X
ANTES DE QUE MARIONA REBULL se trasladara definitivamente a Barcelona, Joaquín acondicionó el piso de sus padres de acuerdo con sus gustos y con la exigencia de habitarlo en adelante ellos dos. Hizo traer algunos muebles que había encargado y vendió los que sobraban tanto de la casa de sus padres como de los que encargó para la suya antes de la boda.
El piso cobró una sobriedad lujosa. Era claro, más claro que el de los Rebull, y más nuevo, sin los trastos que amontona el aluvión de los años. Era, pues, más frío, menos clásico, más discutible. El servicio lo componían tres criadas, una cocinera —las cuatro jóvenes— y el ama de cría —una mujer venida de Galicia elegida con escrúpulo.
En casa de los Rebull había habido una importante modificación de los cuadros de mando: la vieja Ramona, la cocinera, fue enviada al pueblo, con un remunerador despido, tal como deseaba: quería morir en paz al lado de sus hermanas. Y así lo hizo, en cuanto llegó, sin aguardar casi ni a cambiarse de ropa. Las hermanas de Ramona escribieron a don Desiderio una carta ininteligible de la cual lo más claro era que la vieja y fiel cocinera había muerto en paz y que su entierro había ocasionado muchos gastos. Don Desiderio escribió al cura del pueblo inquiriendo detalles y, convencido de que las hermanas de Ramona, con la ayuda que esta aportó al llegar a casa, podían más que sufragar los gastos ocasionados por la difunta, se limitó a enviar al cura una suma para misas.
Antonia, la ex nodriza, pasó a cocinera. Pura, la ex peinadora, ocupó el puesto de la ex nodriza: tender la ropa blanca y vigilar a las dos camareras. Sin Mariona, el trabajo era mucho menor.
Antes de Navidad, Mariona se trasladó a Barcelona con el niño, acompañada de la nodriza, doña Clotilde, Mercedes, Bernardo y las dos sirvientas. Tenía ganas de estar en casa, de la que Joaquín le había contado maravillas. Al llegar, la encontró… «qué sé yo; demasiado nueva». Era un piso «inventado». Mariona parecía echar en falta las vitrinas con abanicos, los cuadros tamizados por el paso de los años: en suma, una tradición, un aliento; pero no acertaba a definirlo.
Pasaron Navidad, Año Nuevo. No podía negar que en el piso grande y nuevo, con servicio desconocido, completamente configurado por Joaquín, se sentía aislada de todo. Además, no tenía idea de cómo tratar a los criados; no existía confianza, la confianza de antaño con la vieja Antonia y ahora con Bernardo o con la misma doña Clotilde. Esta, además, como es natural, se había reincorporado a la casa de los Rebull, que era la suya. Mariona tuteaba a las criadas, regañándolas, o las trataba de improviso de usted, y ya no sabía qué decirles. Con la única con quien conseguía tener cierta confianza era con Encarnación —Encarna para todos—, el ama de cría. Confianza nacida del hecho de recordarle a Mariona, no sabía a santo de qué, la manera de ser de su suegra, doña Paula. Una cierta franqueza elemental; sin duda, el seno evidente, la manera desenfadada de dar de mamar no eran indicio de remilguerías.
Joaquín estaba todo el día fuera de casa. Pero el ansia de retorno a la vida sentida por Mariona hallaba una correspondencia inmediata en su marido. En un periquete, Mariona tuvo sus vestidos arreglados, sobre todo los vestidos de lucir, de larga cola, para el Liceo. Se los probaba y se miraba en el espejo, una y otra vez, contemplándose, maravillada. ¡Con qué ilusión aguardaba el instante de empezar la vida de relación! ¡Cómo la mirarían todos! Y su marido, aunque tan severo, con un rostro no ciertamente seductor, era, sin embargo, un hombre de empaque, enérgico e imponente; no se podía negar que tenía mucha fama; todo el mundo le conocía, por lo menos de oídas.
Se reunían muchas noches en casa de su padre, donde a última hora Joaquín pasaba a recogerla. Otras noches eran su padre y Mercedes los que iban a su casa. Hablaban bajo para no despertar al chiquitín.
A mitad de enero su padre llegó una noche con dos noticias.
—¿Muy importantes? —preguntó Mariona.
—No; muy importantes, no. Corrientes.
—¿Malas o buenas?
—La primera es mala; y la segunda, quizá sea buena.
—Pues empieza por la mala.
—Ha muerto don Pascual.
—¿Quién es don Pascual? —inquirió Joaquín, sin recordar.
—¡Pobre hombre!… —exclamó Mariona—. Es el cura, el cura viejecito de Santa María, el que bautizó al niño.
—Ha venido hoy Juan, el colono —añadió don Desiderio—, y me ha contado la muerte del pobre señor. Figuraos que, al morir, había redactado una proclama, que no puede dejar de ser digna del santo varón, con su genio tan vivo. La llevo en el bolsillo.
