XV
EL calor y la sed atormentaban
a Hulegu mientras cabalgaba hacia el norte. El grueso de su
ejército había partido sin él para poner sitio a Bagdad. El centro
del islam era una poderosa ciudad junto al río Tigris y sabía que
no caería rápidamente. La decisión había sido difícil, pero había
pensado que su desvío hacia el baluarte de Alamut sería una
operación veloz, que le costaría tan poco como aplastarle la cabeza
a una serpiente con el tacón antes de sumergirse en el trabajo de
verdad. Sin embargo, llevaba cientos de kilómetros sufriendo a
través del país más hostil que había visto jamás. El sol había
despertado en él una furia latente que parecía llevar semanas
fraguándose en su interior. Levantó la vista, cubriéndose los ojos
con la mano para observar las montañas, y vio nieve en la cumbre de
un pico conocido como el Trono de Salomón. En algún lugar de
aquellos remotos riscos se encontraba la fortaleza más poderosa de
los Asesinos Ismaelitas.
Hacía mucho que las últimas ciudades y
pueblos habían quedado atrás. Sus guerreros atravesaron una llanura
abrasadora, pasaron por una superficie de rocas sueltas y derrubio
que dejó cojos a muchos de sus caballos. En un lugar así no había
pasto en absoluto y Hulegu había perdido bastante tiempo buscando
la forma de obtener grano y agua para los hombres y los animales.
Originalmente, tres tumanes le habían acompañado al norte, pero,
cuando vio lo desolado que era el terreno, había ordenado a uno de
ellos que regresara a Bagdad y a otro que actuara como un cuerpo de
relevos para garantizar el suministro de agua. No tenía ningún
deseo de ver cómo sus mejores monturas morían de sed. Sin embargo,
Hulegu no se dejó disuadir por las dificultades. Si acaso, le
reafirmaron en su decisión. Ninguna meta debería conseguirse
fácilmente, se dijo. El sufrimiento engendra valor.
En otra época, Gengis había prometido
aniquilar a la secta de los Asesinos. Tal vez el gran khan creyera
incluso que lo había logrado, pero habían sobrevivido, como las
malas hierbas entre las rocas. Cuando Hulegu recorrió con la vista
el tumán que le quedaba, se sentó más erguido en la silla,
mostrando claramente su orgullo. Había crecido con las historias de
Gengis y enfrentarse a uno de sus antiguos enemigos en el campo de
batalla le resultaba más que satisfactorio. Ordenaría que sus
apreciadas fortalezas fueran derruidas, convertidas en unos
ennegrecidos bloques de piedra en medio de los valles. Hulegu se
prometió a sí mismo que, cuando se marchara de allí, solo las
serpientes y los lagartos se arrastrarían por donde los Asesinos
habían caminado. Bagdad no caería en la siguiente estación. Tenía
tiempo para poner fin a ese asunto personal entre su familia y los
musulmanes que habitaban en Alamut.
Tres guías conducían a los tumanes a través
de la planicie, reclutados a punta de cuchillo en el último pueblo
por el que habían pasado. Hulegu tenía exploradores y espías
repartidos por el país para recabar información, pero ninguno de
ellos había sido capaz de facilitarle la ubicación exacta de la
fortaleza. Incluso las cartas que había intercambiado con los
Asesinos habían llegado a través de importantes mercaderes de las
ciudades, llevadas por sus propios jinetes. La mejor información de
la que disponía le había revelado la cordillera de montañas donde
se encontraba y nada más. Incluso eso le había costado una fortuna
en plata y todo un día dedicado a torturar a un hombre que había
sido entregado por los suyos. No importaba. Hulegu siempre había
sabido que tendría que llegar hasta aquella zona para darles caza.
Preguntaba constantemente a los guías, pero todo cuanto hacían era
pelearse entre sí en árabe y encogerse de hombros mientras
señalaban a las montañas. No se habían topado con ningún ser vivo
en mucho tiempo cuando sus batidores, cuyos caballos estaban
cubiertos de un sudor espumoso, se presentaron ante él.
Al verles abriéndose paso hasta él a través
de las primeras filas del tumán, Hulegu frunció el ceño. A pesar de
la distancia, podía percibir su urgencia en el modo en que montaban
sus caballos y, como estaba habituado a hacer, se obligó a mantener
una expresión impasible.
