prior me encargó…
—Gracias. El prior está en todo. El prior no incurre en un olvido ni en un desliz. Es desesperadamente irreprochable. También le habrá dado dinero.
—Cuarenta duros.
—¡Vaya! Hace tres horas no fue tan generoso. No los quiero.
Fray Eugenio buscó los billetes y los dejó encima de la mesa.
—No haga bobadas, padre. Es un dinero al que tiene usted derecho; no es un regalo ni una limosna.
Acercó una silla al sofá y se sentó. Carlos lo hizo también. Habían quedado al descubierto los pies desnudos del padre Ossorio. Carlos se los tapó.
—No se mueva. También aquí hace frío.
Ofreció cigarrillos, los encendieron; quedaron en silencio. Fray Ossorio miraba a algún lugar del techo; fray Eugenio, al suelo. Carlos, a fray Eugenio.
—Si quieren, puedo tocar el piano —dijo Carlos de pronto—. Claro que está en el salón y que en el salón hace mucho más frío que aquí. Pero puedo tocarlo…
Sacudió la ceniza del cigarrillo.
—… si, para hablar, necesitan que me vaya.
—¡No, no! ¡No lo haga!
Fray Ossorio incorporó el torso desnudo, oscurecido de un vello espeso.
—No se destape, padre.
—Don Carlos, ayúdenos a hablar. ¿No comprende…?
—Padre Ossorio —dijo dulcemente fray Eugenio—, no he venido a interrogarle, sino sólo a despedirle. Tampoco voy a juzgarle. ¡Dios me libre! Pero quiero decirle, para su tranquilidad, que usted ha hecho lo que yo nunca me he atrevido a hacer, ni me atreveré jamás, aunque lo haya pensado o deseado muchas veces.
—Gracias.
—Yo no debo aprobar lo que usted hace y, sin embargo, lo apruebo.
—Gracias.
… aun sabiendo que me espera, sin usted, la soledad. Ahora, sin esperanza. Porque artes, cuando usted estaba en Alemania, me entretenía haciendo proyectos para cuando usted volviese.
Fray Ossorio sonrió.
—Ya ve usted…
—Sí.
—Todo se vino abajo. El prior pondrá su colegio, y se comerá mejor.
—Sí.
—Se me recordará como enemigo del bienestar de la comunidad.
—Sí.
Fray Eugenio ahogó un sollozo leve.
—¿Por qué no vuelve? —dijo de pronto—. ¿Por qué no lo intentamos otra vez?
—¿Cómo? ¿Desde mi prisión? ¿Le parece a usted el lugar adecuado para llevar a cabo el proyecto del padre Hugo? El prior debe pensarlo así. La prisión es el lugar por donde todos los reformadores tienen forzosamente que pasar para templar el alma en el sufrimiento. Santa Teresa, san Juan de la Cruz… Mandándome cinco años a una cartuja, el prior mantiene intacto el principio de autoridad y, además, colabora indirectamente, pero a sabiendas, en nuestra gran obra de reforma. No estoy maduro para la acción, y él me recluye para que, cuando regrese al monasterio, mi alma, ya madura, no titubee. Pero no soy un santo. Yo estoy enteramente en manos del demonio.
Fray Eugenio le miró asustado. Sus dedos trazaron en el aire una cruz imperceptible. Carlos rió.
—Le doy la enhorabuena, padre Ossorio. Mis relaciones con el diablo se parecen a las suyas. Téngame como su compañero.
—¿Por qué bromea, don Carlos? ¿No comprende que, para nosotros, no es cosa de broma?
—No bromeo, pero no puedo considerar la situación del mismo modo que ustedes. Me preocupa el porvenir del padre Ossorio, pero desde un punto de vista completamente mundano. Se lo decía cuando usted llegó, padre Eugenio. ¿Qué va a hacer? ¿De qué va a vivir?
—Supongo que se presentará cuanto antes al ordinario y arreglará su situación. Casos como el del padre Ossorio están previstos. Hay un modo legal de remediarlos.
—Pero yo no acudiré al ordinario.
—¿Por qué?
La pregunta había sido hecha mecánicamente. No había temblado la voz del padre Eugenio ni su rostro se había alterado. Pero, después de hecha, la repitió con súbita angustia.
—¿Por qué? ¿Ha perdido la fe?
—Si la hubiera perdido, no estaría luchando ahora contra ella. ¿No lo comprende? Sin fe, la cosa sería más fácil —fray Ossorio miró a Carlos—. Se reduciría a los términos más vulgares: un hombre de treinta años sin oficio para ganarse la vida. Pero soy un sacerdote.
Carlos detuvo la respuesta del padre Eugenio.
—¿Dejará por eso de ser un hombre? ¿Cree usted que lo sucedido con el prior se mantiene dentro de los límites específicos de lo religioso o es, por el contrario, un conflicto humano, ampliamente humano y, si me apura usted, exclusivamente humano? Si ustedes se empeñan en entenderlo religiosamente, ¿no lo deformarán, quizá, hasta falsearlo?
—Y usted, don Carlos, ¿no hará lo mismo al entenderlo como conflicto exclusivamente humano?
—Evidentemente, el prior y el padre Ossorio son hombres. Por supuesto, el prior es un caso típico de poder, un hombre que desea aniquilar la voluntad de los demás y sustituirla por la suya. Que lo haga con un pretexto religioso es lo de menos.
Se acercó a la ventana; se arrimó al antepecho, de espaldas a la luz.
—Para mí —continuó— no hay más que eso. Todo lo demás es… ¿Cómo lo llamaríamos? —sonrió—. Lo demás es sobreestructura. Para usted, padre Eugenio, conservará su validez porque usted ya no puede considerar las cosas más que desde un punto de vista religioso. Pero el padre Ossorio se apartará de él necesariamente, aunque sea contra su voluntad. Llegará un día en que, para sí mismo, no será más que un hombre.
El padre Eugenio se levantó y fue lentamente hacia Carlos.
—Dígame, don Carlos: ¿cree usted en lo que dice?
Le puso la mano en el hombro y le miró a los ojos.
—¿Por qué? ¿Por qué me lo pregunta?
—Me importa mucho saberlo.
—Creo… relativamente. En este momento lo creo todo con toda sinceridad; pero bien pudiera ser que mis palabras extremasen una posición sólo para compensar la de ustedes, tan extremada como la mía.
—Pero así, de una manera absoluta, ¿cree usted o no cree en lo que dice?
—Ya no creo en nada de una manera absoluta.
—¿Por qué? ¿Por qué unas veces cree y otras no?
—Porque nunca creo ni dejo de creer. Porque la fe no me sale del alma, y mi cabeza halla razones válidas para el pro y el contra. Porque de nada vale que quiera creer en algo razonablemente, si no tengo ganas de creerlo.
—¿También en lo referente a Dios?
—Sobre todo en lo referente a Dios. Comprenderá usted que si se cree en Dios, ya no hay razones para dudar de nada.
Fray Eugenio volvió a su asiento, aparentemente desatendido de Carlos.
—Padre Ossorio, quiero que me escuche. Muchas veces llegué a temer que usted pudiera perder la fe, y entonces aparenté que la mía era sólida, inconmovible. No lo es, pero tampoco es lo de don Carlos. Tampoco es…
Se interrumpió. Ocultó la cara entre las manos. Carlos fue hacia la chimenea y dio la vuelta a las ropas que se estaban secando.
—Entiéndame. No es una duda racional, no es ninguna clase de duda. Es como si cada día amaneciese vacío de Dios y hubiera de reconquistarlo después hora tras hora, hasta sentirme de nuevo lleno de Él. A veces no he deseado reconquistarlo. A veces no lo he logrado; a veces he permanecido días enteros en la mayor desolación, pero gozándome de mi vacío como de un triunfo. Entonces, no me atrevía a consagrar.
Carlos volvió rápidamente el torso inclinado.
—¿Por qué? Al no creer, la consagración era una fórmula vacía. Daba lo mismo.
Fray Eugenio se levantó, enderezó la espalda, alzó las manos hasta la altura del pecho.
—Las palabras sagradas nunca dan lo mismo. Si no son de Dios, son infernales. Son la Verdad o la más repugnante mentira. Y yo…
De pronto se quebró su palabra, sonó a hueca, perdió la solemnidad. Se encogió de nuevo y dejó caer las manos. Miró al padre Ossorio y a Carlos.
—Perdónenme. Estoy haciendo el ridículo.
Se dejó caer en el asiento, repentina, inexplicablemente abrumado. Vio los ojos del padre Ossorio clavados en él y escondió la mirada. Su mano tentó la mesa hasta hallar la copa, bebió el último sorbo y la tendió a Carlos para que le sirviese más.
—¿Qué le ha pasado, padre?
—Nada. Creo que me he portado indiscretamente. Yo he venido aquí con un encargo. Una vez cumplido, ¿por qué he de quedarme? Y, sobre todo, ¿por qué no he de limitarme a obedecer? —se volvió al padre Ossorio—. Tengo que llevar sus hábitos. El prior piensa que debe usted ir de paisano y que los hábitos pueden servir para otro. Haré un paquete. ¡Don Carlos, no importa que esas prendas estén mojadas! En el monasterio secarán.
Las recogió, las envolvió, las ató. Carlos le ayudó a poner su propia capa.
—Padre Ossorio, le deseo suerte. Soy un viejo indiscreto, pero le tengo un gran afecto, le quiero como si fuera usted hijo de mi carne. Perdóneme si le hice algún daño.
Le tendió la mano. Se le habían tensado los músculos de la cara, sus ojos miraban a la pared.
—Voy con usted, padre Eugenio —dijo Carlos.
Salieron de la torre, recorrieron en silencio el pasillo. En el zaguán, Paquito abría el postigo del portón.
—Buenas noches, padre. No está la noche como para ir de viaje. Miraba a Carlos con un brillo burlón en las pupilas.
—Está bien. Retírate.
—La noche está como para morirse, ¿eh? Confesor no había de faltar.
—Retírate.
El padre Eugenio había requerido la mula. Carlos acudió a tenerle el estribo.
—Dígame, padre: ¿también hace un momento se sintió usted vacío de Dios? Ya sabe cuándo le digo.
Fray Eugenio no respondió. Palmoteó el cuello de la caballería y se hundió en las sombras del jardín. El viento, furioso, arremolinó los vuelos de la capa en el aire oscuro.
Carlos echó los cerrojos al postigo.
—Si viene Rosario, explícale —dijo al Relojero.
—Bueno.
—Y si ves que pasa tiempo y no viene, acuéstate.
Cuando llegó al cuarto de la torre, fray Ossorio se había casi vestido las ropas de paisano. Intentaba anudarse una corbata negra, arrugada.
—Eso se hace ante un espejo, padre. Cuando no se tiene práctica, claro.
—Antes sabía.
Fracasado, dejó la corbata en el brazo del sillón.
—Total, ahora no me hace falta.
Carlos le señaló la tonsura.
—Habrá que quitarse eso.
—Sí, claro… Con afeitarse la cabeza…
—¿Tiene usted boina? ¿O sombrero?
El padre Ossorio movió la cabeza.
—No. No se me había ocurrido.
—Yo le daré una que tengo por ahí. No me hace falta. Siéntese. Es temprano para acostarse.
—¿Le dijo algo… fray Eugenio?
—Nada.
Miró al aire y sonrió.
—Tiene gracia. De pronto, se dio cuenta de que estaba diciendo cosas en las que no creía. Y no pudo continuar. Es un buen hombre. Puede engañarse, pero no mentir. A mí me pareció terrible lo que estaba diciendo. Yo he tenido dudas, vacilaciones; me he sentido en pecado. Pero eso, ese vacío… Me hubiera gustado oírle hasta el final.
—¿Para qué? ¿Para vaciarse también?
—No. Yo…
—Ese vacío está dentro de todos, y lo hallará a poco que escarbe en su alma. Lo va a hallar, aunque no quiera, y, en la situación en que se encuentra, quizá sea mejor. Al menos no sufrirá.
—Pero ¿no comprende que si algo me sostiene ahora mismo es la fe?
No sé qué voy a hacer ni qué va a ser de mí. Pero confío en que Dios no me abandone.
Carlos se levantó, fue al anaquel, cogió un libro y volvió a dejarlo en su sitio.
—¿Está arrepentido de lo que hizo?
—No. Eso, no. Lo volvería a hacer. No podía aguantar más.
—Entonces, renuncie a la esperanza. Por lo menos, a esa clase de esperanza. No le digo que deje de creer, porque eso depende de algo que está por encima de la voluntad; pero, si puede, olvide también la fe, déjela dormir y apagarse. No le conviene nada meterse ahora en un conflicto espiritual, cuando tiene que buscarse el pan de cada día. Los dramas de conciencia requieren, para que resulten bonitos, tener la pitanza asegurada. Y a usted, esos cuarenta duros, después de pagar el viaje, le van a durar exactamente ocho días. Si tiene suerte, habrá de trabajar muchas horas diarias, y los dramas de conciencia son incompatibles con el trabajo. Son absorbentes, monopolizan el ser entero del hombre. Y, a la postre, no sirven de nada.
Fray Ossorio había inclinado la cabeza y dejaba que sus manos reposasen sobre las rodillas, pero movía los dedos nerviosamente y frotaba uno contra otro los pies desnudos.
—¿Por qué habla usted así, don Carlos? Me da la impresión de que no siente lo que dice. Es como si diera un consejo en el que no cree.
—Pero es razonable, ¿sí o no?
—No lo sé aún.
—Lo sabrá, y pronto. Y comprenderá en seguida que no hay nada más aniquilador que un drama excesivamente duradero. Entonces, tendrá que elegir entre volver a la Iglesia, al sacerdocio, con todas sus consecuencias, o darle la espalda y entregarse al mundo…
Hizo una pausa… Fray Ossorio seguía sin mirarle.
—… al demonio y a la carne. Incluso debe usted casarse.
Fray Ossorio pegó un salto en el asiento.
—¿Qué dice? ¿Casarme yo? ¡Siento la repugnancia más absoluta por las mujeres y considero su compañía incompatible con una vocación intelectual! No sé a qué extremos podré llegar, pero jamás tendré relaciones con mujeres, estoy seguro.
Miraba con una especie de temor y vergüenza mezclados, y como si Carlos, al suponerle capaz de casarse, le hubiera ofendido.
—Quiero vivir en paz —agregó.
Carlos rió.
—No se asuste. La paz, lo que se dice la paz, sólo se halla en Dios o en el demonio. El que fluctúa pierde el tiempo, se pierde a sí mismo y, a la postre, supongo que lo mandarán al limbo, que no es a donde van los inocentes, sino los imbéciles.
Sacó del bolsillo la pipa y empezó a cargarla.
—Créame a mí, que soy uno de ellos.
En el hogar crepitó un leño, y un haz de chispas salió disparado por la chimenea. Carlos estuvo a punto de decir: «¡Ahí va el diablo, chimenea arriba!». Pero no se atrevió. Fray Ossorio parecía absorto y, con el ceño fruncido, miraba sus pies, ahora quietos. Carlos esperó.
—¿Sabe qué estoy pensando, don Carlos? Que también tendrá usted que darme unos calcetines. El padre Eugenio olvidó ese detalle. O, a lo mejor, es que no los hay en el convento.
—Es orden del prior. La cripta no volverá a abrirse.
—Pero ¿y la misa?
El lego movió la cabeza.
—Orden del prior.
—Quiero hablar al padre Ossorio —dijo Inés con firmeza.
—El padre Ossorio se ha marchado.
—¿Se ha marchado? ¿Cómo? ¿Adónde?
El lego se encogió de hombros.
—No sé. No puedo decirle nada.
Clara había permanecido aparte, guarecida en la puerta de la iglesia.
Se acercó.
—¿Quiere usted llamar al padre Eugenio?
—Estará en el confesonario.
—No voy a ir yo a buscarlo…
El lego entró en la iglesia. Inés dijo:
—¿Le conoces?
—Alguna vez le hablé. Seguramente nos dirá lo que pasa.
—No entiendo…
El rostro de Inés se había contraído. Parecía mirar hacia dentro. Apretaba los dientes, y los dedos, morados del frío, se crispaban sobre el misal.
—No será nada, mujer. Habrá ido a predicar a alguna aldea.
—Al padre Ossorio no lo entienden en las aldeas.
—Ya sabes que ellos tienen que obedecer…
Cogió a Inés del brazo y la metió en el portal de la iglesia.
—Vamos a ponernos como sopas. ¡Qué tiempo!
Sacudió el paraguas. Inés, arrimada al postigo, no parecía verla ni oírla.
—No es posible.
Apareció el padre Eugenio. Se detuvo al verlas, sonrió, se acercó en seguida. Inés le miró anhelante. Clara le tendió la mano.
—Buenos días, padre. ¿Me recuerda?
—Sí, claro. Buenos días.
—Ésta es mi hermana Inés. Ya sabe. De las que venían a la cripta.
—Sí, sí. La he visto algunas veces. Con las otras, claro; con…
Inés le interrumpió.
—¿Qué sucede? ¿Por qué han cerrado la cripta? ¿Por qué no está el padre Ossorio?
Fray Eugenio la miró en silencio. Le puso luego la mano encima del brazo y movió la cabeza.
—Eso se acabó. El padre Ossorio se ha ido.
—Pero ¿adónde? ¿Cuándo volverá?
—No sé adónde ha ido ni creo que vuelva nunca.
—¡No! —la propia Inés se sorprendió de su grito. Cohibida, se tapó el rostro con la mano, como si pretendiera arreglar el velo—. Quiero decir que no es posible. El padre Ossorio no puede abandonarnos.
—Piense usted que antes él fue abandonado. Desde el domingo, sólo ustedes vienen a la misa de la cripta. Es decir, sólo usted, porque su hermana no suele bajar.
—¿Y qué? Yo no he faltado un solo día. Yo no podía faltar, ¿comprende?
Yo… —miró a fray Eugenio desesperada—. ¡Usted no puede comprenderme!
Clara intervino.
—Mi hermana quiere ser monja, y el padre Ossorio era algo así como su director espiritual. Tiene que sentirse abandonada.
—Al padre Ossorio le estaba prohibida toda dirección espiritual. Y no creo que haya desobedecido, ni aun en el caso de su hermana.
—No lo entiende usted. No lo entenderá nadie, pero necesito que el padre Ossorio lo entienda y lo sepa. ¡Ahora no puede abandonarme!
Clara y el padre Eugenio se miraron.
—Inés, ¿quiere usted que la escuche en confesión?
—¿Por qué? ¿Para qué? ¡Estoy en gracia de Dios; ayer, todavía ayer, he comulgado! Y no recuerdo haber pecado desde entonces.
Volvió el rostro hacia Clara, furtiva, rápidamente.
—No. No he pecado. Usted no entiende…
—En el confesonario, con sosiego, intentaría entenderla.
—No es un secreto, no es nada que tenga que ocultar. Yo he escuchado al padre Ossorio durante dos años. Él ha conducido mi alma hacia Dios, pero mi camino no ha terminado. Todavía necesito su ayuda. Dios está lejos.
Bajó la cabeza y añadió con voz tenue:
—Lo estará para siempre si él no vuelve.
—Si ha escuchado atentamente al padre Ossorio, habrá usted aprendido que no se llega a Dios por las palabras de un hombre, sitio por los sacramentos de la Iglesia. Seguramente era eso lo que usted necesitaba saber, y el Señor puso al padre Ossorio en su camino sólo por ser él, y no otro sacerdote, quien podía enseñárselo. Pero ahora que ya lo sabe, ahora que usted sola puede recorrer lo que le queda del camino, el Señor lo ha apartado de usted, acaso porque, en alguna otra parte, es necesario a alguna otra persona.
Inés le había escuchado moviendo suavemente la cabeza.
—No —dijo en seguida—; si fuera así, el Señor no mandaría a sus santos, porque sus santos serían innecesarios. Pero Dios manda a sus santos para que en sus palabras se escuche la voz del Señor.
La mirada del padre Eugenio se retiró de las pupilas, se escondió en la hondura de los ojos.
—El padre Ossorio no es un santo —dijo con voz grave.
—¿Qué sabe usted?
—Señorita, no dudo que usted habrá escuchado la voz de Dios en las palabras del padre Ossorio; pero debe saber que ha marchado del convento después de un acto de rebeldía. Más exactamente, después de un acto de soberbia.
—¿Contra usted?
—¡Oh, no, de ninguna manera! No lo piense. El padre Ossorio fue siempre mi amigo y mi compañero; nunca fui su superior.
—Da igual contra quien sea. El padre Ossorio sólo puede haberse rebelado contra el demonio. Esto me tranquiliza.
Desapareció la tensión de su cara, le brillaron los ojos, sonrió.
—Me tranquiliza y empiezo a entenderlo. No es que me haya abandonado; es que… Usted se reirá, claro. Pero los actos de los santos a veces no se comprenden fácilmente. Tiene usted que haber leído muchas cosas semejantes.
—Sí, naturalmente. Santa Teresa…
—Perdóneme, pero lo único que me interesa ya es saber si escribirá a alguien, si le escribirá a usted. Necesito averiguar cuanto antes dónde está. Él no me conoce, no sabe de mí. Ignora hasta qué punto me ha dirigido a mí, exclusivamente a mí, por medio de las palabras que dirigía a las otras…
Se interrumpió; frunció levemente el ceño.
—A todas esas desertoras. Tengo que escribirle y hacérselo saber.
—Acaso don Carlos Deza…
—¿Deza? ¿Nuestro primo Deza? —interrumpió Clara—. ¿También anda metido en esto?
—El padre Ossorio pasó la noche en su casa. Don Carlos fue tan amable que le dio cobijo.
—Pues si el padre Ossorio tenía alguna pena o alguna dificultad, ya habrá encontrado ayuda en Carlos Deza. Una gran ayuda… Usted también es amigo de él, ¿verdad?
—Sí.
—Un gran tipo. Inteligente, valiente y, sobre todo, caritativo —se volvió a Inés. En su tono se mezclaban la burla y la indignación contenidas—. Podemos pasar por su casa. Si hay alguien que sepa adónde fue el padre Ossorio, tiene que ser Carlos. No hay otro como él para sacar a la gente lo que piensa… y dejarla luego en la estacada.
