IX
A Guyuk le encantaban las
largas tardes de verano, cuando el mundo, envuelto en una luz
plomiza, parecía haberse quedado eternamente en suspenso. El aire
estaba nítido y cálido y Guyuk se sentía en paz mientras
contemplaba cómo el sol comenzaba a deslizarse hacia el oeste,
tiñendo el cielo de mil matices de rojo, naranja y púrpura. Se
había situado junto a la pequeña puerta de una ger desde donde
podía observar el campamento de sus tumanes. Siempre los construían
del mismo modo: era como ver surgir una ciudad en medio de la nada.
Todo cuanto necesitaban era transportado sobre los lomos de los
caballos de repuesto. Podía oler la carne y las especias en el aire
y respiró hondo, sintiéndose fuerte. La luz duraría aún algún
tiempo y estaba hambriento. Intentó burlarse de su propia
precaución. Era el khan; las leyes de Gengis no le atarían.
Guyuk se subió de un salto a su poni,
notando con placer su energía y juventud. Tenía un saludable rubor
en el rostro. Dos de sus oficiales minghaan estaban cerca,
esforzándose en mirar en cualquier dirección excepto hacia él. Le
hizo un gesto a su criado Anar y este, que estaba aguardando, se
aproximó con su águila cazadora, ambos, hombre y ave, enmudecidos
por la tensión. Guyuk levantó el antebrazo derecho, protegido por
una larga funda de cuero que le cubría desde los dedos hasta un
poco por encima del codo. Asimiló el peso del ave y ató las
pihuelas. A diferencia de sus halcones, el águila siempre se había
resistido a dejarse poner la caperuza y tenía la cabeza
descubierta, con los ojos brillantes de exaltación. Durante un
momento, el ave aleteó con furia, revelando el blanco plumaje
inferior al desplegar y batir las alas. Guyuk retiró la mirada del
airado animal hasta que este empezó a calmarse, tembloroso. Le
acarició la cabeza sin perder de vista el gran pico curvado, que
podía desgarrar la garganta de un lobo adulto.
Cuando el ave se tranquilizó, Guyuk emitió
un suave silbido y uno de los oficiales minghaan se aproximó con la
cabeza baja. Era como si no deseara ver nada, no saber nada de lo
que estaba sucediendo. Guyuk sonrió ante su cautela,
comprendiéndole. La vida de aquel hombre estaba en sus manos, podía
arrebatársela por una mirada o una palabra mal elegida.
—Cazaré hacia el este esta tarde —informó
Guyuk—. ¿Habéis hecho regresar a los exploradores? —El corazón le
latía con violencia y le pareció que su voz sonaba ahogada, pero el
minghaan solo asintió como respuesta, sin decir nada. Siete veces a
lo largo de un mes en el que habían cabalgado sin parar, Guyuk
había hecho lo mismo, impulsado por pasiones que nunca había
sentido con su joven esposa en Karakorum—. Si me necesitáis, enviad
a los hombres directamente hacia allí.
El minghaan inclinó la cabeza sin levantar
los ojos. Guyuk aprobó su discreción. Sin una palabra más, el khan
hizo un gesto a Anar y ambos hombres pusieron a sus monturas al
trote para salir del campamento. Guyuk sostenía con suavidad al
águila, que mantenía la vista al frente.
Cada vez que se cruzaban con algún guerrero,
todo cuanto Guyuk veía eran cabezas agachadas. El khan, con la
cabeza alta, entró en una amplia llanura de hierba. Decenas de
miles de monturas de refresco pastaban allí, una manada tan vasta
que cubría la tierra como una sombra y cada noche devoraba la alta
hierba de las planicies. También había algunos guerreros, que
estarían de guardia toda la noche vigilando a los animales. Uno o
dos de ellos le distinguieron a lo lejos y se acercaron al trote
sobre sus caballos hasta que reconocieron que se trataba del khan.
Entonces, de repente, se volvieron ciegos y sordos y dieron media
vuelta como si no hubieran visto nada.
