Capítulo 2
DURANTE las siguientes semanas Rosalie trabajó más que nunca. Tras concluir el trabajo que tenía entre manos se centró en elaborar el presupuesto para Kingsley Ward. No la ayudó saber que sus tres socios estaban ligeramente ansiosos al respecto.
En cuanto informó a Mike y a los otros de su reunión con Kingsley, Mike llamó a éste y luego fue a hablar con ella a su despacho.
-No hay duda de que te quiere a ti para el trabajo -Mike miró a la bella mujer que tenía delante, a la que respetaba y admiraba y por la que había desarrollado un interés casi paternal desde que empezó a trabajar para Carr and Partners, diez años atrás-. ¿Sabes mucho sobre él?
Rosalie miró a su socio con sorpresa. Mike era más que un colega. Poco después de empezar a trabajar en la firma descubrió que había sido compañera de universidad de su hija, Wendy, y de vez en cuando iba a pasar un fin de semana en la encantadora casa de los Carr en Harrow. La amistad de aquella familia había llegado en un momento doloroso de su vida y había significado mucho para ella. Y aún era así, a pesar de que Wendy se había casado y ella trabajaba mucho más desde que era socia de la firma.
-En realidad no sé nada -admitió-. ¿Por qué? ¿No es de fiar?
Mike sonrió.
-Es evidente que no sabes nada sobre él, Lee. Claro que es de fiar. Su padre fue el fundador de la empresa Ward, pero ha sido Kingsley el que la ha convertido en lo que es. Supo comprar los terrenos en el momento adecuado para construir hoteles de lujo donde los ricos y famosos disfrutan de toda clase de lujos y comodidades. Hablando en plata, Kingsley Ward está forrado.
Rosalie sonrió.
-¿Y por qué he captado ese tono en tu voz cuando me has preguntado si sabía algo sobre él?
-¿Qué tono? -preguntó Mike, y sonrió al ver la expresión de su joven asociada-. Oh, de acuerdo -dijo, un poco avergonzado-. Además de por su dinero y su estilo de vida, ha adquirido cierta reputación de... donjuán.
-¿Quieres decir que le gustan las chicas? -dijo Rosalie con un marcado acento estadounidense.
Mike no sonrió.
-Desde luego que le gustan. Muchas.
-¿Y qué tiene eso que ver con...? -Rosalie se interrumpió bruscamente-. Oh, vamos, Mike. No pensarás que un hombre como ese iba a perder su tiempo tratando de seducir a una provinciana timorata como yo, ¿no? Seguramente estará acostumbrado a celebridades y modelos que han estado en todas partes y han hecho de todo.
-Eres una mujer muy guapa, Rosalie, y nadie en su sano juicio te describiría como una «provinciana timorata» -dijo Mike. Siempre le había asombrado
que Rosalie pareciera totalmente inconsciente del efecto que ejercía sobre el sexo opuesto. ¿Qué vería cuando se miraba en el espejo? Era una pregunta que se había hecho en varias ocasiones, y se la respondió como de costumbre: veía algo distinto a lo que veían todos los demás. Y eso se lo debía a Miles Stuart-. En cualquier caso, sólo estoy diciendo que te andes con cuidado, ¿de acuerdo? Ya sabes que le diría exactamente lo mismo a Wendy si estuviera en tu situación.
-Lo sé, Mike -Rosalie apoyó una mano en el brazo de su socio-. Y apreció tu consejo, pero en realidad no es necesario.
De todos modos, aquella conversación seguía en la mente de Rosalie cuando terminó el presupuesto y se apoyó contra el respaldo de su asiento frente al ordenador. Kingsley le había pedido que se pusiera en contacto con él cuando lo tuviera listo. Llamaría primero a su secretaria en Inglaterra para averiguar en qué parte del mundo estaba. Desde su conversación con Mike se había empeñado en averiguar todo lo posible sobre Kingsley Ward, y había descubierto que tenía hoteles en el Caribe además de en los Estados Unidos y que siempre estaba viajando. También había descubierto que Mike no había exagerado respecto a su vida amorosa.
Llamó personalmente, porque había acudido muy temprano a su despacho y Jenny aún no estaba allí.
Estaba casi totalmente segura de que iba a ser atendida por un contestador en el que pensaba dejar su recado, pero se quedó de piedra al oír la voz de Kingsley al otro lado de la línea.
-Kingsley Ward al aparato.
Rosalie necesitó unos instantes para recuperarse de la sorpresa.
-Soy... Rosalie Milburn, de Carr y Partners.
-Tú dirás, Rosalie.