Tendió la mano al padre Eugenio.
—Muchas gracias, padre. Se acabaron las visitas al convento.
—¿No volverá usted?
—Por mí, no hubiera venido nunca. Si estoy aquí es porque ésta no venga sola, tan de mañana y con este tiempo.
Inés, serena, sonreía.
—Adiós, padre. Esté seguro de que el padre Ossorio se rebeló contra el diablo y que, donde esté, crecerá en santidad.
Fray Eugenio alzó la mano y la bendijo.
—Que Dios la oiga, hija mía.
Permaneció a la puerta de la iglesia hasta que Inés y Clara se hubieron alejado. Regresó luego al confesonario e hizo seña a una aldeana que esperaba.
—Este fraile es simpático y parece buena persona —dijo Clara a su hermana; pero Inés no le respondió—. Tiene que ser algo pariente nuestro. Hasta se parece un poco a Juan —insistió Clara.
—¿Cómo? ¿Decías algo?
—No. Nada. Sólo que el mal tiempo va a durar.
Caminaban cogidas del brazo. Clara llevaba el paraguas, pero Inés iba más de prisa, como tirando de su hermana. Le había caído el velo, y el viento le alborotaba los cabellos. «¡Qué bonita es!» —pensó Clara. Le dio un escalofrío de miedo por Inés. Le apretó el brazo. Inés volvió la cara suavemente.
—¿Quieres algo?
—Pensaba que es una pena que una mujer como tú vaya a enterrarse en un convento.
—¡Tú qué sabes!
—Si yo fuera como tú, tan religiosa, creería que todo esto del padre Ossorio es cosa mandada por Dios y vería algo así como una señal para cambiar de propósito. En tu lugar, me casaría. Cualquier hombre podría ser feliz contigo.
—No he venido al mundo para eso.
—Pues, a mi ver, es de tanto mérito como pasarse el día rezando y, a veces, de mucho más sacrificio.
—Calla, te lo ruego.
—Es que a veces temo que estés equivocada.
—Calla.
A la vista de Pueblanueva cesó de llover, pero creció el viento.
—Será mejor que subas tú sola a ver a Carlos. Ya sabes: le preguntas si el padre Ossorio quedó en escribirle y le dices que, en cuanto sepa su dirección, nos avise.
—Que te avise a ti.
—Bueno; es igual.
—Pero ¿por qué no vamos juntas?
—Juan se habrá despertado…
—Otros días ha esperado más y está conforme en esperar si yo te acompaño.
—Pero hoy no es necesario que espere. Llévate el paraguas. Yo ahora no lo necesito.
Se soltó del brazo de Clara sin esperar su conformidad y se alejó. Había caminado unos pasos y volvió.
—No cuentes nada a Carlos.
Por la larga escalera del pazo bajaba un torrente de agua. Clara subió con cuidado. El agua arrastraba arena, ramas menudas arrancadas de cuajo por el viento. Al llegar al jardín empezó otra vez la lluvia. Corrió al zaguán. Paquito manipulaba en un reloj con su instrumental diminuto.
—¡Clara!
Se le cayó algo de las manos. Al levantarse derribó la banqueta. Corrió hacia ella y se quedó parado, con una mueca alegre en el hocico y un brillo de luces en los ojillos bizcos.
—¿Qué te sucede, hombre? ¿Te da miedo verme?
—Me da alegría. ¿Quieres sentarte a mi lado?
—¿Para que me tires un pellizco? Lo más cerca, a diez varas y con pared por medio.
Retrocedió el Relojero, la miró al través, puso cara inocente y levantó las manos, pacíficas y explicativas.
—Uno no tiene la culpa de su reputación.
—Por si acaso… —sacudió el paraguas—. ¿Puedo dejar esto en un rincón?
—Trae. No lo abras, que es de mal agüero. Lo pondré a escurrir —llevó el paraguas a una esquina—. No vendrás a ver a don Carlos. Está durmiendo.
—Esperaré a que se despierte.
—Entonces, siéntate.
La agarró de una muñeca. Clara protestó, pero se dejó llevar hasta un banco.
—Eres un poco tonta y te ganaron la partida.
—No sé de qué me hablas.
—La otra fue más espabilada: vino y se metió en la cama del señor. Lo tiene cogido. Vuelve casi todas las noches, ¡con el tiempo que hace!, y si alguna vez se retrasa, él anda como loco, espiando por las ventanas.
—Bueno.
—Pero eso no durará. Ella está en relaciones con un labrador. Habla con él todas las tardes antes de cenar, y piensan casarse.
—¿Te lo contó ella?
—Estoy acostumbrado a escuchar. A veces me tiene costado algunos palos, pero no hay otra manera de saber la verdad, porque la gente no la dice nunca.
Se quitó la pajilla y la echó al aire. La recogió en la contera del bastón y la hizo girar. Así un rato, sin mirar a Clara.
—A don Carlos se le engaña como a un niño.
—No me gusta engañar a nadie.
—No se trata de engañar —la pajilla se le escurrió y fue a dar contra la pared—. Yo, en tu caso, le quitaría el hombre a la otra haciendo lo mismo que ella.
—Eres un sinvergüenza.
—Te doy un buen consejo. Conozco a don Carlos. Un clavo quita otro clavo. Contigo se casaría, porque le tiene respeto a Juan.
—Pues que se case con Juan.
El Relojero alzó los hombros y los mantuvo en alto, hundida entre ellos la cabeza.
—Si le toma cariño a ésa, sabe Dios lo que hará cuando ella lo deje plantado. A lo mejor es cuestión de darse luego a la bebida, o de desaparecer, como su padre.
—Allá él —Clara se puso en pie—. Tengo que decirle unas palabras. Avísale de que estoy aquí.
—Si sabe que te dejé sola en el zaguán me tirará un zapato. Vamos arriba.
La empujó hacia la escalera. Estaba oscuro el pasillo y la casa en silencio. Paquito dijo en voz muy baja:
—Tuvo visita y se acostó muy tarde.
—¿La Galana?
—¡No! —Paquito rió—. Primero, un fraile; después, otro. La Galana vino y se fue sin verlo. Y el primer fraile durmió aquí y se largó esta mañana, de paisano. Daba risa. Le tuve que rapar la cabeza antes de marcharse. Va hecho un Cristo.
Entraron en la habitación de la torre. Estaban cerradas las maderas. En medio de la penumbra resplandecían las llamas de la chimenea.
—¿Dejáis el fuego encendido toda la noche?
Paquito abrió las maderas de la ventana.
—Lo enciendo yo cada mañana, antes de ponerme a trabajar. También le traigo esa bandeja, para que se haga el café, y le voy por medio cuartillo de leche, que está ahí, en ese puchero, y que él pone luego a hervir en la lumbre.
—Estás de criada para todo.
—Porque me da la gana.
—No lo dije por ofenderte.
Clara se sentó junto al fuego, y acercó a la llama los pies mojados.
—Hago esto —dijo el Relojero— para que no eche de menos una mujer y se traiga a la Galana para casa.
—¿Es lo que busca ella?
—Yo qué sé. A las mujeres no hay dios que las entienda. Por eso busqué una loca.
Cogió el puchero de la leche y se acercó a la chimenea.
—Deja —dijo Clara—. Hoy lo haré por ti.
—Entonces, puedes hacer también el café y tomarlo con él. Estarás en ayunas.
A estas horas…
Paquito salió. Clara puso la leche a hervir y encendió el alcohol de la cafetera. Después volvió a sentarse junto al fuego.
—Dice que vendrá en seguida, que le esperes —Paquito habló desde al puerta, sin entrar, y desapareció; pero regresó pronto con una taza y una cuchara.
—Para ti.
—Gracias.
—Ahora me voy a trabajar, y no subiré a escuchar, te lo juro. A ti te tengo respeto.
—¿Por qué?
—¿Qué sabe uno? Te daría algún consejo si no fueras tan cabezona. ¿Te has fijado si hay violetas en los balados?
—No. ¿Por qué?
—Con este mal tiempo se retrasan. Otros años, por estas fechas ya me había marchado.
Se sentó en el brazo de una butaca y miró al aire, vagamente.
—Empiezo a echar de menos a mi novia, pero aún no he sentido esa cosa aquí… Ya sabes, esa cosa… Ella no me espera todavía, y lo que me digo: ¿qué voy a hacer yo solo en Coristanco? Para solo, ya lo estoy aquí.
Echó a andar hacia la puerta.
Salió. Se le oyó hablar en el pasillo. Luego, sus pasos se perdieron en el fondo de la casa.
Estaba caliente el aire en la habitación de la torre. Clara se quitó el abrigo y lo dejó encima de una silla. En la bandeja había rebanadas de pan, mermelada, mantequilla y miel. Lo destapó todo, olisqueó. Untó de miel un pedazo de pan y lo comió golosamente. Luego, otro.
—No se da mala vida éste. Así cualquiera es pobre. Apartó la leche del fuego y la vertió en una jarra vacía. La cafetera despedía un chorro ruidoso, violento, de vapor. No sabía qué hacer con ella. Se acercó a la puerta del pasillo.
—¡Carlos, Carlos! ¡Que no entiendo la cafetera!
Carlos dijo «¡Hola!» y «¡Ya voy!» desde algún lugar lejano. Clara sopló, con miedo, la llama del alcohol. Temió que aquello estallase, y se apartó. Carlos entró riendo. Traía un pañuelo atado al cuello, y una gota de agua le resbalaba por la mejilla. No se había afeitado.
Clara señaló la cafetera.
—Me da miedo eso.
—Con apagar…
—Ya lo hice.
—Pues no hay cuidado.
Quedaron frente a frente, mirándose. Clara bajó los ojos.
—Perdona la hora.
—Te lo agradezco. Hubiera dormido hasta las tantas.
—Aproveché que venía del monasterio.
—¿También tú? —afectó sorpresa.
—Por acompañar a Inés. Las otras ya no van.
Carlos la empujó suavemente hacia un sillón.
—Siéntate. Vamos a tomar café.
—Deja que te lo sirva.
Le temblaban un poco las manos. Sirvió a Carlos y se sirvió.
—El pan… Bueno, tú sabrás cómo lo quieres. Yo ya he tomado.
—¿A qué has venido?
Clara se entristeció repentinamente; Carlos agregó:
—El padre Ossorio se marchó hace una hora.
—Pero ¿sabes adónde fue?
—Sí. A Madrid. Pensaba ir a Santiago, pero le convencí de que en Madrid se desenvolverá mejor. Tiene un aire de cura que no lo puede remediar, pero en Madrid pasará inadvertido y le será más fácil encontrar trabajo.
—¿Trabajo? ¿Es que…?
—Sí. Ha colgado los hábitos definitivamente.
Clara echó azúcar al café y revolvió con parsimonia.
—¿Te disgusta? —preguntó Carlos.
—Personalmente me trae sin cuidado, pero…
Levantó hacia Carlos el rostro apenado.
—Inés. Va a ser horrible. ¡Si la hubieras visto esta mañana!
—No hay remedio. El fraile es de los que no hacen las cosas a medias —untó de mantequilla un trozo de pan y se lo ofreció a Clara—. Tu hermana no puede hacer nada: el fraile la ignora por completo.
—¿Te lo ha dicho?
—Se lo saqué discretamente. No dejé de pensar en Inés desde que el fraile apareció por esa puerta.
Carlos mordió sin ganas el pan y lo dejó a un lado.
—Carlos, también Inés tiene el demonio dentro. Fue sólo un momento, esta mañana, cuando el padre Eugenio nos dijo que el otro se había largado y que no volvería. Inés pegó un grito y le salió fuego por los ojos, y aunque se dominó en el momento, quedó como salida de un ataque.
—¿Por qué has dicho también?
—Porque, a pesar de todo, llegué a creer que Inés era la única de nosotros, te incluyo a ti, que estaba libre de tentaciones. Estos últimos tiempos fue cariñosa conmigo. Pensé que me había equivocado. Parecía un ángel.
—Un día me dijiste que estaba enamorada del padre Ossorio.
—Fue un desahogo.
—Y ahora, ¿lo vuelves a creer?
—¡Qué sé yo! A lo mejor no es enamoramiento, sino otra cosa.
Se echó hacia atrás en el asiento, cerró los ojos; después se pasó las manos por la frente.
—Me dejaría cortar la mano derecha a que jamás sintió un mal deseo ni tuvo un mal pensamiento. Si el amor es eso, ella no está enamorada. Pero si el amor es necesidad de otra persona para seguir viviendo…
—¿Es eso el amor para ti?
—Yo no cuento, Carlos. Soy de madera peor. Pero, por lo visto, la polilla entra en todas las maderas.
—¿Sabes algo de lo que piensa hacer Inés?
—Me ha mandado aquí para que te pregunte si conoces la dirección del fraile. Pensará escribirle. Iba a venir ella, pero se volvió atrás.
—¿Por qué?
—Habrá tenido miedo.
—¿De mí?
—¿Quién sabe? ¡Como tú miras de ese modo!
Carlos sorbió el resto de su café. Se levantó, metió las manos en los bolsillos y dio unos pasos hacia la ventana, primero; hacia la chimenea, después. Hurgó con el atizador.
—Está bonito el fuego, ¿verdad?
Clara quedaba de espaldas. No respondió ni se movió. Carlos permaneció unos instantes sacando chispas a los leños.
—Si tiene miedo es porque ha llegado a saber algo de sí misma que teme que los demás descubran.
—Nunca será lo que tú piensas.
—¿Por qué no? Esa noticia súbita, ese grito, pueden significar que, de pronto, comprendió lo que hasta entonces había estado oculto, o simplemente enmascarado.
Clara se levantó también y se acercó a Carlos. Llevaba en la mano su tacilla de café, vacía.
—Tú sabrás mucho, Carlos; pero a mi hermana la conozco mejor que tú. Es inocente. No estoy segura de que sepa con claridad lo que pasa entre hombres y mujeres. El demonio de mi hermana no se parece al mío. Ella es orgullosa. Si escribe al padre Ossorio, y él le contesta, y se pasan así la vida, Inés llegará a vieja sin problemas.
—¿Y si él no le escribe?
—Bien. Entonces no sé qué hará.
Dejó la tacilla en la repisa de la chimenea.
—De todas maneras, si tienes noticias del fraile, y sabes su dirección, me la das.
—Puedo dártela ahora mismo. El fraile estaba desorientado y yo le di una carta para mi antigua patrona.
Escribió unas líneas en un trozo de papel y se lo tendió a Clara.
—Ahí tienes.
—También me da miedo Juan —dijo Clara.
—¿Sabe algo de esto? ¿Lo sospecha siquiera?
—Por eso. Le cogerá de sorpresa. Y aunque no pase nada, sólo con ver a Inés triste o preocupada no habrá quién lo aguante. No sabes cómo la quiere.
Cogió el abrigo.
—Anda. Ayúdame a poner esto.
—¿Te vas ya?
—Me espera la cocina, he de hacer la compra, y hoy no puedo contar con Inés para nada.
Puesto el abrigo fue hacia la puerta.
—Espera, que te acompaño.
Al abrir la puerta oyeron voces lejanas, apagadas. Las interrumpía una risa estridente —la risa del Relojero—, pero en tono mayor, como forzada.
Clara se detuvo y Carlos dijo:
—Es un aviso. El Relojero es mi ángel guardián. Iré a ver.
—¿No será tu amiga? —dijo Clara, con naturalidad.
—¿Mi amiga?
—La Galana. Hay quien la ha visto salir de noche de su casa y venir aquí.
—Habladurías. Entra en la sala y espera.
Carlos se asomó a la escalera. En el zaguán, Paquito y Juan discutían.
Juan tenía puesto un impermeable de hule, raído, y traía mojado el cabello rojizo. El Relojero le cerraba el paso.
Al asomar Carlos a lo alto de la escalera los dos volvieron la cabeza y Paquito se apartó.
—¿Qué sucede? ¿Por qué no subes?
—Estábamos discutiendo de política —respondió el Relojero—. Creí que usted aún no se había levantado.
Se quitó la pajilla y la mantuvo en alto mientras Juan subía los primeros escalones.
Juan dejó el impermeable en el perchero.
—Tengo que hablar contigo —dijo a Carlos.
—Bueno. En la torre estaremos más calientes.
La puerta de la sala quedaba entreabierta. Clara, desde la oscuridad, les vio pasar. Se perdieron en el fondo del pasillo.
—Si quieres tomar café te lo preparo.
—Te lo agradezco. Hace mucho frío y hoy salí de casa antes de que llegasen mis hermanas. Al pasar, tomé un poco de aguardiente en una tasca. Pero tengo hambre.
—Ve comiendo algo mientras. Ahora traeré una taza limpia. ¿Quieres pasarme esa que está detrás de ti?
Juan cogió de la repisa la taza que había dejado Clara.
—¿Has tenido invitados?
—El Relojero desayuna conmigo todas las mañanas. Somos grandes amigos.
—¡Ah, claro!
Carlos cargó y encendió la cafetera. Salió y volvió con otra taza. Juan mordía un trozo de pan seco.
—¿No te gusta nada de eso?
—Gracias. No estoy acostumbrado.
Fue a la mesa de Carlos y hurgó entre los papeles.
—¿Haces algo?
—Sí. Quiero escribir un libro sobre Pueblanueva. Estoy preparando las notas. Se me ha ocurrido hace pocos días. Algo hay que hacer. ¿No te parece interesante? Puede salir un gran libro, y, aunque no lo publique, nos reiremos tú y yo.
—Claro.
—Y tú, ¿qué haces ahora?
Juan se sobresaltó.
—¿Yo? Nada. Como siempre.
—Llevamos muchos días sin vernos.
Juan vaciló antes de decir:
—Traigo un asunto entre manos. De él vengo a hablarte.
—¿A mí?
—Sí. Puedes ayudarnos. Se trata…
—Espera. Toma el café antes.
Le indicó un asiento. Mientras Carlos le servía el café, Juan pareció entretenerse con las llamas. Cogió la taza sin volverse del todo.
—¿Azúcar?
—Sí, un poco.
—Yo tomaré otra taza. Me apetece.
Se sentó frente a Juan. Bebieron el café en silencio. Antes de terminar, Juan sacó tabaco y ofreció a Carlos.
—Se trata, naturalmente, de los pescadores. Su situación es penosa.
Pasan hambre y carecen de lo indispensable. Sus casas son tugurios infectos, hay muchos niños tuberculosos. Dentro de pocos días estarán peor, porque llevan quince sin salir a la mar y no parece que el tiempo vaya a arreglarse. Cierto que la Vieja les adelanta dinero, pero luego tienen que reintegrarlo, que viene a ser quedarse otra vez sin él. Hay que buscar un arreglo…
Hizo una pausa, mientras encendía el cigarrillo en una brasa.
—… y yo tengo el mismo interés que si fuera cosa propia. En cierto modo lo es. Bueno: no sé si la ocurrencia fue exactamente mía, pero el proyecto y todo lo demás lo he madurado yo. De acuerdo con ellos, naturalmente. Llevamos muchas tardes discutiendo y escuchando todas las opiniones. Una cosa así no puede intentarse sin el consentimiento de la mayoría.
—¿Qué cosa?
—La explotación de la pesca por el Sindicato.
Acercó el sillón al sofá, y él mismo quedó casi rozando con las suyas las rodillas de Carlos. El cigarrillo, olvidado, se quemaba en el borde de la mesa.
—Parece un disparate, pero puede ser la salvación de los pescadores. Su pobreza es intolerable y, como están las cosas en América, no les queda ni la esperanza de emigrar.
Sacó del bolsillo unos papeles llenos de números.
—Mira. Cifras cantan. La pesca, racionalmente explotada, puede sostener con dignidad a los pescadores. Compara, por ejemplo, el volumen de ventas de Pueblanueva con las de Vigo, las de Bueu, las de Villagarcía… No me refiero a cifras absolutas, sino relativas. Están sacadas las proporciones: son ésas. Como verás, vamos por debajo de todos. Nuestra flotilla pesca menos, vende menos y pierde más. La cabeza de la Vieja no está para negocios. Además, ella no entiende. Hay que introducir innovaciones, contratar algún personal técnico, un buen patrón de pesca, al menos. Ahora, nadie pesca al tun-tun; hay técnicos especializados que saben dónde y cuándo hay que echar las redes. Y hay que vender en otras plazas. El consumo local es insuficiente, y los pescaderos, aquí, imponen precio o dejan que se pudra la mercancía. En fin, lo entiendes, ¿no?
—No lo entiendo, pero es igual. Si la pesca es negocio en otras partes y aquí no, a algo obedece.
—La Vieja está anticuada, y nuestros pescadores también. Con esos barcos, que son bastante buenos, deberían ir a los grandes bancos, pescar el bacalao, si hace falta. Los barcos tienen que ir provistos de radio, porque las ventas se contratan antes de que el barco arribe, y hay que conocer el volumen de las calas.
—Y esas radios, ¿quieres que las instale yo?
Juan sonrió con timidez súbita y se retiró un poco.
—Estoy hablando en serio, Carlos.
—Lo supongo, pero no se me alcanza lo que tenga que ver con todo eso.
—Directamente, nada.
Se hundió en el fondo del sillón y acudió al cigarrillo, que se había apagado. Carlos le acercó el suyo.
—En todo esto…
Se interrumpió, dio un par de chupadas y volvió a dejar el cigarrillo en el borde de la mesa.
—… en todo esto hay una dificultad inicial: el Sindicato no es propietario de los barcos. Y no hay que pensar que pueda serlo en mucho tiempo. De esta República burguesa de la puñeta que nos ha caído en suerte, no es de esperar que socialice los medios de producción; y, en el caso de que se hiciera algo en ese sentido, predominaría el criterio marxista, no el sindicalista. Pero lo que nosotros queremos es la explotación por el Sindicato propietario de los barcos, y digo propietario, no en el sentido capitalista, sino…
—Entiendo.
—¿Entiendes? ¿Te das cuenta de lo que pretendo y de lo que quiero de ti?
Carlos le miró, sonriendo.
—¿Piensas que yo puedo convencer a la Vieja de que regale los barcos al Sindicato?
—No aspiramos a eso, de momento, ni pretendo que tú la convenzas. Quiero solamente que le hables y la prevengas de que un día de éstos irá a verla una comisión.