—¿A ver?
Don Desiderio leyó:
«Yo, Pascual Piqué, cura de Santa María del Vallés, a todos los habitantes de "Las Casetas" y del regadío. Amén.
Comunico a todos que mi salud ya no me da muchos días de vida. Por tanto, mis últimas voluntades son estas:
Primero: Esta proclama será leída por el alguacil en la Plaza de Arriba y en la de Abajo cuando yo haya muerto.
Segundo: Llevo ya cuarenta años entre vosotros. Si hay alguno que esté contento con mi muerte, que piense que a él también le tocará el turno. Si por casualidad hay alguno a quien entristezca mi muerte, que perdone el mal humor que yo haya podido tener y que rece a Dios por mí. Yo lo haré por él si el buen Dios me concede la gracia de llevarme al cielo.
Tercero: La viña de junto a la iglesia, que contra lo que ha ido diciendo el Palluí durante muchos años, es mía particular y no de la feligresía, la traspaso solemnemente al alcalde, Ramón Estruch, para el pueblo. Dejo el dinero suficiente para pagar a un hombre que la trabaje. El vino de la viña deberá ser repartido todos los años entre todos los feligreses el día de la Fiesta Mayor, el del aniversario de mi muerte y el diecisiete de mayo, día de San Pascual Bailón, y bebido en la plaza.
Cuarto: Rezad para que vuestro nuevo párroco, mi sucesor, pueda desempeñar su labor apostólica con el mismo celo que yo. Y para que Dios le conceda la paciencia necesaria para trataras a vosotros dado vuestro estado de incultura y de retraso.
Muero tranquilo y os perdono, porque, a pesar de todo, no tenéis mal fondo. Rezad, si os acordáis aún de rezar, para que Dios perdone mis pecados como yo perdono los vuestros.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
Firmado, Pascual Piqué, Presbítero».
La lectura había sido de vez en cuando coreada por las risas de todos.
—Era uno de los hombres más buenos que he conocido —dijo Mercedes.
Don Desiderio informaba a Joaquín:
—Estaba enamorado de sus payeses. Y no sabía tratarlos más que con dureza, con dureza de padre, a coscorrones. Pero adoraba aquellas gentes y aquella tierra.
—¿Y la segunda, la segunda noticia? —preguntó Mariona con impaciencia.
—Pues ved lo que son las cosas —expresó don Desiderio—; la noticia triste, no me ha causado tristeza; es como si hubiera muerto un pajarito, en paz. Y la segunda, que parece una noticia alegre, en cambio me ha hecho poner de mal humor.
—¿De qué se trata? —preguntó Joaquín.
—De una boda. ¿No podéis sospechar de quién?
Ellos le miraban. Mariona preguntó:
—¿Alguien de la familia?
—No, pero casi…
—¿Quién será?
—¿Lo digo?
—Dilo, dilo —clamaba Mariona.
—Doña Clotilde.
—¿Doña Clotilde? —exclamaron a coro, estupefactos. Y al cabo de unos segundos, como al conjuro de una misma reacción, se pusieron a reír a carcajadas sin poder aguantarse.
Al fin, cuando las carcajadas, a duras penas, se aplacaron, don Desiderio explicó la cosa:
—Me vino a ver, ayer, muy sofocada y resabida. «Don Desiderio —me dijo—, tengo necesidad de confiarme a su caballerosidad y a su experiencia de la vida».
»Yo la hice pasar a mi despacho. Doña Clotilde no sabía cómo empezar.
»—Verá usted, don Desiderio, decía —y don Desiderio parodiaba ligeramente el falso empaque de la dama—. Ya no soy una jovencita y… no sé cómo empezar —me decía, mientras se cubría la cara con las manos como una pollita—. El caso es que he decidido acceder a las solicitudes de un caballero…
»Yo estaba estupefacto…
»Al fin conseguí decir algo así como: —Bien; si ha decidido usted…
»—No, don Desiderio —me replicaba ella—, no se trata simplemente de comunicarle una decisión, se trata de conocer su criterio, de escuchar su consejo…
»¿Qué queríais que le dijera?
»—Creo que puede ser usted una excelente esposa —y noté que ella se ahuecaba como una pava satisfecha.
»—Mi padre, en paz descanse —me dijo entonces ella—, tenía la opinión de no dejar casar a sus hijas, a nosotras, sino después de haberlo estado reflexionando durante un año y tener después unas relaciones de amistad durante dos, por lo menos… Mercedes interrumpió a su padre, riendo:
—Ya se ven los resultados de la opinión de su padre, en paz descanse.
Don Desiderio prosiguió:
—Yo le dije que mi consejo era que si ella consideraba que iba a ser feliz, adelante… Y que tendría mucho gusto en conocer a ese caballero, que a juzgar por su elección, no podía dudar se trataba de persona distinguida; y que cuando le conociera, le daría mi opinión.
—¿Y qué más? —preguntó Mariona, intrigada.