Rosalie tragó saliva. Habría preferido la fría voz del principio, que el tono sensual con que Kingsley había pronunciado su nombre.
-Siento molestarte tan temprano, pero esperaba poder dejar el recado en el contestador de tu secretaria. Llamaba para decir que el presupuesto ya está listo y para preguntar dónde debo enviarlo. No sabía si estabas en Inglaterra o en los Estados Unidos.
-Has trabajado rápido -dijo él con aprecio-. Estoy en Londres, así que puedo pasar a recogerlo. Además, quería hablar de un par de detalles contigo. ¿Estás libre para comer?
-¿Co... comer? -lo último que quería Rosalie era pasar un par de horas cerca de Kingsley Ward sin posibilidad de escape. Pero la razón y la lógica prevalecieron y comprendió que aquello era algo que iba a suceder a menudo si llegaba a hacerse cargo de aquel importante trabajo. Se obligó a hablar en tono neutral-. Me parece bien. No tengo ningún compromiso para comer.
-Estupendo -si había captado las dudas de Rosalie, Kingsley no dio indicios de ello-. Pasaré a recogerte hacia las doce, ¿de acuerdo?
-Sí, gracias.
El teléfono quedó mudo. No hubo despedida, ni palabras amables. Evidentemente, era un hombre de pocas palabras.
Rosalie bajó la mirada hacia la ropa que llevaba puesta. Aquella mañana había optado por algo cómodo, unos pantalones grises, una camisa blanca y una chaqueta gris perla, no precisamente lo más adecuado para salir a comer. Pero no tenía tiempo de ir a cambiarse.
Arrugó la nariz. Seguro que Kingsley Ward estaba acostumbrado a salir con mujeres que vestían siempre de maravilla... Al darse cuenta de lo que estaba pensando se quedó horrorizada consigo misma. Lo único que importaba era estar presentable. Además, lo más probable era que Kingsley ni siquiera llegara a fijarse en lo que llevaba puesto.
Pero no fue así. Cuando Jenny hizo pasar a Kingsley a su despacho, éste la miró de arriba a abajo sin ningún recato. Rosalie se esforzó por actuar como lo habría hecho con cualquier hombre normal y extendió una mano hacia él, sonriente.
-Me alegra volver a verte, Kingsley.
El sonrió con un matiz burlón, como si supiera que estaba mintiendo.
-Lo mismo digo.
-Tengo todo listo si quieres echarle un vistazo antes de que salgamos.
-Más tarde. Tengo hambre -replicó Kingsley sin apartar la mirada del rostro de Rosalie.
-De acuerdo -dijo ella mientras tomaba su bolso y su chaqueta con la esperanza de que no se notara su rubor.
-Espero que no tengas nada importante que hacer esta tarde. Me gustaría visitar los terrenos después de comer. El arquitecto estará allí y así podrás conocerlo.
-Por supuesto -Rosalie pensó en su agenda y rezó para mantener la calma-. Soy toda tuya.
Los labios de Kingsley se curvaron levemente.
-Qué generosa.
Rosalie ya había acudido en dos ocasiones a ver los terrenos y sabía que aún no necesitaba conocer al arquitecto, pero no dijo nada. Tendría tiempo de hacerlo cuando el presupuesto fuera aprobado y eligieran un constructor. Ella tendría que ocuparse de que éste mantuviera los precios que pactaran y también de visitar la obra a menudo para valorar el trabajo realizado.
-¿Vamos? -Kingsley la tomó del brazo y salió con ella del despacho sin darle tiempo a pensar más.
Rosalie notó la mirada de envidia que le dirigió Jenny. Evidentemente, su secretaria se habría cambiado por ella sin dudarlo un instante.
Cuando salieron del edificio, Kingsley la condujo hasta un elegante deportivo plateado que habría sido la envidia del mismísimo James Bond.
Cuando ocupó el asiento del copiloto se alegró de haber optado aquella mañana por unos pantalones, pero la momentánea seguridad que le dio aquello se esfumó cuando él se sentó a su lado. Estaba cerca, muy cerca, y olía deliciosamente.
Rosalie reprendió a su traicionera libido por no comportarse y respiró hondo varias veces seguidas.
-¿Está lejos el restaurante? -preguntó, en un tono más agudo del habitual.
-No, no está lejos -contestó Kingsley mientras se sumergía en el tráfico-. Un amigo mío es dueño de un pequeño restaurante que está cerca del parque Finsbury; suelo acudir allí a menudo cuando estoy en Londres. ¿Preferirías que fuéramos a algún otro lugar?
Rosalie negó con la cabeza y su sedoso pelo se meció suavemente. Kingsley se excitó al instante y apartó la mirada para concentrarse en el tráfico.