La luz del atardecer se difuminaba en suaves
tonos mientras Guyuk dejaba atrás a la inmensa manada. Con cada
kilómetro que recorría, sentía que se despojaba de parte de su peso
y se erguía más y más alto sobre la silla. Contempló las sombras
que se iban alargando delante de él y su humor se aligeró; se
sintió tentado de perseguirlas, como si fuera un crío. Se alegraba
de poder dejar a un lado la seriedad de su vida, aunque fuera por
unas horas. Eso también era algo que echaba de menos cuando
regresaba a los campamentos. Cuando volvía, sentía siempre las
responsabilidades envolviéndole como una pesada capa. Los días
estarían repletos de debates sobre tácticas, informes y castigos.
Guyuk suspiró para sí al pensarlo. Vivía para los esplendorosos
momentos que disfrutaba cuando se alejaba de todo aquello, cuando
podía ser él mismo, al menos por un tiempo.
Unos veinte kilómetros hacia el este del
campamento, Anar y él encontraron un arroyuelo que discurría entre
las planicies, un hilo de agua sobre un curso casi seco. Había
algunos árboles flanqueando las riberas y Guyuk eligió un lugar
donde estaba creciendo la sombra, anticipando con placer aquella
paz y soledad absolutas. Ese tipo de cosas eran muy valiosas para
un khan. Guyuk estaba constantemente rodeado de hombres y mujeres,
desde los primeros momentos del despertar hasta las reuniones a la
luz de las antorchas, antes de meterse en la cama. El sencillo
hecho de situarse junto a un arroyo y escuchar el fluir del agua y
la brisa le hacía sentir completamente feliz.
Desató las pihuelas que aseguraban las patas
del águila y aguardó hasta que el ave estuvo lista antes de
levantar el brazo y lanzarla al aire. Se elevó rápidamente con sus
poderosas alas y empezó a dar vueltas cientos de metros por encima
de él. Era demasiado tarde para cazar y Guyuk pensó que no se
alejaría de él. Desató su señuelo y desenrolló el cordón mientras
la observaba con orgullo. Su oscuro plumaje tenía unos toques de
rojo y pertenecía a un linaje tan excelente como el suyo: descendía
de un ave capturada por el propio Gengis cuando era un niño.
Empezó a hacer girar el señuelo a su
alrededor y, a medida que fue incrementando la velocidad de giro
del peso, el cordón empezó a desaparecer hasta volverse invisible.
Por encima de su cabeza, vio al águila hacer un brusco viraje y
caer en picado, oculta por un momento detrás de una colina. Guyuk
sonrió, al tanto de las tácticas del ave. Aun así, el ave le
sorprendió, apareciendo por su lado en vez de por donde estaba
esperándola. Tuvo tiempo de ver una mancha borrosa detenerse
desplegando las alas antes de lanzarse sobre el señuelo y
arrastrarlo al suelo con un agudo chillido. El joven lanzó un
grito, felicitando al ave mientras esta sujetaba a su presa. Le dio
un pedazo de carne fresca con la mano protegida por el cuero y ella
lo engulló con avidez mientras Guyuk volvía a atar las pihuelas y
la levantaba sobre su brazo. Si hubiera habido más luz, tal vez
habría salido a cabalgar con ella en busca de un zorro o una
liebre, pero ya estaba anocheciendo. La dejó atada al cuerno de su
silla, silenciosa y alerta.
Mientras él ejercitaba al ave, Anar había
extendido unas gruesas mantas para caballos sobre la blanda hierba.
El joven estaba nervioso, como había aprendido a estar. Guyuk se
quitó el rígido guante de cuero y se quedó un momento quieto,
observándole. Cuando el khan enseñó los dientes, la que se dibujó
en su rostro fue la lenta sonrisa de un depredador.
Pero entonces, el sonido de unos cascos
distantes y de un apagado tintineo de campanas borró la sonrisa de
su cara. Guyuk miró a su alrededor, furioso de que alguien se
atreviera a aproximarse. Hasta los jinetes de los yans deberían
haber recibido órdenes de no interrumpirle esa tarde. Con los puños
apretados, sintiéndose observado, aguardó al recién llegado. Fuera
cual fuera la urgencia del mensaje, le haría regresar al campamento
y esperar hasta la mañana siguiente. Por un instante, se preguntó
si algún necio se habría alegrado de que el khan fuera a ser
molestado. Era el tipo de malicia simplona con la que disfrutaban
los hombres del vulgo y se prometió memorizar el nombre del
mensajero. Se deleitaría imponiendo un castigo por gastar esa
broma.