—Mi señor, hay unos hombres más adelante
—dijo el primer explorador. Se tocó la frente, los labios y el
corazón con la mano derecha en señal de respeto—. A unos veinte
kilómetros, quizá algo más. Solo veía ocho caballos y una amplia
tienda de seda, así que me acerqué mientras mi compañero se
mantenía fuera de su alcance, listo para regresar hasta ti.
—¿Has hablado con ellos? —preguntó Hulegu.
Bajo la armadura, gotas de sudor rodaban por su espalda, pero su
humor mejoró al pensar que tenía que estar cerca si había hombres
congregándose en la falda de las colinas para esperarle. El
explorador asintió.
—El líder dijo que era Rukn-al-Din, señor.
Afirmó tener autoridad para hablar en nombre de los Ismaelitas. Me
pidió que te informara de que había una tienda fresca y unas
bebidas preparadas para ti, mi señor.
Hulegu se puso a reflexionar, arrugando el
entrecejo. No le apetecía especialmente sentarse a hablar con
hombres que negociaban con la muerte. Desde luego no podía ni comer
ni beber con ellos. Del mismo modo, no podía permitir que sus
guerreros notaran que tenía miedo de un grupo tan reducido de
hombres.
—Dile que iré —contestó. El explorador se
alejó al trote a través de las líneas para conseguir un caballo
descansado y Hulegu convocó al general Ilugei, saludándole con una
inclinación de cabeza cuando le vio aproximarse.
—Han preparado un lugar para que nos
reunamos, general. Quiero que lo rodees, para que entiendan las
consecuencias de una posible traición. Iré allí, pero si no vuelvo,
quiero que los destruyas por completo. Si caigo, Ilugei, quiero que
dejes una marca en su historia para que sean conscientes de su
error. ¿Entiendes? No por mí, sino por los que vendrán después de
mí.
Ilugei inclinó la cabeza.
—Como desees, mi señor, pero no conocen tu
cara. Déjame ir en tu lugar para ver cuáles son sus intenciones. Si
planean quitarte la vida, déjame ser yo quien les haga salir de su
escondite.
Hulegu lo meditó unos instantes, pero luego
negó con la cabeza. Sentía cómo se le removía en el estómago un
gusano de miedo y eso le enfurecía, haciéndole arder por dentro
tanto como le abrasaba el calor del día. No podía frenar ese miedo,
pero podía hacerle frente.
—Esta vez no, Ilugei. Los Asesinos confían
en el temor que infunden. Es parte de su poder, puede que incluso
su esencia. Con unas pocas muertes cada año, provocan el terror en
todos los hombres. No les daré eso, no lo obtendrán de mí.
Rukn-al-Din, vestido con unas túnicas
ligeras, daba pequeños sorbos de una bebida enfriada con hielo. Si
el general mongol no se presentaba pronto, toda la preciosa reserva
que había traído de las cumbres se derretiría. Echó un vistazo al
goteante bloque blanco que habían situado en un cubo de madera a su
lado e indicó con un gesto que le añadieran unas cuantas virutas
más a la bebida. Al menos, podía disfrutar del lujo mientras
aguardaba.
Los mongoles seguían cabalgando en torno a
su pequeño grupo, formando un muro móvil de hombres y caballos.
Durante medio día, se habían divertido gritando y lanzando
chillidos de miedo fingido mientras los hombres de Rukn los
ignoraban por completo. Situar en posición a diez mil guerreros
llevaba su tiempo y Rukn se preguntó si vería al hermano del khan
antes de la puesta de sol. No había ninguna fuerza oculta que los
mongoles pudieran descubrir, aunque no tenía ninguna duda de que
desperdiciarían sus energías registrando minuciosamente las colinas
que los rodeaban. Por milésima vez repasó las ofertas que podía
hacer en nombre de su padre. No era una lista demasiado larga. Oro
y, en segunda instancia, una fortaleza, ofrecida de tal modo que
pareciera que se la estaban arrebatando. Rukn frunció el ceño
deseando que su padre estuviera allí para llevar a cabo la
negociación. El anciano era capaz de vender su propia sombra en
pleno mediodía, pero Rukn sabía que había una posibilidad de que no
sobreviviera a la reunión. Los mongoles eran impredecibles, como
niños enfadados armados con espadas. Podían tratarle con honor y
cortesía o simplemente cortarle la garganta y seguir adelante con
absoluta indiferencia. A pesar de la brisa de la tarde y la fresca
bebida, Rukn notó que, después de todo, estaba transpirando. No
sabía qué hacer si sus ofertas eran rechazadas. Nadie había contado
con que los mongoles aparecieran por esa zona, cuando fuentes
fidedignas le habían informado de que se dirigían hacia Bagdad, a
cientos de kilómetros de distancia. Ni siquiera la barrera natural
de la árida planicie parecía haberles retrasado apenas y Rukn se
dio cuenta de que estaba asustado. Antes de la puesta del sol,
podía haberse convertido en otro cadáver esperando a ser reclamado
por el polvo.