Tras unos tensos momentos, Rosalie dijo:
-Estoy realmente emocionada con este trabajo, y aún no te he dado las gracias por haberte molestado en localizarme después de la fiesta en casa de Jamie. ¿Quién te dijo que era aparejadora?
Kingsley ejecutó una maniobra totalmente ilegal con el coche y recibió varios bocinazos de los demás conductores.
-¿Qué? Oh, no lo recuerdo. ¿Es importante?
Se volvió para mirar hacia atrás mientras cambiaba de carril y Rosalie miró su nuca. Resultaba tan sexy que no parecía posible. Cuando vio que se volvía, dirigió de inmediato la vista al frente. Se sentía como una mirona, admitió a pesar de sí misma mientras trataba de relajarse.
Para cuando llegaron al restaurante se sentía más tranquila, a pesar de no haber logrado identificar todavía qué era lo que tanto la afectaba de aquel hombre.
No había duda de que era atractivo, y que poseía la autoridad añadida que solía acompañar al dinero, pero, por lo que había averiguado sobre él, también era duro, despiadado, y poseía un enorme ego. Si lo que había oído era cierto, y no dudaba que lo fuera, la lista de mujeres que habían pasado por su vida no tenía fin. Y ella despreciaba a los tipos como aquel, individuos que tomaban y nunca daban, que exigían lo que querían como si tuvieran algún derecho del que carecían los demás humanos.
-¿No te gusta?
-¿Qué? -Rosalie comprendió que su rostro debía haber reflejado sus pensamientos mientras miraba la entrada del restaurante-. Oh, lo siento. Estaba pensando en otra cosa -dijo rápidamente-. Tiene un aspecto estupendo.
-No dejes que el aspecto te engañe -Kingsley salió del coche y lo rodeó para abrir la puerta de Rosalie-. A Glen no le preocupan los oropeles y el glamour, pero los clientes hacen cola por venir a su restaurante.
Mientras abría la puerta del restaurante para que pasara, pensó que Rosalie tenía un trasero muy bonito. En realidad, todo era bonito en ella. Era toda una mujer, y sin embargo había algo fieramente defensivo en ella que hablaba a voces de alguna desastrosa relación amorosa. ¿Quién le habría hecho daño? ¿Y habría sido recientemente? Jamie y otro par de amigos que asistieron a la fiesta en que la conoció aseguraban no saber nada, pero no sabía si creerlos. En cualquier caso, aquella mujer lo intrigaba. Lo había intrigado lo suficiente como para arreglar las cosas de manera que fuera ella la aparejadora del trabajo, tras comprobar sus credenciales, por supuesto. Por mucho que lo atrajera la idea de ser el cazador por una vez, no pensaba poner en peligro un negocio tan sustancioso por el hecho de sentirse atraído por una mujer que había dejado bien claro que no se sentía atraída por él.
-¡King! ¡Amigo mío!
Rosalie no esperaba que el tal Glen fuera extranjero, pero el acento del hombre que fue a recibirlos en cuanto entraron era claramente italiano. Besó a Kingsley en ambas mejillas, algo que no pareció sorprender a éste lo más mínimo, y luego se volvió hacia ella.
-Has traído a la mujer más bella de Londres a mi restaurante. ¿Cómo puedo agradecértelo, amigo mío?
-Déjalo ya, Glen -dijo Kingsley en tono irónico-. No te va a funcionar con esta dama. Además, somos compañeros de trabajo.
-¿Entonces aún hay esperanza para mí? ¡Mejor aún!
Rosalie no pudo evitar sonreír ante la traviesa mirada de Glen.
-Si la comida es tan buena como la bienvenida, no me extraña que sea tan popular.
-Rosalie, te presento a Glen Lorena, el mayor adulador de este lado del océano; Rosalie Milburn, mi nueva aparejadora para el trabajo en Inglaterra.
-¿Es eso cierto? -preguntó Glen sin ocultar su sorpresa-. Pero usted es demasiado encantadora para dedicarse a esa clase de trabajo. No puedo creerlo.
Kingsley notó que Rosalie se ponía repentinamente seria al oír aquello.
-Pues créelo, amigo -dijo mientras seguían avanzando. Por encima del hombro, añadió-: ¿La mesa de siempre?
-Por supuesto, amigo, por supuesto.
Glen se reunió con ellos un momento después para entregarles los menús y luego volvió a desaparecer. Rosalie miró a su alrededor. El comedor no era muy grande y estaba abarrotado a pesar de la falta de lujo del lugar. Cuando volvió a mirar a Kingsley, este se inclinó hacia ella.