—Y así está la cosa. Hoy me vino con el caballero.
Don Desiderio sonreía.
—Me temo que será un desastre.
Quedaron serios un momento.
—¿Por qué? —inquirió Mercedes.
—Debe de tener quince o veinte años menos que ella. Es natural de Cuenca, lo cual, naturalmente, no es ninguna tara, todo lo contrario. Lleva un peinado a lo parisiense, con muchísimo cosmético; tengo la absoluta seguridad de que la ha «flechado». Un tipo que no me gusta.
—Le ha llegado la hora del amor —afirmó Joaquín. Mariona, pensando en doña Clotilde enamorada, se puso a reír a carcajadas sin poder aguantarse.
—Lo más gracioso ha sido el comentario de Bernardo, que no sé cómo se habrá enterado. He oído que hablaba con Pura y le comunicaba la noticia. Su único comentario ha sido:
—Pobre marido… ¡En paz descanse!
Todos volvieron a reír.
Mariona se distraía en casa con el niño, al que contemplaba, estupefacto, haciéndole zalamerías. Notaba que de día en día iba cobrando una misteriosa madurez que diseñaba el ser futuro, la fisonomía posible; y que apuntaban las primeras expresiones de ternura, en los ojos, en el movimiento de las manecitas, expresiones ya no del todo inconscientes. Por las mañanas salía a tomar el sol con el ama y el niño por el Paseo de Gracia, que empezaba a atraer a las gentes cosechando la tradición de la antigua calle de Fernando. Y le gustaba que los conocidos se quitaran ceremoniosamente el sombrero a su paso mientras ella se limitaba a corresponder con una ligera reverencia muy estudiada, y pensaba: «Le habré causado impresión, tan elegante y con un ama tan bien vestida». Y sus manos se juntaban ocultas en el manguito gris perla, peludo y caliente.
La tertulia del taller de don Desiderio había vuelto a resucitar, transcurridos y liquidados los acontecimientos familiares que alteraron un tiempo el ritmo de vida de los Rebull. En una ocasión Joaquín fue a buscar a don Desiderio para ir después a la calle de la Paja a ver a su madre, y se encontró en la tertulia a Ernesto Villar.
Durante el intervalo había cambiado un poco. Parecía haber ganado seguridad de sí; estaba ligeramente más grueso; se peinaba como si quisiera aparentar que iba un tanto despeinado, sin excederse; un mechón ondulado algo más rubio que los demás, mechón que caía un poco ladeado y cubría, al fin, parte de la sien derecha.
—¿Por qué no subes un día a vernos? —le preguntó Joaquín, y añadió, con voz categórica y condescendiente, consciente de decirlo con plena tranquilidad—: Estoy seguro de que Mariona estaría contenta de verte. Charlaríamos un rato.
—Por primera vez en mi vida, y aunque no me creas —había respondido Ernesto—, tengo mucho que hacer y dudo poder encontrar una tarde libre.
—Vente a merendar cualquier sábado, que yo llego antes. ¿No tendrás una tarde de sábado?
—¡Oh, nuestro trabajo no tiene fines de semana! —dijo Ernesto, con imperceptible soberbia—. En fin, ya veremos —y hubo una pausa. Después añadió—: Bien, ya sé que tenéis un chico, un chico tan lindo…
—Sí; un prodigio.
—¿Ves, hombre? —prosiguió con aire de entrar en confianzas—. No se puede afirmar nunca que las cosas ocurran con fatalidad absoluta, como uno se las figura. Desde la última vez que nos vimos en tu Pabellón de la Exposición hasta ahora han ocurrido cosas importantes para ti, cosas que han dado un sentido a tu vida. De lo cual estoy muy satisfecho.
—Y tú, ¿sigues en las mismas?
—Sí; y, como digo, tengo mucho trabajo. En el Parlamento… —Ya leí tu discurso. Me pareció…
—Di.
—Me pareció que no eres hombre para adscribirte a la línea de un partido. Que no puedes pensar por encargo. Tienes una personalidad, una individualidad que no te lo permite. Eso no quiere decir que el discurso no fuera superior. Hablo así porque te conozco y me intereso más por ti que por la política que puedas hacer…
Ernesto pensaba: «¿Qué se ha figurado?».
Joaquín lo decía sonriendo. Renacía en él la admiración por Villar; mejor dicho, el cariño, el impulso protector de los que admiran.
—¡Y qué quieres!… —lamentábase Ernesto—. La vida real y las contingencias de la realidad no se pueden forzar. Es uno mismo el que tiene que amoldarse a ellas.
Pero ya la tertulia se diluía; y ellos dos, que habían ido a charlar aparte, tuvieron que mezclarse a las despedidas. Don Desiderio había recogido su sombrero y su bastón.
—Bien —insistió Joaquín—; a ver si es cierto que te decides a subir una tarde. Se lo diré a Mariona.
—Procuraré, con mucho gusto. Exprésale mis respetos.