—Los va a echar con cajas destempladas…
—Para evitarlo es para lo que te necesito. No iremos a pedirle que nos regale los barcos, sino que nos los alquile mediante una renta razonable. Aunque no se la pagásemos ganaría dinero. El año pasado perdió más de treinta mil pesetas.
Carlos se levantó y cogió una botella.
—¿Quieres coñac?
—Bueno.
Llenó dos copas y acercó una de ellas a Juan.
—Hace mucho frío en este maldito caserón. No sé cómo podía vivir la gente aquí.
Le sonaba la voz a falso. Juan le miró con inquietud. Sorbió, sin ganas, un poco de coñac.
—¿Vas a hacerme ese favor? ¡No sabes lo que significa para mí!
—Le hablaré a la Vieja.
—Necesito que lo hagas con el mismo entusiasmo que si se te hubiera ocurrido el proyecto y te fuese en él la vida. Tienes que convencer a la Vieja de que saldrá ganando. Nosotros, naturalmente, pagaremos los impuestos por nuestra cuenta.
—¿Y si perdéis?
—¡No podemos perder, Carlos! ¡Las cifras cantan! ¡Te aseguro que, en un año, la vida de esa pobre gente habrá cambiado!
Carlos, con la copa en la mano, se le acercó. Sonreía.
—Dime, Juan, ¿lo haces por caridad, por convicción ideológica o por alguna otra causa?
—Por todas ellas, aunque yo llame solidaridad a lo que tú llamas caridad.
—Si a la Vieja le dijese que con esto ibas a levantar una bandera contra Cayetano y vencerlo, es posible que accediese de buena gana.
Juan le miró con gravedad. Le temblaba en las pupilas una luz anhelante.
—No me mueven razones personales. No voy a beneficiarme en nada de todo esto. Me comprometo a un trabajo que no me sacará de pobre; de eso puedes estar seguro. Actúo desinteresadamente.
—Eso es lo malo para la Vieja. Ella no lo comprenderá jamás. Si se lo explicases se reiría de ti. Pero si le dijeses: soy capaz de convertir la pesca en un negocio con el que pueda hacer frente a Salgado, creo que, encima, os daría dinero para empezar.
De espaldas a Juan, dejó la copa en la mesa, y añadió.
—Puedo enfocar el asunto de esa manera.
—No. Sería mentir. Cayetano no pinta nada en todo esto.
—Entonces no te garantizo el éxito.
Se volvió rápidamente y cogió a Juan por los hombros.
—¿Pretendes ocultarme a mí que detrás de todos tus proyectos no está el odio a Cayetano? ¡Nadie se mueve en Pueblanueva sino por eso, y tú no eres una excepción! Y, si es así, ¿por qué no enseñas las cartas, al menos a la Vieja? Ella juega limpio y, además, es el único juego que entiende.
Juan retiró de sus hombros, pausadamente, las manos de Carlos.
—Me importa un bledo Cayetano. Aunque no existiese yo haría lo que hago.
—Como quieras. Hablaré a la Vieja, pero no te aseguro nada.
—Que sepa, al menos, que irán a verla.
—¿Irán? ¿Sin ti? ¿Quién va a hablarle? ¿O es que quieres convencerla con la tosca ingenuidad de los pescadores?
—Le presentarán un escrito… hecho por mí. Ya está casi redactado. Confío en que tú… harás que lo lea, y hasta que se lo expliques si no lo entiende.
—No sé si desearte suerte. Vas a meterte en el lío más gordo de tu vida. Te juegas tu reputación. Si fracasas, nadie te hará caso, y hasta se reirán de ti.
—¿Y si resulta?
Carlos le miraba sonriente. En el rostro de Juan resplandecía la esperanza; pero la sonrisa de Carlos apagó el resplandor.
—Se debe ser muy desgraciado cuando no se tiene fe en nada —dijo Juan.
Carlos metió las manos en los bolsillos, le miró un instante y bajó la cabeza.
—Ni siquiera desgraciado.
Doña Mariana no se encontraba muy bien. Había estornudado y sentía escalofríos. Estaba en la cama, envuelta en una toquilla, y con la bandeja del desayuno en el regazo. Carlos le contó la escapatoria de fray Ossorio, la visita del padre Eugenio, la de Clara, la de Juan.
—Mi casa parecía un jubileo. El Relojero empezó a reír anoche cuando llegó el primer fraile; siguió riendo con el segundo, y esta mañana, al marcharme, me dijo: «¿Y las visitas? ¿Las mando esperar o que vuelvan?». Y me soltó una carcajada. No me tiene pizca de respeto.
De momento, pareció importarle más a doña Mariana la falta de respeto del Relojero que el lío del monasterio. Pero prestó atención cuando Carlos se refirió a Inés.
—La situación puede ser interesante si Inés tiene, como sus hermanos, sentido artístico. Porque es evidente que los Aldán poseen una especie de genialidad mal orientada o desorientada. En todo caso, enmascarada. La religiosidad de Inés se corresponde con la preocupación moral de Clara, incluso con su manía de limpieza; en cuanto a Juan, está claro que cuando escribe su poema cosmogónico pone en juego las mismas facultades artísticas que cuando describe a los pescadores el paraíso anarquista. Pero, en estos días, Clara ha pasado a segundo término. La situación actual de Inés es mucho más interesante, y, con un poco de suerte, será mucho más fértil. Pretende escribir al fraile. Lo hará. Y el fraile recibirá la carta en un momento oportuno, en un momento de desaliento, porque sus primeros pasos en Madrid serán desalentadores. Lo más probable es que, a los pocos días, se le venga el mundo encima, se sienta hundido, fracasado y sin salida posible. ¿Imagina con qué alegría comprobará entonces que hay alguien en el mundo preocupado de él, alguien a quien es necesario? Quizá, si más tarde encuentra un empleo satisfactorio, la cosa se frustre; pero si no lo encuentra, que es lo probable, si se siente desesperado y necesitado de consuelo, atenderá a Inés, seguirá escribiéndole, y como lo que ella exige es correspondencia espiritual, se convertirá, sin darse cuenta, en una especie de Francisco de Sales para la ilustre señora de Chamal. ¡Lo que daría yo por estar al tanto de esas cartas! Las de Inés podrán ser maravillosas a poco que él excite su imaginación.
Doña Mariana dio un tironcito al cordón de la campanilla.
—Estás haciendo una novela.
—Estoy profetizando lo que va a suceder, lo cual no tiene ningún mérito porque parto de datos reales y desarrollo lógicamente unos supuestos. El padre Ossorio e Inés son dos personas interesantes, pero no misteriosas. No son de los que dan sorpresas. ¿Qué quiere usted? Me atrevería a asegurar que, pasado algún tiempo, el fraile se pondrá a bien con la iglesia sólo porque la imagen que Inés tiene de él carece de lugar en el mundo. Para ella no es un hombre, sino un fraile, o, al menos, un sacerdote; como a sacerdote se dirigirá a él, y apetecerá palabras de sacerdote, no de hombre. Esto es evidente. Bueno. Quizá me engañe acerca de la calidad de su correspondencia; quizá no pase de una serie de vulgaridades más o menos apasionadas.
Entró la criada a recoger la bandeja del desayuno. Doña Mariana le advirtió que Carlos comería con ella.
—Después está Juan. La obra de arte de Juan tropieza con un grave inconveniente: el respeto a usted. Lo natural sería que Juan acabase por lanzar a los pescadores contra su patrono, por organizar una huelga heroica; pero, en este caso, el patrono es usted, de quien los pescadores no tienen queja, y a quien Juan, en el fondo, admira. La situación de Juan no es fácil: lleva un cierto tiempo hablando a los pescadores, les ha creado una ilusión, pero no pasa de ahí. Llegará un día en que los pescadores se cansen y dejen de escucharle. Quizá haya empezado a suceder, porque últimamente hubo algunas deserciones, y quienes buscaron empleo en el astillero. Juan lo sabe. Necesita mantenerse donde está, necesita conservar la fe de sus amigos. ¿Qué hace entonces? Intenta hallar una salida airosa. Como no parece probable que la República llegue a reformar profundamente la economía, él desvía la esperanza de los pescadores de la revolución inmediata y la conduce al resultado incierto de una experiencia (lo de incierto lo añado yo). Vamos a explotar sindicalmente la pesca. Con lo cual pueden pasar dos cosas: que la experiencia fracase, y entonces ya se verá a quién echar la culpa; pero, en cualquier caso, todo el mundo habrá visto cómo Juan se partía desinteresadamente el pecho para sacar el asunto adelante; o bien, que la experiencia tenga éxito, y entonces Juan será algo más que el héroe de Pueblanueva: será el descubridor de un modo de explotación de la pesca que hace innecesarios a la vez la revolución y el patrono.
—Pero ¿y los barcos? ¿De dónde sacarán los barcos para eso?
—Los barcos están anclados ahí enfrente. Son los suyos.
A doña Mariana le dio un ataque de risa rematado en tos.
—No irás a decirme que Aldán piensa quitarme los barcos.
—Jamás lo ha pensado. Lo que él pretende es alquilarlos. Verá usted.
Repitió más o menos lo que Juan le había dicho. A cada momento intercalaba un elogio a la inteligencia, a la clarividencia de Juan.
—¿Quién duda que es un proyecto legal, respetuoso, irreprochable? Usted mantiene la propiedad de los barcos, deja de perder en el negocio y sólo más adelante, si la cosa marcha, puede pensarse en una venta. Con lo cual, además, Juan, sin sospecharlo, le da a usted resuelto un problema. Porque usted me tiene dicho que mantiene el negocio de la pesca sólo por llevar la contraria a Cayetano. ¿Qué sucederá el día en que usted muera? Usted teme que su sobrina no sea capaz de continuar una lucha que no le va ni le viene, porque ni Cayetano la odia a ella, ni ella odia a Cayetano…
—Le hubiera enseñado lo que tenía que hacer si viviera conmigo —interrumpió doña Mariana y había dureza en el tono de sus palabras.
—Pero ella no ha venido, y yo, ya ve usted, no sirvo para tomar en serio esas rivalidades, al menos con las armas de usted. Pero ahí está Juan dispuesto a sucederla en la rivalidad, en el odio, hasta la muerte.
—Yo no odio a Cayetano, ¿eh? Quizá lo desprecie, sencillamente.
—Pues Juan no lo desprecia, sino que le tiene odio, que es una pasión mucho más violenta, y, sobre todo, mucho más tenaz. Si no existiera Cayetano, Juan no sería líder anarquista de Pueblanueva, sino poeta en lengua vernácula. Por causa de Cayetano nos quedamos sin un hermoso poema pesimista acerca del origen de las cosas, y ganamos un líder; pero, eso sí, un líder con gran sentido artístico. Porque esa ocurrencia de la explotación sindical es perfectamente artística. Es la síntesis que absorbe en sí misma y concilia sin aniquilarlos los contrarios. Es una verdadera genialidad.
Doña Mariana acomodó las almohadas y se recostó.
—Sois un puñado de locos, ellos y tú. Pero tú bastante más que ellos, porque te entusiasmas con algo que no te va ni te viene, y te engañas a ti mismo pensando que va a salir bien ese disparate.
Las manos de Carlos se levantaron en señal de protesta.
—Yo no digo que vaya a salir bien, ¿eh? Admito el pro y el contra. Lo que digo es que, de una manera o de la otra, Juan habrá mantenido su reputación, y usted no perderá nada.
—¿Y quieres que porque Juan conserve la admiración de los pescadores ponga en peligro una parte de mi patrimonio? ¿Qué me importa a mí la reputación de Juan?
Carlos se levantó, arrimó la espalda a la pared y estuvo un instante pensativo.
—¿Qué pensaría usted si en vez de ser Juan el autor del proyecto y el que pretende realizarlo fuese yo?
—Pensaría lo mismo: que estabas loco.
—Pero ¿me alquilaría los barcos, sí o no?
—Quizá te los alquilase, pero por otras razones.
—Sin embargo, usted sabe que soy incapaz de hacer nada práctico, aunque sea lo más sencillo del mundo; cuanto más algo tan complicado como la explotación colectiva de un negocio.
—Pues, a pesar de eso, por ti lo haría. Aunque supiese que iba a quedarme sin los barcos. No estoy segura de que, metido en el jaleo, no intentases luego sacarlo a flote.
Carlos se sentó en el borde de la cama y cogió la mano de doña Mariana.
—Juan lo hará con toda la pasión, con toda la inteligencia, con toda la tenacidad de que es capaz un fanático. Le va en ello algo más importante que la vida.
Doña Mariana no contestó. La mano de Carlos permanecía entre la suya. La acarició. Se miraron, y Carlos sonrió.
—Que vengan a verme, pero conste que no prometo nada. Llevaré el asunto a mi abogado para que lo estudie y, después, ya veré lo que hago.
Carlos se levantó de un salto.
—Voy corriendo a la taberna. Juan espera allí.
—¡No prometas nada, que yo tampoco prometo!
—¿No le parece bastante decirles que usted les escuchará?
Se puso la gabardina y salió corriendo. El viento le batía en el rostro y los goterones de lluvia le lastimaban. Tuvo que volver atrás y meterse en el carricoche. Lo dejó luego en una calleja resguardada y entró en la tasca del Cubano.
Estaba oscuro el interior y habían encendido velas. Juan y algunos más, hasta doce, se habían sentado alrededor de unas mesas. Carmiña atendía a la parroquia.
Al entrar Carlos todos callaron, todos se volvieron hacia él, todos le miraron. Había en sus rostros ansiedad y un poco de temor.
El Cubano se levantó.
—Venga para aquí. Siéntese aquí, don Carlos.
—Buenos días a todos.
Se levantaron también los demás, y algunos se quitaron las boinas. Carlos se sentó junto a Aldán. Le trajeron en seguida una taza de tinto, y Carmiña pidió a voces «unos calamares para el señor Deza, que estén bien calientes».
—Espere. Traeré una vela. Con este tiempo parece de noche.
Vertió esperma en la tabla de la mesa y afianzó en ella una vela nueva. Nadie había hablado. Un soplo de aire, venido de alguna puerta abierta, apagó la llama, y Juan dijo algo sobre el mal tiempo. Un pescador respondió, con voz honda, que así llevaban dos semanas y que no había qué comer.
—A mí se me están acabando las existencias, y como nadie puede pagarme, no tengo dinero para reponer lo gastado —comentó el Cubano.
—Porque usted no sabe lo que hace en una casa de pobres tener el pescado gratis. Con un puerco que se cría, y perdone, y el jornal, da para vivir. Pero a estas alturas, el cerdo ya va comido y hay que comprarle todo, y con un mal caldo de patatas y berzas el cuerpo no queda contento.
—Y que siempre hace falta ropa y con el frío los rapaces no pueden andar descalzos.
Una mujer que esperaba junto al mostrador se acercó al grupo.
—Y vosotros, condenados, que no podéis pasar sin el vino, que Dios confunda.
—Con algo hay que calentarse.
—Pues quedaros en cama, como se quedan otros que son tan buenos como vosotros y también gustan de echar un párrafo con los amigos.
Carmiña trajo un plato de calamares fritos y lo puso delante de Carlos.
—Ya ve —dijo el Cubano—. Con dos reales, un plato de calamares fritos debía estar bien pagado. Pues como los traen de fuera, y a mí ya me cuestan seis. Luego ponga el aceite, y el trabajo, y algo que uno tiene que ganar. Salen en dos pesetas, la tercera parte del jornal de un marinero.
Estaban doradas, calientes, fragantes, las ruedas de calamar.
—Pues con eso, y un pedazo de pan, come un hombre al mediodía —dijo la mujer que había hablado antes, y se volvió al mostrador. Desde allí añadió—: Donde hay cinco son diez pesetas.
—Esto será para todos, ¿verdad? —preguntó Carlos un poco avergonzado.
—La casa quiere convidarle. No lo despreciará —dijo Carmiña desde el mostrador.
—Pero la casa no me prohibirá que yo convide, a mi vez, a estos amigos. Es decir, no yo, sino doña Mariana. Vengo de parte de ella.
—¿Qué te dijo? Juan intentaba dominar la ansiedad, pero sus manos, escuálidas, temblaban al coger la tacilla del vino.
—Doña Mariana quiere a los pescadores. Eso lo saben ustedes. Los barcos son un mal negocio, y otra persona se hubiera deshecho de ellos. Porque no es lo mismo perder un año y ganar otro, que perder cinco años seguidos. Es evidente que doña Mariana lo sostiene por no dejar en la calle a sesenta o setenta familias.
—Bueno. Pero de lo otro, de lo nuestro…
—Admite entrar en conversaciones. Es decir, que hablará con ustedes, que estudiará el proyecto. Necesita garantías.
—No se trata de que pierda la propiedad de los barcos. Creo que eso te lo he explicado bien.
—Me refiero a garantías de otra naturaleza. Por precaria que sea su situación, los pescadores cuentan con unos ingresos mínimos seguros; necesita saber que, en cualquier caso, no saldrán perjudicados. La propiedad de los barcos no le preocupa.
—Entonces cosa hecha. ¿Cómo van a perjudicarse a sí mismos los pescadores? —al Cubano le temblaba la voz de júbilo—. Se trata precisamente de que se encarguen ellos de sus propios intereses. Ya le habrá explicado el señor Aldán que se formará un comité con los patrones de cada barco y un diputado por la tripulación. Se pagarán jornales y se hará un reparto equitativo de las ganancias, después de deducir los gastos y de constituir un fondo de reserva. Yo entiendo algo de eso; en Cuba trabajé en régimen de cooperativa, que es algo parecido a lo que nosotros queremos.
—Pero ¿y si no hay ganancias? ¿Si se sigue perdiendo como hasta ahora? ¿Cómo cubrirán el déficit?
Juan se adelantó hacia el plato de los calamares, que empezaba a vaciarse, una mano tajante, afirmativa.
—Se está enfocando mal la cuestión. Los pescadores agradecen a doña Mariana su interés, pero ahora no se trata de paternalismos, sino de reconocer a un grupo de trabajadores capacidad para administrarse. Para mí es algo que, si se pone en duda, atenta contra la dignidad del proletariado. En todo caso, reconocida la buena voluntad de doña Mariana, también se la puede acusar de mala administración o, más bien, de torpeza en el enfoque del negocio y, por tanto, de perjudicar a sus asalariados. Claro está —añadió en seguida cerrando la mano y retirándola— que ella no puede comprender que los intereses de los trabajadores jueguen en este asunto con el mismo derecho que los suyos propios. Sería pedir peras al olmo que una mente capitalista se superase a sí misma y alcanzase el sentido de la solidaridad humana necesario para llegar a semejante comprensión. Nosotros no hemos planteado jamás el problema en esos términos. Nosotros…
—Ustedes, de momento, tienen suficiente con saber que doña Mariana se aviene a hablar sobre el asunto —Carlos se dirigió al Cubano—. ¿No es así?
El Cubano miraba a Juan y parecía esperar que continuase. Pero Juan no respondió.
—Así será —dijo, pasado un instante de espera, el Cubano.
—Vivimos en un estado capitalista y, quiéranlo o no, tendrán que moverse y trabajar dentro del sistema capitalista. Por dentro, pueden ustedes organizarse como quieran. Para los demás, el sindicato será el arrendatario de unos barcos…
—De momento —dijo Juan.
—De momento, claro. Mañana, ¿qué sabemos?
Carlos apuró el vino y se levantó.
—He terminado mi embajada y tengo que irme. Si quieres —se dirigió a Juan— te llevo a casa. Tengo ahí el carricoche.
—Bueno.
—Para celebrarlo, doña Mariana convida.
El Cubano rechazó el dinero, pero Carlos le rogó que lo aceptase. Salió con Juan, se metieron en el carricoche. Pasaron, en silencio, dos o tres manzanas.
Juan iba metido en sí, puestos los ojos en las orejas de «Bonito» o, más bien, en el cascabel que las coronaba. A Carlos le había salido una sonrisa artificial, prolongada demasiado tiempo. Hasta que dijo:
—¿No estás contento?
Juan le miró sin contestarle.
—Todo salió a pedir de boca —continuó Carlos—. No quiero decirte con esto que a la Vieja la haya hecho feliz el asunto, pero lo ha tomado con mucho mejor ánimo de lo que yo esperaba. Yo lo daría por hecho.
—Como generosidad de la Vieja, ¿no? Como un regalo o una limosna.
—Llámalo como quieras. ¿Qué más da? Si la explotación colectiva de la pesca va a resolver el hambre de los pescadores, se acabó el hambre.
—¿Y la justicia? ¿Es que no te importa nada la justicia?
—Es algo de lo que esta mañana no hemos tratado en absoluto.
—Es algo que quizá no hayamos mentado, pero que iba implícito en mis palabras. Porque aquí hay dos cuestiones, y me extraña que tú, tan analista, no lo hayas advertido. El hambre de los pescadores, aparente consecuencia de un negocio mal llevado, lo es, en realidad, de una injusticia. No se restituye la justicia dando de comer a los hambrientos, sino que el hambre tiene que desaparecer por haberse restituido la justicia. ¿Entiendes? Si el asunto se resuelve por el camino que lleva, permanecerá la injusticia.
—¿Es eso lo que piensas decir a doña Mariana cuando reciba al famoso comité? «Señora, según las leyes vigentes usted es propietaria de los barcos. Aparentemente, con el pago de unos salarios, usted cumple. Ahora bien: las leyes vigentes fueron hechas por propietarios para defensa de la propiedad; las leyes amparan al robo. Si usted quiere ser justa reconozca que, al detentar la propiedad de los barcos, la usurpa a los verdaderos propietarios, a los propietarios en justicia, que son los trabajadores. Mientras no lo reconozca así, por mucha que sea su buena voluntad, por grande que sea su generosidad, tendremos que considerarla como una explotadora, como una sanguijuela de sangre humana, como una…».
Juan se revolvió contra él.
—¿Bien? ¿Y qué? ¿Qué sucedería si lo dijese?
—Sucedería que doña Mariana os mandaría a paseo y las cosas seguirían como están o peor.
—Pero en alguna parte se habría oído la voz de la verdad y de la justicia.