Al principio, en la escasa luz del
crepúsculo, no reconoció a Batu. Guyuk no le había visto desde que
había regresado de la gran marcha hacia el oeste, y el jinete se
acercó con la cabeza gacha, al trote. Cuando Batu alzó la cabeza,
Guyuk abrió los ojos como platos. En ese instante, supo que estaba
más solo de lo que lo había estado en años. Su precioso ejército
estaba fuera de su alcance, demasiado lejos para intentar llamarle.
Vio que Batu esbozaba una siniestra sonrisa sobre su montura. Anar
le preguntó algo desde la sombra, pero Guyuk no le oyó mientras
corría hacia su propio caballo y sacaba la espada que llevaba
sujeta con correas a la silla. Su águila se revolvió, inquieta y
molesta por la presencia del desconocido. En un impulso, Guyuk
soltó el cordón que le ataba las patas antes de avanzar unos pasos
para disponer de más espacio.
—No hay por qué correr, mi señor —exclamó
Batu. Esperó hasta estar seguro de que Guyuk no iba a intentar
salir corriendo y entonces desmontó—. Esto llevaba fraguándose
mucho tiempo ya. Unos momentos más no le harán daño a nadie.
Angustiado, Guyuk vio que Batu llevaba una
espada abrochada a la cadera. Mientras la miraba fijamente, Batu
desenfundó la hoja de acero y examinó el filo.
Guyuk apretó los dedos sobre la espada con
cabeza de lobo que había heredado: una hoja de acero azulado con
empuñadura tallada. Había estado en su familia durante
generaciones, pasando de khan a khan. Al sentirla entre sus manos,
cobró fuerzas y arrojó la vaina a un lado, a la hierba.
Batu se aproximó lentamente, en perfecto
equilibrio, pisando con firmeza y aplomo en el suelo. La luz era
baja y la oscuridad se aproximaba veloz, pero Guyuk podía
distinguir el brillo de sus ojos. Entonces lanzó un grito,
despojándose de su miedo. Era más joven que Batu y había sido
entrenado por maestros en el arte de la espada. Giró los hombros
con un movimiento ligero y notó cómo una delgada capa de
traspiración brotaba en su frente cuando su corazón se aceleró. No
era ningún cordero que se dejara ser sacrificado sin luchar. Batu
pareció percibir su confianza y se detuvo, lanzando una breve
mirada a Anar. El compañero de Guyuk, conmocionado, se había
quedado inmóvil a una docena de pasos, con la boca abierta como un
pájaro sediento. Guyuk se dio cuenta con una punzada de que él
también moriría si la locura de Batu tenía éxito. Apretó la
mandíbula y levantó su espada.
—¿Vas a atacar al khan de la nación? ¿A tu
propio primo?
—No eres mi khan —contestó Batu, avanzando
un paso más—. No te he jurado fidelidad.
—Venía a verte para que prestaras ese
juramento, Batu —dijo Guyuk.
Batu volvió a pararse y Guyuk notó con
satisfacción que había logrado preocuparle. Cualquier pequeña
ventaja podía ser decisiva. Estando sin armadura, ambos sabían que
la lucha no podía durar más de unos momentos. Tal vez dos maestros
hubieran sido capaces de mantener al otro a distancia durante un
tiempo, pero, para unos guerreros normales, la longitud de los
afilados aceros que sostenían era demasiado letal. Un único tajo
podía llegar al hueso o cercenar un miembro.
Batu pasó junto al poni de Guyuk y este le
ordenó con un grito:
—¡Dale!
Batu se alejó del animal con un ágil
movimiento, temiendo que le diera una coz. Ambos habían visto los
caballos de guerra de la caballería cristiana, entrenados para
actuar como armas en la batalla. El poni de Guyuk no se movió,
pero, de improviso, el águila que descansaba en su lomo salió
disparada abriendo al máximo sus alas. Al mismo tiempo, Guyuk dio
un salto adelante, rugiendo con todas sus fuerzas.
Asustado, Batu golpeó al ave con la espada,
que cayó sobre ella en diagonal antes de que sus garras pudieran
tocarle. Las alas del animal ocultaron la herida de la vista de
Guyuk, pero la oyó chillar y se desplomó casi a los pies de su amo.
Guyuk se abalanzó hacia Batu con la espada en ristre y sintió una
ola de exultación al ver que la hoja de Batu estaba demasiado baja
para poder bloquear su ataque.
