XIV

LA NOCHE CAÍA PLÁCIDAMENTE sobre el campo. Se recostaba en la panza del entoldado, que quedaba envuelto en el reflejo indeciso del atardecer, presagio de la tiniebla. El aire era templado; los primeros murciélagos dibujaban sus arabescos sobre las eras desiertas. El entoldado bullía en su apogeo. Las polcas, propicias al floreo de los clarinetes, de los «sostenidos» de flauta, acentuaban el frenesí de los grandes pies de los payeses, incómodos en los zapatos. Las suaves «americanas», los danzones de ultramar, de un ultramar por todos desconocido, eran caricias en los oídos de las payesas, habituadas al grito y al denuesto, a la blasfemia y al eructo de los maridos. Los rostros de los hombres eran de una virulencia sanguínea y atolondrada, efecto de la digestión y de la danza. Don Desiderio estaba muy intranquilo; su inquietud había crecido hasta el punto de haber dejado solos con Mercedes, en el palco, a doña África Costa y a su hijo Federico. Salió un momento al exterior.

No era posible que les hubiera sucedido nada malo. Extrañole el nerviosismo de Joaquín cuando al preguntarle él por Mariona y el invitado, contestó:

—Ernesto ha recibido un recado urgente, algo de política.

—¿De política? —preguntó, extrañado, don Desiderio. No era época de política; las Cortes estaban cerradas, y los ministros y los jefes de los partidos, veraneando.

—Se ha tenido que marchar —aclaró Joaquín.

—¿Y Mariona?

—Supongo que habrá ido a acompañarle.

Pero era casi de noche, y ni Joaquín, que, de vez en vez más impaciente, había ido a ver si los encontraba, ni Mariona, ni Ernesto Villar aparecían por ningún lado.

El camino de la rambla, el de «Las Casetas», que conducen a casa, las cercanías de la alameda, todo solitario. Oscurecía. No se distinguían ya las figuras; solo sombras que, al cabo, no eran nunca las de los tres.

Al fin, llegó Joaquín:

—Nada.

—¿Le habrá ocurrido algo?

—No.

—¿Y en casa?

—No saben nada.

Acababa de producirse un barullo en la era pequeña de Palluí, cercana a la carretera, a unos cincuenta pasos. Un altercado, sin duda. Gritar de mujeres y el amasijo de dos sombras que caían al suelo violentamente se separaban, se volvían a levantar. Joaquín corrió hacia allá. Del entoldado salían las gentes apresuradas, avisadas por alguien. Joaquín consiguió llegar antes que nadie y separarlos. Palluí había caído al suelo. A unos pasos de él, Jaime, hoscamente. Con celeridad, Joaquín consiguió asir la mano del tartanero y, con movimiento brusco, hacerle soltar lo que escondía. Cayó sobre la losa de la era el reflejo reluciente y metálico de una navaja, como una lengua de plata yugulada antes de pinchar. Una muchedumbre se había apiñado, gritando en torno a los dos hombres, que jadeaban. Palluí, a duras penas:

—Mátame, cobarde —dijo.

Jaime le miraba; las cuencas de sus ojos eran tenebrosas. Realmente causaba pavor.

Los separaron y les hicieron marchar por distintos caminos.

La gente, curiosa, se fue agrupando en torno al cuchillo, que quedó allí, reluciendo al reflejo de la luna. Pronto volvieron a estallar las risas.

Los curiosos habían desfilado. Joaquín irguió la cabeza. Estaban allí. Bajo el reflejo anfibio de la luna y de la última claridad mortecina del crepúsculo, su mirada descubrió a Mariona; su mujer le miraba a su vez y luego volvía a bajar los ojos, absorta en el brillo caliente del arma olvidada.

—¿Dónde has estado?

La voz de Joaquín, tan cargada de íntima alegría, pero al mismo tiempo con tal resabio de angustia, abrió el camino a Mariona para responder:

—Ya te contaré. Vamos dentro.

—¿Dónde has estado, dime? —inquirió nuevamente.

—Con Ernesto —repuso ella sin pestañear

—¿Con Ernesto?