-Glen no ha pretendido ser grosero con su último comentario -dijo-. Es su forma de ser. Su esposa ejercía de abogada antes de que compraran este lugar, así que no tiene ningún prejuicio hacia las mujeres que trabajan.
Rosalie asintió. Era cierto que no le había gustado el comentario del italiano sobre su trabajo; había tenido que soportar aquella clase de comentarios muy a menudo en el pasado, normalmente seguidos por muestras de interés claramente paternalistas. Al principio tuvo que esforzarse el doble que sus colegas hombres, y los constructores no empezaron a tomarla en serio hasta que se dieron cuenta de que sabía lo que hacía.
-Ya que estamos con el tema de las profesiones -continuó Kingsley-, ¿por qué elegiste la de aparejadora?
Rosalie se encogió de hombros.
-Supongo que me atraía la posibilidad de combinar el trabajo en el despacho con estar a pie de obra.
-Es una profesión dura, sobre todo para una mujer, que tiene que tratar con hombres a los que no les gusta recibir órdenes de una mujer, especialmente si es joven y atractiva como tú.
Rosalie volvió a encogerse de hombros.
-Soy más dura de lo que parezco -dijo sin sonreír.
Kingsley la observó un momento con expresión pensativa.
-¿Lo estás siendo ahora? -murmuró con suavidad-. ¿Eres una dama misteriosa?
-No hay ningún misterio -Rosalie se dio cuenta enseguida de que había contestado demasiado deprisa y enterró el rostro en el menú.
¿Había dado en la diana? Kingsley entrecerró los ojos mientras un camarero les servía vino. La vida le había enseñado unas cuantas lecciones a lo largo de sus treinta y cinco años. Una, que merecía la pena pagar lo que hiciera falta por beber un buen vino. Dos, que el juego era cosa de idiotas. Tres, que uno no debía fiarse de una mujer, sobre todo de una mujer bella con el pelo como seda y los ojos del color de un cielo tormentoso. Pero, sin duda, sus secretos no irían más allá del tinte que usaba para el pelo, y él acabaría cansándose en pocas semanas. Pero el pelo de Rosalie parecía natural...
Tomó el menú, repentinamente molesto con sus pensamientos y con el mundo en general, aunque no entendía por qué.
Rosalie dio un par de sorbos de vino mientras Kingsley y Glen hablaban del menú. Nunca había necesitado tanto una bebida, pensó con ironía. No sabía por qué había aceptado salir a comer con aquel individuo al que apenas conocía.
Cuando llegó la comida, comprobó enseguida que estaba deliciosa, lo mismo que el vino y los postres que les sirvieron tras el segundo plato. No creía haber comido nunca mejor, y así se lo hizo saber a Kingsley mientras tomaban el café.
El sonrió. Había sonreído a menudo mientras comían y charlaban de intrascendencias, y Rosalie debía reconocer que dominaba el arte de la conversación, así como el de las sonrisas. Pero éstas no habían llegado a alcanzar en ningún momento sus ojos, y la conversación no le había revelado sobre él más de lo que ya sabía antes de sentarse a comer. Lo que era suficiente; más que suficiente.
-Glen es el mejor chef que he conocido nunca -dijo Kingsley a la vez que hacía un gesto a un camarero para que le llevara la cuenta.
-Seguro que podría ganar una fortuna si eligiera trabajar en un lugar como el Savoy o el Ritz.
-Ya tuvo un trabajo a ese nivel, pero estuvo a punto de arruinar su salud y su matrimonio -explicó Kingsley-. Decidió dejarlo, comprar este pequeño lugar y dirigirlo con su esposa Lucía. Ha recibido toda clase de ofertas, pero no quiere saber nada. Lucía y él son felices, y eso es lo único que le importa. Glen ha encontrado su Shangri La.
Rosalie lo miró con curiosidad.
-Eso ha sonado casi como si lo envidiaras.
-¿Por qué iba a envidiarlo? -preguntó Kingsley, serio-. Estoy exactamente donde quiero en la vida. ¿Y qué me dices de ti?
-¿De mí?
-Sí, de ti. ¿Estás donde quieres estar en la vida? -preguntó él, con una suavidad que puso de inmediato sobre aviso a Rosalie-. ¿Haces lo que quieres, eres lo que quieres y estás con quien quieres?
A Rosalie no le hacía ninguna gracia aquella conversación.
-Desde luego -contestó.
-En ese caso, ambos somos muy afortunados.
Rosalie creyó captar cierta incredulidad en el tono de Kingsley. ¿Quién se creía aquel hombre para cuestionarla?