Batu se movió a un lado, sacando la espada
del maltrecho cuerpo del ave. La había herido en la espalda y,
mientras sus garras seguían arañando el aire, seguía tratando de
alcanzarle con el pico. Por un instante, el brazo de Batu se quedó
extendido. Guyuk había puesto toda su fuerza en la embestida y
apenas pudo recuperar el equilibrio, pero logró girar hacia arriba
la espada y pasar el filo por las costillas de Batu antes de
retroceder para asestar otro golpe. El ligero deel, desgarrado, se
abrió y dejó ver la sangre de la herida. Batu lanzó una maldición y
siguió moviéndose para alejarse del alcance del ave y de su
amo.
Guyuk sonrió, aunque, interiormente, estaba
furioso por el daño infligido a su águila. No se atrevió a mirar
hacia abajo, pero sus chillidos eran cada vez más débiles.
—¿Habías pensado que sería fácil? —dijo
provocando a Batu—. Soy el khan de la nación, primo. Llevo conmigo
el espíritu y la espada de Gengis. Y él no me dejará caer ante un
traidor sin ninguna posibilidad de vencer.
Sin despegar los ojos de Batu, Guyuk le
habló a su criado por encima del hombro.
—¡Anar! Coge tu caballo y vuelve al
campamento. Trae a mis vasallos. Acabaré con esta ave de rapiña
mientras espero.
Si su intención había sido provocar a Batu
para que le atacara, entonces su deseo se cumplió al instante.
Mientras Anar se dirigía hacia su yegua blanca, Batu saltó hacia
delante levantando su espada, que pareció cobrar vida en sus manos.
Guyuk avanzó su propio acero para bloquear la embestida y gruñó al
notar la fuerza del hombre que había propinado el golpe. Su
confianza se disipó de repente y dio un paso atrás antes de
reafirmar los pies para defender la posición. Un recuerdo de sus
primeras lecciones atravesó fugazmente su mente: una vez que has
empezado a retroceder, resulta muy difícil dejar de hacerlo.
La hoja de Batu se movía tan deprisa que
Guyuk no conseguía verla. Solo el entrenamiento de su infancia le
salvó cuando rechazó dos golpes más guiándose únicamente por su
instinto. Los aceros entrechocaron ruidosamente y Guyuk sintió un
agudo escozor en el antebrazo. Consternado, se dio cuenta de que ya
había empezado a jadear, mientras que Batu luchaba con la boca
cerrada, descargando tajos sobre él sin parar. Guyuk detuvo otro
ataque que le habría abierto en dos como a una cabra, pero le
dolían los pulmones, mientras que Batu parecía infatigable, y cada
vez más veloz. Guyuk sintió otra quemazón en la pierna: la punta de
la espada de Batu le había alcanzado, abriendo un profundo corte en
el músculo. El joven khan volvió a retroceder, pero le falló la
pierna y estuvo a punto de caer. No podía girarse para buscar a
Anar y todo cuanto oía era su propia respiración y el metálico
choque de las espadas. Confiaba en que su criado habría salido
huyendo. Guyuk estaba empezando a pensar que no podría vencer a ese
hombre que empleaba la espada con la misma despreocupada fuerza que
un leñador talando árboles. Continuó defendiéndose
desesperadamente, sintiendo un hilo de sangre caliente descender
por su pierna mientras trataba de disponer al menos de una
oportunidad para golpear.
No vio a Anar, que llegaba corriendo desde
un lado. La respuesta de Guyuk ante una entrada a fondo de Batu le
había obligado a adelantar mucho la espada, dejándole en una
posición vulnerable. En ese momento, Anar se abalanzó contra Batu,
haciendo que ambos cayeran dando vueltas por la hierba, y Guyuk oyó
los fuertes latidos de su propio corazón, como si el mundo se
hubiera quedado en silencio.