Joaquín nublaba su pregunta con una irreflexiva sonrisa de estupor.

—No podía dejar que se marchara de aquella manera, Joaquín… Entremos dentro. Tengo un poco de frío.

Don Desiderio se precipitó a ellos.

—Mariona, por Dios —y la abrazó—. ¿Por qué no has dicho adónde ibas? ¡Si supieras, qué angustia!

—He ido a acompañar a Ernesto a la estación. Dejé el recado para que os lo dijeran.

Ante su padre la mentira era más dura; la sombra de una nube transitaba por el ánimo inquieto de Mariona.

—Vamos dentro —terció Joaquín duramente.

Aclaró ante los invitados que Ernesto había tenido que marcharse precipitadamente, sin despedirse.

—¿Pero, por qué razón?

—No sé. Él dijo vaguedades.

Mariona miró fijamente a Joaquín.

—Política —aclaró este.

—¿Política? —inquiría, extrañado, don Desiderio.

Mariona se sentó junto a Joaquín; procuró que su silla estuviera muy próxima a la de su marido. A poco dejó caer su mano y rozó con ella la de Joaquín, que se retiró temerosa. Los fiscornos, los trombones, el violín, las flautas se desgañitaban allí, al borde. Lo fundamental era la proximidad de las dos manos, proximidad cuya sensación percibía Joaquín dudando entre rehusar o aproximarse. Al fin, la voz de Mariona:

—Esto, Joaquín, lo habrá aclarado todo.

La inflexión había sido cariñosa. Joaquín miró a su mujer.

—Quiero saber —preguntó igualmente con un susurro— si lo de esta tarde quieres que sea el principio de mi vida para ti. Ella, sin volverse:

—Sí —afirmó, indecisa aún, inquieta.

Las dos manos se juntaron.

Joaquín dirigió su mirada, con lentitud, a la pista. Mariona le observó; en los ojos del hombre apuntaban las lágrimas.

—Perdóname, Mariona. Estoy conmovido —dijo él sin mirar—. ¡Te quiero tanto! ¡He temido tanto por ti y por nosotros! —y una mano apretaba la de su mujer.

Mariona temió que los demás notaran la conmoción de su marido.

—¿Quieres que bailemos este vals?

Se levantaron. Los payeses se apresuraban a dejarles paso. El vals se iniciaba brutalmente; era una constelación de estrellas que giraban veloces, impelidas por el remolino de un aire audaz, en el que se mecieran. La ancha mano de Joaquín se posó en la cintura de Mariona. Esta apoyó levemente la suya, blanca y temblorosa, en el antebrazo de Joaquín. A un impulso, a un solo impulso, todo empezó a dar vueltas a su alrededor: lámparas, palcos, músicos, payeses: ¡el mundo! Sentíanse lanzados a la vorágine con inagotable energía en virtud de alguna ley estelar maravillosa. A cada vuelta, Mariona intentaba asir con la mirada la figura de su padre; don Desiderio sonreía feliz, orgulloso. Sí, es feliz —advirtió para sí Mariona al comprobarlo—. ¿Y su marido? Le miraba, pugnando por hacer la misma comprobación, elevada con él al vértigo del vals. Su marido bailaba bien. Duramente, seguro de sí, tal vez excesivamente envarado, prominente. Quería a todo trance comprobar que su marido era también feliz. Intentaba penetrar en la expresión de su rostro; pero él lo erguía; la frente alta, los ojos ocultos en la altura…, la conducía a bogar con exaltación en el río revuelto de la danza. ¿Y mi marido es feliz? Ella necesitaba cerciorarse de que su marido se sentía feliz.

—Joaquín —llamole.

Bajó entonces la mirada, dejó caer la frente.

Mariona era consciente de su villanía; pero lo hizo a sabiendas.

—¿Me quieres? —le preguntó.

Joaquín no contestó más que con una leve sonrisa, colmada de ternura.

—¿Eres feliz?

Él respondió:

—Sí.