—Muchas gracias. De tu parte.
Ernesto se dirigía al Círculo; pensaba en Mariona y decía para sí: «No puede ser feliz. Esto no me lo hará creer el mentecato. Es un idiota que la ama los sábados, al salir de la fábrica».
Pensaba en Mariona. «La conozco bien —decía—; la conozco del todo. ¡Mariona, mujer de Joaquín Rius!».
Las estaciones se sucedían sobre la ciudad. De nuevo pulía las rúas el viento de marzo que ceñía a lengüetadas el abrigo entre las piernas, al paso enérgico de Joaquín Rius, y le obligaba a sostenerse el sombrero al dirigirse a la fábrica a las seis. De nuevo los botones que penden en los plátanos, las flores de las acacias y las hojas en los jardines, hojas jóvenes que se encaraman por el muro para otear una pizca del egregio panorama exterior: damas y caballeros con sus perritos, con su bastón, con su andar ceremonioso, reposado en la plena seguridad de los días; la transparencia que delimita en el aire del puerto los gallardetes de los últimos veleros; que se deja tiznar por la humareda de los vapores al surgir de las chimeneas negras; las franjas de la bandera recién pintadas, relucientes; estampas de progreso, de riqueza, de paz, de prosperidad.
El vientecillo de abril abrevia maliciosamente el paso de las mujeres elegantes y suscita una mirada larga y total de los caballeros, que se vuelven a mirarlas con prosopopeya digna de empeños más graves. La pincelada de las flores de los puestos de las Ramblas será recibida, envuelta en reluciente plata, por las enamoradas, con rubor en las mejillas. El piar de los pájaros se exaspera en el toldo de hojas del bulevar, acequia de la vida primaveral, a la que desemboca la umbría de la calle de la Puertaferrisa, encerrada en sí misma; la voz de las campanas del Pino, por la calle de la Boquería; la de la catedral, después de un sesgo, que se emancipa por la calle de Fernando, lamiendo el cristal de los escaparates prodigiosos. Y, al lado opuesto, la efervescencia oleaginosa, que huele a pescado crudo y alquitrán, a ropa colgada en los balcones, de las calles de San Pablo, y de la Unión, del Hospital, del Carmen… El sol, un sol claro y lustroso, se injerta a la sombra mágica de las profundas viviendas, obliga a las gentes a saciarse en su luz, a ser gozado con risa desatada. Más allá se tiende la ciudad nueva, la de los señores que pasean en coche, los que van a la procesión mirando a lo alto, con una gravedad, con un aplomo digno del chaqué o de la levita que les ciñe; levita cortada según modelo de los figurines de París, los que llegan en libros ilustrados que un sastre con facha de notario habrá mostrado volviendo las páginas con atildada parsimonia.
Mariona Rebull, en aquel entonces —marzo-abril—, semeja una de las damitas que, en los figurines de la modista, conversan, sombrilla en mano, con otras no menos pulcras, risueñas, delicadas, en las carreras de caballos; composición litografiada que se titula Parfum du Printemps… Al fondo, un jinete —polaina alta, fusta en la mano— domina sin fijarse a un poderoso pura sangre inglés con solo una leve mano en la brida, como si el caballo danzara… ¡La primavera! ¡El perfume de la primavera!
¡Con qué nueva ilusión, con qué indecisiones de última hora encargó el nuevo vestido de larga cola, de discreto polisón! —el polisón no se usaba ya como antes—. Lo recibió en una enorme caja de cartón. Al pasar por las Ramblas, Mariona se detenía a contemplar los carteles de la inminente temporada de «ballets» en el Liceo, y leía: «Cleo Dorsay». ¿Quién sería? Allí estaba, en imagen, la danzarina; joven, pálida, envuelta en la flotación del vaho de su falda, derribada en la «Muerte del cisne». Y luego, la fecha de la inauguración; Mariona contaba con los dedos los días que faltaban.
A la caída de la tarde de tal día se hallaba ya vestida y peinada: Pura había ido a reverdecer antiguos laureles y, puesta al corriente de la evolución de la moda y de su postrera exigencia durante largas semanas, había levantado una pequeña obra maestra en la graciosa cabeza de Mariona. Esta contemplaba las joyas dudando y se las probaba: el enorme brillante de prometida; el collar de perlas que Joaquín le regaló al nacer el niño; los pinjantes de rubíes y diamantes, obra maestra de su abuelo, el padre de su madre, en el cual este había empeñado toda una vida, y que sirvieron de regalo a su hija, la madre de Mariona, cuando se casó; los brazaletes de oro sobre los que habían sido montados unos grandes topacios, obra minuciosa y atrevida que su padre, don Desiderio, empezaba a proyectar cuando no era más que aprendiz y salía, con guardapolvo, a barrer la acera. Los sobrios pendientes, dos grandes esmeraldas suspendidas que ella había «descubierto» en un cofre una vez que don Desiderio lo abrió, al ponerla de largo, y que era «su» joya, como si ella la hubiera ideado.