—¿Quién lo duda? Y los hambrientos te llamarían imbécil por haberlo hecho. A los pescadores les importa un bledo la justicia. Lo que quieren es comer mejor, y como tú los has convencido de que la explotación colectiva de la pesca mejorará su suerte, están ilusionados con eso. Tú no eres un fanático, Juan, sino un hombre inteligente, y sabes que detrás de las grandes palabras que les diriges, y de las que sólo perciben el ruido, sólo entienden una cosa: vivir con desahogo. El régimen no les importa. La monarquía, la república burguesa o la libertaria son buenas o malas según les vaya a ellos. Y eso me parece lógico. Pero de todo eso se deduce una verdad que te empeñas en no reconocer: ninguno de ellos es verdaderamente revolucionario, ninguno apetece un cambio radical de la sociedad. Sólo tú lo eres.
—¿Y no basta?
—Quizá a ti te baste. Pero si tu conducta se apoya en una falsedad, tu situación será bastante precaria.
—He insistido esta mañana en que yo no cuento para nada en este asunto. Soy un mero instrumento, sólo por el hecho de que sé escribir y de que entiendo un poco más que ellos de ciertos asuntos. Quiero que no lo olvides.
—Descuida. No lo olvidaré. Pero, por ti mismo, me gustaría te considerases como algo más que instrumento. Quizá en un mundo distinto, en un mundo que todavía no existe, un hombre pueda satisfacerse no siendo más que eso, instrumento; pero en el nuestro, al que perteneces lo mismo que yo, todo hombre es un fin.
Juan buscaba algo en los bolsillos.
—No te entiendo. Tenemos distinta mentalidad.
Salían del pueblo y se acercaban a la casa de Juan. Había escampado, pero el viento sacudía la lona del coche y lo empujaba hacia el centro de la carretera.
—Es una suerte —dijo Juan— que no haya ningún barco en la mar. Esto puede acabar en galerna.
El coche se detuvo. Juan levantó el cuello del impermeable y saltó.
—Bueno. De todas maneras, gracias por todo. Ya te avisaré cuando hayamos de visitar a la Vieja.
Atravesó, de cuatro zancadas, el fangal de la era y se coló por una puertecilla. Carlos le gritó que diese recuerdos a sus hermanas.
Juan se había metido en su cuarto nada más llegar; Inés no había salido del suyo en toda la mañana. Puesta la mesa, Clara fue a llamarlo. Juan, de rodillas junto a la cama, envueltas las piernas en una manta raída, escribía: una tabla vieja le servía de mesa. Había en ella papeles y un par de libros.
—Id comiendo, que ahora mismo voy.
Llamó a la puerta de Inés y abrió. También Inés escribía algo que escondió rápidamente.
—Sí. En seguida. Id comiendo.
Clara regresó a la cocina, volvió la sopa a la olla y se sentó a esperar en una silla baja. Quedaban sus piernas cerca de la lumbre, pero las acercó un poco más. Tenía sueño, le hubiera gustado dormitar un poco allí cerca del fuego, pero una vez que lo había hecho se le quemaron las medias nuevas.
De la olla salía un vaho apetitoso a sopas de ajo. Había dejado a deber el aceite y el pan. Tampoco había pagado en la carnicería. Hacía tres días que no tenía dinero. Inés le había dicho: «Mañana te daré», pero no parecía decidirse a cobrar el importe de un traje. Seguramente que lo había olvidado. Y Clara no se había atrevido a recordárselo.
Con el tío del pan y del aceite había sido fácil. Estaba la tienda sola; el tendero la piropeó. Ella se dejó querer. El tendero insinuó la posibilidad de encontrarse alguna vez en un lugar oscuro: ella le respondió que quizá. El tendero la barbilleó y ella se limitó a decir: «Que a lo mejor te está viendo tu mujer». Y salió con el pan bajo el brazo y la botella del aceite —un cuarto de litro— en la mano.
El carnicero, en cambio, había salido, y su mujer le dijo que si ya volvíamos a las andadas, y que si aquello no podía ser, y que si patatín, y que si patatán. Y que a ver cuándo buscaba un hombre que la mantuviese.
Juan llegó el primero. Preguntó por Inés.
—Dijo que fuésemos comiendo, que ella vendría en seguida. Sirvió la sopa de ajo.
—Estamos sin un céntimo, Juan. He mirado en el hórreo; no hay un mal ferrado de maíz para vender.
Juan levantó la cabeza, la miró, no contestó.
—Inés tampoco tiene.
Sirvió su plato. Iba a empezar cuando entró Inés, silenciosa, abstraída. Empezó a comer sin decir palabra, sin mirar a nadie.
—¿Estás disgustado, Juan? —preguntó Clara.
—¡Ese Carlos…!
—¿Te ha hecho algo?
—Hablar, hablar. Envolverle a uno con palabras que no son nada, que no dicen nada.
—Es un imbécil.
Juan dejó de comer y la miró.
—Antes no pensabas así.
—Tampoco tú.
—Pero lo que yo trato con él es de importancia.
—¿Te echó a perder lo de los barcos?
—No. Lo bueno es que lo arregló. Es el modo lo que me fastidia, Me gustaría saber qué pretende con hablar tanto.
—Nada, eso es lo malo: que no pretende nada.
Juan volvió a mirarla, largamente.
—¿Te ha hecho algo a ti?
—¿No te digo que no pretende nada?
Juan calló de nuevo. Terminó de comer y marchó a su cuarto, sin decir palabra. Pero Inés no se movió. Se estuvo allí, con la cabeza gacha, mientras Clara retiró los platos y el mantel, mientras fregó el ajuar. Hacía frío. Clara le dijo:
—Te vas a helar ahí quieta. En la cocina estarás mejor. Avivó el rescoldo y preparó la silla.
—Anda. Siéntate ahí.
Inés se dejó llevar. Arrimada a la pared oscura, su mirada seguía el humillo ascendente. Un resplandor tenue, vacilante, le iluminaba el rostro.
Clara terminó y se sentó en el borde del llar.
—Yo también he sufrido, y entonces me hubiera gustado tener a mano alguien a quien hablar. Es malo tragárselo todo. Es como una comida fuerte. Hace daño.
Inés bajó un poco la cabeza, sin mirarla.
—¿Tú qué sabes?
—Más bien nada; pero escuchar todavía sé.
Inés movió la cabeza.
—Mis cosas son mías.
—No te digo que me las cuentes; pero a Juan…
Inés se estremeció.
—¿A Juan? ¡No tiene que saber nada de esto, pase lo que pase! ¿Lo entiendes?
—Como quieras. Pero yo pienso que ya que te quiere tanto… —Por eso.
Se levantó y saltó del llar.
—Voy a mi cuarto.
—Espera. ¿Sabes que no tenemos dinero?
Inés se detuvo y la miró como extrañada.
—¿Dinero?
—Sí. Las cochinas pesetas. Hoy me han tenido que fiar, y ayer también. Y tú dijiste…
—Sí. Hay que cobrar una hechura. ¿Por qué no vas tú?
—¿Yo? Ya sabes que no merezco confianza.
—Mira. Llevas unos retales que sobraron y la cuenta. Es en casa del Pirigallo, veinte pesetas. Espera un momento.
Volvió en seguida, con un atadijo de retales y un papel escrito.
—Toma. Llévalo tú. Di que no estoy bien.
—Si me pagan, ¿puedo pagar también?
—Sí, claro. Haz lo que quieras.
Mientras Clara se ponía el abrigo, Inés regresó a su cuarto. Había oscurecido un poco más. Encendió una vela, se sentó y cogió unos papeles a medio escribir. Leyó uno, otro, otro. Los apretó con furia. No era aquello lo que deseaba decir, lo que tenía que decir.
Danzaban por su cabeza palabras hermosas, palabras justas, palabras convincentes, pero se le escapaban cuando quería escribirlas. Ni siquiera había acertado en el encabezamiento. «Querido padre Ossorio,…»
«Respetado padre…». «Hermano mío en Jesucristo…». Sonaba a falso, a convencional. Necesitaba un comienzo que fuese como la puerta abierta a una habitación luminosa, una palabra que obligase a leer las otras, algo que revelase desde el comienzo que aquella carta la escribía un semejante…
Se irritó contra sí misma. «Semejante» tampoco era la palabra. No quería decir nada, salvo si se explicaba largamente, y ella no podía ponerse a explicar. Eso había hecho en una de las cartas: «Es posible que ignore que, durante dos años, sus palabras han ido edificando mi alma…»; y edificar tampoco la había satisfecho, porque significaba una cosa distinta, y lo que ella quería expresar no tenía nada que ver con edificante, sino con edificación. Como si el padre Ossorio hubiera hecho su alma como se hace una casa.
Se había enredado en las palabras, le disgustaban las palabras, eran palabras lo que sobraba y lo que necesitaba. Había hurgado en los evangelios; pero las palabras evangélicas le parecían también gastadas: «No puede usted abandonar su oveja», así hubiera escrito doña Lucía. «Soy una ramita insignificante de la gran vid de la Iglesia…». Daba risa.
Y, además, no sabía qué decir. «Me ha dejado usted sola». «Tiene usted que volver». Sí, eso era, pero no bastaba, y no atinaba con el razonamiento intermedio, con las razones que podrían enterarle de que la había dejado sola y las que podían convencerle de que tenía que volver.
Se sentía cada vez más confusa. Abrió al azar las Sagradas Escrituras y salió la historia de Jezabel; la leyó, buscó en la lectura un consejo, una guía; pero la historia no le decía nada, ni aun se sentía capaz de imaginarla.
Hacía mucho frío. Tenía las piernas heladas hasta más arriba de las rodillas. Se echó en la cama y se tapó con una manta. Sus ojos, muy abiertos, miraban las sombras del techo, las sombras conocidas, repetidas.
La casa estaba en silencio, era como un agujero de silencio en medio del vendaval ruidoso. Fuera de la casa silbaba el viento en los pinos, en las esquinas, en los agujeros. Pero el silencio interior se notaba, y ella estaba en el centro del silencio. Podía oír su corazón.
Vivir era una partida jugada entre la propia voluntad y la voluntad de Dios. Dios ponía un límite al esfuerzo. Decía: «Hasta aquí. Más allá es mi terreno». Pero nunca se sabía dónde estaba el terreno de Dios, donde la voluntad de los hombres nada puede, donde se pide al hombre que se someta ciegamente, sin preguntar… Y ella había llegado, con su esfuerzo, al límite de su voluntad. Y preguntaba.
Era evidente que Dios no quería que escribiese aquella carta. Pero ¿qué es lo que Dios quería? ¿Cómo podía averiguarlo?
Su corazón latía tranquilamente, su sangre iba y venía con sosiego. Todo estaba en paz en su cuerpo y en su alma, todo estaba en silencio fuera de ella, como si Dios lo enviase para que pudiera decidir con claridad.
—Irme al convento.
Sintió inmediatamente inquietud y disgusto. El convento había sido su destino, aceptado desde la adolescencia. ¿Por qué ahora, algo que ella ignoraba, pero que gobernaba su voluntad, lo repelía? Le vino a la memoria el recuerdo del colegio, se vio a sí misma vestida de blanco para la comunión. Ya no era muy niña —once años—; sus padres se habían descuidado. Una monja le dio un beso y la metió en la fila de comulgantes. Otra prendió luz a la vela que llevaba en la mano derecha. Las niñas empezaron a cantar:
¡Oh, qué dicha y qué alegría,
venir Dios a visitarme!
¡Querer en persona honrarme!
¡Qué dignación, qué bondad!
Pero ella no cantaba. Se había resistido a aprender la canción porque le era antipática. Después de la misa, una monja le preguntó por qué no había cantado con sus compañeras, y ella respondió: «Porque no entiendo lo que dice». «¡Eso no importa, niña! ¡Ya entenderás cuando seas mayor!». Entonces el capellán se había acercado y había dicho: «¡Deje, madre, que no cante! Si no entiende la canción, hace bien». «¿Por qué no se la explica?». «Sería inútil. No es cuestión de entendimiento, sino de buen gusto». El capellán la acarició y ella quedó agradecida. Las monjas llegaron a quererla porque era buena y dócil, y le metieron en la cabeza lo de consagrarse al Señor, porque les parecía un pecado que una niña tan bonita como ella se perdiese en el mundo; pero siempre había habido algo que no entendía, algo que, más tarde, llegó a entender, pero no compartió. Hasta escuchar al padre Ossorio.
Nunca había dudado que un día marcharía al convento. No importaba demorar la fecha, esperar a que las cosas se arreglasen, a que Juan no la necesitase. El padre Ossorio se había referido alguna vez a un monasterio benedictino, donde las monjas vivían una perfecta vida cristiana, una vida litúrgica profunda, guiadas por un monje famoso. El convento estaba en Alemania, y en él, unas cuantas mujeres habían aprendido a renunciar a su vida personal para vivir la vida de Cristo viviendo la vida de la Iglesia. Ella había esperado, había deseado ir allá algún día y perderse en aquella perfección. Guardaba dinero en una caja de lata escondida en un agujero de la pared —ahorros difíciles, día a día, duro a duro— con el pretexto de la dote, pero, en realidad, para pagarse el viaje. Pero no sabía dónde estaba el convento ni cómo ir. Y no era tiempo todavía, no se juzgaba suficientemente preparada. Los otros conventos, los que estaban a mano, no le apetecían. Uno de clarisas, sin salir de Galicia, de vida muy sacrificada: hambre, frío. Doña Lucía había hablado mucho de él, se lo había aconsejado. «Es el sitio mejor para que escondas tu belleza y la ofrezcas a Dios». Bueno, también ella pasaba hambre y frío sin salir de su casa y lo ofrecía al Señor, como las monjas clarisas.
La vela se iba consumiendo, las sombras del techo se hacían grandes y temblorosas. El pabilo, flotante en la esperma derretida, se inclinó, dio un gran resplandor y se apagó. Inés cerró los ojos y se dejó dormir. Cuando Clara llamó a la puerta el viento se había calmado. Clara dijo:
—Inés, la cena.
Inés abrió los ojos y no respondió. Clara entreabrió la puerta y repitió la advertencia. Inés no se movió.
Oyó los pasos de Clara, su voz en la cocina, la voz de Juan. También ella estaba en calma, como el viento, pero la cintura y las ligas le oprimían la carne. Se aflojó la falda, se quitó las medias, y poco a poco volvió a dormirse, sin inquietud, sin respuesta, pero con una gran confianza en el corazón tranquilo, porque renunciaba a querer, a entender y a preguntar, y se ponía en manos de Dios. Entró en su sueño el silencio, que pronto se llenó de luz, y en medio de la luz vio la figura del padre Ossorio, al que una sombra empujaba contra un abismo de sombras. Reconoció su cuerpo robusto, y sus manos, tendidas hacia algo, hacia alguien, como pidiendo ayuda. Ella le hubiera gritado, se hubiera acercado, pero no se atrevió, y las sombras envolvieron, arrastraron al fraile fuera de la luz, hacia el centro de las sombras. Ya no se veían más que sus manos, como las manos de un náufrago, tendidas hacia ella.
Corrió, gritó. Era un mar de sombras, un mar revuelto, horrible, y las manos del fraile, crispadas, empezaban a desaparecer, desaparecieron. Volvió a gritar.
—¿Para qué gritas? —dijo Clara, que estaba junto a ella—. Se ha ahogado.
—Eso no es la mar —respondió Inés, y miró a Clara, y se sorprendió de su ignorancia. Porque era evidente que aquel mar de sombras no era la mar, y que el padre Ossorio no se había ahogado.
—¿Qué importa? Lo has dejado perderse. Eres una cobarde. ¡Con qué desprecio la había mirado Clara! Sintió una punzada en el corazón y despertó. Silbaba otra vez el viento, más furioso que nunca, y la casa temblaba.
—¡Dios mío!
No sentía el cuerpo, ni las ropas, ni la cama en que yacía. Se creyó, un instante, flotando también en el mar de las sombras, también perdida. Braceó, y sus manos se enredaron en la manta. Palpó, entonces, su cuerpo y las ropas del lecho. Se hizo, al mismo tiempo, una luz viva en su alma, donde todavía resonaba el insulto de Clara. Comprendió en seguida. De un salto se arrodilló y dio gracias al Señor desde su corazón. Estuvo arrodillada, alumbrada el alma por la íntima luz, hasta que sintió frío. Un reloj dio entonces las cinco. Bajó de la cama, buscó los zapatos en la oscuridad, y las cerillas encima de la mesa. Encendió una: no quedaba de la vela más que goterones de esperma fría. Fue en puntillas a la cocina, encendió el candil y regresó a su habitación. Buscó sus ropas, todas sus ropas, las dobló e hizo con ellas, con sus libros y un gran pañuelo negro un atadijo. Fue después al escondite del dinero, sacó la caja de lata y contó los billetes. Cien, doscientas…, mil, dos mil… ¡Dos mil setecientas treinta y cuatro pesetas! Aquello debía de ser una fortuna. Y recordó inmediatamente que Clara había tenido que comprar al fiado.
Echó agua en una palangana, se lavó un poco la cara, se peinó. El reloj dio la media. Una hora, todavía. Abrió su armario, vio lo que quedaba, cogió el paquete y salió. Llegó a la habitación de su madre, entró calladamente, alzó el candil por encima de la cabeza; su madre dormía entre un revoltijo de ropas sucias, despedía un hedor repugnante. Se sintió repelida, sintió frío en su corazón y asco en su garganta. Con un gran esfuerzo se aproximó y le dio un beso en la frente.
Se detuvo ante la habitación de Juan un minuto, dos minutos largos. Le vinieron lágrimas a los ojos, pero se apartó de la puerta y llegó hasta la de Clara. La golpeó sin miedo, porque estaba lejos, y nadie oiría. Volvió a golpear. Clara preguntó desde dentro, con voz oscura, quién era.
—Soy yo.
—Empuja. Está abierto.
Clara, sentada en la cama, la miró con extrañeza.
—¿Qué quieres? ¿Qué hora es?
Y antes de que Inés respondiese, añadió:
—¿Adónde vas?
Inés dejó el candil encima de la mesa y se sentó en el borde de la cama.
Clara buscaba algo con que envolverse.
—Me voy.
—Dame de ahí ese abrigo.
Se lo echó por encima de los hombros y se arrebujó.
—¿Estás loca?
—Me voy. Tengo la obligación de irme.
—Allá tú.
Inés buscaba en el rostro de Clara aquella mirada acusadora del sueño, aquella mirada que la había lastimado el alma, y en su voz, el tono de desprecio. Pero Clara, apenas espabilada, parecía triste, y su vez era dulce, un poco dolorida.
—Haz lo que quieras, pero en la casa nada ha cambiado para que te sientas obligada a irte.
—Es una obligación que me llama desde fuera. Tú no lo entenderías.
—¡Ah!
—Me voy ahora mismo, en el autobús.
—¿Adónde? Inés no respondió.
—Nos harás saber, al menos, dónde estás. Juan…
Inés le cogió las manos.
—Espera a que sea tarde para contárselo. Lo harás, ¿verdad? No me siento con fuerzas para decirle adiós. Sé que no me perdonará.
—¿Por qué no? Esto era de esperar, un día u otro.
—Pero no así.
—¿Qué más da el modo?
Inés hurgaba en un bolso negro.
—Voy a dejaros algún dinero. Tengo más del que yo pensaba.
—Todo te hará falta. Ya nos arreglaremos.
—No, no. Toma. Para ti. Y para Juan. Repártelo entre los dos.
Contó cinco billetes y se los ofreció a Clara.
—Cien duros.
—¿Tanto?
—Tengo mucho, más de dos mil pesetas.
Clara metió los billetes debajo de la almohada.
—Tengo que llevar el paraguas —dijo Inés—, pero te lo dejaré en la estación de autobuses.
—No. Iré contigo.
Se echó fuera de la cama, se vistió el abrigo por encima del camisón y se puso unas zapatillas.
Voy a calentarte el café. No vas a ir por ahí muerta de hambre.
—No, no. Deja.
—No es más que un segundo. Con una piña se calienta.
Cogió una caja de cerillas y salió. Inés quedó sentada en la cama. Las sábanas olían a limpias, pero estaban remendadas. Y aquella cama verde, tan bonita, no la había visto nunca.
Clara regresó en seguida.
—Ya está. Voy a vestirme mientras se calienta.
Se despojó del abrigo y del camisón y quedó, un momento, desnuda. A medio vestir, se chapuzó la cara en una palangana y se pasó un peine. Inés pensó que jamás se hubiera desnudado delante de su hermana, pero no sintió repugnancia. También el cuerpo de Clara olía a limpio.
—Ya estoy. Coge lo tuyo.
Había dos tazas y un azucarero encima de la mesa de la cocina. Clara fue al fogón, cogió el puchero y sirvió el café.
—Si quieres pan, quedó un poco de ayer.
Se sentó y bebió unos sorbos.
—Me da mucha pena que te vayas.
—No hables de eso. Lo mejor no vuelvo a verte. Me gustaría que no llevases mala idea de mí. Claro que no es posible, pero me gustaría.
Inés la miraba en silencio, como si no tuviera nada que responder.
Ahora que te vas quiero decirte una cosa: ¿te acuerdas de cuando me echaste de tu cama? Tenías razón. Aquello me sirvió para sentir vergüenza de mí misma. Y no es que sea ya como es debido, porque las cosas no son fáciles; pero lo seré. Estoy segura. Quiero que te vayas convencida de eso…
Apuró el café, se limpió los labios con el dorso de la mano.
—… y de que me gustaría ser como tú. Pero eso ya sé que no es posible.
Se levantó.
—Vamos cuando quieras.
Inés llevaba el paquete; Clara, el paraguas. Atravesaron la era cogidas del brazo y en silencio. El viento las empujaba por la espalda, los zuecos chapoteaban en los charcos del camino. Cerca del pueblo, Clara dijo:
—¿Sabes? Me olvidé de que te ibas, y por un momento pensé que era una mañana como esas otras.
Sintió estremecerse el brazo de Inés.
Había gente bajo los soportales. Unos mozos cubrían de una lona la baca del autobús. Mientras Inés sacaba el billete, Clara esperó con el atadijo y el paraguas.
—Bueno. Adiós.
—Dame un beso.