Todo daba vueltas, implacablemente. Mariona había aprendido a mentir. Danzaba ahora con los ojos cerrados. Se sentía avergonzada, envilecida; sentía la tortura del gozo reciente. «Esto te salva —pensaba—.. Son felices».

Acabó el vals; todo seguía dando vueltas. Se dirigieron al palco. Mariona se sentía inexplicablemente deslumbrada; como una mancha alargada de luz solar, algo parecía que pusiera una venda ante sus ojos, algo que no sabía de dónde provenía; al fin adquirió una forma, se fue convirtiendo en el cuchillo reluciente que había visto yaciendo poco ha en la era, reverberando a la primera claridad de la luna. Sintió su arañazo, el dolor de esa imagen. Atormentábala el dolor, la vergüenza que la hacía temblar al regreso de la mina —apresurada, los cabellos en desorden cuando corrió hacia su casa para arreglarse un poco. La voz de la bruja granadina: Veo correr la sangre como un torrente largo, y el tronco que quema, y el ruido que hace sobre la ceniza…

En casa había pensado: «Tienes un hijo».

Huyó, porque no se hubiera atrevido a verle.

Joaquín charlaba por los codos, con exaltación desconocida; narraba nimiedades a doña África; hablaba de la fábrica, de su mujer, de su padre cuando estuvo en América. Preguntaba a Federico detalles de la marcha de la joyería; dábale consejos, algunos incluso un tanto atrevidos, que hacían sonrojar al muchacho. Cogía por el brazo a don Desiderio solo para hacerle reparar en cualquier detalle de la sala. Su exaltación no tenía límites.

Llegó la hora de rifar la «toia», el ramo, monumental; al iniciarse el alza, escucharon atónitos cómo, inmediatamente al aviso que declaraba abierta la opción, Joaquín, puesto de pie con un brinco en su palco, clamó rotundamente:

—Mil pesetas.

Sucedieron unos instantes de estupor; transcurridos los cuales, .Estruch, el alcalde, se apresuró a dar tres golpes con la maza: —A las tres.

Joaquín se presentó en el palco llevando en andas a una apetitosa odalisca de yeso pintado; del cráneo hueco de la odalisca surgía un voluminoso ramo de flores; con ademán infantil, Joaquín hizo entrega solemne a su mujer del símbolo de la Fiesta Mayor, de la fiesta mayor de su alma.

A las cuatro, antes de abandonar Santa María, había entrado un instante en el cuarto de su mujer. A pesar de no haberse acostado, no tenía sueño; se sentía aligerado, joven. Paladeaba un amor por primera vez en su vida. ¡Qué castigo a su soberbia haber aprendido a amar tan tarde ya! ¡Sentirse joven ahora más que en su niñez!

—No consigo dormir —confesó Mariona al sentirle cerca. Él la acarició en la mejilla.

Como si intentara involucrarle el sueño:

—Duérmete —dijo.

El pequeño dormía en la camita. Su respiración era intermitente y leve, desordenada.

«¿Qué serás tú cuando seas mayor?», pensaba.

Le besó levemente en la frente.

Al llegar a Barcelona dirigiose directamente de la estación a la fábrica.

Los obreros extrañaron que abriera la puerta con ademán más resuelto que de costumbre.

—El amo habrá hecho algún buen negocio —dijo uno de los obreros en voz baja a otro—. Cada sonrisa son diez mil duros de más.

—Ya le llegará la hora de llorar también —manifestó el segundo, fríamente.

Al poco de entrar en su despacho, compareció Llobet con su hijo. Joaquín apenas recordaba aquel asunto.

El rostro desencajado de ambos le hizo volver a la realidad. Pero no se sentía preparado para escenas. Hizo que se sentaran.

—Bien, cuénteme usted, Llobet, cuénteme usted.

—Pues… —no sabía cómo empezar.

—Señor Rius —afirmó temblorosamente el hijo—. Mi padre no ha hecho nada. Quiere cargar con mis culpas. Yo robé…

Y se echó a llorar.

—No quiero que se tomen las cosas trágicamente —cortó Rius—. Dígame usted la cantidad y el porqué.