-Sí, lo somos -dijo a la vez que se levantaba-. No tardo -añadió mientras se encaminaba hacia los aseos.
Cuando contempló su reflejo en el espejo del baño, unos ojos claramente enfadados le devolvieron la mirada. Había dejado que pasara lo que se había prometido evitar a toda costa cuando aceptó aquel trabajo; había dejado que Kingsley Ward la afectara. Pero la irritación que sentía era contra sí misma, no contra él.
Autocontrol. Todo era cuestión de autocontrol. Si alguien sabía eso, era ella. Cerró los ojos y agitó la cabeza, pero los recuerdos que normalmente lograba mantener firmemente enterrados afloraron a la superficie. De pronto, volvía a ser una niña pequeña, sentada temblando en el rellano de la escalera, mirando el vestíbulo en sombras mientras escuchaba el familiar sonido de la voz de su padre gritando a su madre en el cuarto de estar. Otros sonidos siguieron a los gritos, como de costumbre, pero lo que hizo que aquella ocasión fuera diferente a las otras fue que en medio del sonido de las bofetadas se produjo un intenso silencio seguido de la voz de su padre, que, en tono agitado, dijo:
-¿Chantal? Chantal, levántate. Vamos, levántate.
Los recuerdos se volvían confusos a partir de aquel momento, pero recordaba las brillantes luces de la ambulancia y del coche de la policía cuando llegaron a la casa. Fue una mujer policía la que se ocupó de ella. La llevaron a casa de sus abuelos maternos, pues su padre carecía de familiares vivos, y pasaron un par de días antes de que su abuela le dijera con delicadeza, pero con lágrimas en los ojos, que mamá se había ido a ver a los ángeles en el cielo. Su preciosa y tierna madre, que nunca había hecho daño ni a un mosquito, no llegó a recuperarse del aneurisma que le produjo uno de los golpes de su marido.
El día que iba a celebrarse el juicio su padre se quitó la vida y ella se quedó huérfana a los cinco años. Sus abuelos se ocuparon de ella a partir de entonces, y como tenía varios primos, su infancia no fue infeliz. Pero siempre quedó un enorme vacío en su interior, porque desde el momento en que nació había sido muy mimada por su madre. Cuando fue creciendo comprendió por qué se había centrado tanto en ella su madre. Sus abuelos le contaron que su padre había sido un hombre infeliz a causa de su traumática infancia, y que sus celos obligaron a su esposa a aislarse del resto del mundo en un esfuerzo por mantener la paz en la casa. Pero al final no le sirvió de nada.
Rosalie alzó el rostro y vio reflejados en él sus dolorosos recuerdos. Cuando cumplió dieciocho años y entró en la universidad, sus abuelos decidieron volver a su Francia natal para pasar sus últimos años con sus parientes.
Rosalie estuvo a punto de renunciar a sus estudios para irse con ellos, pero había nacido en Londres y no quería estudiar en Francia. Además, aquello habría supuesto dejar a todos sus amigos atrás. Finalmente decidió quedarse, y entonces conoció a Miles Stuart...
-Suficiente -dijo en voz alta a la vez que alejaba aquellos pensamientos de su mente. ¿Por qué estaba pensando en todo aquello? Pero en realidad conocía perfectamente la respuesta. Miles y Kingsley Ward no se parecían en nada, pero ambos tenían un atributo inconfundible: magnetismo masculino.
Era algo indefinible, esquivo y sutil, pero cuando un hombre lo poseía, provocaba inevitablemente en la mujer con que estuviera una respuesta sexual. Era un arma muy poderosa. Desafortunadamente, la madre naturaleza había decidido entregársela a dos ratas con dos piernas a las que todo les daba igual.
Respiró profundamente antes de lavarse las manos. Cuando salió del baño, Kingsley y Glen la aguardaban junto a la puerta del restaurante. Rosalie mantuvo la mirada fija en el italiano.
-Hacía mucho tiempo que no comía tan bien, Glen -dijo.
-Ha sido un placer cocinar para una mujer tan bella -Glen sonrió mientras hablaba, y Rosalie tuvo que reír. Aquel hombre era un atrevido pero, de algún modo, se notaba que era inofensivo.
-¿Estás lista para irte? -preguntó Kingsley con frialdad.
Una vez en el exterior, Rosalie recordó sus modales.
-Ha sido una comida deliciosa -dijo educadamente-. Gracias.
-El placer ha sido todo mío.
Era una frase hecha, pero Kingsley logró darle un matiz de crítica, como si Rosalie hubiera sido una maleducada.
Ella lo miró y él le devolvió la mirada con expresión inocente.
¡Iba a ser una tarde memorable!