Al principio, no se percató de que Hulegu
había llegado. Rukn-al-Din estaba acostumbrado a la grandiosidad de
los califas y esperaba al menos algún tipo de séquito, de
fanfarria. Por el contrario, un guerrero polvoriento desmontó en
medio de otros muchos como él. Rukn le observó, notando la
extraordinaria anchura de sus hombros cuando se detuvo a hablar con
dos o tres de los que le rodeaban. A los mongoles les encantaba la
lucha, una de las escasas costumbres civilizadas que tenían.
Rukn-al-Din se estaba preguntando si podría lograr que el hermano
del khan se interesara en un desafío con uno de los suyos cuando
vio que ya estaba avanzando hacia la tienda con grandes zancadas.
Se levantó, dejando a un lado su bebida.
—Salaam alaikum.
Te doy la bienvenida. Supongo que eres el príncipe Hulegu, hermano
de Mongke Khan. Soy Rukn-al-Din, hijo de Suleimán-al-Din.
Su intérprete tradujo sus palabras del árabe
a la áspera lengua mongola y, mientras le escuchaba, Hulegu lanzó
una breve mirada a Rukn, que eligió ese momento para hacer una
profunda reverencia. Su padre se lo había ordenado, aunque a Rukn
le había molestado incluso imaginarse haciéndola. El guerrero le
miró con frialdad y Rukn observó cómo sus ojos se movían de un lado
para otro revisando el interior de la tienda, absorbiendo todos los
detalles. Hulegu todavía no había entrado en la tienda en sombra.
Permanecía en el umbral, estudiando el interior con una mirada
hostil, mientras sus diez mil continuaban armando un escándalo
espantoso a su alrededor. La luz del sol poniente iluminaba el
polvo, que flotaba en el aire en espirales girantes. Rukn se
esforzó por mantener la calma.
—Tendrás sed, mi señor —continuó Rukn,
confiando en no estar exagerando con los títulos y los honores—.
Por favor, siéntate a la sombra. Mis hombres han traído hielo para
que estemos frescos.
Hulegu gruñó. No confiaba en el hombre de
débiles facciones que tenía delante, hasta el punto de resistirse a
revelar que comprendía su lengua. Pensó en la oferta de Ilugei de
ir a la reunión en su lugar y se preguntó si aquel desconocido
sería quien decía ser. Presionado por la palma abierta de Rukn,
Hulegu se relajó lo suficiente para entrar. Frunció el ceño al ver
que la silla que le habían destinado tenía el respaldo de espaldas
a los criados de Rukn y, con sequedad, dio una orden a sus hombres.
Uno de los oficiales mongoles, que irradiaba peligro en todos sus
movimientos, con paso tranquilo, penetró tras él en la tienda. Rukn
se mantuvo inmóvil mientras la silla era arrastrada por el suelo
alfombrado hasta ser situada contra la pared de seda. Por fin,
Hulegu se sentó y despidió con un gesto a su hombre y al criado que
sostenía una bandeja de vasos altos.
—Os dije que destruyerais vuestras
fortalezas —dijo Hulegu. Colocó las manos en las rodillas,
sentándose muy recto y listo para levantarse de un salto—. ¿Lo
habéis hecho?
Rukn se aclaró la garganta y dio un sorbo a
su bebida mientras el intérprete hablaba. No estaba habituado a que
los negocios se discutieran de forma tan abrupta y se puso
nervioso. Había planeado iniciar una negociación que duraría toda
la noche y quizá la mayor parte del día siguiente, pero bajo esa
cruel mirada, se encontró balbuceando parte de sus promesas a toda
prisa, mientras las advertencias de su padre se deshacían en su
mente como el hielo de su bebida.