Joaquín tardó demasiado en cambiarse de ropa; no podía pasar el corbatín por la ranura del cuello a causa de haber perdido una pieza del gemelo posterior, extravío que le obligaba a usar un gemelo improvisado; ¡y todo esto a última hora! Mariona le miraba desesperada. ¡Ni aun este percance le hacía perder la calma! Reiteraba una y otra vez la maniobra como si siempre se tratara de la primera tentativa. Pero al proponerle ella, por undécima vez:
—Joaquín, yo te lo haré…
Él había respondido:
—¡Diablo, Mariona, déjame en paz! ¿Quieres?
¿Qué se había figurado? Por menos de nada le hubiera dicho lo que ella pensaba. Esto: «Estúpido, este corbatín no lo pasarás nunca por la ranura del cuello porque no estás acostumbrado a vestir el frac y porque nunca podrás acostumbrarte». Pero se sentía demasiado ilusionada.
Se equivocó. Pasó por la ranura.
Al descender del coche y entrar en el salón, al subir por las escalinatas, le invadió el recuerdo vivo de los mejores días de su vida como si no hubieran pasado los años. El corazón palpitaba con fuerza: ¿a quién encontraré?; ¿qué haré cuando vengan a saludarme? Tengo que demostrar que, en efecto, soy otra mujer; mejor dicho: que soy una mujer.
La atmósfera del interior, el bullicio de las plateas y de los palcos rebosaban por las puertecillas de acceso. Por primera vez iba a ocupar el sitio en el palco de su marido, casi frente al escenario, e iba a ver allí a lo lejos, con uno de sus balcones en el mismo escenario, el proscenio de la familia, de papá, desde el cual tantas veces desde la puesta de largo había contemplado el espectáculo. El cambio de situación, de punto de visibilidad, dábale la completa noción de estar casada mucho más que cualquiera otra de las circunstancias de su vida. Iba a ver desde distinto prisma el escenario y el teatro todo, y asimismo veía a través de distinto prisma la realidad de su vida.
No tuvieron tiempo más que de sentarse, diciéndose las últimas palabras, las postreras observaciones; inmediatamente percibieron el siseo de los fanáticos del quinto piso, el declinar fausto y progresivo de las luces en los globos de gas, el marchitarse de los pétalos luminosos en la penumbra creciente. Sintieron el tijeretazo de la música, que maravillaba, mágica, de un solo golpe; a partir de aquel instante centenares de seres rutilarían con el mismo destello de la pedrería prendida en cada escote, en cada oreja, en cada antebrazo, más intenso que la penumbra; los rostros de elegantes varones, de bien cortada barba, de admirables mujeres, con el codo en el terciopelo, parecían diseñarse esculpidos hacia delante, tensos en la muda expectación.
Era una música suave como un río, leve como una exhalación, contenida en los flautines, en las arpas… El «Vals Capricho», de Saint Saéns. Mariona contemplaba el enjambre de jóvenes a las que, en el escenario, el brazo hercúleo del galán elevaba una por una en vilo; suspensas un instante en el aire, eran depositadas en la tierra, a la que rozaban con la punta de los pies. Joaquín volvía de vez en cuando su rostro en contemplación de las gentes con plena seguridad, consciente de que la música los transportaba a todos, de que podía impunemente apoderarse de la realidad de todos, desprevenidos. «¡Cómo cambia un hombre con el frac!», pensaba su mujer al observarle.
Apareció la bailarina, la Cleo Dorsay de los carteles, joven, alada, un soplo. Los espectadores, que semejaban hasta entonces adormilados en la vaga sinuosidad de la música, sintieron la vertiginosa tensión a que eran sometidos, como si la presencia de la artista hubiera conseguido arrancar en un segundo a aquellas almas su último antifaz. Mariona se dejaba prender de la sugestión del cuerpo entero que se elevaba, descendía, insinuaba un transporte de leve entrega, se retiraba luego esquivo de los brazos que, suplicantes, la solicitaban, la perseguían, la lograban y de cuya exasperación infinita la propia música parecía ser un resabio supremo. Joaquín miraba, asimismo, a la Dorsay y al teatro todo. Los caballeros de recortada barba habían cobrado en las articulaciones una suerte de energía contenida, y el índice de las largas, finas manos, se afincaba en la mejilla con inútil caricia, o en la sien, ya gris, para caer luego sobre el fino guante de la esposa recostado en el repecho de terciopelo. Las damas, más severas, damas de largo cuello desnudo rozado por el escalofrío de las perlas, sonreían contemplando a la danzarina con sonrisas enigmáticas que pudieran significar las cosas más dispares y que, seguramente, no significaba nada. Joaquín Rius sabía que había llegado a la meta. «Ya está». El vals removía la cola, saciado en los dorados de los palcos y de los butacones, en la cornisa historiada de los pisos, en el almohadón granate de los cortinajes, a los que contagiaba de un leve temblor.