La abrazó. Inés volvió la cabeza.
—Anda, no llores. Estarás mejor que en casa.
Inés se descalzó las zuecas.
—Llévate también eso. No me hará falta.
Sacó del atadijo unos zapatos y se los puso. Subió en seguida al autobús y se sentó en un asiento lejano.
—Vete ya —dijo.
—Adiós.
Clara se metió bajo los soportales, buscó una sombra y esperó. Dos hombres hablaban cerca de ella.
—Pues a mí me gusta más la beata.
—¡Ca! No hay en toda Pueblanueva hembra como la otra.
—No, no… La beata…
Añadió una grosería. Clara se apartó, se fue al extremo de la plaza. El chófer del autobús hacía sonar la bocina. Llegaron unas aldeanas retardadas.
—¡Vamos, coño! ¿O es que se os pegaron las sábanas al culo?
Se encendieron los faros e iluminaron la lluvia gruesa, pertinaz. Todo un lado de la plaza quedó brillante. Pasaban y repasaban sombras apresuradas. El coche arrancó y empezó a moverse. Los faros recorrieron las fachadas, alumbraron las piedras renegridas de la iglesia. El coche pasó por delante de Clara y dio la vuelta. Inés iba en medio de dos aldeanas, con la cabeza baja.
La estación quedaba en una gris penumbra sucia de humo y ruidosa; silbaba una locomotora y pasaban veloces los carros de los equipajes; voceaban los viajeros, los mozos, los que esperaban; y todos, al apresurarse, la empujaban. Venía un viento helado y húmedo, un viento penetrante y sutil que la hacía temblar. Inés buscó la salida y quedó deslumbrada por la claridad.
—¿Un hotel, señorita?
—Un hotel.
—¿Taxi? ¿Quiere taxi?
—¡Omnibus! ¡Viajeros y equipajes!
—Pensión de familia. Cinco pesetas.
—¡Apártese! ¡Parece boba!
Se apartó del barullo, de los empujones. Sentía frío y halló cobijo en un rincón soleado. Esperó. La miraba la gente, sobre todo los hombres. Alguno sonreía y volvía a mirarla.
—Oiga, por favor. ¿Dónde puedo tomar un poco de café?
El guardia la repasó con la mirada, una vez, otra: una mirada curiosa, benévola.
—Siga por ahí. Al final. Donde pone «restaurante».
—Gracias.
Se alejó. El guardia la llamó.
—Oiga, señorita.
—¿Qué? ¿Voy mal?
—Ande con cuidado.
Se acercó a ella y le habló en voz baja.
—Ponga otra cara, como las demás mujeres. Si se dan cuenta de que es una monja de paisano, se meterán con usted.
—No soy monja.
El guardia sonrió y llevó la mano a la gorra. Inés se apresuró a llegar al restaurante. Eligió una mesa apartada, pidió un café.
—Oiga.
—¿Diga? —también el camarero la había mirado con curiosidad sonriente, un sí es no es burlona.
—¿Dónde podía lavarme?
El camarero le señaló una puerta.
—Allí. Pida la llave a la cajera.
Pagó el café, lo tomó. Se sintió confortada, pero insegura. Había un espejo cerca. Se miró discretamente y no vio nada extraño en su rostro: el pelo tirante, recogido en un moño; cansancio, sueño.
La cajera le dio la llave, pero ella no se movió.
—¿Quiere algo más?
—Sí. Quería…
Se aproximó, tímida, hasta hablarle casi al oído.
—¿Tiene usted unas tijeras? Unas tijeras grandes, que sirvan… Miró a un lado y a otro; se acercó más.
—Voy a cortarme el pelo.
La cajera rió, pero no con maldad: parecía hacerle gracia. Inés dudó un momento sin confiarse a ella.
—Mire. Acaban de decirme que parezco una monja de paisano y que podían meterse conmigo. No soy monja. Por eso quiero quitarme el moño.
—Espere.
La cajera se levantó e hizo seña a uno del mostrador.
—¡Eh, tú! Atiende la caja. Voy a tardar un poco.
—Pues ¡sí que tiene gracia! —respondió el otro—. Cada uno está a lo suyo.
La cajera no hacía caso. Revolvía en un bolso, sacó unas tijeras y las metió en el bolsillo del delantal.
—Venga. Le ayudaré.
Abrió la puerta del lavabo, entraron, cerró por dentro.
—Así no nos molestarán. Lávese un poco la cara y siéntese ahí. ¿Cómo lo quiere? ¿Muy corto?
—No sé…
—Da pena, con ese pelo…
Le había deshecho el moño; el cabello la caía por los hombros y la espalda.
—¿No lleva otra toalla? Una que esté seca. Bueno, es igual: le pondré mi mandil. ¡Qué pelo, Dios! Y usted es muy bonita. No vendrá a Madrid a nada malo.
Inés se estremeció y bajó los ojos.
—No sé qué quiere decir.
—Perdone. ¿De dónde es? ¿Gallega?
Inés sintió el ruido de las tijeras. Ras, ras. Unas guedejas cortas le cayeron sobre el pecho, y un deseo repentino de llorar le acometió al verlas. Había guardado su cabello para ofrecerlo, en sacrificio alegre, ante un obispo y una madre abadesa, entre cánticos e incienso y con un anillo en el dedo. Había esperado llorar otras lágrimas, no aquéllas tristes que se limpiaba disimuladamente, que temía verter, como si también fuesen objeto de burla.
—No. Soy de aquí, pero estuve fuera mucho tiempo.
—Ya se nota.
Ras, ras, ras. Sacudió la cabeza, más ligera.
—Tome. Guárdelo, que, en un caso de apuro, lo puede vender para una Virgen. ¡Vaya trenza que sale de ahí!
Contemplaba la mata de pelo sacrificada.
—¿Ya está?
—No como una artista, pero puede pasar.
—Gracias.
—Yo que usted, me cortaría también el flequillo. Traiga, no se mueva.
Inés cerró los ojos; la cajera volvió a cortar; esta vez con cuidado, igualando las puntas.
—Ahora, con un poco de carmín en los labios, a nadie se le ocurrirá pensar que es usted una monja.
—¡No, no! ¡Carmín, no! No tengo.
—Con mi barra. Un toquecito nada más. ¡Está preciosa! Ahora mírese.
La acercó al espejo. Inés se miró, temblando, y halló a Clara al otro lado del cristal; una Clara asustada, sorprendida.
—¿Qué? ¿No le gusta?
—Sí, sí…
Seguía mirándose. Nunca había sospechado que se pareciese tanto a su hermana, que sus miradas fueran tan iguales. Le daba miedo.
—No tiemble, mujer. Póngase más derecha. Y, en cuanto pueda, cómprese otra ropa y unas medias más finas. ¡Con lo repreciosa que es usted y el buen cuerpo que tiene! Ya me gustaría para mí, ya.
La cajera era rubia y un poco gorda. Llevaba las cejas depiladas y colorete en las mejillas. También las uñas eran de color fuerte. Y los tacones, muy altos.
—¿Tiene familia aquí?
—No.
—Pues ándese con cuidado, porque usted es de las que gustan a los hombres. No se fíe de nadie.
—¿Le… tengo que pagar algo?
La cajera le dio una palmada en la espalda.
—¡Ande, mujer! Hoy por usted y mañana por mí. Estamos en el mundo para ayudarnos.
—Gracias.
—Y si se ve en algún apuro, venga a buscarme. En casa somos muchos, pero… ¿Sabe hacer algo?
—Modista. Pero no hará falta. No… creo.
—No vuelva al café. Salga por esa puerta.
Inés buscó en un bolsillo. Tendió un papel a la cajera.
—¿Quiere decirme dónde está esto?
La cajera leyó: «Pensión Herminia, Corredera Baja, 27».
—Lo mejor será que coja el «Metro» hasta Santo Domingo y que pregunte allí. Queda cerca. ¿Sabe ir en «Metro»?
—Sí, creo que sí.
—Pregunte a un guardia, ¿eh?
Quedó en la puerta, viendo cómo Inés se alejaba.
—Podía ser la reina de Madrid…
Inés se metió en el «Metro». Iba casi vacío. Cambió en ópera; se confundió y cogió el tren descendente en vez del ascendente. Tuvo que volver atrás. Los hombres la miraban, pero sin sonreír. La miraban con curiosidad y codicia.
En Santo Domingo se dirigió al guardia, escuchó la información.
—¿Se equivocará?
—No, no. Ya estoy segura.
—En todo caso, vuelva a preguntar en la Gran Vía.
Llegó a la Corredera Baja, 27. La Pensión Herminia, dijo la portera, estaba en el segundo izquierda y tenía un anejo en el 29, cuarto. A lo mejor, la persona por quien preguntaba vivía en el anejo.
—¿No lo ha visto usted entrar o salir? Un hombre alto, joven… —¿Cómo viste?
—No sé…
—¡Entra y sale tanta gente…! Suba y pregunte.
Los peldaños de la escalera eran bajos, de baldosa roja, muy desvaída, y terminaban en rebordes de madera gastada. Olía a guiso.
—¿La Pensión Herminia?
—Eso es en el segundo.
—Pero…
—Éste es el principal, señorita. Dos pisos más arriba.
Le cerraron la puerta de golpe. Siguió subiendo. En el segundo izquierda había un rótulo de porcelana, roto, en que se leía:
NSIÓN HERM
Llamó. Abrió una criada vieja, desgreñada.
—Quería una habitación.
La criada la miró y remiró.
—Espere.
Desapareció en el fondo de un pasillo oscuro. Inés buscó dónde sentarse; no había sillas. Se arrimó a una esquina, junto a un perchero con espejo. La criada no regresaba. Se miró, ensayó ante el espejo una sonrisa. Olía a coles cocidas y, en el fondo de la casa, unos niños armaban jarana.
Se oyeron pasos. Inés se irguió, sonrió. Los pasos se alejaron. Volvió a esperar, a encogerse. En la pared del pasillo había un cuadro, y más allá, otro. El pasillo estaba cubierto por una estera de cáñamo, roída por los bordes, y en el vestíbulo había otra estera, cuadrada, algo más nueva. Sus pies estaban mitad dentro, mitad fuera. El tacón del pie derecho caía encima de una baldosa rota, que se movía según se movía ella.
—¿Qué deseaba?
La señora había aparecido por la izquierda, silenciosamente, quizá levantando una cortina que, hasta entonces, no había visto: una cortina de tela amarilla y roja, como la de los colchones, pero con algo brillante bordado en las franjas coloradas.
—Una habitación. Me envía…
—¿Quién la envía?
—Don Carlos Deza. Es mi primo.
—¿También a usted? ¿Trae una carta?
—No. No traigo ninguna carta. Pero me dio la dirección. Véala. Escrita por él.
La señora cogió el papel y, para leerlo, encendió una bombilla eléctrica. Se encogió de hombros.
—No tengo habitación. Además, no quiero líos.
—¿Líos? ¿Qué quiere decir?
—Usted me entiende. Ayer, un cura; hoy, una monja. Porque usted es monja, no hay más que verla, aunque se pinte los labios. Estamos en la República. Si ustedes no están conformes, allá ustedes; pero en mi casa no quiero líos. Váyase. Nunca he tenido cuentas con la Policía.
—Señora, yo… —le temblaba la voz.
—No me diga nada. Hay muchas pensiones en Madrid. Apunte, si gusta, el teléfono, y si quiere hablar al cura, llámelo. Pero, en mi casa, conciliábulos, no. Perdóneme.
Abrió la puerta y empujó a Inés hacia la salida.
—Perdóneme, hermana —repitió—: pero todos tenemos que vivir.
Cerró la puerta. Inés sintió el ruido de la mirilla al correrse y adivinó unos ojos que la contemplaban. Bajó las escaleras y volvió a la portería.
—¿Qué? ¿No es ahí?
—No sé. ¿Quiere usted…?
La portera la miraba con desconfianza.
—¿En qué puedo servirla?
—Este paquete. ¿Quiere usted guardármelo? Tiene ropa, mírelo: nada más que ropa, y un par de libros, y cosas de ésas. Mírelo, hágame el favor.
Deshizo el nudo del pañuelo y lo abrió. Cayeron al suelo las Sagradas Escrituras. La portera recogió el libro y leyó el lomo.
—¡Ah! ¿Es usted protestante? ¿De las que venden esto?
—Sí, sí, señora. Pero ahora no vendo nada. No hago daño a nadie.
—Quiero que usted me lo guarde hasta que encuentre posada.
La portera le ayudó a atar el pañuelo.
—Bueno. Lo pondré ahí.
Inés sacó del bolsillo dos pesetas de plata.
—Tome.
—Gracias.
La portera sonrió y señaló al bolsillo.
—Si lleva ahí el dinero, la dejarán sin un céntimo. Ande con ojo.
Salió a la calle y se metió en el primer café que encontró. Pidió un vaso de leche. Desde la ventana se veía, un poco de refilón, el portal del 27. Preguntó la hora al camarero.
—Las once y media.
El camarero la miraba con descaro: fue al mostrador y comentó algo con otro camarero. Inés volvió la cabeza, fingió interesarse en algo de la calle, pero se sabía mirada.
—¡Cerillas! ¿Quiere cerillas?
La mujer gorda, basta, le ofrecía algo de una cojita. Después vino un limpiabotas, y luego, un chino que vendía collares y chucherías. Dijo que no, pero lo llamó.
—Sí. Déme un collar de ésos. Y unos pendientes. ¿Lleva también pendientes?
Eligió unos, pequeños, discretos, con una perla falsa, y un collarcito. Se los puso, pagó la consumición y salió a la calle. Se orientó en Callao. Un poco más abajo —recordaba— había una tienda de ropas hechas. La encontró fácilmente. Un dependiente le preguntó qué deseaba, y ella respondió con firmeza:
—Prefiero entenderme con una señorita.
—Perdone. En el primer piso. Suba por allí.
Las señoritas del primer piso cuchichearon al verla. Se dirigió a una de ellas.
—Quiero alguna ropa. Una falda y una chaqueta de punto. Quizá algo más.
Rechazó lo primero que le trajeron. Explicó claramente lo que deseaba y la calidad. La dependienta volvió con un montón de cajas: sacó faldas y chaquetas. Inés escogió una falda negra y una chaqueta encarnada, de botones.
—Y una blusa camiseta, blanca, de batista.
—Muy bien.
La blusa que escogió Inés era cerrada. La dependienta dijo:
—También las hay escotadas.
—No. La quiero así. ¿Podría ponerme esto?
—Sí. Acompáñeme.
La metió en un probador, con espejos en todas las paredes.
—La ayudaré, ¿verdad?
—Sí. Gracias.
Dejó el abrigo en una percha. Al quitarse el traje, la dependienta se echó a reír.
—¿Cómo puede usted llevar eso? —tocó la ropa interior de Inés—. Lastima la piel. Parece ropa de monja. ¡Mírese!
Reía con ganas, con maldad. Su dedo índice señalaba, en el espejo, las bragas de Inés, largas hasta la rodilla.
—No puede usted andar con eso. Es ridículo. ¿Quiere que le traiga ropa interior?
Salió sin esperar respuesta. Inés se puso el abrigo y se sentó temblando. No se atrevía a mirarse y no entendía por qué la dependienta se había reído.
—Ahí tiene de todo. Es de buena calidad. Mírelo. También le traje medias. ¡Vamos, quítese eso!
Le daba reparo pedirle que saliese, que no se atrevía a desnudarse en su presencia.
—También necesitaré guantes. Los quiero negros, de cabritilla.
—Sí.
Inés echó el cerrojo a la puerta. Oyó, fuera, las carcajadas de las dependientas. Empezó a desnudarse velozmente, sin mirar a los espejos donde su cuerpo, fuertemente iluminado, se multiplicaba. Cuando la dependienta regresó, la halló vestida.
—Muy bien. Es usted otra.
Había quedado una prenda extraña, color de rosa, encima de la silla.
—¿Y esto? ¿No lo quiere?
—No. No me hace falta.
—Ya se la hará, descuide. Los pechos no están duros eternamente.
—Si me hiciera usted un paquete con esas cosas…
Mientras Inés se ponía el abrigo, la dependienta recogió la ropa desechada y abrió la puerta.
—Son ciento setenta y siete pesetas. Allí, en la caja.
Al darle el paquete le dijo:
—No hace falta que lo queme. Cuando pase por un solar, échelo por encima de la valla.
«No soy yo, es Clara», pensaba; y no se atrevía a mirarse en ningún escaparate por miedo a encontrar la imagen de su hermana. Se sentía como metida en un disfraz. Y hasta su cuerpo, envuelto en aquellas suavidades, le parecía nuevo, se removía sin su voluntad y aun contra ella, buscaba la caricia suave de la seda.
Entró en la Telefónica, buscó en la guía el número de la Pensión Herminia, preguntó por don Ossorio.
—¿Cómo?
—Don Ossorio.
—Aquí no hay nadie que se llame así.
—¡Un señor que parece un cura!
—¡Ah! Sí. Espere.
Al cabo de un rato:
—No está. Llame usted más tarde, a la hora de comer.
Iba a ser la una. Volvió a la Corredera, a la misma ventana del mismo café. Se sentó de frente a la vidriera, de modo que veía a cualquiera que pasara, a cualquiera que entrase en el portal del 27. El camarero le preguntó, chungón, si quería otro vaso de leche, y ella respondió que sí.
—También tenemos vino, cerveza, gambas al ajillo, riñones, boquerones fritos y en vinagre…
—¿Es usted imbécil?
Se sorprendió de la salida, estuvo a punto de pedir perdón al camarero, que se había puesto serio y que pedía, ahora, en voz alta, un vaso de leche caliente. Y pensó en seguida que así se hubiera portado Clara. Al recordarla se cerró el abrigo, lo apretó bien contra el cuello para ocultarse la blusa de batista y el collar de perlas falsas. Enrojeció al sentirse otra vez mirada, inspeccionada, por el camarero. Escondió, como pudo, las piernas bajo la falda. Las piernas, con aquellas medias color carne, que tampoco, le parecían suyas. El camarero, sin chistar, dejó la leche encima de la mesa, recogió el dinero y le dio la vuelta. Ella se la guardó entera, y el camarero entonces dijo:
—Está prohibida la propina.
Supuso que la seguirían mirando, que algunas de aquellas risas sofocadas o descaradas eran por ella y que alguna mujer a quien no veía se reía también. Bueno. Llegó a desentenderse, a olvidarse. Su mirada buscaba entre los transeúntes una figura, no sabía cuál. Y recordaba a Clara, insistentemente, temerosamente, como si, al parecerse a ella, temiese ser poseída por ella, obligada a portarse como ella.
Pasó mucho tiempo. Empezaba a fatigarse, se le cerraban los ojos de sueño. Un desfallecimiento interior le nacía en el corazón, un deseo cobarde de renunciar, de abandonarse, de regresar a su casa, de esconderse. Clara le diría:
—¿Te has cortado el pelo? ¿Es que piensas casarte?
Sin embargo, en su lugar, Clara no renunciaría. Clara no temía las miradas de los hombres, sabría hacerles frente con desvergüenza. Tenía siempre en los labios palabras atrevidas. No se recogía, cobarde, en sí misma. Atacaba. Y ella, ahora, se parecía a Clara. Vestía como ella, tenía el mismo rostro, y los pechos le abultaban, bajo la blusa, como los pechos de Clara.
Volvió a sentir vergüenza, a acobardarse.
—¡Dios mío!
Renunciar volver atrás, era pecado. Dios no le allanaba el camino, le ofrecía dificultades para que las superase, para que su voluntad se templase en la victoria. Tenía que hacer un esfuerzo, recobrar su decisión, su energía. Jamás había sido débil. ¿Por qué temblaba ahora? La cobardía no venía de Dios, sino del diablo. Era el diablo quien nutría su alma de escrúpulos, de timideces.
Llevó la mano al pecho, se hizo una cruz encima del corazón y salió del café, anduvo un rato por la calle y se metió en un portal frente al 27. No apareció portera que interrogase. Al poco rato vio venir a un hombre alto, de boina y gabardina, con la cabeza baja, que se movía con torpeza. No le veía bien la cara, pero atravesó la calle y se paró junto al portal del 27. El hombre se acercó, sin mirarla. Iba metido en sí, parecía triste.
—Padre Ossorio.
Lo dijo susurrando, como un suspiro. El padre Ossorio levantó la cabeza y la miró extrañado, confuso.
—Padre Ossorio, siga usted, no entre en su casa. Yo iré detrás. Tengo que hablarle.
—Pero ¿quién es usted?
—Siga, se lo ruego. Métase en el primer bar. Yo entraré detrás de usted. O, si no, yo iré delante.
Echó a andar, sin volver la cabeza, segura de que el fraile la seguía; más tranquila, porque sabía que la mirada del fraile era de otra naturaleza.
Entró en un bar, fue derecha a una mesa arrinconada y se sentó. Vio al fraile en la puerta, indeciso. Dudó si hacerle una seña. El fraile entró y la buscó con la mirada. Se acercó a la mesa, se inclinó.
—¿Qué me quiere? ¿Quién es usted? No puedo sentarme. No tengo dinero.
—No importa. Lo tengo yo. Y no desconfíe: no soy lo que parezco.
El fraile vacilaba.
—Siéntese. Es necesario.
Todos sus temores habían desaparecido. Al saberse mirada por el padre Ossorio, se sentía rescatada del parecido con Clara y reintegrada a sí misma. Inclinaba la cabeza y miraba con humildad.
Se quitó los guantes. Pidió al camarero dos cervezas.
—Por Dios, esté usted natural. En la pensión saben que es usted sacerdote, y a mí me han tomado por una monja. Por eso me he disfrazado.
Alzó la cabeza. El fraile se había quitado la boina, había descubierto la cabeza rapada, desaliñada. Inés hizo un esfuerzo para imaginar la tonsura, olvidar el traje negro, la corbata torpemente anudada, el aire vencido del padre Ossorio.
—¿No imagina quién soy?
—Sí. Ahora empiezo a darme cuenta. ¿Por qué ha venido?
—Tengo que rescatarle.
El padre Ossorio movió la cabeza.
—Váyase.
Les colocaron delante las cervezas. Inés bebió un sorbo. Le repugnó. El fraile apuró la suya.