—Me han dicho, señor, que empezaremos a
trabajar en el castillo de Shirat la próxima primavera. A finales
del año que viene habrá desaparecido y podrás decirle a tu khan que
te hemos obedecido.
Hizo una pausa para permitir al intérprete
que tradujera, pero al final de la traducción Hulegu no dijo nada.
Rukn se esforzó por encontrar palabras para continuar. Su padre le
había dicho que les hiciera comprender a los mongoles que derruir
miles de toneladas de piedra tallada era una tarea que llevaba
meses. Si aceptaban la oferta, la obra sería retrasada una y otra
vez. Se invertiría mucha energía y esfuerzo, pero el castillo
tardaría años en ser demolido. Tal vez para entonces el distante
khan se hubiera roto el cuello o el gran ejército de Hulegu hubiera
encontrado otros blancos sobre los que dirigir su saña.
—Shirat está situada en lo alto de las
montañas, señor. No es fácil derruir algo que se ha mantenido en
pie durante milenios. Sin embargo, entendemos que querrás informar
al khan, tu hermano, de que has tenido éxito. Hemos preparado
algunos regalos para él, suficiente oro y joyas como para llenar
una ciudad —por primera vez, vislumbró un destello de interés en
los ojos de Hulegu y se tranquilizó en parte.
—Enséñamelos —dijo Hulegu, y su petición fue
traducida con un breve sonido por el intérprete.
—Mi señor, no están aquí. Tú y yo
respondemos ante señores más poderosos. Yo soy solo un emisario de
mi padre, como tú hablas en nombre de tu khan. No obstante, me ha
autorizado a ofrecerte cuatro mil pequeños lingotes de oro, así
como dos cofres de dinares. —El mero hecho de pronunciar esas
palabras hizo que Rukn-al-Din volviera a sudar. Las cantidades eran
enormes, suficientes para fundar una pequeña ciudad. Por su parte,
el mongol le siguió mirando fijamente sin más, mientras el
intérprete traducía sus palabras en tono monótono.
—Aceptáis tributo de vuestros aliados,
¿verdad? —preguntó Rukn, presionándole. Hulegu aguardó
pacientemente a que acabara la traducción.
—No. Aceptamos tributos de aquellos que nos
sirven —replicó Hulegu—. Has hablado, Rukn-al-Din. Has dicho lo que
te habían ordenado decir. Ahora escúchame —hizo una pausa mientras
el intérprete hablaba, sin dejar de observar atentamente a Rukn—.
Lo que me interesa es el centro del islam, la ciudad de Bagdad. Voy
a tomar ese lugar, ¿lo entiendes?
Rukn asintió, incómodo, al oír las
palabras.
—En comparación con eso, tu padre y tu secta
tienen muy poca importancia para mí. Por el honor de mi abuelo, me
habría gustado verlos reducidos a cenizas, pero me has ofrecido oro
y amistad. Muy bien, aceptaré el doble de la suma en oro y la
destrucción de dos de vuestras fortalezas. Aceptaré un juramento de
lealtad de vuestra secta a mi familia y a mí —dejó que el traductor
llegara hasta el final para observar la reacción de Rukn-al-Din—.
Pero no te daré mi palabra. Como tú mismo has dicho, ambos tenemos
que responder ante alguien. Cuando regrese junto a mi hermano, me
preguntará si he hablado con Suleimán. No se dará por satisfecho
con ninguna otra cosa, ¿entiendes? Puede haber paz entre nuestras
familias, pero solo cuando haya hablado con Suleimán. Llévame a
Alamut para que me reúna con él.
Rukn luchó para disimular su placer. Había
temido que el mongol rechazara todas sus ofertas, incluso que
llegara a matarle en su propia tienda. Pero un zarcillo de sospecha
se introdujo en su alegría. El líder mongol podría considerar
ventajoso hacer avanzar su ejército hasta el antiguo bastión. Rukn
no sabía si los guías de aquel hombre podrían siquiera encontrarlo
por sí solos. Pensó en la inexpugnable fortaleza, a la que se
accedía por un único sendero a través de una escarpada pared de
roca. Bueno, que se acercaran y alzaran la vista hacia ella. Los
proyectiles de sus catapultas y cañones no alcanzarían una altura
tan grande. Podían rugir y bramar durante un siglo al pie de la
cumbre y no conseguir entrar jamás.
