II

DON DESIDERIO salía de la reunión de última hora un poco fatigado. Después de la indiscreción de Ernesto Villar, sin saber por qué, había dejado de prestar atención a los diálogos. El aliento, con la humedad, era una bocanada de humo. La ciudad parecía de charol.

Habían hablado largamente de política. Ernesto Villar tenía el singular defecto de ser joven. Ser joven era un error incalificable. No se debiera ser joven nunca o, si no queda más remedio, hay que serlo de una pieza. Es estúpido el entusiasmo que pone la juventud en las cosas que no le incumben; por ejemplo, en la política.

No cabe duda de que Villar era un muchacho de porvenir. Pero por lo mismo le molestaba a don Desiderio que tuviera ese aire de muchacho de «presente», de hombre predestinado al éxito. Donde no hay dificultad no hay mérito. Villar lo tenía todo resuelto. Sus papás le habían hecho político como a él joyero. ¿Es lícito esto?

Pero para ser joyero precisaba una técnica, un aprendizaje, un esfuerzo de años por encauzar el pulso; hasta la madurez no puede un hombre ser considerado artífice. En la política, en cambio… ¡Bah!

Ni la situación de Madrid era tan importante para constituirla en base de las conversaciones de su tertulia, como constantemente intentaba Villar, ni eran aceptables sus puntos de vista en lo tocante a la política de Ultramar.

Pero la insinuación con relación a Mariona no la aceptaba y se proponía decírselo. Raramente hablaban en la tertulia de esos temas; de ahí que resultaba todavía más disonante la imprevista salida de Villar. ¿A santo de qué iba ahora a entremeterse el mentecato aquel en los asuntos de su casa?

Cruzó por las callejas de los contornos de la catedral. Detúvose frente a la puerta de Santa Eulalia; la noche era brumosa, y el espacio de aire, impenetrable y oloroso, que se alberga en la ancha nave de la basílica iba, sin duda, a entonarle. Se sentía fatigado. Después pensó que sería mejor subir un momento a la antecámara del señor obispo, con la excusa de hablar con su ayudante de una custodia que su ilustrísima quería regalar a la parroquia de San Honorato, por el celo desplegado en el lustro anterior y la eficacia de las rogativas para la lluvia del pasado invierno. Se encaminó, pues, a la calle del Obispo; pero al llegar a la puerta del palacio, se dio cuenta de que no tenía ganas de hablar. Torció a la derecha y, titubeando aún, se dirigió a su casa.

La familia Rebull habitaba un principal espacioso de la calle de la Puertaferrisa. Vivía allí desde tiempo inmemorial. Don Desiderio había casado con la hija de un joyero; unidos los dos establecimientos, pasó a ser el más importante artífice de la calle de la Platería y, por tanto, de la ciudad. Anteriormente la joyería Rebull solo contaba con el favor de la Casa Episcopal, pero al heredar don Desiderio la clientela y el taller de su suegro, la casa adquirió una solidez inquebrantable. A unos y a otros fue conveniente la unión. La joyería del padre de su mujer se resentía de la falta de un jefe joven, maestro en el oficio y apto para imponer su autoridad entre la siempre remolona mano de obra. Y la joyería de los Rebull, aunque con solo el apoyo de la Casa Episcopal se defendía bien, trabajaba sin estímulo; aquel era un trabajo uniforme, se reducía al montaje de tres o cuatro piezas siempre reiteradas. La boda fue, por consiguiente, un acontecimiento muy grato en la ciudad.

Hombre alto, de poderosa contextura, atildado y severo en el vestir, debía sufrir precozmente la suprema desdicha; perdió a su mujer a los dos años de la boda. Aún hoy en la mirada de don Desiderio no se ha borrado la pátina de aquel dolor, ganada en unas horas de contemplación absorta de la yacente; cómo en sus sienes se posó, nevado en unas horas, un polvillo blanco, que perdura impávido a través de los años.