—Estoy decidido a no volver. ¿No lo comprende? He salido del monasterio para siempre. Es inútil cuanto diga.
—No puede usted abandonarme.
—¿A usted? ¿Por qué a usted? No la conozco, no hemos hablado nunca. No tiene usted derecho…
Inés sonrió.
—Perdóneme si le traté con brusquedad. Tenemos que hablar largamente. Y aquí…
Miró alrededor; luego levantó los ojos hasta él, interrogantes.
—No puedo llevarla a mi pensión. Usted misma ha dicho que saben que soy cura.
—Pues vístase de cura y escúcheme en un confesonario.
Jamás.
—Tiene usted que atenderme. ¿No comprende que también yo he huido de mi casa para esto?
—Eso es cosa suya.
—Usted es responsable de mí delante del Señor.
—¿Yo? ¿Por qué? No tengo nada que ver eh esto. Váyase. He dejado de ser sacerdote.
Inés puso las manos sobre la mesa, las enlazó sosegadamente.
—… in aeternum, usted lo sabe como yo, mejor que yo. Y usted sabe también que está peleando contra el diablo. Yo vengo en su ayuda, le venceremos.
Al padre Ossorio se le endureció el rostro y la miró con ira.
—Pero ¿no comprende que no quiero?
—No puedo discutirle aquí, en este lugar. Usted llama la atención así vestido. Tiene que hacer lo que yo hice: disfrazarse más todavía, parecer un hombre de ésos. Está ridículo con ese traje raquítico y con ese pelo cortado a tijeretazos.
—Ya le dije que no tengo dinero.
—Yo lo tengo, mucho.
Sacó del bolso trescientas pesetas.
—Ahí tiene. No lo rechace. Es necesario. Y, ahora, váyase. Volveremos a vernos esta tarde…
—No. No pierda el tiempo. Quédese con su dinero.
Inés cerró los puños y apretó los dientes.
—Pero ¿no ve que el diablo le domina? ¡Ayúdeme usted contra el diablo!
Empujó hacia él los billetes.
—Hay una iglesia aquí cerca, en la calle del Carmen. Le espero a las siete en la puerta. Rezaré para que Dios nos ayude.
Se levantó y se inclinó un poco, sonriente.
—Perdone mi dureza. No va contra usted. Usted es mi hermano en Jesucristo, y le amo en caridad.
El comedor de la Pensión Herminia tenía, de lado, quince losetas rojas y otras quince blancas. Cada loseta medía veinte centímetros. Las rojas blanqueaban ya, y las blancas negreaban. En el centro de la habitación colgaba una lámpara de varillaje dorado, sucio de las moscas, con una pantalla central fletada de abalorios, y cuatro tulipas verdes orientadas a las cuatro esquinas, a las cuatro mesas del comedor y a los cuatropuntos cardinales. Uno de los testeros se adornaba de un cromo de tamaño medio, con marco: el cromo representaba una mujer bonita de mirada turbadora, moño derribado sobre el cogote y una copa de jerez en la mano. Poniéndose debajo de la lámpara y mirando al cromo, la puerta de la derecha conducía al pasillo, y la de la izquierda, a la cocina. Frente al cromo, en la pared opuesta, una ventana con visillos y cortinas de cretona abría a un patio interior sus hojas desvencijadas.
El padre Ossorio se sentó a comer en la mesa de la derecha del cromo. La patrona le había señalado aquel sitio por ser el único teóricamente vacante. Todos los demás los ocupaban alumnos de diversas Facultades, si no es el opuesto al del padre Ossorio, que era el de honor y se lo reservaba la patrona para sí, cuando comía con sus pupilos, o para algún huésped transitorio venido de su pueblo. Como solfa estar vacío, los estudiantes decían a la criada:
—Matilde, pon vino al comendador —aunque en la Pensión Herminia no se bebiese vino.
El estudiante de la corbata de lazo era siempre el último en llegar, y mientras no llegaba la cosa se mantenía en relativa paz. El estudiante de la corbata de lazo era un tipo larguirucho, ligeramente picado de viruelas, con unos ojillos saltones. Cursaba el doctorado de medicina y se llamaba Páez.
El padre Ossorio vino tarde, aunque no tanto que hubiera llegado ya el de la corbata de lazo. Pidió perdón a la criada, y ésta le preguntó que por qué le pedía perdón. Le sirvieron un plato de judías pintas con chorizo. Estaba terminándolas cuando entró el de la corbata de lazo. Dijo en voz alta: «¡Salud y República!», o algo así, y miró con sorna al fraile. El fraile inclinó la cabeza y se aplicó a rebañar su plato. El estudiante de la corbata de lazo ocupó su puesto y dijo a la criada que estaba guapa aquella mañana.
—La relativa libertad de prensa de que gozamos en esta República de cartas —dijo— tiene sus puertas falsas. Acabo de encontrar un precioso folleto, probablemente clandestino, que ofrezco a la curiosidad de ustedes.
Lo arrojó al aire, dirigido a la mesa del padre Ossorio. Quedó entre el jarro del agua y un trozo de pan. El estudiante que comía a la derecha, y que preparaba notarías, lo cogió y leyó en voz alta el titulo:
—«El presbítero. Su vida, costumbres y modo de cazarlo».
Todos rieron.
—Es un folleto muy útil, cuya adquisición les recomiendo —continuó el de la corbata de lazo—. Gil Robles será derrotado en las próximas elecciones, y entonces tendremos ocasión de entregarnos a nuestro deporte nacional favorito sin que lo estorbe la Policía. Porque, señores —volvía la cabeza para mirar al padre Ossorio—, nuestro deporte nacional es, desde hace un siglo, la caza del presbítero. Quien lo dude que consulte la historia, y se enterará de que el pueblo caza curas desde que los curas traicionaron al pueblo y se pasaron a las clases pudientes.
Alguien le preguntó si constituía una especialidad de los españoles o si algún otro país la practicaba.
—En esto pasa como con los toros. Los toros son nuestra fiesta nacional, pero en algunos puntos de Europa y de América nos han salido imitadores. La caza del presbítero no es de invención española, sino que, como muchas otras cosas castizas, fue descubierta en Francia y practicada en gran escala durante la Revolución francesa, si bien aquellos caballeros lo hicieron por razones ideológicas, no por instinto de justicia; pero hoy día puede decirse que constituye un monopolio español y de algunos países hispanoamericanos.
—¿Y Rusia? ¿No se practica en Rusia?
—En Rusia el presbítero es una especie a extinguir. Las grandes hambres que siguieron a la Revolución obligaron al consumo de carne humana, y se prefirió la del presbítero y similares por su delicadeza y sabor dulce. Claro está que en los museos quedan algunos disecados. Y hay sospechas de que en ciertos lugares del Cáucaso se esconden los últimos ejemplares vivos, como la cabra hispánica en la Sierra de Gredos.
La criada empezó a servir un guiso de bacalao y dijo al estudiante de la corbata de lazo que por qué no se callaba.
—¿Y la libertad de expresión, Matilde? ¿Qué hacemos de ella? Hay que ejercer los derechos fundamentales, si no queremos que caigan en desuso y nos los arrebaten por anticuados.
—Pues no se meta con nadie.
El estudiante se puso en pie.
—¿Me meto yo con alguien? ¿Alguno de los presentes se siente aludido por mis palabras? ¿Te has sentido aludido tú, Salazar, que has estudiado para cura?
—No —respondió Salazar.
—El señor Salazar no se siente aludido, aunque estuvo en un seminario; es decir, en un vivero de presbíteros. Y usted, señor, ¿se siente aludido?
Miraba al padre Ossorio. Todos volvieron la cara hacia él. El padre Ossorio hizo un esfuerzo y aguantó las miradas.
—No.
—¿Lo ve, Matilde? Aquí no hay presbíteros. Ni siquiera ese señor es presbítero. Luego, no me he metido con nadie de los presentes. Ahora bien: si la conversación no le divierte, podemos cambiar de tema. ¿Habéis visto las putas nuevas llegadas al palacio de madame Petit? Ya sabéis dónde digo, en la calle de San Marcos… Una de ellas, Marcelle, que confiesa veintiséis años a efectos policíacos, pero que, para mí, no ha cumplido los veinte, es de lo más perfecto que ha producido Francia en ese ramo de la industria. Anoche fundí en su consoladora compañía el dinero del mes, y os aseguro que no he gastado en mi vida dinero mejor gozado.
Empezó a describir las excelencias y artimañas de Marcelle. El padre Ossorio enrojeció, hubiera querido cerrar los oídos. Le daba miedo levantarse antes de terminar: lo había hecho la noche anterior y le habían despedido con chacotas. Pero las palabras del estudiante le entraban en el alma, la removían, suscitaban en ella Imágenes inciertas, desconocidas, turbadoras, que le avergonzaban y le asqueaban.
El estudiante de la izquierda vio el temblor de sus manos, que no atinaban con el trozo de bacalao; se levantó, habló al oído al de la corbata de lazo. Siguieron risas, cuchicheos; pero las hazañas de Marcelle pasaron a ser relatadas en voz apenas perceptible.
El padre Ossorio osó mirar a su vecino y darle las gracias con la mirada.
No quiso la mandarina que le traían de postre. Se levantó, dijo «¡Buenas tardes!» y «¡Buen provecho!» y se metió en su cuarto. Desde él pudo oír la discusión alborotada de los estudiantes.
—¡Te digo que no hay derecho!
—Pues si le da vergüenza, ¡que se vaya!
—Estamos en un país libre. ¿No lo dices todos los días?
—¡Libre, pero sin curas!
—¡Aunque sólo sea por buena educación! Y te lo digo yo, que no soy sospechoso.
El padre Ossorio se sentó en el borde de la cama. Poco a poco bajaron de tono los estudiantes. Se les oyó salir del comedor y meterse en sus cuartos.
Aquella rabia de su corazón, aquel deseo furioso de abofetearlos, de patearles las costillas, aquel dolor de no poder hacerlo, de no atreverse, le habían encendido la sangre; el sentimiento de su impotencia le hacía llorar. Se veía a sí mismo abofeteado y pateado, se sentía insultado y escarnecido, y se avergonzaba de su paciencia, de su resignación aparente. Hubiera estrujado entre sus brazos al de la corbata de lazo; lo hubiera hecho fácilmente, porque era más hombre que él; hubiera hecho frente a todo… ¿Por qué no se había atrevido? ¿Por qué no se atrevería jamás a hacerlo? Su condición le ataba, le oprimía. Bastaba una sonrisa, bastaba la sospecha de que le hubiesen reconocido para acobardarse, para achicarse. «¡Eres cura, cura, cura!».
Cuando estuvo la casa en silencio, marchó a la calle. Hacía frío. Se subió el cuello de la gabardina y fue hacia la Gran Vía. Era temprano, las tiendas no habían abierto. Pasó frente a una iglesia y sintió disgusto de mirarla. En la Puerta del Sol compró un periódico y se metió en un café. Durante más de media hora se disimuló tras el periódico.
Guardaba en el bolsillo las trescientas pesetas de Inés. Había decidido devolvérselas. Pero, al entrar en el café, se miró en un espejo con ojos nuevos y le dio lástima de sí mismo. No sólo era ridículo en aspecto, sino penoso: el de un hombre frustrado, vencido.
La tienda de ropas hechas quedaba cerca, y un peluquero lo encontraría en cualquier parte.
Tenía que ir aquella tarde a una editorial. A otra editorial más. Había recorrido cuatro o cinco. Ninguna necesitaba traductores de alemán.
—También sé ruso. Conozco el ruso moderno y el antiguo.
Entonces le habían dicho que en tal parte quizá pudiera interesar. Y al decírselo se habían reído.
—Se ríen porque me toman por un traidor que se avergüenza de lo que es. Si vistiera mis hábitos, acaso me despreciasen, pero no se reirían.
Un hombre que estaba a su lado le preguntó:
—¿Decía algo?
—No, nada.
—Perdone. Creí que decía algo. ¿Quiere un pitillo?
No se atrevió a rechazarlo.
El hombre le dio también fuego y empezó a contarle que estaba en Madrid porque tenía un pleito con un vecino por las lindes de unas tierras, y que el otro lo había perdido en la Territorial y ahora lo traía al Supremo.
—Y usted, ¿qué hace aquí?
—Busco trabajo.
—¡Ah, trabajo! Eso está muy mal ahora.
En el campo, claro; en la ciudad no sabía, aunque, a juzgar por lo que se movía la gente, todo el mundo debía trabajar.
El padre Ossorio se encontraba más tranquilo junto a aquel paleto que no le había mirado con desconfianza o burla, que no se había sonreído, que no aludía para nada al clero.
—Deje, no se preocupe. Yo pagaré el café. Y si quiere venir mañana, estaré aquí. Mi pensión está muy cerca.
—¿Es muy cara?
—Cinco pesetas. Vino aparte.
—¿Usted cree que encontraré habitación? No estoy contento en la mía.
—No sé. Puede ir a preguntar. Carretas, siete. Diga que va de mi parte, de parte de Vicente Serrano. Vicente Serrano es un servidor.
—Iré. Seguramente iré. Gracias por todo.
Buscó una peluquería y se afeitó. El peluquero le aconsejó rapar la cabeza, porque de otra manera no se podía remediar aquel desastre. Pelado y rasurado, se vio al espejo que le ofrecían, y halló en su rostro, en su cabeza, algo de oriental, de mongólico. Resaltaban los pómulos anchos, la forma triangular del rostro. En Alemania, en la Universidad, había conocido a un ucraniano con la cara así, un sujeto siempre rapado, que no usaba camisa, sino un jersey de cuello alto, y que vestía todo de negro, sin tener por ello aspecto clerical, sino más bien militar, con algo de diabólico. Era un hombre silencioso, al que todos respetaban no sabían por qué. Claro está que el ucraniano solía llevar un vidrio en el ojo derecho y andaba muy erguido, sacando el pecho.
Halló fácilmente la tienda de ropas hechas. El dependiente le escuchó con amabilidad, le llevó al probador, le aconsejó este traje, y no otro; este jersey, esta trinchera. Mientras le ayudaba, le preguntó si era extranjero, y el padre Ossorio le dijo que no, pero que había pasado en Alemania mucho tiempo.
—¿Piensa usted seguir llevando sandalias? Hace bastante frío.
—No se preocupe. Estoy acostumbrado.
—Bueno. Mírese usted.
¡Lo que podía un traje nuevo, planchado! No era el mismo, aunque todavía le faltase mucho para conseguir el aire del ucraniano, pero eso era seguramente cosa de la mirada.
—Bien. Está bien.
—Escúcheme. Aquí la boina se pone un poco de lado.
Era asombroso cómo, con sólo inclinar la boina sobre la oreja, perdía el rostro la expresión bobalicona, aldeana, y adquiría, al menos, una cierta listeza.
—Gracias por todo.
Llevaba las ropas viejas en un paquete bien hecho. Podía dejarlo en cualquier parte. Entró en el café de la Puerta del Sol y pidió que se lo guardasen. Vicente Serrano continuaba en el mismo sitio y había pegado la hebra con una mujer opulenta. Pasó delante de él y no fue reconocido. O acaso se hallase demasiado entretenido con la morena.
—¿Calle de Víctor Hugo? Sí. Vaya usted…
Había ascensor. La editorial estaba en el último piso. Le recibió una señorita, le hizo pasar a un salón algo destartalado, con chimenea, varias mesas, muchos papeles, muchos periódicos, muchos libros, todo revuelto. No había nadie.
—¿A quién quiere hablar?
—Me han dicho que aquí necesitan traductores de ruso.
—Espere.
Le indicó un asiento y salió. El padre Ossorio hojeó algunos periódicos.
Los había austriacos, franceses y alguno en alemán, publicado fuera de Alemania. Se aplicó a leerlo, porque, en la primera página, se acusaba al nazismo, en grandes titulares, de asesinar judíos. Recordó que en Alemania había oído hablar de los nazis; no recordaba bien lo que eran.
Se abrió una puerta, y entró un señor vestido de gris, de mediana edad, de mirada fría y profunda. Le indicó con un gesto que no se levantase y le tendió la mano.
—¿Conque sabe usted ruso?
—Sí. Ruso antiguo y moderno.
—¿Filólogo?
—No. Filosofía…
—¡Ah! Filosofía. ¿Estudió aquí?
—En Alemania.
—¿Y viene ahora de allí?
—Estoy en España hace dos años.
—¿Aquí, en Madrid?
—En Galicia. Un sitio que se llama Pueblanueva.
—¿Es usted comunista?
—No.
—¿Socialista, al menos?
—No.
—¿Conoce la naturaleza de esta editorial?
—No.
El hombre se levantó, se acercó a un armario, lo abrió y revolvió entre unos papeles. Sacó un folleto y se lo tendió al padre Ossorio.
—¿Es usted capaz de traducir eso? Quiero decir ahora mismo, de viva voz.
—No sé.
—Pruebe. Ábralo al azar.
Lo hizo. Empezó a traducir. Primero, con lentitud; luego, con normalidad, conforme leía.
—Aquí hay una palabra que desconozco.
—No importa. Siga.
Le escuchó un par de minutos más. Mientras le escuchaba, examinó con interés calmoso su cabeza, sus manos.
—Basta. Veo que conoce el ruso moderno perfectamente. ¿Se ha dado cuenta del contenido de ese folleto?
—Propaganda atea. ¿Tengo que traducirlo?
—¡No! Al menos de momento. El Gobierno español no ve con buenos ojos esa clase de publicaciones, y los señores que nos suministran el papel, tampoco. Los señores que nos suministran el papel, no digo gratis, pero sí con grandes facilidades de pago, son partidarios del Gobierno y buenos cristianos, pero necesitan dar salida al papel, y las editoriales pías o neutras no dan abasto. Su condición de negociantes les permite proteger a una editorial que publica novelas, digamos de la Rusia actual, pero nos retirarían toda protección si nos atreviésemos a publicar un solo libro de teoría comunista, y no digamos de propaganda atea. Quizá más adelante, si las circunstancias políticas cambian, cambien también las exigencias morales de su conciencia y se hagan más tolerantes con el ateísmo; pero, de momento, hay que atenerse a la realidad. Nosotros somos realistas.
Hizo una pausa, dejó el folleto encima de una mesa.
—¿Cómo se llama usted?
—Rafael Salgueiro.
—¿Ha hecho estudios de filosofía? ¿Dónde? —En Bonn y en Berlín.
—Entonces hablará bien el alemán.
—Y el francés. Conozco también el latín y el griego. El hombre volvió a mirarle fijamente. Sonrió.
—Lo que se dice una formación eclesiástica.
El padre Ossorio aguantó la mirada.
—Exactamente.
—¿Cura o fraile?
—Fraile.
—¿Y ha abandonado la Iglesia?
—Sí.
—¿Una mujer?
—No.
—Mejor. La pasión amorosa es algo condenado a apaciguarse, a morir, y suele dejar un vacío que ocupan en seguida los remordimientos. Las razones ideológicas son mucho más firmes. Una discrepancia teológica o disciplinaria suele ser de gran utilidad. Entre nosotros pasa lo mismo.
Le tendió la mano.
—Me llamo García. Venga a verme la semana próxima. Seguramente encontraré algo para usted.
El padre Ossorio dijo con voz anhelante:
—Necesito trabajar.
—¡Trabajará, hombre, no pase cuidado! Hay pocos españoles que sepan bien el ruso, y usted lo sabe estupendamente. Vuelva a verme. Mientras tanto —añadió— voy a darle un consejo: si le detiene la Policía, diga usted la verdad: quién es, de dónde viene, cuándo ha llegado. De lo contrario, podría verse en un lío.
—¿La Policía? ¿Por qué?
—¡Tiene usted todo el aire de un anarquista profesional! —rió francamente—. ¿Ha leído a Bakunin?
—No.
—Pues si quiere vivir a cuenta de la FAI, váyase al Ateneo, lea a los clásicos del anarquismo e invéntese una historia de perseguido internacional. Lo pasará en grande.
Volvió a reír y dio al padre Ossorio unas palmadas en el hombro.
—Pero ya debe saberlo: el anarquismo es cosa muerta. ¡El porvenir es nuestro!
Entrar en un bar de la Gran Vía, sentarse en una mesa céntrica, pedir café y tomarlo sin prisa, y demorarse después un largo rato, mirándolo todo y no asombrándose de nada, constituyó la última prueba a que, voluntariamente, se había sometido Inés. De la anterior, entrar en un restaurante y almorzar en él sin llamar la atención de nadie, había salido relativamente airosa, porque no había podido evitar que unos estudiantes la piropeasen, y, en vez de portarse con naturalidad, había enrojecido, había apresurado el paso, había tropezado y provocado la risa de los piropeantes. Pero sacó, al menos, la enseñanza de que en cualquier momento podrían repetirse los piropos, de que debía estar apercibida y aprender a escucharlos con indiferencia.
Nadie le dijo nada en el café. Algunos hombres la miraron, insistentes, como miraban a otras mujeres. Se atrevió a quitarse el abrigo, y entonces advirtió que sus pechos, desceñidos, se movían. Lamentó haber rechazado, aquella mañana, los sostenes y se prometió a sí misma comprar unos en la primera ocasión, si su estancia en Madrid se dilataba y se veía obligada a callejear. Cuando pagó el café, preguntó al camarero si era costumbre dar propina y cuánto. El camarero le dijo que diez o quince céntimos. Se los dio.
Eran las cuatro. Todavía hubo de esperar unos minutos a la puerta de la sacristía del Carmen a que el sacristán abriese, y un rato más a que llegase un cura. Hacía frío en aquella vasta penumbra, donde el sacristán renqueaba y hablaba solo, y ni siquiera la invitaba a sentarse. Descubrió, en un rincón, un brasero, y allí se estuvo hasta que vino el cura y la mandó acercarse. Le preguntó si venía a confesarse o si quería otra cosa. Ella dijo que había llegado aquella mañana de Galicia, que carecía de alojamiento y que deseaba que la encaminasen a una pensión decente que no fuese muy cara. El cura, entonces, la miró con desconfianza y empezó a hacerle preguntas: que a qué venía a Madrid, que quién era, que si traía dinero. Ella respondió que venía a buscar a un hermano suyo que se hallaba en un mal trance; que su padre era el conde de X, ya fallecido, y que traía dinero suficiente. El cura pareció más tranquilo; la invitó a sentarse y le dijo que vería de ayudarla, y que esperase mientras él hacía algunas diligencias urgentes. Se sentó ante una mesa, hizo que escribía y, mientras lo hacía, siguió hablando con Inés y haciéndole preguntas indirectas. Inés se dio cuenta de que la confianza del cura era sólo aparente o de que, al menos, no era completa. Volvió a sentirse cohibida, le dio miedo perder en un momento la desenvoltura y la decisión tan trabajosamente adquiridas y se determinó a hacer frente al cura. Se levantó, fue hasta la mesa y se detuvo ante ella. El cura, sorprendido, quedó con la pluma en alto.