—La cantidad —dijo Llobet, padre, son…

Rius le interrumpió:

—Llobet. Aclarado que no era usted, como pretendía, sino su hijo, haga el favor de retirarse. Luego hablaremos.

Llobet salió sonrojado, precipitadamente.

—¿Cuántos años tiene usted? —preguntó Joaquín al hijo de Llobet cuando quedaron solos.

—Dieciocho —contestó tímidamente.

—Dígame la cantidad exacta.

El muchacho hacía esfuerzos de memoria. Estaba demasiado asustado.

—No recuerdo, señor Rius, se lo aseguro.

—No asegure. ¿Por qué no lo recuerda?

—Porque el dinero me venía a las manos y yo no sé lo que me hacía.

—Conque no se acuerda —expresó Rius sin convicción—. Dígamelo entonces aproximadamente. ¿Eran cien mil pesetas?

—¡Oh, no!, señor Rius.

—¿Diez, veinte, treinta mil?

—No —balbucía Llobet—, unas seis mil.

—¿En cuánto tiempo?

—En tres meses.

Joaquín alzó la voz, enfurecido:

—¿Cree usted, jovencito, que me voy a tragar esa historia? Diga cómo ha gastado ese dinero. Aprisa.

—Pues, pues… —balbucía el muchacho.

—Dígamelo. Era mío y quiero saberlo.

—Pues un amigo…

—No mienta usted.

—Me llevaron a jugar. Y… —el muchacho volvió a sollozar.

Joaquín se levantó de su sillón y paseó por la habitación, reflexionando. En el patio jugaban los hijos de las obreras, traídos consigo a la fábrica para que no enredaran en casa. Joaquín los contempló con curiosidad. Volvió la vista al despacho; el hijo del contable miraba aguantando su respiración; su rostro, de una palidez mortal, estaba desencajado; había pasado horas sin dormir… El hogar de Llobet estaba deshecho; el dije de la esposa pendería, sin embargo, en el chaleco; Joaquín Rius recordó el antiguo almacén de coloniales, a su padre; ¡cuánta honradez en aquel dije! En los umbrales de la edad penúltima el contable había amanecido con los cabellos canos; los ojos inyectados, el ademán inseguro, desquiciado…

—Dígame, Llobet —su voz había perdido ya toda aspereza—. ¿Por qué dio este disgusto a su padre?

—Hubiera tenido que cortarme la mano, señor Rius —prorrumpió desesperado.

—¿Le dijo usted la verdad a su padre en seguida?

—Mi padre está convencido de que es un error, de que no es posible. No se lo puede creer.

Joaquín se acariciaba el mentón, reflexionaba.

—¿Y su madre?

—No sabe nada.

—Dígame con claridad, como si yo fuera un hermano de usted, Llobet: ¿qué es lo que le ha dicho usted a su padre? —Que lo había robado, que no sabía cómo, ni por qué…

—¿Y él le ha creído?

—No —repuso afligidísimo. Y pudo añadir—: Pero tampoco ha creído lo otro.

—Pudo usted haber causado la muerte de su padre —le dijo Joaquín. Y el muchacho tenía los ojos bajos. Contestaba, como en un monólogo, abriendo su alma:

—Por las noches, sin que usted lo supiera, mi padre venía aquí y pasó noches enteras sin dormir y sin acostarse para encontrar dónde pudieran haberse perdido estas pesetas, en todos los libros, en todas las facturas. Y yo quedaba en casa llorando de rabia y de no ser valiente para marcharme, para matarme, para acabarlo todo. Pero no lo podía hacer por él.

Joaquín miraba a los niños jugar en el patio tras el ventanal.

—¿Está usted arrepentido?

El muchacho asintió.

—He repuesto en la caja esas pesetas. No quiero que sea usted un ladrón, y no lo será. A su padre y a mí nos ha causado un disgusto muy grande. Pero hay que purgarlo trabajando, haciéndose digno del apellido que lleva.

Prosiguió:

—No le echaré a usted de esta casa. Sería acabar con usted y con su padre.

El muchacho levantaba los ojos, esperanzado.