Fue una larga viudez, una segura fidelidad. La casa no se alteró; tal era el equipo de nodrizas, de peinadoras, de viejas criadas, de costureras que allí permanecieron, pugnando todas con voluntad por sustituir a un solo ser, a la joven dueña evaporada a los veintidós años. Don Desiderio al quedar contemplando largo rato la cuna donde dormía la menor de sus hijitas, de pocos meses, hacía señas a la nodriza para que se retirara en silencio; esta entraba apresuradamente en la cocina y «el señor está llorando, el señor está llorando» —decía—. La vieja Ramona suspiraba entonces levemente mientras picaba un par de cebollas junto al fogón y se llevaba con disimulo la mano a la nariz, en la que se daba unos golpecitos muy personales.

Al entrar en su casa, don Desiderio recibía el saludo afable y distanciado del portero, Bernardo, que lucía unas largas patillas blancas y parecía un aristócrata tras los ventanales de la vitrina; subía despacio las anchas escaleras; sus dos hijas, Mercedes y Mariona, asomaban al balcón del patio de entrada. La doncella abría la puerta de la casa sin que don Desiderio tuviera necesidad de llamar. Mercedes y Mariona besaban la mano paterna que se les ofrecía y, transcurrido un instante, cuando el padre se había quitado el gabán, se le colgaban al cuello y le besaban.

Don Desiderio observó más que de costumbre a su hija menor, Mariona. Era ya también una mujer, a pesar de su uniforme, a pesar de las trenzas, que ahora se recogía atrás, con coquetería. Y a pesar, sobre todas las cosas, del amor que sentía hacia ella y que ofuscaba su discernimiento. Tampoco su esposa sería ahora la muchacha que él ha seguido recordando sin envejecer en la memoria, pues los años no pasan para el recuerdo de los muertos.

Las dos muchachas lo cogían del brazo y lo acompañaban al interior, junto a la chimenea, a cuya vera él se sentaba a leer. Y la pequeña muchas noches se sentaba sobre un cojín, a sus pies, y apoyaba la mejilla sobre sus rodillas, o la barbilla frágil, fina, interrogándole con la mirada mientras leía.

La criada entró con la sopera humeante y la colocó sobre la mesa. La muchacha se levantó de un salto y fue a retirar, como todas las veces, la silla de su padre, para que este la encontrara dispuesta. Don Desiderio se propuso no seguir observando los movimientos de la chiquilla, obrar como todos los días. Era bella; era hermosísima, parecida a su madre. El talle estaba completamente formado; la silueta de la mujer, diseñada del todo. Y lo que ocurría con la figura, ocurría con los ademanes todos, con las exteriorizaciones vitales de su femineidad. La sonrisa, el silencio, las palabras, la manera de actuar, de vivir, en fin, de Mariona, eran ya la manera de actuar, de vivir de una mujer.

La cena transcurrió afablemente, como todas. Las muchachas hablaban del colegio, de las profesoras, de las condiscípulas. ¿Qué es lo que a él, sin embargo, se le ocultaba? Don Desiderio sonrió levemente.

—¿Qué te pasa, papá, esta noche? ¿No te sientes bien?

—Estoy un poco cansado.

—Vete a acostar en seguida de cenar.

—Tengo algo que hacer todavía.

—Ya lo harás mañana.

—No lo puedo dejar para mañana —y después de una pausa—: Tengo que hablar contigo.

Mariona cesó de sonreír. Después, adelantando el delicioso rostro, preguntó, intrigada:

—¿Qué es, qué es?

Don Desiderio dirigió su vista a Mercedes, más callada y mayor que Mariona, pero no menos bella. Mercedes estaba pensando: «Mariona habrá hecho alguna de sus cosas».

Era insólito el tono con que su padre había hablado, y aun lo que dijo era insólito. Ninguna de las dos hermanas recordaba que jamás les hubiera hablado separadamente.

—Papá, dímelo ahora, tengo miedo.