Cayó el telón, desflecado por ambos lados; tras él desaparecía triunfalmente la maravilla; volver en sí era ofrecerse al teatro a medida que las luces recuperaban su fulgor. Emoción anfibia la del espectáculo ajeno y del que una misma iba a ofrecer. El susurro creciente de las conversaciones, deslumbradas e indecisas todavía, amanecía en los antepalcos.
¡Conmoción delirante la de Mariona, segura de su belleza, segura de su rutilante peinado, de las joyas de su escote! —Estás más guapa que nunca, Mariona.
Era una voz de mujer, y Mariona se volvió.
La viuda Torra, su vecina de palco, se lo decía con un ademán cariñoso y confidencial, inclinando el abanico semiabierto para que sirviera de concha a su voz, ya madura y sutil.
Evelina Torra atendía con sonrisa solícita.
Pepe Dolz entraba en el palco de los Torra; Evelina se volvió a saludarle.
Desde el extremo opuesto de la sala, el señor Niebla escuchaba a su esposa:
—Pepe Dolz entra otra vez en el palco de los Torra.
El señor Niebla dirigía con pulso seguro su binóculo al escote de Evelina, sensacional.
Mariona correspondió con una sonrisa al requiebro de la viuda Torra.
Joaquín se levantó a saludar a su vecina.
—Puede usted estar orgulloso de tener la mujer más linda de todo el Liceo.
Joaquín Rius sonrió, sin acertar tampoco a corresponder con unas palabras.
Desde el palco, Mariona vio al extremo de la sala levantarse a su padre, en su proscenio. Allí acababa de entrar Federico Costa, que saludaba a Mercedes.
—Me parece que no han acabado aquí las buenas noticias de casa Rebull —susurró intencionadamente la viuda Torra señalando con el abanico al proscenio, y dirigiéndose a Mariona—. ¿No crees, Mariona, que tu papá se va a quedar solo muy pronto?
—No creo, no creo —decía Mariona, y luego, dirigiéndose a Joaquín, añadió—: Voy al palco de casa, a dar un beso a papá.
Ya había hecho ademán de levantarse, pero irrefrenablemente volvió a permanecer allí sentada, sujeta a la butaca.
—¿Qué te pasa?
De momento no acertó a contestar.
—Pienso que ya iré después, al segundo entreacto.
Su mirada, eludiendo una línea fija, no dejaba, sin embargo, de asir de vez en cuando en un palco del tercer piso la figura de un hombre, inmóvil, directa; figura que sostenía con la mano izquierda, con ahínco a la vez displicente y seguro, los binóculos; el circulo de visualidad de los cuales se proyectaba como una flecha sobre el rostro de Mariona, sobre su busto; ella los sentía así, esos ojos, en efecto. La habían inmovilizado.
La mano enguantada había insinuado un ademán sobre el terciopelo de la baranda. Pero había permanecido muda, yerta.
Entró Raimundo Tell; la mano de Mariona pudo evadirse un instante, ofrecerse al beso que se le posó sin apercibimiento. No podía mirar allí. ¡Cuánta luz en el Liceo!
Escuchaba, sin moverse, el diálogo de Joaquín y Raimundo, diálogo lejano, que le llegaba por las espaldas, sin un destello.
—No —decía Joaquín—. La producción global es la misma. Lo que sucede es que las reacciones de los mercados…
Aventuró de nuevo la mirada.
Allí estaba todavía.
«Tienes que escuchar lo que dicen —pensaba—. Escucharlo todo. Así te olvidarás de lo demás».
—El artículo es muy bueno —decía Raimundo—. Es partidario de un levantamiento de los impuestos, salvo el caso… No; no podía escuchar, no podía escuchar.
E insistía en atender. Pero solo le llegaban palabras perdidas: sistemas ingleses de perfeccionamiento de los aprestos… Y luego: Mañé y Flaquer, Mañé y Flaquer…
Al fin consiguió cambiar la postura:
—¿No quieres salir un rato? Tengo mucho calor—dijo a Joaquín.
—Sí.
Joaquín se levantó con lentitud, sin dejar, sin embargo, de prestar atención a lo que Tell iba diciendo, también levantándose. Ella salió del palco como impelida y se apoyó ligeramente en el marco de la puerta, en el antepalco.
No pudo explicarse lo que le había ocurrido. Por fortuna, encontró en seguida a las dos chicas Amer con Manuel Vila. Vila saludó a Joaquín.
—¿No me recuerdas? Sí, de los jesuitas. Yo iba un par de cursos más adelantado que tú.
Las chicas Amer le presentaron a Mariona. Esta casi no le miró.
—Estábamos diciendo —dijo Asunción a Mariona— que eres la casada joven más elegante y bonita de todo el teatro.
Mariona los dejó, mientras Joaquín y Tell seguían conversando, dando vueltas por la sala circular.
—Tengo que estar sola —se proponía Mariona—. A la fuerza se me debe notar.