Anar estaba desarmado, pero intentó sujetar
a Batu cuando este se puso en pie de un salto, dándole a Guyuk una
oportunidad de atacar. Batu clavó dos veces su espada en el costado
de Anar, dos estocadas mortales que le arrebataron el aire y la
vida. Aun entonces, las manos de Anar siguieron aferrando la túnica
de Batu, haciéndole perder el equilibrio. Guyuk se adelantó, lleno
de rabia y violencia. Su primera embestida se desperdició cuando,
con un movimiento brusco, Batu utilizó a Anar como escudo, antes de
dejarlo caer. Guyuk se abalanzó con la espada apuntando hacia el
corazón de Batu, pero fue demasiado lento. La espada de Batu le
atravesó antes de que pudiera propinar el golpe. Notó cada
centímetro del metal mientras iba introduciéndose en su pecho, a
través de las costillas. Guyuk giró con la espada y, fortalecido
por su ira, intentó atrapar la hoja con las manos. Emitió un ronco
jadeo cuando la hoja le desgarró las entrañas, pero Batu no podía
sacarla. Se mantenían juntos casi como en un abrazo, demasiado
cerca como para que Guyuk pudiera hacer uso de su propia espada. En
vez de eso, golpeó la cara de Batu con la empuñadura, rompiéndole
la nariz y destrozándole los labios. Guyuk notaba que la fuerza se
le escapaba del cuerpo como el agua de un odre y sus ataques se
fueron haciendo cada vez más débiles hasta que casi no fue capaz de
levantar las manos.
La espada se le deslizó de las manos y, de
repente, se sentó: sus piernas no le sujetaban. El acero de Batu
cayó con él, todavía hundido en su pecho. Anar estaba tendido en el
suelo, ahogándose y aspirando entrecortadamente aire mezclado con
sangre. Las miradas de Guyuk y Anar se encontraron y Guyuk retiró
la vista, indiferente al destino de un sirviente.
La oscuridad fue creciendo ante sus ojos.
Sintió que Batu tiraba de la empuñadura de la espada como una
presión distante, casi sin dolor. Cuando por fin la liberó, Guyuk
notó que sus tripas y su vejiga se vaciaban. No fue un final rápido
y siguió con vida un tiempo, boqueando mecánicamente antes de que
todo el aire hubo salido de sus pulmones.
Batu se levantó y miró a su primo muerto a
través de sus ojos hinchados. Su compañero tardó aún más en morir y
Batu permaneció en silencio mientras aguardaba a que cesaran los
estrangulados estertores y se calmaran sus desesperados ojos.
Cuando ambos hubieron muerto, se dejó caer sobre una rodilla,
colocó la espada a su lado en el suelo y se llevó una mano a la
cara para comprobar el alcance de sus heridas. Un pegajoso hilo de
sangre le salía de la nariz y escupió en la hierba cuando la notó
goteando por su garganta. Su mirada se posó en la espada de Guyuk,
con la empuñadura en forma de lobo aullando. Meneó la cabeza ante
su propia codicia y recorrió los alrededores buscando la vaina. Con
movimientos rígidos, limpió la hoja antes de volver a enfundarla y
colocarla sobre el pecho de Guyuk. La túnica del khan se notaba
pesada, empapada de su sangre, que ya se estaba enfriando. Batu
tenía la espada al alcance de la mano, a su disposición, pero no
pudo cogerla.
—Mi enemigo, el khan, está muerto —murmuró
Batu para sus adentros, contemplando el semblante inmóvil de Guyuk.
Gracias a la información que le había proporcionado Kublai, había
sabido que Guyuk dejaría atrás a sus guardias y la seguridad de su
campamento. Había esperado tres preciosos días, arriesgándose a ser
descubierto por los exploradores mientras le acechaba. Durante todo
el tiempo las dudas le habían asaltado sin descanso, peores que la
sed. ¿Y si Kublai se había equivocado? ¿Y si estaba desperdiciando
los días que necesitaba para poner a su pueblo a salvo? El estado
de Batu estaba próximo a la desesperación cuando, por fin, Guyuk,
salió del campamento con su caballo.
Batu se puso en pie, sin levantar la mirada.
La oscuridad de la noche estival había llegado, aunque estaba
seguro de que había luchado apenas unos momentos. Posó la vista en
el águila muerta y sintió una punzada de remordimiento al recordar
que el linaje del ave se remontaba a la época del propio Gengis.
Estiró la espalda, creciendo unos centímetros y, al aspirar el aire
limpio, empezó a notar los golpes y las heridas que había recibido.