—Usted reintegrará ese dinero en diez, en veinte, en treinta años, los que usted quiera; trabajará aquí mismo, para demostrarme que está usted en efecto arrepentido y que…

—Gracias, señor Rius, gracias…

—… Y que yo no me he equivocado. A su padre conseguiremos hacerle creer que realmente se ha tratado de un error; qué sé yo, cualquier cosa; ya tendremos ocasión de buscar el sistema. Váyase a su puesto y llame a su padre.

El chico intentó arrodillarse y besarle la mano.

—Vaya —le dijo—. Que le sirva de experiencia.

Al cabo de unos instantes, entraba Llobet, padre, desencajado.

—Siéntese —le dijo Joaquín.

El hombre se sentó, inseguro. Al reposar en el brazo de la butaca, su mano, aquella mano segura y firme, que no había hecho un borrón en toda su vida, temblaba fuerte. Joaquín había abierto la ventana del patio; hasta allí llegaron los gritos de chiquillos, voces de niños, más fuertes que el rumor de aquellos dos corazones de hombre.

Al salir de la fábrica se sentía demasiado gozoso para apreciar la migaja de gozo procurada por el hecho de haber devuelto de golpe tanta felicidad a la familia Llobet. No podía perder un instante en considerar la felicidad ajena; todo tenía que aprovecharlo para considerar la propia, sobrevenida en el momento menos esperado, cuando creía justamente que su vida no tenía remedio. La escena con Ernesto, en el jardín, había alejado la desdicha en un instante.

Mariona le amaba. Enfrentados Ernesto y él, ella le escogió por segunda vez. El sentimiento del deber había sido más fuerte; pero se habían reconciliado también plena y sinceramente las dos almas.

Por la noche, al regresar del entoldado, antes de cenar, ella se había recostado en su brazo, como antaño.

—Quiero volver a Barcelona en seguida —le había dicho—. Volver a casa, olvidar el pasado, olvidarlo todo…

Y había añadido, en voz más baja: —… menos nosotros.

Estaba ilusionada. Joaquín notaba en sus ojos un fulgor desconocido.

—Vamos a ir al Liceo. A todas las funciones, ¿verdad?

—¿Qué día es la inauguración?

—El siete del mes próximo.

—Yo no sé si estaré en Madrid. Tengo que ir a arreglar unas cosas. Envié unos informes al Ministro de Industria…

—Vamos, Joaquín; no me negarás que vayamos a la inauguración, el siete. Quiero ir.

—Claro que no te lo negaré.

—¡Por eso! —había continuado Mariona con ilusión contagiada a la mirada, a los ademanes—. Tengo que ir a Barcelona en seguida; apenas tengo tiempo de arreglarme la ropa. Me pondré el collar de perlas, tus perlas.

Él había sonreído complacido.

Su vida volvería a ser normal. La casa abierta, los paseos, los teatros, el trabajo bien resuelto, con tranquilidad.

Al llegar a su casa, llamó a Josefina, la joven sirvienta de confianza; le anunció el regreso de la señorita para al cabo de dos días.

—La casa está a punto, señorito —y añadió—: Me alegro infinitamente.

—Gracias, Josefina.

Cuando llegó Mariona, la casa estaba, efectivamente, preparada para recibir a la esposa pródiga. Las sirvientas tenían con exactitud la impresión de la verdad. Josefina no pudo menos que sentir pena por el señor al observarle.

El único afán de Mariona consistía en la preparación de las cosas por reintegrarse a la vida social. La casa se llenó de modistas, de paquetes. Enviaba a las muchachas del servicio a recados absurdos todo el día: a dar prisa para la prueba de la capa de terciopelo azul marino —con el capuchón que debía enmarcar su rostro ilusionado—; a la modista, para su vestido; al peluquero — Pura había pasado a la historia, desde la instalación en Barcelona del primer peluquero llegado de París, al que las señoras iban sin que los maridos se enteraran—, para que no descuidara los postizos; a la zapatería, para que no olvidara tener listos los zapatos el día seis —un día antes, por lo que pudiera ocurrir…

Joaquín pasó en la fábrica momentos de inquietud a causa del despido de un obrero que no sabía trabajar y que resultó ser de la Junta de la primera sindical. Por fortuna, la seguridad de la paz doméstica había mitigado la impresión con que saliera cada día de la fábrica; pero los corros de los descontentos que se quedaban a hablar en voz baja en la calle y que le miraban al pasar con recelo aumentaban de día en día.