—Mire, padre…
—¿Qué desea? ¿Le sucede algo?
—No. Me doy cuenta de que usted no cree lo que le estoy diciendo o lo cree a medias. Quizá sea porque me ve vestida de esta manera y porque llevo los labios un poco pintados. Escúcheme: no visto habitualmente así. Soy una mujer religiosa y estoy a punto de ingresar en un convento. Pero esta mañana he llegado a Madrid, de donde falto hace tres años, y la gente se ha reído de mí y me ha tomado por una monja vestida de paisano. He tenido que disfrazarme. Le aseguro que estoy aquí a causa de un hermano mío descarriado. Si no me cree, dígamelo, y buscaré a alguien con más caridad que me ayude.
El cura dejó la pluma, cruzó las manos, sonrió.
—¿Por qué me supone sin caridad? ¿Se da cuenta de que eso es ofenderme?
—Ni más ni menos que usted a mí con su desconfianza.
—Yo soy un sacerdote, un miembro de la Iglesia.
—No más que yo.
El sacerdote la miró largamente antes de preguntarle:
—¿Por qué dice eso?
—Porque no ignoro que ambos pertenecemos a la Iglesia en la misma medida, es decir, en cuerpo y alma, y que su condición de sacerdote no le hace ser más de la Iglesia que yo. Si lo que usted quiso decirme es que pertenece a la jerarquía, lo acepto.
—Es usted una sabihonda, señorita; ahora lo comprendo —se levantó y alargó hacia ella una mano acusadora, severa—; es usted una de esas cristianas a la moda, con opinión propia, que quieren saber más que la Iglesia. Compadezco al capellán del convento al que usted vaya, hermana.
—Y yo le compadezco a usted por su falta de caridad.
Dio media vuelta y fue hacia la salida con paso fuerte. El sacristán la contempló con estupor.
—¡Espere! —le gritó el cura.
Inés se detuvo, sin volverse, y el cura llegó hasta ella.
—Acuérdese de que, cuando se confiese, tendrá que acusarse de soberbia.
—Y usted de haberla provocado.
Irguió la cabeza y salió, altiva, sin mirar al cura. Al llegar a la puerta de la calle le acometió una flaqueza de corazón y empezó a sollozar. Pasaba gente por la calle; alguien la miró, y, al sentirse mirada, le dio vergüenza de su congoja. Se limpió las lágrimas, se esforzó por dominarse y, más tranquila, se echó a la calle. Caminó unos minutos abstraída; no supo luego dónde se encontraba y tardó en reconocer el sitio. Al pasar por la Gran Vía compró en un almacén una maleta pequeña. Metió en ella el paquete de su ropa, que no había abandonado, y volvió al de la Corredera Baja. La portera le entregó el atadijo.
—Ya parece usted otra, ¿eh?
—Ya ve…
Guardó sus cosas en la maleta.
—Si usted pudiera aconsejarme una pensión… Estoy desorientada.
—Una pensión. ¿Cómo? ¿Barata?
—Decente. No importa el precio. Voy a estar poco tiempo en Madrid.
La portera se disculpó y entró en la portería. Pasó un rato y volvió acompañada de una niña.
—Mi hija irá con usted. Está algo lejos. Sería mejor que cogiera un taxi, por la maleta.
El taxi la condujo a la calle del Arenal, frente a San Ginés. Allí la niña subió a un piso y regresó luego diciendo que sí, que había habitación. La acompañó, no se despegó hasta que Inés comprendió que esperaba propina, y le dio unas pesetas. La llevaron a una habitación espaciosa, fragante, con un balcón a la calle y macetas en el balcón.
—Le costará diez pesetas diarias, pensión completa. Si la quiere interior, es una peseta menos.
No. Le gustaba aquélla. La criada trajo toallas y le dijo que se cenaba a partir de las nueve. Al quedar sola se lavó un poco e intentó peinar sus guedejas cortadas, pero no sabía qué hacer con ellas; se limitó a alisarlas y a dejar que cayesen a su modo.
Salió a la calle dadas las cinco. Compró un bolso negro y, en una perfumería, una barra de carmín, cuyo color le aconsejó la dependienta. Se dio unos toques ligeros. Luego marchó a la iglesia.
Estaba vacía y a oscuras. La encontró tétrica y triste. Necesitaba, sin embargo, recogerse y meditar. Buscó un reclinatorio y lo llevó al rincón más lejano, al más tenebroso; rezó un poco y luego se sentó. Llegaba hasta ella el rumor de la calle vecina, llegaban los menudos ruidos interiores, el crujido de una madera o el eco de un mueble caído en la sacristía. Esperó a que los ruidos no entrasen en su alma, a que la rodeasen y pasasen de largo; poco a poco se le fue llenando de imágenes, de recuerdos inmediatos. Pasó revista a lo que había hecho durante el día y lo halló bueno.
El cura la había acusado de soberbia. ¿Lo había sido, verdaderamente? Recordó la escena de la sacristía, las palabras dichas. Había pedido ayuda con modestia, con humildad, con naturalidad; pero el cura la había juzgado mal, la había tornado por una mentirosa o por cualquier cosa mala. Y ella lo había aguantado, lo hubiera aguantado hasta el final de no temer la pérdida de su fortaleza, de su resolución. Sólo por eso había respondido al cura Y no lo había hecho con injusticia, sino con la verdad… Clara hubiera hecho lo mismo, hubiera respondido las mismas palabras. ¡Cómo se parecía a la de Clara su conducta! Se parecía, sólo se parecía. El cura se había equivocado al juzgar una apariencia. Lo que cuenta no son los actos, sino los motivos; no las palabras, sino los sentimientos.
Sin embargo, no estaba tranquila. Necesitaba convencerse de que no había actuado con altanería, necesitaba absolverse, perdonarse. Sólo así podría recobrar la seguridad interior, tan difícilmente alcanzada. Pero ¿no sería esta pretensión, en sí misma, otro acto de soberbia?
Decidió confesarse, recibir el perdón de otra persona, de Dios mismo. Era temprano. Tardarían en acudir los confesores, tenía por delante algún tiempo para examinar su conciencia. Repasó, entonces, su vida durante los últimos días —los actos, las palabras, los pensamientos, los deseos—. ¿Había pecado alguna vez? ¿Qué debería contar, de qué debería acusarse y arrepentirse? ¿Tendría que decir al cura por qué había venido a Madrid y para qué?
Se sintió repentinamente angustiada y perpleja. El cura, cualquier cura, no aprobaría seguramente el motivo de su viaje y le mandaría desistir de su propósito, renunciar al rescate del padre Ossorio. Y cuanto más explicase sus razones, más insistiría el cura. Le parecía oír ya las palabras conminatorias: «Le doy la absolución condicionada a que no vuelva usted a ver a ese desdichado sacerdote, a que regresa usted a su casa mañana mismo». Ni siquiera los curas podían entender a las almas verdaderamente cristianas. La caridad heroica les daba miedo. Sin embargo, estaba escrito: «Sólo quien pierda su alma podrá salvarla».
No estaba obligada a contarlo. Tampoco a consultarlo. Tenía que arrodillarse y hacer mención de sus pecados, de los actos que creía pecaminosos y de aquellos sobre cuya materia tuviese dudas. Por ejemplo, lo sucedido en la sacristía con el cura. Y nada más.
—Y dígame, hija mía, ¿no tuvo usted malos pensamientos, malos deseos?
—No, padre.
—¿Conversaciones ligeras o livianas? ¿Murmuraciones?
—No, padre.
—¿Es usted casta, hija mía?
—Sí, padre.
—Y en su vida pasada, ¿lo ha sido siempre?
—Sí, padre.
—¿Es posible que nunca se haya abandonado a un pensamiento sensual, que nunca se haya entregado, aunque sólo fuera un instante, a las incitaciones de la carne?
—Jamás, padre.
—Me da usted miedo, hija mía.
—¿Por qué, padre?
—Porque son las almas como usted las que el demonio asedia con artificios más perfectos, aquéllas en cuya perdición emplea mayor sabiduría.
—Espero, padre, que la gracia del Señor me ayude a combatirlo.
—Así sea.
Inclinó la cabeza y recibió la absolución. La iglesia se había llenado de gentes que rezaban el rosario. Volvió por un pasillo lateral a su rincón, rezó la penitencia. Pero estaba distraída. Por primera vez un confesor le había hablado de la posibilidad de su condenación. ¿Por qué?
Otra vez se sintió angustiada y perpleja. El Señor le enviaba dificultades superiores a sus fuerzas. Sin embargo, la misericordia de Dios cooperaba siempre con gracia suficiente. Aunque, en aquel caso, lo que ella necesitase fuese entender, entender… Llevaba días así, haciendo frente a situaciones que no entendía.
De nada valía insistir, emplear las propias fuerzas, intentar la explicación de lo incomprensible. Tenía que abandonarse otra vez, dejar que su alma se vaciase, entregarse blandamente a la voluntad del Señor. Sabía que al final se llenaría su alma de luz.
Hacía frío en la iglesia.
Junto a la puerta de la iglesia del Carmen un ciego leía en voz alta párrafos de un Quijote impreso en caracteres Braille. De los bares vecinos llegaban vaharadas de olor acre. Se cerraban las tiendas, la gente caminaba de prisa. El padre Ossorio subió los escalones y esperó. Le hubiera gustado fumar un cigarrillo: era la primera vez que le sucedía desde su marcha de Pueblanueva. Bajó a la acera y preguntó al ciego dónde había un estanco.
—Aquí al lado. En la segunda casa después de la iglesia.
Pidió una cajetilla y cerillas. Preguntó si los pitillos estaban hechos. Le dijeron que no.
—¿No tiene de los otros? No sé liarlos.
Le dieron un paquete de canarios. Encendió uno al salir y tosió, pero siguió fumando. Inés le esperaba ya. Llegó hasta ella, se miraron largamente. Inés dijo:
—Ya estamos los dos disfrazados, es decir, protegidos. Ahora…
El padre Ossorio le interrumpió.
—Venía a decirle que es inútil. No pienso volver al monasterio. He gastado de su dinero porque no tuve más remedio, pero pienso devolvérselo pronto.
Inés seguía mirándole, con una mirada que parecía venir de muy lejos, como la mirada de García, el de la editorial, al recibirle.
—¿Se niega a hablar conmigo?
—No… Pero no tenemos nada que decirnos.
—No importa. Lléveme usted a un café. Tengo hambre.
El padre Ossorio puso cara de extrañeza.
—¿A un café?
—No se sorprenda. Es corriente y hasta decente. Tiene usted que irse acostumbrando, si piensa permanecer en el mundo.
La llevó al café de la Puerta del Sol. Había poca gente. Un trío de violín, violonchelo y piano tocaba una pieza lenta y solemne, a la que nadie parecía hacer caso. Los clientes eran parejas de poco pelo. Los camareros, sin respeto a la música, hacían sus pedidos en voz alta.
—¡Dos con leche, una cerveza, dos medias tostadas!
El padre Ossorio quiso sentarse cerca de la puerta, donde había más gente, pero ella prefirió un rincón. Permaneció en silencio hasta que el camarero sirvió dos cafés y dos bollos.
El padre Ossorio se había sentado enfrente, con la silla apartada de la mesa. Metidas las manos en los bolsillos, miraba el techo.
—Acérquese. ¿Por qué se ha disfrazado de hombre malo?
Él arrastró la silla, se acodó en la mesa, pero no la miró.
—Quiero —dijo— que en este caso el hábito deshaga al monje.
—No lo entiendo.
—Si empiezo por parecer malo acabaré siéndolo.
—¿Lo desea?
—Lo necesito. Me he dado cuenta de que el mundo es malo, y tengo que defenderme.
Se decidió, por fin, a mirarla.
—¿Sabe usted? Estoy harto de servir de burla a los imbéciles. Ayer noche y esta mañana, en el comedor de la pensión, un puñado de mocosos me ha zaherido, me ha humillado, sólo por mi aspecto. No encuentro razones suficientes para aguantarlo. En cambio, esta tarde, un hombre indudablemente malo, un comunista, me ha tratado con amabilidad sabiendo que soy sacerdote y me ha prometido trabajo.
—El diablo es amable y favorece a los que quiere perder.
—Bien. Yo necesito amabilidad y favores.
—¿Y está usted dispuesto a pecar para conseguirlos?
—También necesito pecar. Es mi única garantía. ¿No lo comprende?
Ahora es usted quien me persigue. ¿Qué sé yo con quién me tropezaré mañana, que busque lo mismo que usted? Usted y todos los que vienen o vengan con el mismo propósito me ofrecerán la vuelta a la gracia; sólo el compromiso con el pecado asegura mi libertad.
—¿Y cree usted que el pecado podrá, más que Jesucristo?
—Algunas veces puede más.
Inés se echó atrás en el asiento, bajó la cabeza, cerró los ojos. La blasfemia la había hecho temblar. Después preguntó:
—¿Quiere usted escucharme?
El padre Ossorio se encogió de hombros.
—¡Con tal de que no insista…!
—No. No insistiré, pero yo también necesito, como usted… Se interrumpió, levantó la cabeza.
—Me basta hablar, contarle algo que no sabe. Voy a cumplir treinta años, y ya no recuerdo desde cuándo estoy decidida a profesar en un convento. Por varias razones sucesivas: primero, porque me lo aconsejaban las monjas; después, porque descubrí una irregularidad en mi nacimiento y me sentí excluida de la sociedad normal; más tarde, porque un hermano mío, la única persona a quien quiero en el mundo, se apartó de Dios, y me creí en el deber de sacrificarme por su salvación. Pero siempre había algo que estorbaba mi última decisión, algo que hacía valer las otras razones que podían impedirme profesar como me hubiera gustado. Cuando comprendí lo que era me desilusioné, estuve a punto de naufragar: no me gustaba la religión tal y como la veía en los otros; encontraba vacías las ceremonias e hipócritas a los fieles. Llegó a parecerme todo falso, llegué a pensar que mi fe no era más que un refugio contra mí infelicidad personal. Fue entonces cuando usted vino a Pueblanueva, cuando un grupo de muchachas empezamos a asistir a la misa de la cripta. La primera vez que usted nos habló…
El padre Ossorio se inquietaba visiblemente.
—¿Por qué me recuerda ahora eso?
—Porque es necesario. Y usted no puede negarse a oírlo. No es justo que ignore lo que han significado para mí sus palabras, y hasta qué punto me han rescatado de la indiferencia y de la vacilación, y me han devuelto a la comunidad de los santos.
Se interrumpió y extendió las manos abiertas.
—No me han devuelto a ella, sino que me la descubrieron. Yo he aprendido de usted lo que es vivir en Cristo; sus palabras, día tras día, me han conducido, me han iluminado. Usted me ha revelado la realidad de la vida sacramental y me ha hecho penetrar en ella. No ha sembrado sus palabras en un pedregal, como pudiera pensar al ver que nuestro grupo se desmoronó en pocos días, porque, al menos, en mí, han dado fruto.
—¿Y no le basta con eso? ¿Por qué no continúa ahora sola y se desentiende de mí?
—Porque no puedo. Hace tres días, al saber que usted se había marchado, me sentí abandonada; más tarde, a fuerza de pensar y de esperar de Dios una respuesta, comprendí que su marcha me imponía la obligación caritativa de rescatarle. Esta tarde, en la iglesia, me he convencido de que el rescate de usted es la condición de mi salvación.
—¡No diga usted disparates!
—No podrá usted convencerme de que el Señor me engaña.
—Pero ¿no comprende que mi salvación depende exclusivamente de mi libertad?
—¿Y por qué no de mi tenacidad, de mi oración, de mi sacrificio? —Pero sin que su propia salvación se comprometa.
—Es que si yo llegase a dudar de su salvación…
—¿Qué?
—Me creería engañada por usted.
Se levantó bruscamente y añadió:
—Eso es lo que quiero que sepa: que mi fe en Jesucristo depende de mi fe en usted. Sólo creeré en la verdad de lo que usted me enseñó si veo que es eficaz ante todo para usted mismo. Y ahora que lo sabe, vea si me importa rescatarle del diablo: es como rescatarme a mí misma.
Recogió del asiento el abrigo y el bolso.
—¿Qué hace? ¿Por qué se va ahora?
—Porque no tengo prisa de que me responda. No puedo exigir, además, que Dios haga un milagro. Mañana volveremos a vernos. Aquí mismo, a esta hora. Piense entretanto y, si puede, rece.
Se echó el abrigo por los hombros, se puso los guantes y añadió:
—¿Tiene dinero todavía o necesita más?
—¿Por qué insiste en ofrecerme dinero? ¿Piensa que así puede comprarme?
—Mejor es que recibirlo del diablo.
En la calle de Carretas, número 7, le ofrecieron una habitación interior, pequeña, oscura, limpia. Pagó una semana adelantada —treinta y cinco pesetas y el diez por ciento—, y tuvo que cubrir una hoja para la Policía. En el lavabo de la habitación había una pastilla de jabón muy gastada, y, en la pared, junto a la puerta, un espejito oscuro, suficiente: cabía en él la cara del padre Ossorio, el cuello y el arranque del jersey. La única bombilla se encendía desde la entrada y se apagaba desde la cama, y viceversa. Había también una alfombra, un perchero y una mesa de noche de castaño y mármol rojizo. Paredes pintadas de verde, que, al arrimarse, manchaban. Una ventana de vidrios con papeles de periódico pegados metía en la habitación el aire del pasillo. La puerta tenía llave; la cama, una colcha rosa.
Se echó en la cama a esperar la hora de la cena.
—Esa mujer es una loca.
Le obsesionaba el recuerdo de Inés, de su mirada profunda, de la firmeza de sus palabras. Le parecía hallarse envuelto en una red con cuya salida no atinaba: como si se hubiera descuidado, como si se hubiera dejado coger en una trampa.
A la sorpresa del encuentro había sucedido la satisfacción de no saberse solo. Aunque en ningún momento había pensado hacerle caso, le halagaba que alguien se cuidase de él hasta el extremo de seguirle. Inés no era una mujer vulgar. Hablaba, sí, con las palabras que él había usado durante dos años enteros de predicación; era como si sus propias palabras rebotasen y le fuesen devueltas. No eran, sin embargo, las tranquilas, serenas palabras de un predicador, sino palabras apasionadas, urgentes. Quería cazarle en la red de sus propias palabras, y se las devolvía cargadas de pasión.
Repitió que era una loca, e inmediatamente se dijo que intentaba engañarse a sí mismo. Inés no era una loca: era su obra. No lo había sospechado nunca; había creído al prior cuando insistía: «Pierde usted el tiempo, padre Ossorio. Esas mujeres son una colección de bobas». Y al final, los hechos parecían haber dado la razón al prior. Pero no se había preguntado después por qué, de todas ellas, una al menos había persistido. El prior le había dado una explicación estúpida, y a él le había bastado. Sin embargo, ya entonces existía Inés, y era su obra.
No había fracasado. En una, al menos, de aquellas personas, habían prendido sus palabras hasta el riesgo, hasta el frenesí. ¿Y si volviese al monasterio, si volviese con ella y dijese al padre prior: «He aquí mi obra», qué pasaría? Se estremeció, porque oyó la risa del prior, una risa prudente, que casi no parecía risa, pero que lo deshacía todo; una risa fría que aniquilaba. El prior diría a Inés: «¿De modo, señorita, que se ha dejado usted embaucar por este imbécil? Ande, búsquese un confesor discreto y cuéntele sus ideas acerca de la Religión, ya verá lo que le dice». Y, sin embargo, lo que Inés pretendía era devolverle al prior.
—¡Si hubiera venido el prior en persona! Eso sería poner las cosas en su punto. Entonces, volvería al monasterio, pero antes tendría que oírme.
Se había portado como un niño, se había dejado llevar por el miedo y el halago. Y se había dejado conducir al terreno que ella quería, allí donde, más que los conceptos y las razones, pesaban los movimientos de las manos, los matices de la voz, el calor o la frialdad de las miradas. Nunca había tratado de cerca a una mujer. Las mujeres eran patéticas, aunque tratasen de religión, aunque hablasen de religión con palabras por él enseñadas. Las sucesivas victorias de Inés eran victorias poéticas, artísticas. Pensó que a Carlos Deza le hubiera divertido analizarlas. «Padre Ossorio, aunque le hable en nombre de Dios, es la misma serpiente que engañó a Adán. Defiéndase con la inteligencia, con la razón. Usted es un intelectual. Y desde esta mañana hasta ahora han cambiado mucho las cosas. Ya no se ríen de usted, y hasta le admiran. ¿No recuerda aquellas muchachas que pasaron por su lado en la calle de Preciados? Usted oyó perfectamente que una decía a la otra: “¡Fíjate qué hombre más guapo! Qué hombre, no qué cura. Las cosas han cambiado, y los estudiantes ya no se reirían de usted. Ese disfraz ha devuelto la libertad a su espíritu”».
Pero Carlos Deza sólo tenía la mitad de la razón. La libertad de su espíritu no era libertad entera, sino sólo libertad del espíritu. Un hombre es algo más. La razón le entra por los oídos, con las palabras, pero los ojos ven, las manos tocan, las narices huelen al ser que está delante. Y puede ser que el espíritu sepa vencer razones con razones, mientras por los ojos, por las narices, entre la victoria del otro. Podía llevar a Inés a su terreno, vencerla con razones; pero Inés era también pasión, voluntad, decisión. Las manos, la mirada, el tono de la voz también obraban, al margen de la razón y contra ella. De Inés emanaba un olor suave y saludable. De todo eso tenía que defenderse, y desconocía las armas.
