André Breton, el Rey Sol

I

Le conozco probablemente desde 1928 o 1929: yo frecuentaba, sentado a un extremo de la mesa, las reuniones surrealistas del café de la plaza Blanche, siendo aún demasiado joven y demasiado tímido para tomar la palabra. Después de la guerra le vi muy poco, dado que viví en Oriente y en otras partes, pero reencontré su taller tal como lo había conocido, un batiburrillo de maravillosos amuletos. Él, intimidante como el Rey Sol, pero, a la vez, tan intimidado como yo; fue un asalto de cortesías y cumplidos, aunque uno nunca sabe cuando, sin advertencia previa, puede montar en cólera y excomulgarle a uno. Dicho esto, ese Señor ha sido siempre de una profunda dignidad y de una gran probidad. Su mujer, encantadora y chilena, se borra ante él, creo que voluntariamente.

Bajó tres pisos para ir a la calle a buscarle deliciosos helados a mi hermana, que me acompañaba, como si tratara de un ceremonial. Él llevaba una camisa salmón. Me observaba con atención mientras yo hablaba, aunque no desvelaba jamás del todo su pensamiento. Al día siguiente fui al Promenade de Vénus, allí donde se reúne con jóvenes iniciados, como en mi juventud, sólo que ese café está en Les Halles. El vendedor de periódicos pasa gritando los titulares: «Debré lanza el plan Breton». ¡Era un calzado surrealista hecho a medida! Todo el mundo se rió, él permaneció impasible. Se trataba —lo digo para vosotros que estáis lejos— de los campesinos de Bretaña que estaban descontentos.

André Breton, 1961

Es curioso, no hay nada de afeminado en su melena de león y en el porte altivo de su cabeza, pero tiene algo un poco femenino, tal vez sean sus gruesas nalgas, tendré que fijarme. Recuerdo que Dalí dijo delante de mí: «He soñado que me acostaba con Breton», y Breton, muy digno, dejó caer: «No le aconsejo que lo intente, querido mío».

En fin las anécdotas sobre él son innumerables; pero, más allá de la anécdota, es al surrealismo al que le debo fidelidad, ya que me enseñó a dejar que el objetivo fotográfico recorriera las huellas del inconsciente y del azar.

II

Saint-Cirq-Lapopie, pueblo medieval en los acantilados, al pie del Lot.

Breton lo cruza por las tardes para ir a tomar un vino blanco doble al ayuntamiento; melena hacia atrás como un mago de antaño, la cabeza bien alta sobresale por encima de los 404 y los 2CV de las muchedumbres de peregrinos del turismo, pero la inclina mucho, hacia abajo, cuando saluda a los lugareños que conoce.

Conmigo siempre tan amistoso y deferente, pero contrae una sonrisa tensa, dolorosa incluso, cuando saco mi máquina de espiar. En definitiva, para mí constituyó un excelente ejercicio regresar con sólo una docena de fotos de las que pude aprovechar sólo seis. Pero, cuántas fotos imposibles quedaron en mis ojos, durante las lecturas de Hugo, de Lequier y de Baudelaire, que ofrecía a su mujer o a los tres jóvenes surrealistas que se hallaban de paso, su ojo como un faro en la tempestad. Esa habitación estaba llena de su aliento, de las pinturas naifs que cuelgan de sus paredes, un buffet Enrique III, cajas de mariposas, ventanas góticas. El jardín de grava era un verdadero vertedero. La pasión de Breton: buscar ágatas en el Lot, búsqueda esotérica, me dijo. Fuimos dos veces; incluso a veinte metros de mí, y a pesar del murmullo de la corriente, oyó el sonido de mi Leica y me hizo un pequeño gesto con el dedo como un profesor indulgente: «¡Pero que no se repita!». Mientras tanto yo, con la otra mano, hurgaba en los guijarros que tenía a mis pies. Sabíamos dónde encontrar ágatas de segunda mano: en las jardineras de los arbustos de la terraza del café donde Breton, a la vuelta, se descargaba de su exceso de equipaje.

En el cenador del pequeño restaurante del pueblo, se come a horas fijas; Breton insiste en la exactitud de las comidas; devuelve puntualmente el saludo a los que se sientan a la mesa, pero con un ligero fastidio al «buen provecho» con que clausuran su saludo. Fastidio que apenas consigue disimular cuando la vulgaridad de las conversaciones le llegan procedentes de las mesas vecinas; y él reanuda sus diatribas contra Cézanne y los otros («¡A usted que le gusta Cézanne!», apuntando un dedo inquisidor en dirección a mi nariz). Sus ataques suelen estar basados en principios morales. Detesta Italia (salvo Uccello). Sus opiniones están fundadas en la actitud moral de la gente.

Breton es un Señor íntegro, de una cortesía extrema, un tanto envarada, soberano pontífice e incluso pontificante dirían las malas lenguas. ¿Tal vez también sea de una timidez púdica? Nunca sabe uno si, después de haberle dicho educadamente: «A usted que le gusta tal o cual…», no se soltará por la pendiente de las imprecaciones o nos arrojará anatemas a la cara, que nos obligarán a replantearnos la cuestión.