Tan ilusionada estaba Mariona, que parecía no acordarse en absoluto de su marido. Hablaba mucho, y de toda suerte de frivolidades, sin ilación.

Faltaban pocos días para la inauguración de la temporada. Joaquín acababa de marchar a la fábrica. Justamente en la mesa él había hablado efusivamente y Mariona quedó intranquila por no saber si había logrado corresponder. Llamaron a la puerta y al cabo de poco entró Josefina con semblante de extrañeza.

—¿Quién era? ¿La sombrerera?

—No, señorita —respondió la doncella—. Era un chiquillo, pequeño y mal vestido. Algo muy raro.

—¿Y qué quería?

—Al abrirle —prosiguió Josefina— me ha preguntado si esta era la casa de los Rius —la doncella recalcó lo de los para que se notara que repetía al pie de la letra—. Me ha entregado un sobre, diciéndome que era personalmente para el señor, y ha salido corriendo.

—¿Dónde está el sobre?

—Lo he dejado con la correspondencia del señorito, encima de su mesa.

Mariona se levantó y se dirigió al despacho de Joaquín intrigada.

Descubrió el sobre; era azul, de papel basto; la letra era de un analfabeto, sin duda. Estuvo dudando, y al fin lo abrió; escrito de manera garrafal, se leía:

«También a ti te llegará muy pronto la hora; entérate de lo de Llopis». Y firmaba: «Uno que tiene una pistola».

Mariona se apoyó contra la librería. Se había horrorizado. Pero se había horrorizado de sí misma.

«Le matarán», pensaba.

Y es que en el momento de leerlo, con una sacudida que la sonrojaba, había sentido la certidumbre de que sí, de que iban a matarlo, quizá aquella misma tarde o en este mismo instante; su marido estaba condenado a muerte. No se sentía afectada. Su corazón palpitaba fuerte y pensaba en Ernesto.

«Se casaría conmigo», concluía, absorta, atónita.

Pasó la tarde sin moverse, sumida en sí, en la evocación de Ernesto, gozando plenamente, con angustia, del recuerdo de los rasgos del hombre en la mina, la otra tarde. No había nunca podido imaginar siquiera la existencia de una exaltación dolorida que tendía a la mujer de bruces sobre el césped, como un trapo en el mar. «Si Joaquín no estuviera, podríamos amarnos hasta la muerte…». ¡La muerte! ¿No sería ese el torrente de sangre de la gitana granadina?

Ahogó a la fuerza los contradictorios sentimientos y quedó solamente la ternura, la nostalgia del amante, al que no vería hasta mañana a toda prisa, con temor de ser descubierta; lo vería como una delincuente, en un lugar aislado, quizá en el interior de un coche… ¿Sería su destino ese: querer a toda prisa, de escondidas? ¿Cuándo volvería a propiciarse la hora mágica de la mina, de la que, sin embargo, no pudo gozar plenamente, por no haber descubierto todavía la manera de mentir, cuando el pasmo, la incertidumbre no la dejaban pensar absolutamente en su tremenda felicidad?

Mariona estaba hundida en el butacón; oscureció. Pensó en salir a la calle; era preciso distraerse. Pero no podría. Necesitaba quedar a solas; si no con el hombre, quedar a solas con la evocación del hombre, con el reflejo mágico que lo transfiguraba, más amado aún. Y el otro, su marido, ¿qué? No era más que el estorbo de su amor; grosero, endurecido, inflexible; incluso su ternura era calculada, horripilaba. «Uno que tiene una pistola», evocaba de nuevo. Mariona estaba horrorizada, se cubría los ojos con las manos.