—La cena, señor, cuando quiera.
Una voz metálica, de mujer, le habló desde el pasillo. Golpearon suavemente la puerta.
—La cena.
—Ya voy. Gracias.
Encendió la luz y se incorporó. ¡Qué diferente voz la de Inés! Ahora recordaba haberla escuchado con placer cuando, entre aquellas mujeres, una de ellas cantaba el gradual, el aleluya y el tracto. Su estilo era perfecto. Después se perdía entre las otras voces, se anulaba. ¡Si los jóvenes del monasterio hubiesen sido capaces de aquella disciplina!
Entró en el comedor. Vicente Serrano acababa de sentarse. Le llamó desde un rincón.
—¡Oiga! Siéntese conmigo. No hay sitios fijos.
Celebró que hubiese hallado habitación.
—No se come mal, no se meten en lo que uno hace, y si quiere usted traer una mujer, le dejan, con tal que no arme escándalo.
Añadió que, en los pueblos, había mucha menos libertad.
—Y no lo digo por mí, que ya pasé de esos apuros.
A Vicente Serrano le parecía que la República había traído algunas cosas buenas, y que los curas habían abusado mucho —el padre Ossorio se estremeció y le tembló la cuchara de la sopa—. Aunque en la mayor parte de los pueblos seguían mandando.
—Y su pleito, ¿qué tal va?
A Vicente Serrano el pleito no le preocupaba. Estaba seguro de ganarlo. Pero le había servido de pretexto para pasar una temporada en Madrid y gastarse algunos duros.
—Con mucho cuidado, ¿eh? No tiro el dinero, porque me cuesta mucho trabajo. Ya ve. Podía estar en una pensión de diez pesetas, y estoy en una de cinco. Paso un rato en el café, doy unas vueltas, veo lo que hay, y, a la noche, al teatro o a un café cantante. Lo paso bien. ¿Y usted? ¿Qué hace por las noches?
—Yo tengo menos dinero que usted, y no puedo tirarlo.
—Pero un día es un día. Lo que gusta de Madrid es que no hay que acostarse pronto o meterse en el casino a sacar una garrafina. ¿Por qué no viene conmigo?
Le dijo que no, pero sin demasiada energía. Vicente Serrano, después de aclarar que él convidaría, siguió exponiendo razones. El padre Ossorio le escuchaba como un rumor remoto. Aquella invitación casual, anodina en apariencia, le ponía en trance de elegir, de decidirse. Iba a pecar. Y unas horas antes había afirmado que necesitaba comprometerse con el pecado como defensa de su libertad. Pero no había pensado en aquel pecado vulgar, que no podía imaginar, pero cuya naturaleza, teóricamente al menos, conocía.
—Bueno. Supongo que la cosa no pasará de espectáculo.
—¡Naturalmente! Siempre hay un par de furcias que se llegan a alternar y sacan unas copas, pero no es obligatorio ir con ellas. Ya le dije que pasé hace tiempo de esos calores; pero ver siempre gusta.
Le hubiera apetecido algo de más envergadura, no el regodeo vulgar de la imaginación y la mirada; algo en que jugase su inteligencia, algo en que su voluntad manifestase más clara y violenta rebeldía.
—Vamos, entonces.
El cafetín estaba en la calle de la Aduana. Un grupo de hombres y mujeres hablaban en voz baja, ante la puerta. Vicente Serrano entró delante, con aire de superioridad, como cliente asiduo. Repartió saludos y sonrisas, y fue derecho a una mesa delantera, casi debajo del escenario.
—Desde aquí no se pierde ripio. No se quite la trinchera, que, mientras no se llena esto, hace frío.
La camarera vestía de negro, con faldita corta hasta medio muslo y un escote enorme. Barbilleó a Serrano y le llamó tío salao; Serrano le azotó las nalgas y le dijo que él y su amigo tomarían coñac. La camarera se volvió al padre Ossorio y le dijo:
—¿Cómo te llamas, guapo?
Morena, opulenta, descocada. Acarició la mejilla del padre Ossorio.
—Contéstame, hijo. ¿O es que eres virgo?
Al padre Ossorio le cerraba el asco la garganta, le empujaba a levantarse e irse. Pero se dominó. Tragó saliva.
—Rafael.
Inés cerró el breviario, se santiguó, y pensó que en aquel momento el padre Ossorio habría también rezado los mismos salmos, las mismas antífonas, y que en la universalidad de la Iglesia, millones de elegidos habrían dirigido al Señor idénticas palabras. Pero aquella noche, en aquella hora, su oración y la del padre Ossorio no serían la oración de la Iglesia, sino la plegaria particular de dos almas acongojadas, necesitadas de gracias excepcionales. En el Cuerpo del Señor, ella y él se habían singularizado, se habían —en cierto modo— apartado. Al padre Ossorio, la voluntad pecaminosa —la victoria momentánea del diablo— le llevaba hasta el mismo límite del Cuerpo, y ella había asumido el deseo inexpresado de la Iglesia, de devolverlo al interior del Cuerpo, al riego fecundo de la Gracia; se sentía delegada, distinguida, como un soldado que se aparta del ejército para llevar a cabo una misión heroica. Y, como el soldado, necesitaba de armas especiales. Pero el soldado que marcha en busca del desertor pertenece al ejército, aunque por el apodo de esconderse, por su soledad precavida, pueda también parecer fugitivo.
Había dejado la maleta cerrada con llave, de miedo que la criada curioseara en sus ropas. La abrió, buscó el camisón, apagó la luz y se desvistió. La tela del camisón, áspera, rozó su cuerpo, habituado ya a la seda suave. Se acostó. Acarició las prendas interiores que había dejado al alcance de su mano. Sonrió en la oscuridad. No era pecado usarlas.
Había exagerado al llevar durante años telas ordinarias, bastas. Aquellos fáciles sacrificios formaban parte de un sistema de ascesis superflua… Teresa de Lisieux, en su lecho de muerte, había suplicado que añadiesen una manta más al ajuar de las monjas carmelitas. El Señor no había puesto el pasar frío —ni el sentir sobre la carne la aspereza del lienzo— como condiciones de la salvación. En algunos monasterios alemanes de vida muy perfecta, las monjas disponían de duchas, alfombras y calefacción central. Y no era malo sentirse caliente, poder sacar el brazo fuera del embozo, sin aterirse. En aquella alcoba de una pensión decente madrileña había alfombra y calefacción.
Necesitaba paciencia. Aquella tarde había estado indiscreta, se había precipitado —en el fondo tenía prisa por marchar de Madrid, le daba miedo la ciudad—. No era posible que el padre Ossorio, con sólo dos razones, se volviese atrás, se arrepintiese; mucho menos que regresase al monasterio. Tenía que admitir, incluso, la idea de que, convencido, arrepentido, no regresase jamás, y se entendiese con un obispo, incorporado al clero secular. No importaba. Bastaba que volviera a la Iglesia y que le permitiese continuar aquella relación espiritual, tan dolorosamente interrumpida. Tampoco ella tenía por qué regresar a Pueblanueva. Podía quedarse en Madrid, perderle el miedo. No estaba escrito que, en Madrid, fuese imposible la santidad. Buscaría un convento de monjas en que quisieran alojarla. Trabajaría. Si el padre Ossorio se reconciliaba con la Iglesia, el confesonario era el lugar apropiado para sus coloquios. ¡Y de qué modo podía hablarla, con qué seguridad y sabiduría podría encaminarla, después de aquel trance! Había santos desconocedores del pecado. Otros habían regresado del infierno cargados de experiencia y, gracias a ella, habían llegado a campeones de la santidad.
Había estado indiscreta, había provocado una respuesta violenta, por pura torpeza. No debía haber personalizado, sino acudido a razones generales. Decir: «¡Me ha abandonado usted!» era, indudablemente, prematuro. Tenía que haber dicho: «¡Ha abandonado usted a la Iglesia, a Jesucristo! ¡Y yo vengo a decirle que la Iglesia y Jesucristo le esperan!». Lo personal tenía que reservarlo como última razón. No volvería a hablarle de eso. Tendría que empezar de nuevo, por el principio.
De repente recordó al sacerdote con el que se había confesado aquella tarde, y le dio un vuelco el corazón. Jamás había pensado en la posibilidad de condenarse, nunca había creído que el diablo sintiese por ella más afición que por cualquier otra persona. Le reconocía en las menudas tentaciones de cada día, y se apartaba de él sonriente, tranquila. No hacía más que unos minutos le había sugerido la idea de que se era mucho más perfecta sometiendo el cuerpo a la molestia de unas ropas ásperas que vistiéndolo de ropas indiferentes o suaves, y había rechazado la idea. El anzuelo del diablo estaba cebado de pequeñeces.
El sacerdote la había interrogado sobre su castidad, y sólo después le había dicho que le daba miedo. ¿Por qué? No le había parecido hombre ligero, sino prudente. Sin embargo, temía precisamente a causa de su castidad.
Resultaba difícil entenderlo. Quizá perteneciera al orden de las muchas cosas cuyo entendimiento le estaba vedado, pero no podía abandonarse a la ignorancia. Había sido casta sin lucha, sin violencia. Había sido casta por gracia. Dios le había regalado la castidad, y estaba dicho que la virginidad grata a Dios era un don. Y ella sabía bien que la virginidad del alma era todavía más importante que la del cuerpo. Dios le había preservado el alma preservándole el cuerpo.
Aquella vez había descubierto que Clara no era casta. Se había encontrado ante un hecho incomprensible, había tardado tiempo en comprenderlo: sólo entonces rogó a Clara que durmiera en otra parte. Caritativamente, sin avergonzarla, sin reconvenirla. Y aquello no la había turbado, como no la turbaban las miradas voraces de los hombres, los elogios picantes a su belleza. Dios la había ayudado siempre.
El riesgo no podría estar por ese lado. Y precisamente en la castidad encontraba su fortaleza. Sabía que los pecados de la carne no son los más graves, pero sí puerta abierta a los otros.
Contra los otros pecados —¿cuáles, Dios mío?— levantaba la puerta sellada de su cuerpo y de su alma vírgenes…
Un dobladillo, demasiado grueso, del camisón, se le clavaba en la espalda. Hurtó el cuerpo a la costura.
Hacía calor en la habitación. De la calle ascendía un rumor confuso: voces, bocinas, motores en marcha. Una campana próxima sonaba por encima de su cabeza.
Llegó premeditadamente al café media hora antes de lo tratado. Había poca gente y pudo escoger una mesa de esquina, de las que cogen el ángulo del diván rojo oscuro. Se sentó en la cabecera y pidió «un café con leche y un bollo de ésos…». Traía un periódico de la tarde, pero no llegó a abrirlo, porque los recuerdos de la noche anterior le entretenían.
Había pasado casi tres horas en el café cantante. Había visto bailarinas desnudas y bailarinas vestidas. Había soportado la compañía de una furcia joven, repentinamente encaprichada de él. Había contemplado el rostro de Vicente Serrano y el de otros clientes. Y había sacado la conclusión de que existía en la mujer un elemento repugnante, contagioso, más o menos disimulado, encubierto o vencido, pero siempre latente. Los Padres de la Iglesia lo habían detectado con precisión. Cómo lo habían dominado las santas y las grandes mujeres, lo ignoraba. Quizá hubieran logrado transformar sus efectos. Era igual.
Había salido de casa dispuesto a correr un riesgo, había regresado con buena provisión de sensaciones que reforzaban su indiferencia sexual. Sensaciones, no ideas. Imágenes y olores, sobre todo. Sonreía recordando las crisis de su adolescencia, las angustias pasadas por la carencia de aquello que, ahora, le repugnaba. (Aunque bien mirado, como podía mirarlo ahora, aquellas crisis no pudiesen considerarse como provocadas por la falta de una mujer). El padre Hugo había extremado la benevolencia al juzgar la sensualidad. «Los ascetas se han equivocado al despreciarla. Tiene un gran valor; por eso es meritorio renunciar a ella. Si fuera despreciable, el Señor no hubiera prometido a la virginidad la corona excepcional». Ahora se sentía en desacuerdo con el padre Hugo y conforme con los ascetas. El padre Hugo no había visto de cerca, no había olido a las mujeres. No había comprobado el extremo de su degradación, ni sus efectos en los hombres. Le obsesionaba el recuerdo de Vicente Serrano —ya pasado de calores—: su blanda mirada, su belfo caído, sus manos temblorosas. Si con la cima de su alma el hombre tocaba al ángel, la base de su cuerpo le aproximaba al perro. Y él sentía necesidad de huir del can.
Tres horas escasas en el café cantante le habían beneficiado. Se sentía seguro, capaz de fortaleza ante el pecado fácil. Le parecía que su mirada se había lavado y que podía resbalar sin turbación, sin flaqueza, por el cuerpo de una mujer.
Había madrugado para experimentar con Inés sus nuevas armas, para verla llegar y examinarla a gusto, para tenerla vencida con la mirada antes de que ella pudiese mirarle. La vio titubear ante la puerta giratoria, que siempre parecía darle miedo; la vio entrar, levantar la cabeza y buscar, hasta hallarle. Fue entonces derecha al rincón, derecha y calmosa, hasta que estuvo cerca. Entonces vaciló un instante, pareció no saber dónde sentarse, si en el diván o en una silla.
—Buenas tardes, padre.
Se decidió por el diván; junto a él, en ángulo con él, de modo que las miradas se cruzaran sin encontrarse. Pero antes se despejó, con el bolso, en la rejilla.
—Le agradezco que haya venido. Temí…
—¿Qué temió?
Le salió bien el tono, seguro e indiferente.
—Que fuera usted cobarde.
—Ya no. Han pasado cosas…
Inés volvió la cabeza con brusquedad.
—¿Se ha decidido?
—Eso no importa ahora.
—¡Es lo único que importa! —hablaba todavía con autoridad, como una madre al niño.
Se acercó el camarero. Inés pidió café con leche. El padre Ossorio, cuando ya el camarero se alejaba, lo llamó y le encargó un coñac. Advirtió la mirada rápida, sorprendida, de Inés, y el nerviosismo súbito de sus manos.
—Escúcheme, señorita: mi salida de la Iglesia o mi vuelta a ella es un problema personal. Le ruego que no hablemos ahora de eso.
—¿Entonces?
—He venido, la he esperado y estoy con usted para hablar de usted, de lo que le concierne, no de mí.
—Pero, padre, ¡yo no importo! ¡Yo no existo! Olvídese de mí, no vea en mí más que el instrumento casual de que se vale la Iglesia para hacerle llegar su voz.
—No un instrumento, sino una persona en peligro.
—Como usted.
—No. Yo ya lo he pasado.
Inés aproximó las manos anhelantes.
—¿Por fin? ¿Vuelve usted al monasterio?
No le respondió; se la quedó mirando con frialdad, y el entusiasmo repentino de Inés se enfrió con la mirada.
—¿Por qué me mira así, padre?
—Insisto en que no volvamos a hablar de mí.
Inés bajó la cabeza, dejó caer los brazos, escondió las manos.
—Como usted quiera.
Le cayó la melena sobre el rostro hasta ocultarlo. El padre Ossorio temió que se echase a llorar, que fuese vista llorando.
—Le suplico, además, que no pierda la serenidad. Es usted una mujer valerosa, y lo que tengo que decirle es razonable y bueno. En cierto modo —el recuerdo le estremeció la voz—, es una continuación de ese magisterio que, sin saberlo, ejercí cerca de usted durante dos años. Escúcheme como entonces. No le será difícil, ¿verdad?
Inés sacudió la cabeza, dejó la cara al descubierto y le sonrió.
—Sí. Lo haré.
—Tenga paciencia. Cuando no entienda lo que le digo adviértamelo.
El camarero trajo el café de Inés y el coñac. El padre Ossorio bebió un trago grande, casi la mitad de la copa.
—¿Por qué bebe, padre?
Vaciló al responderle.
—Por… Tengo frío. Estoy algo destemplado.
—¡Dios sabe cómo está usted viviendo! ¿Ha comido usted? ¿Tiene usted frío en la pensión? ¡Aquella mujer no me parece…!
—No pase cuidado. He cambiado de alojamiento. En el de ahora se come mejor y nadie sabe quién soy ni lo que soy.
Hizo una pausa. Inés revolvía, con mano trémula, el azúcar del café.
—Ayer me dijo usted algo que me dejó preocupado.
Inés dejó bruscamente la cucharilla y se volvió hacia él.
—Olvide lo que dije ayer. Fue una indiscreción. No sabía lo que pensaba.
—Pero ¿quién duda que revela una situación de la que me siento responsable? En cierto modo constituye la prueba de mi fracaso, porque yo no me he constituido jamás en fundamento de la fe de nadie, ni podía habérseme ocurrido: va contra la esencia misma de la fe y de la Iglesia.
—¿Y no se le ocurre pensar que yo pueda haber razonado en mi corazón: es cierto lo que dice porque él lo cree?
—Él, ¿quién?
—Usted.
—¡Eso es monstruoso, señorita!
—Pues yo he creído siempre así, porque creía mi madre, porque creían mis monjas, porque creían unos sacerdotes o unas personas en las que tenía confianza. Y si alguna vez vacilé fue porque ellos vacilaron o porque su vida no estaba conforme con la fe.
Apoyó la frente en la mano y dijo en voz muy baja:
—Así cree casi todo el mundo, porque nos lo dice alguien en quien creemos. Yo no soy una excepción.
El padre Ossorio murmuró entre dientes:
—Es ridículo…
Pero ella no se movió. Miraba al café intacto, y su mano izquierda se había cerrado y golpeaba el mármol de la mesa.
—Escúcheme. Tiene usted que comprender que lo que dice no es razonable. Vale tanto como hacer de mí su prisionero.
Inés se irguió rápidamente.
—¿Y qué? ¿No me ha hecho usted antes su prisionera? Alguna vez nos ha explicado usted que la caridad…
—¡No disparate! Eso no es caridad.
—¿Qué es entonces?
Miró fijamente al fraile, y su mano avanzó como si fuese a agarrarle del brazo. El padre Ossorio se apartó.
—¿Qué es entonces? —repitió Inés.
Él se encogió de hombros.
—No lo sé. Desconozco sus sentimientos. No puedo responderle.
—Podrá al menos…
Le temblaba la voz. Hizo un esfuerzo, bebió un sorbo de café.
—Dígame, padre: ¿cree usted verdaderamente en Dios? ¿Cree usted en la Iglesia y en Jesucristo?
—¿Por qué me lo pregunta?
—Porque si usted cree, tendrá que volver a la Iglesia, porque no podrá permanecer fuera de ella sin vivir en pecado; porque la angustia del pecado le atormentará hasta hacerle la vida imposible; pero si no vuelve…
La interrumpió:
—Mi determinación no tiene que ver con mi fe.
—Si usted cree, comprenderá que el demonio le ha tentado y le ha vencido. Y si lo comprende intentará restituirse a la gracia de Dios. Pero si persiste es porque usted no cree. Y, en ese caso, tampoco creeré yo; me desprenderé del recuerdo de Dios fácilmente, porque es en usted en quien creo.
El padre Ossorio apartó las manos, desalentadas.
—Bien. ¿Qué culpa tengo? Me siento ya absolutamente libre de ella. He intentado explicarle que su fe tiene que ser independiente de mi persona.
Incluso de mi fe, y no digamos de mi conducta. Si su cabeza funciona disparatadamente, no tengo qué hacerle. Allá usted.
Hizo ademán de levantarse; pero ella, con un movimiento rápido, le detuvo.
—¿Qué va a hacer?
—Marcharme, señorita.
Inés no le había soltado. Ahora sintió el padre Ossorio la presión fuerte de la mano en su brazo.
—No puede usted abandonarme.
Él se soltó bruscamente. Pero la mano de ella se trabó en la suya.
—No se vaya. He pensado siempre que nos salvaríamos juntos, pero ahora empiezo a sentir…
Se interrumpió y apretó más fuerte.
—… a desear que nos perdamos juntos.
Levantó la mirada. El padre Ossorio sintió un estremecimiento, sintió el despertar, en el fondo de su alma, de todos los temores. El rostro de Inés se tendía hacia él, anhelante. No era un rostro lúbrico, como el de la furcia del café cantante; no era un rostro sensual. Era un rostro hermoso y puro, aunque apasionado. Pero ¿qué se escondería tras aquellos ojos cuyo mensaje no sabía leer? Entre una furcia y una señorita bien educada tenía que haber diferencias; pero, en el fondo, eran lo mismo, deseaban lo mismo. De una, como de otra, saldrían en seguida los largos tentáculos de la sensualidad que le abrazarían, que le atenazarían, hasta devolverle a la inquietud —tan lejana, tan repugnante en el recuerdo— de la adolescencia.
—¡Usted está loca, señorita! ¿Qué es lo que pretende? ¡Vamos, suélteme!
—¡No me…!
El padre Ossorio corría hacia la salida. Ella quedó clavada en el asiento, con la vista perdida. Estuvo así unos minutos, inmóvil. El trío tocaba una pieza alegre. El camarero, apoyado a una columna, miraba a Inés.
Esperó un poco. Se acercó.
—Son tres setenta y cinco, señorita.
Ella le miró sin verle.
—Tres con setenta y cinco —repitió el camarero.
—Sí.
—Los hombres, ya se sabe…
Sonrió e inclinó la cabeza hacia la puerta.
—A lo mejor es casado.
Inés buscaba el bolso. El camarero se lo alcanzó de la rejilla.
—Gracias.
—Tres con setenta y cinco.
Inés dejó un duro encima de la mesa. El camarero había cogido también el abrigo, y esperaba con él dispuesto a ayudarle. Inés se lo puso, murmuró algo y salió. El camarero echó mano al duro, lo miró, y dijo en voz no muy alta:
—Sobra una veinticinco…
Inés se había alejado. Se detuvo, como siempre, ante la puerta giratoria, dejó pasar a un cliente que salía y salió también. El aire de la calle estaba fresco. Voceaban periódicos, pasaban tranvías y automóviles, la gente se empujaba en las aceras. Echó a andar con el alma oscura.
—¡Mire por dónde anda, señorita! ¡A poco me tira el niño!