Se dirigió al lavabo. Pero no entró. Había demasiada gente, había visto ya a dos conocidas.
—Es preciso que vaya al palco de papá…
Y seguía pensando:
—¿Por qué me habré alterado de ese modo? Tengo un hijo, tengo un hijo ya, en casa. ¿Por qué me sucede esto aún, Dios mío?
‹‹Un gavilán te ronda y te arañará…», y la voz de la gitana de Granada repercutía, intacta, en sus oídos.
Antes de llegar al palco de su padre se detuvo. No, no podía ser. No podía huir; tenía que afrontarlo, no era una niña; debía volver con Joaquín, con su marido.
—Sin embargo —seguía diciendo Raimundo Tell cuando los encontró a los dos, de nuevo, en la sala de fumar—, no me parece tan equivocado el criterio de imponer un aumento progresivo a los salarios, relacionado de una manera fija y proporcional con el resultado de los balances. En el término de unos años…
Mariona interrumpió:
—Perdona, Raimundo; te rapto a mi esposo. Tenemos que ir a saludar todavía a los amigos…
Raimundo parecía no darse cuenta, y se disponía a seguir con su perorata.
Al fin logró devolver su caletre a la realidad.
—Bien, Mariona… —y añadió—: Nunca acabaríamos de charlar de estas cosas, ¿verdad? Haces bien en interrumpirnos. Se despidieron:
—Ya nos veremos.
—Sí; hasta pronto, Raimundo.
—¿A quién tenemos que ir a saludar? —preguntó Joaquín.
—No. Lo he hecho porque me ha parecido que ya empezabas a estar cansado de ese latoso.
—Sí, realmente. Lástima que sea tan buen muchacho.
—El buen muchacho eres tú —dijo Mariona, asiéndose con todas las fuerzas de su ánimo a una esperanza de amor, buscando con denuedo el cabo perdido que le ataba a aquel ser.
—Me ha explicado una cosa interesante. Dice que en algunos centros industriales americanos…
Pero allí, ante ellos, detenido esperando a que llegaran, estaba Ernesto Villar.
Mariona apretó, involuntariamente, el brazo de Joaquín.
—He ido a vuestro palco, pero os habíais escapado.
—Mariona ha querido salir un instante a tomar el aire. ¿Dónde estás tú? —inquirió Joaquín.
—En nuestro palco del tercero. El palco de solteros que te conté.
Y dirigiéndose a Mariona, a la que no dejaba de mirar con fijeza:
—Tantísimo tiempo sin verte. Desde que eres toda una señora Rius…
—¿Qué te parece? —preguntó Joaquín con cierta gravedad—. ¿Tiene aspecto de señora Rius? — y observando el rostro de Ernesto.
Ernesto respondió, sin dejar de mirar; y como si el otro no existiera: —No.
Y añadió:
—Te doy la enhorabuena, Mariona.
Mariona no sabía qué hacer. Pero recobró su presencia de ánimo para responder bien claramente:
—Estoy segura de tener aspecto de señora Rius —y sonreía, aunque indecisa. Ernesto Villar miró, por fin, a Joaquín al decirle:
—Me alegro…
Y terminó la frase:
—… estoy encantado de volveros a ver aquí, haciendo por fin vida corriente.
—Con la muerte de nuestro padre —dijo Mariona, enérgica, pero con voz temblorosa—, naturalmente, no hemos ido a ningún lado. Y luego, el pequeño…
—¿A quién se parece? —preguntó Ernesto.
—Se parece a los dos —puntualizó Mariona.
Joaquín dijo:
—Sintiéndolo mucho, Mariona, tenemos que dejarte. Ya dan el aviso.
Volvieron a la sala. Habían sonado ya los timbres. Se sentaron en sus butacones.
Antes de que las luces se apagaran, la viuda Torra tuvo ocasión de decir a Mariona, cubriendo sus palabras con el largo abanico de pluma:
—¿Te han dicho muchos requiebros?
Mariona respondió con una sonrisa; con una sonrisa triste. Allí, desde el palco proscenio, su padre hacía un signo de reproche con la mano, como diciendo: «Mariona, estoy enfadado. ¿Por qué no has venido a verme?».
Ella le miraba. Sintió que, viéndole allí lejano, la vista se le nublaba, que estaba a punto de llorar. Su padre, allí, al fondo, ¡y era el único en quien se hubiera confiado! ¡Qué sola se sentía! Pero su padre le enseñaba levemente el escenario.