Al terminar la cena, el padre se dirigió a su despacho. Encendió la lamparita de la mesa y se sentó en el butacón tras el macizo escritorio. La chiquilla penetró después, pero no se atrevía, y lo hizo de puntillas. Se sentó en la butaca de las visitas, frente a la mesa. La luz horizontal, que llegaba casi directa a su retina, le obligaba a cerrar un poco los ojos, y contribuía a aumentar su zozobra.

Cuando era niña sentía mucho miedo de entrar en aquella habitación, despacho de su padre; la librería repleta de volúmenes de maciza encuadernación le infundía una mezcla de espanto y respeto insuperables. El diploma de papá, con su gran orla y la letra caligrafiada, ininteligible, le hacía abrir desmesuradamente los ojos. Y la lámpara, de cristal grabado, con sus dalias, azules como monstruos, en el seno de cuyos globos temblaba la pulpa del gas, entrecortaba su respiración. Pero su padre la acogía con una sonrisa bondadosa. Mariona escuchaba en silencio con toda su atención, sentada en el extremo de la butaca, en espera de que se desgarrara el misterio.

—¿Estás asustada?

Ladeó la cabeza con ademán que tanto podía significar: «no», como: «un poco».

—Eres ya mujer. Tienes dieciséis años.

—Quince, papá.

—Vas a cumplir los dieciséis. A los dieciséis años se es ya una mujer.

Mariona no lograba adivinar la intención de su padre.

—Me he enterado —prosiguió— que un muchacho, no recuerdo cómo se llama, te sigue por la calle.

Observaba fijamente a su hija.

—Te sigue y te habla.

A Mariona no se la oía ni respirar.

—¿Es cierto?

Estaba indecisa. Su padre la ayudó.

—Todos hemos sido jóvenes, Mariona; yo el primero. No creas que porque soy tu padre no he seguido a las chicas, en mi tiempo.

Ella esbozó una sonrisa, que pronto quedó de nuevo helada en sus mejillas.

En voz más baja:

—Habéis tenido la desgracia de perder a vuestra madre sin haberla conocido, sin saber cómo era —añadió don Desiderio.

—Yo no he hecho nada malo, papá —prorrumpió enérgicamente.

—Lo sé, Mariona.

Se miraban ya cara a cara. Se había distendido la rareza del aire inicial.

—¿Cómo se llama el muchacho? —preguntó el señor Rebull con severidad.

—No sé, papá.

—¿Y sin saber cómo se llama ni quién es —prorrumpió—, hablas con un muchacho en la calle? ¿Con un desconocido?

Se le veía muy enojado. Mariona estaba a punto de llorar. —Yo sí sé cómo se llama — prosiguió—. Y te ruego que sea la última vez que hables con él.

Mariona pugnó por defenderse:

—Es de buena familia.

—No es a ti a quien incumbe juzgar si es de buena familia o no. Para tu gobierno, te comunico que justamente no es de buena familia… Por lo menos no es de una familia que a ti y a mí nos pueda merecer confianza. Me he informado, y se trata de una familia que no tengo interés en que por el momento se relacione con la mía.

Calló un instante.

—Me importa poco la clase de familia a que pertenezca o a que pertenezcan los que te puedan seguir por la calle. Lo único que te ruego, y en lo que me vas a obedecer, es que por la calle no dejes que te dirija ni media palabra nadie, salvo doña Clotilde.

Y después de un silencio:

—Vete a acostar.

La chiquilla se echó a llorar.

—Ven, dame un beso.

Pero salió con celeridad por la puerta, ocultando el rostro en las manos.

Don Desiderio quedó solo. El tictac del péndulo sonaba monótonamente; le impedía coordinar las ideas, hacer el hallazgo de algo que, seguramente, pugnaba en su interior por ser resuelto en el acto.

Levantó la frente: lo que le incomodó no era la ligereza de su hija; era la sensación de perderla. Esto no iba a ocurrir ahora, claro es; pero sí dentro de un año, de cinco, a lo sumo…

Se levantó; movió ligeramente la cabeza, como si quisiera ahuyentar pensamientos nefastos. Antes de salir de la habitación apagó la luz.