Pero no eran graves y se sintió fuerte. Podía sentir la vida
fluyendo por sus venas y respiró hondo, disfrutando de la
sensación. No lamentaba su decisión de enfrentarse al khan con una
espada. Llevaba también un arco y podría haber eliminado a ambos
hombres antes de que supieran siquiera que estaban siendo atacados.
En vez de hacerlo, los había matado con honor. De pronto, Batu se
echó a reír a carcajadas, alegrándose de estar vivo después de la
lucha. No sabía cómo se las arreglaría la nación sin Guyuk. No le
importaba. Su propio pueblo sobreviviría. Todavía riéndose entre
dientes, Batu restregó su espada con una zona limpia de la túnica
del criado y la enfundó antes de regresar caminando hasta su
caballo.
Los guerreros rodeaban el cuerpo de su khan,
estupefactos y silenciosos, cuando Mongke llegó con su caballo.
Mientras salía el sol, los cuervos graznaban en los árboles. Las
ramas más bajas aparecían repletas de aquellos pájaros negros y más
que uno daba saltitos sobre la hierba, abriendo las alas y lanzando
miradas ávidas a la carne muerta. Cuando Mongke desmontó, uno de
los guerreros, irritado, intentó propinarle una patada a un cuervo,
pero este alzó el vuelo antes de que pudiera alcanzarle.
Guyuk yacía donde había caído, con la espada
de su padre descansando sobre su pecho. Mongke avanzó a grandes
zancadas entre sus hombres y se asomó a mirar el cadáver del khan,
ocultando sus emociones tras la impasible expresión que todos los
guerreros tenían que aprender a adoptar. Se quedó así, mirando
durante largo tiempo, y nadie se atrevió a hablar.
—Unos ladrones se habrían llevado la espada
—dijo por fin. Su voz grave estaba ronca de ira mientras alargaba
la mano y recogía la espada, desenfundando una parte de la hoja
para ver si la habían limpiado. Su mirada recorrió los cuerpos,
deteniéndose en las manchas que exhibía la túnica del criado del
khan.
—¿No viste a nadie? —preguntó de repente
Mongke, girándose hacia el explorador más próximo a él. Temblando,
el hombre respondió.
—Nadie, señor —respondió meneando la
cabeza—. Cuando el khan no volvió salí a buscarle... Después, partí
en tu busca.
Los furiosos ojos de Mongke se clavaron en
él y el batidor retiró la mirada, aterrorizado.
—Era tarea tuya reconocer el terreno hacia
el este —dijo Mongke, con suavidad.
—Mi señor, el khan dio órdenes a los
exploradores de regresar al campamento —prosiguió el explorador sin
atreverse a levantar la vista. Estaba sudando visiblemente y un
hilillo semejante a una lágrima descendía por su mejilla. Cuando
Mongke sacó la espada con cabeza de lobo, se encogió ligeramente,
pero no retrocedió, sino que se quedó allí, con la cabeza
gacha.
El rostro de Mongke permaneció en calma
mientras se movía. Descargó el filo de la espada sobre el cuello
del explorador con todas sus fuerzas, separándole la cabeza del
tronco. El cuerpo cayó hacia delante, súbitamente lacio, mientras
Mongke retornaba junto a los cadáveres. Deseó que Kublai estuviera
allí. Por mucho que le desagradaran las ropas y las maneras Chin de
su hermano, sabía que Kublai le habría aconsejado bien en aquel
momento. Se sentía perdido. Matar al batidor apenas había
conseguido aplacar toda la rabia y frustración que sentía. El khan
había muerto. Como orlok del ejército, la responsabilidad solo
podía ser de Mongke. Se mantuvo en silencio durante largo tiempo y
luego inspiró honda y lentamente. Su padre, Tolui, había entregado
su vida para salvar a Ogedai Khan. Mongke había permanecido a su
lado hasta el final. Mejor que ningún otro, comprendía el honor y
las exigencias de su posición. No podía hacer menos que su
padre.
—He fracasado en la tarea de proteger a mi
señor, al que me ligué por juramento de lealtad —murmuró—. Mi vida
está en vuestras manos.
Uno de sus generales se había aproximado
mientras Mongke observaba el cadáver del khan. Ilugei era un viejo
guerrero, un veterano de la gran marcha de Tsubodai hacia el oeste.
Conocía a Mongke desde hacía muchos años y, al oír sus palabras,
negó de inmediato con la cabeza.