No sabía qué música era aquella que la sumergía violentamente en un oleaje de presagios, de temores. Buscaba una mano, una mano sobre el terciopelo, mano que no llegaba. Joaquín estaba completamente absorto. Mariona le observó. «Ahora debe de estar pensando —se decía— en lo que le ha dicho Raimundo Ten». Le miraba: ¡qué ser indiferente, frío, calculador! Era cierto lo que acababa de decirle sin intención: «El buen muchacho eres tú». Un buen muchacho seguro de sí, forastero en aquel ambiente, incapaz de sospechar que mientras Tell le contaba una sarta de estupideces, un hombre, sí, un hombre alto, cuya mirada era capaz de dejar en suspenso cinco minutos seguidos a un alma de mujer, estaba atenazándola con los ojos, acariciándola con los ojos, seduciéndola. Y él, su marido, la dejaba a merced de aquella mirada, la estaba dejando a cada instante a merced de cualquier cosa para pensar a sus anchas en los tejidos, en los millones, en una palabra que le hubieran dicho el día anterior uno cualquiera de los horribles hombres que escriben horas enteras, meses, años seguidos tiras de números en unos grandes libros.
Decidiose a levantar la vista, a dirigirla arriba, al palco del tercer piso, sin titubeos. Ya Ernesto Villar, cuyo busto emergía del antepecho del palco, contemplaba el espectáculo y señalaba alguna de sus incidencias a uno de sus vecinos. Palco de solteros, de hombres que acechan la aventura en todos los lados del teatro, que buscan la sonrisa que corresponda, el leve ademán de una mano; son hombres con voluntad de arrebatar la felicidad a las mujeres, a las esposas. ¿De arrebatarla? ¿Qué es la felicidad?
«Pero tengo un hijo, tengo un hijo en casa», pensaba Mariona de nuevo. Volvía a sumergirse en la violencia de la música; derramaba su mirada en la casi tiniebla del escenario, en la que danzaban, como llamas, figuras de hombres con brincos de terror. ¡Oh, Dios mío! Y se llevó la palma de las manos a los ojos, cubriéndolos.
Joaquín la miró con severidad. Después, arrepentido, alargó su mano sobre el terciopelo. Ella sintió que aquella mano se posaba sobre la suya. Y volvió a mirar, imperceptiblemente, al tercer piso. Ernesto dirigía de nuevo, abiertamente, sus binóculos hacia ellos. Mariona retiró la mano, como herida. Y ya estaba hecho. No había tenido remedio; retiró aquella mano. ¡Cómo se arrepintió! ¿Qué hacer, Dios santo, qué hacer? Ernesto Villar, desde su observatorio, sonreía levemente. Y luego el hombre volvió a mirar al escenario.
—Vámonos, Joaquín; no me encuentro bien.
La viuda Torra se extrañó de que se ausentaran.
—¿No se siente bien? —preguntó a Joaquín.
—Está un poco indispuesta —aclaró este con rapidez. Abandonaron el palco. En el guardarropía encontraron a don Desiderio y a Mercedes. Federico Costa, un poco más allá.
—¿No te encuentras bien, Mariona?
—No, papá; me ha dado como un vahído.
—Supongo que no será… —inquirió Mercedes en voz baja.
—Oh, no —contestó Mariona, sonriendo agradecida—. Es qué sé yo…, la misma ilusión que me hacía venir que se me ha quedado atragantada.
—Te acompañaremos.
—Si no es nada. Me basta con Joaquín.
Joaquín estaba serio, silencioso, profundamente pensativo.
—Por la tarde pasaré a ver cómo te encuentras —dijo don Desiderio—. Por la mañana no podré. Tengo que ir a la boda de doña Clotilde.
En el coche, Mariona se justificaba ante Joaquín.
—No sé qué ha sido. No me había pasado nunca.
Joaquín dijo:
—Creo que te has tomado demasiado en serio esta función. Ella, escuchándole, pensaba:
«¡Si supieras!».
Se reclinó sobre su pecho, sobre la pechera que el hombre mantenía como una coraza, por la que no penetraban los sentimientos.
Mariona, al menos, la sentía así: dura, impenetrable. Y sin embargo…
—Joaquín —murmuró suplicante—. Me temo que Barcelona vuelve a sentarme mal. Quisiera…
—¿Di?
—Quisiera que nos dieras permiso para ir a Santa María ya. En el rostro de él se dibujaba una sonrisa escéptica.
—¿Tan pronto? —y después de una pausa—: Mariona, estamos en mayo, a primeros de mayo, ¿te das cuenta?
—No importa.
—¿No piensas que yo quedo solo? ¿Que apenas hemos estado unos meses juntos? ¿No eres capaz de pensar en eso?
—Déjame ir, Joaquín; déjame ir… —suplicaba ardientemente. Al cabo de un silencio, ladeaba la cabeza, pero sin mirarla, repuso:
—No.
Y añadió, como una orden:
—Iremos a Santa María en julio, a veranear —y mirándola, concluyó—: No exageremos las cosas, Mariona, hazme el favor. Ella se hundió en el asiento con una mano lacia, sin energía alguna, sobre la rodilla de él. La tiniebla de la ciudad discurría, ciega, a ambos lados del coche…
Joaquín Rius cogió la mano de Mariona y, sacándola de su rodilla, donde se apoyaba, la depositó sobre el asiento del coche sin vacilar.