Se dirigió al cuarto de sus hijas, pero de ningún modo se hubiera atrevido a llamar. Escuchó un instante, al pasar ante la puerta. Nada se oía.

Mariona, ante el espejo, se secaba las lágrimas. Su ceño se mantenía aún fruncido.

Hasta el momento, la broma del caballero que la aguardaba todas las tardes en el landó a la salida del colegio, que al salir la obsequiaba con un saludo parabólico, había sido bueno para divertirse con las amigas y, sobre todo, para despertar la envidia de las demás.

Pero ahora era ya casa de empezar a tomarlo en serio. ¿De qué manera se habría enterado papá? ¿Quién se lo diría? ¿Las «madres», tal vez?

Ya no recordaba el mal rato.

No. Las «madres» nada saben. Tampoco podría ser obra de doña Clotilde, que en cualquier caso se dejaba ganar el ánimo y no había informado nunca de nada.

Se trataba de un caballero. La primera vez no creía que la saludara a ella; y al día siguiente ya no le cabía la menor duda. ¿Qué edad tendría? ¿Treinta años? No, no era tan viejo. ¡Y qué elegante! Cada día con un traje distinto…

Papá no tenía razón. ¡Era tan anticuado?

Claro que el haber dejado que el joven le hablara había sido una ligereza, pero al fin y al cabo ella ignoraba lo que el joven iba a decirle. Lo que ya no tenía excusa era la segunda vez. Pero de todos modos tenía que hablarle, para decirle que no la molestara. Y aunque ya se lo había dicho, y muy claramente, él había reincidido al tercer día. Lo curioso es que al tercer día ya todas lo sabían y ella empezaba a encontrarlo divertido. Decididamente la culpa fue de la primera vez.

Mariona se despertó temprano y estuvo en la cama meditando con fruición; doña Clotilde entró con el desayuno. No podía llegar a concebir que la nimiedad hubiera trascendido hasta ciertos círculos de su padre. En su corazón sentía una ligerísima sacudida cada vez que recordaba, no las palabras del caballero, sino la atmósfera de que se precedió: landó señorial, sombrero pulcro; y su edad, su aspecto: el hecho de que no fuera un mozalbete, sino un hombre hecho y derecho, con su bigote y sus redondas mejillas y las solapas, pequeñas y tersas. Y su manera de hablar: la manera de hablar de quien sabe lo que se propone.

«Señorita, ¿me permite que le hable un instante?» —díjole la primera vez. Y la segunda: «Le repito, señorita, que jamás me hubiera atrevido a hablarle si mis intenciones no hubiesen sido rectas». Y la tercera: «Mariona, permítame que la llame así; no me niegue usted por lo menos el derecho de contemplarla».

Detrás estaban sus compañeras, formando corros; disimulaban, reían, ocultaban sus rostros entre las manos, en los pañuelos de seda. Doña Clotilde no podía con todas; al fin, enfurecida, imprecó a Mariona:

—Esto pasa de toda medida, señorita.

Mientras tanto el caballero, dirigiéndose a la buena dama, le decía, con inflexión de voz confidencial:

—Se lo suplico…

—No me dirija usted la palabra, no tengo el gusto de conocerle —clamaba con envaramiento la acompañanta.

—No logrará desviar el curso de los sentimientos —insistía el joven.

—La señorita es muy niña.

Y después, como si volviera en sí:

—De ninguna manera, de ninguna manera. Haga usted el favor de no importunar.

El caballero se había retirado. Pero no subió a su landó hasta haber perdido de vista al corro de muchachas.

Mariona piensa en ello; la escena se le antoja aureolada de cierto nimbo de cuento antiguo, de un aire de oro en que navegaban las figuras, como en la linterna mágica. Y le divierte justamente un hecho: que esté prohibido.

El caballero la tiene sin cuidado. Como dicen sus amigas, es un tipo tieso, mayor y con cara de hombre. Más se parece a un tío que a un novio.

Tomado el desayuno, Mariona salta de la cama. Su hermana está adormilada aún, con el desayuno al lado, que se está enfriando. La sacude repetidamente.