Para estar con Ernesto plenamente empezó a escribirle una carta, clamor desesperado, mitad añoranza, mitad celos. Los dedos apretaban fuerte la pluma y notaba que no podía vivir, que la sensación de no tenerle, de no hallarle aquella tarde la consumía mortalmente.

«Huiré con él; no puedo vivir sin él de esta manera».

Y llegaban a su recuerdo las imágenes de su padre, de su hijo; tampoco hubiera podido vivir de la otra. ¡Qué dolor, Dios santo!

«Uno que tiene una pistola».

Salió a la calle. Iba ensimismada, se debatía aún. La ciudad era un lago de sombras fugaces, apresuradas, horribles. ¡Si pudiera ver a Ernesto, si pudiera verle, de lejos…!

Sus pasos la conducían al lugar donde presentía que le iba a encontrar, el Ateneo. No voy al Ateneo, sino a casa de papá… —decíase—. Pero en lugar de torcer por la calle Puertaferrisa, siguió por la Rambla, y escuchó de nuevo la voz espeluznante: «Este, este no tiene nombre…». Había pasado de largo, a sabiendas, y permaneció un rato parada, sin atreverse a entrar. Volvió atrás, decidida: ¿Eres o no eres su amante? ¿Le amas o no?

—¿Está el señor Villar, don Ernesto Villar? —dijo con voz temblorosa que al portero debió extrañarle.

—Acaba de salir no hace aún un cuarto de hora… —contestó aquel cortésmente.

—¿No dijo adónde?…

—No, señorita, lo lamento.

Volvió a salir.

—Tengo que ir a casa de papá para calmarme.

Don Desiderio no había llegado aún. Estaba Mercedes, sola, con la servidumbre. ¡Qué lejos se sentía de Mercedes! ¡Oh, Mariona, cómo has caído! No acertaba ni a hablarle. Toda la confianza estaba quebrada. Y sin embargo, las paredes, los sillones, los rincones todos le infundían paulatinamente una dulce serenidad, que no excluía la imagen del amante, pero la purificaba. Aquí también estuvo Ernesto, también Ernesto había pisado este suelo; estas cortinas, las figuras de estos cuadros le habían visto caminar, moverse, reír, hablarle. ¿Por qué en la tarde de la puesta de largo no acertaron a ser ella y él como hoy? «Ernesto no me hubiera querido soltera; no ama si no daña, si no hace daño». Y esta verdad la horrorizaba.

¡Cuánta maldad, Dios mío; pero cuánta dicha! ¿Huiría con ella? ¿No? ¿Qué hacer? Sufrir una vida entera la tortura infinita, mortal. Comprobar toda la vida que el amor de una no guarda proporción con el amor del otro. Durar hasta haberse cerciorado de que para el hombre ella no será más que una simple aventura, la sensación del pecado, dura, sabrosa. ¿No sería infinitamente más feliz si fuera como Mercedes o si pudiera ser como Joaquín? ¿Por qué no habían sido Mercedes y Joaquín los que se casaran? ¡Qué desgracia, el mundo; los corazones, las pasiones, qué desorden! ¡Qué lucha agotadora!

—Dile a papá que he estado aquí para verle, pero que tenía mucha prisa.

Notó que la visita había devuelto a su corazón parte del sosiego imprescindible: le había devuelto la astucia y también el entusiasmo de amar. Ahora ya se detenía ante algunos escaparates; pero estaban cerrando ya las tiendas. Los voceadores la aturdían con sus gritos: El Noticiero Universal, decía, con grandes titulares: Prosiguen los atentados terroristas. Y, con letra más pequeña: El industrial señor Llopis, asesinado por dos malhechores.

Compró el periódico; la reseña era larga y le horrorizaba. No leyó. Pensó en Joaquín; sintió asco de sí misma; no había sentido dolor alguno al recibir el anónimo. Dejó correr su atención por la reseña, temiendo hallar la coincidencia del aviso, tal vez la firma: Uno que tiene una pistola. No, no lo decía.

—Joaquín, ¿has entrado en tu despacho? —le dijo, ya en casa, al verle entrar.