—Tu muerte no le devolverá la vida
—dijo.
Mongke se volvió hacia él y la ira le
sonrojó la piel.
—¡La responsabilidad es mía! —exclamó.
Ilugei inclinó la cabeza para evitar
sostener su mirada. Vio la espada moverse en la mano de Mongke y se
enderezó, avanzando un paso, sin dar muestra alguna de miedo.
—¿Me cortarás la cabeza a mí también? Mi
señor, debes dejar a un lado tu rabia. La muerte no es una elección
posible para ti, no hoy. El ejército solo te tiene a ti para
liderarlos. Estamos lejos de casa, mi señor. Si tú caes, ¿quién nos
liderará? ¿Adónde iremos? ¿Hacia delante? ¿A desafiar a un nieto de
Gengis? ¿A casa? Tienes que guiarnos, orlok. El khan ha muerto, la
nación no tiene líder. Está indefensa, rodeada de una jauría de
perros salvajes. ¿Estallará el caos, la guerra civil?
A regañadientes, Mongke se obligó a sí mismo
a pensar más allá de los inmóviles cuerpos que reposaban en el
claro del bosque. Guyuk no había vivido el tiempo suficiente para
darles un heredero. Sabía que había una esposa en Karakorum.
Recordaba vagamente haber conocido a la joven, pero no conseguía
que su nombre le viniera a la mente. Se dio cuenta de que ya no
importaba. Pensó en su madre, Sorhatani, y fue como si oyera su voz
en su oído. Ni Batu ni Baidar contaban con el respaldo del
ejército. Como orlok, Mongke estaba perfectamente situado para
hacerse con el mando de la nación. Al pensarlo, se le aceleró el
corazón y se ruborizó como si todos los que le rodeaban pudieran
oírle. Nunca había soñado con ese puesto, pero la realidad se había
presentado ante él en forma de esos cadáveres que yacían
espatarrados a sus pies. Observó el rostro de Guyuk, tan laxo y
pálido, sin una gota de sangre.
—He sido leal —le susurró Mongke al cadáver.
Pensó en las desenfrenadas fiestas que Guyuk había celebrado en la
ciudad y en cuánto le habían asqueado. Conociendo sus gustos,
Mongke nunca se había sentido realmente cómodo con Guyuk, pero todo
eso había quedado atrás. Se esforzó en darle forma a una visión del
futuro, tratando de imaginársela. Una vez más, deseó que Kublai
estuviera allí en vez de a más de mil kilómetros, en Karakorum.
Kublai sabría qué había que hacer, qué había que decirles a los
hombres.
—Pensaré sobre ello —le contestó Mongke a
Ilugei—. Haz que amortajen el cadáver del khan y que lo preparen
para viajar —miró hacia el cuerpo destrozado del sirviente de
Guyuk, fijándose en la marea de sangre seca que había manado de su
boca. De pronto, tuvo una inspiración y volvió a hablar.
—El khan murió como un valiente, luchando
contra su atacante. Haz que los hombres lo sepan.
—Entonces, ¿dejo aquí el cadáver de su
asesino? —preguntó Ilugei con los ojos brillantes. A nadie le
gustaba más una mentira que a un guerrero mongol. Incluso podría
haber sido cierto, aunque se preguntaba cómo un moribundo podría
haber limpiado la espada de Guyuk y haberla colocado con tanto
cuidado sobre su pecho.
Mongke lo meditó unos instantes y luego negó
con la cabeza.
—No. Que lo descuarticen y arrojen los
pedazos en una de las letrinas. Démosles un festín a las moscas y
al sol.
Al oír la orden, Ilugei hizo una reverencia
solemne. Le parecía haber visto el brillo de la ambición encenderse
en los ojos de Mongke. Estaba seguro de que no rechazaría el
derecho de ser khan, independientemente de cómo hubiera llegado a
sus manos. Ilugei había sentido un hondo desprecio por Guyuk y
pensar en Mongke liderando la nación era un alivio para él. No le
gustaban las insidiosas influencias Chin que habían pasado a ser
una parte tan importante de la cultura de la nación. Mongke
gobernaría como Gengis lo había hecho, como un khan mongol
tradicional. Ilugei se esforzó para no sonreír, aunque su corazón
exultaba de júbilo.
—Como desees, mi señor —dijo, con voz firme
y templada.