—Anda; es tarde.

—¿A qué estas prisas?

Y una vez vuelta del todo en sí:

—¿Qué te dijo papá?

—Me regañó.

—¿Y cómo se ha enterado?

—Quizá las «madres» se lo han dicho.

—No; las «madres» no saben nada. Algún amigo suyo que te haya visto.

Mariona estaba sentada al borde de la cama de Mercedes, mientras esta desayunaba.

—Ya te dije que no tenías que dejar que te hablara.

—¿Y yo qué puedo hacer?

—Mandarle a paseo. Es un hombre mayor y no está bien que juegue contigo.

—¿Mayor? ¡Qué más quisieras! Apenas tendrá veinticinco años.

—¿Y esto no es ser mayor?

—Para mí, no…

—No seas tonta y piénsalo. Di que no vuelva.

—No lo haré.

—¿Te has vuelto loca? —saltó Mercedes, repentinamente enojada—. ¿Quieres que papá se enfade de verdad?

—Lo que papá quiere es que siempre sea una niña, pegada a sus pantalones. Y ayer me dijo que mamá no era mucho mayor que nosotras cuando él la conoció.

—Pero lo suyo es distinto. Sus padres se conocían.

—¿Y qué culpa tenemos de que papá no conozca a esos señores? ¿Es que solo podemos hablar con los hijos de los amigos de papá? Pues sí que nos íbamos a divertir, con lo tontos que son…

—Lo que yo te digo es que no está bien que hables así. ¿Qué diría mamá si te oyera?

—Seguramente no tendría manías de viejo. Si mamá viviera, todo sería otra cosa.

—¡Calla, que blasfemas!

El ceño de Mariona se había vuelto a endurecer. Se puso en pie, saltando de la cama, y no dijo una palabra más.

—Cuando estés lista… —dijo, al cabo de mucho rato, mirando a Mercedes con desdén.

Esta, que acababa de arreglarse, se dirigió a ella y la retuvo por los hombros con ambas manos.

—Mariona —y hablaba cariñosamente—, prométeme que no harás enfadar a papá. Ha vivido muy solo y todo por nosotras. Piensa que eres pequeña aún…

No pudo terminar; Mariona se había desasido y, con mano fina y enfurecida, le propinó un cachete en la mejilla. Mercedes sintió un momento la crispación, pero supo aplacarla en el acto. Su rostro había mudado de color un instante. Mariona añadió, rápida:

—Mira, si soy pequeña… —y salió de la habitación.

Mercedes había sentido deseos de abofetearla. Pero pensó que se trataba de una nube pasajera, uno más de los caprichos de su hermana y que, en el fondo, era buena; pensó que sería mejor, una vez más, convencerla por las buenas, en lugar de torcer a la fuerza su voluntad. La intranquilizaba que el lance pudiera disgustar a su padre, y se reprochaba haber sacado a relucir el tema, lo que agravaría la obstinación de su hermana.

Todo el día estuvo preocupada por ello. Al mediodía, a la hora de comer, Mariona entró con su aspecto normal; pero luego permaneció sin duda más callada y absorta que de costumbre, y a ella, a Mercedes, no le dirigía la palabra. Solo hablaba a su padre, cariñosamente: «¿Quieres mantequilla, papá?». O: «¿Verdad que está un poco soso? Te voy a echar un poquito de sal». Su padre la miraba de vez en cuando sin explicarse su actitud.

—¿Por qué no comes? ¿No te sientes bien?

Con su voz dulce, Mariona contestó:

—Sí, papá; me encuentro muy bien. No tengo gana.

Después, muy pausadamente, dirigió su vista a la lámpara, a los visillos, a las palmeras de la galería; luego, más allá todavía, al jardín, con ojos extasiados.

Don Desiderio y Mercedes la contemplaban en silencio, sin perder detalle. Padre e hija se miraron un instante; pero Mercedes dirigió en seguida su vista al plato; volvió a comer, aprisa.