—No. ¿Por qué?

—No vayas aún; deja que te lo cuente; es horrible.

—¿Qué pasa?

—Te ha llegado una carta…

—¿Un anónimo?

—Sí —respondió Mariona—. ¿Cómo lo sabes?

Joaquín sacó la cartera y tendió a Mariona tres papeles, sonriendo.

Eran otros tantos anónimos redactados en forma parecida, pero con distinta letra y firma.

—Pero… te van a matar, Joaquín; te va a ocurrir algo —dijo ella angustiada.

—No son capaces.

—Pero ¿y este señor Llopis?

—Los había recibido a centenares. Eso es cosa corriente. ¡Si tuviéramos que inquietarnos por eso!

Y añadió:

—No pienses más en ello, no te inquietes.

La efervescencia por escuchar a la Vallini era extraordinaria. Hasta los caballeros, corrientemente tan ponderados, se lanzaban a fantásticas especulaciones sobre la voz y la figura de la tiple.

—Es la primera cantante de ópera con la que no me desagradaría iniciar un dúo —afirmaba Pepe Dolz en el «Ecuestre», mientras contemplaba una fotografía que acababa de mostrarle un contertulio—. Tiene buena… —y describía con la mano derecha una sinuosa curva— buena…

—Voz —interrumpió el otro.

—Un timbre de voz maravilloso —proseguía Pepe Dolz sin dejar de contemplar la fotografía.

Mariona lo tuvo todo listo para el día de la inauguración. Joaquín no acertaba a comprender que una simple inauguración de temporada fuera capaz de exaltarla de tal modo. Se tomó los preparativos con tanta anticipación, que a las tres de la tarde del día de la apertura la casa estaba ya llena de gente; el zapatero —que se había retrasado como siempre—, la modista, el peluquero — había acabado por decírselo a Joaquín— la rodeaban como en una pequeña corte. Cuando Joaquín llegó de la fábrica —lo hizo apresuradamente; no pudo evitar un ligero retraso a causa de unas visitas de última hora—, la encontró casi enteramente arreglada; dejaba para después de cenar el hacer los últimos toques, acabarse de arreglar el peinado, ponerse las joyas. Impaciente, había mirado el reloj cada cinco minutos. «Justamente hoy, Joaquín se retrasará».

Cenaron sin hablar. Joaquín sorbía los bocados más que tragarlos avergonzado por el retraso. Con el último en la boca y sin probar los postres, se encerró en su habitación. La colocación del pantalón y de la camisa no le preocupaba, era cosa de un minuto. Pero ¡el botón! ¡Aquel botón díscolo del cuello!

No supo cómo, pero fue cosa de un minuto; orgulloso, se presentó en el tocador de Mariona con la recóndita esperanza de escuchar de sus labios el: «¡Que aprisa has ido!».

Pero Mariona estaba enfrascada en la colocación de las joyas.

Cuando Joaquín entró, poníase los brazaletes, obra de su padre, los de los topacios incrustados; llevaba ya los pendientes, las dos grandes esmeraldas suspendidas que «descubriera» en un cofre y que su padre le regaló el día de su puesta de largo; Joaquín aguardaba a que terminara de abrochar el brazalete de oro; pensaba: ahora, el collar de perlas, mis perlas; pero Mariona sacó del cofre el pinjante de rubíes de su abuelo e hizo ademán de llevárselo al cuello. La mano le temblaba ligeramente.

—¿No te pones el collar?

—¿Qué collar?

—Mis perlas.

Ella miró el cofre. Recordó la tarde de la Fiesta Mayor; se lo había prometido.

—¿No te acordabas ya? —preguntó Joaquín, sonriendo, al notar el pasmo de su mujer.

—Es que… las perlas dan mala suerte y…

Sin embargo, lo cogió y se lo puso.

—¿Mala suerte? —inquirió Joaquín sonriendo.

La besó en la nuca. Ella encogió los hombros, escalofriada. Su ceño se contrajo, endurecido. Y sintió luego sobre su carne el contacto de las perlas; un frío mortal.