—Haré como dices, mi señor. Ordenaré a un
mensajero que se adelante a avisar y te daremos la bienvenida como
amigo y como aliado —su mirada se tornó astuta y, meneando la
cabeza con pesar, dijo—: en cuanto al oro, no creo que haya tanto
en el mundo entero. Si aceptas la primera parte como regalo, estoy
seguro de que el resto podríamos ir enviándotelo cada año como
tributo.
El líder mongol sonrió por primera vez. No
parecía que el joven se hubiera dado cuenta todavía de que su vida
estaba en manos de Hulegu.
Suleimán respiró hondo, deleitándose en el
olor a excremento de ovejas que flotaba en el claro y limpio aire.
El diminuto prado situado en el extremo más lejano de Alamut era un
milagro producto de un raro ingenio, un testamento de la habilidad
y visión de sus antepasados. Unos arbolitos daban sombra al rebaño
y, a menudo, Suleimán se dirigía hacia allí cuando necesitaba
pensar en paz. El prado no ocupaba ni una hectárea en total, lo
justo para sustentar a una docena de ovejas y seis cabras. Bajo la
luz del sol, tenían un aspecto rollizo y la piel reluciente, y su
permanentes balidos eran un bálsamo para su alma. Algunas de ellas
se aproximaron al verle, sin miedo, confiando en recibir algún
alimento y él les sonrió, enseñándoles las manos vacías. En el
fondo de su corazón, siempre se había considerado un pastor, tanto
de hombres como de animales.
Paseó por la tupida hierba hasta alcanzar la
escarpada pared de roca que había en uno de los lados del prado y
recorrió su superficie con los dedos. Había allí una pequeña
cabaña, con sacos de pienso para el invierno y unos grises bloques
de sal para que los lamieran los animales. Comprobó el estado de
los sacos con cuidado, asegurándose de que no tuvieran moho, que
podría ser venenoso para su precioso rebaño. Durante un tiempo,
transportando los sacos a una zona de luz y comprobando su
contenido, se olvidó de todo lo demás. En un lugar así, costaba
creer que se enfrentaba a la completa aniquilación de su
clan.
Era difícil negociar con alguien cuyo solo
deseo parecía ser destruirle. Suleimán deseó que su hijo regresara
con algo, pero no confiaba mucho en que fuera así. El líder mongol
insistiría en ver Alamut y, una vez que conociera el camino a
través del laberinto de valles y senderos, pondría sitio a la
fortaleza y empezaría a matarlos de hambre. Suleimán observó con
pesar su pequeño prado. Los animales no podrían sustentar a su
pueblo demasiado tiempo. Rara vez había más de sesenta o setenta
hombres en el bastión de Alamut, con aproximadamente el mismo
número de criados. Siempre había sido una comunidad reducida,
incapaz de sobrevivir sin el pago en oro por sus trabajos. No podía
resistirse a los mongoles por la fuerza, del mismo modo que su
padre no habría podido vencer a Gengis por la fuerza. Suleimán hizo
una mueca cuando se dio cuenta de que no le quedaban alternativas.
Tres de sus hombres se hallaban fuera, en el mundo, ocupándose de
encargos cuyo pago estaba esperando. En silencio, enumeró los
nombres de los mercaderes cuyo asesinato les había encomendado. No
volvería a saber nada de sus hombres hasta que el trabajo estuviera
hecho. Otros dieciocho estaban en plena forma en Alamut, entrenados
en los métodos del asesinato sigiloso. Era tentador enviarles a
todos fuera, pero la realidad era que lo único que conseguiría con
eso es que se entorpecieran los unos a los otros. Su entrenamiento
nunca les había preparado para ningún tipo de ataque en masa. Todo
lo que les habían enseñado se centraba en lograr acercarse sin ser
vistos y asestar un único golpe, ya fuera con la mano o con un
arma. En sus días de juventud, Suleimán había despachado a un
acaudalado mercader simplemente drogando su vino y luego cerrándole
la boca y la nariz con las manos mientras dormía. No había quedado
ninguna marca en su cuerpo y todavía era considerado un ejemplo
cuasiperfecto de su oficio. Suspiró, recordando tiempos mejores.
Los mongoles no tenían respeto por la tradición y, por lo visto,
tampoco temían las represalias a las que podrían enfrentarse. Sus
Asesinos tendrían que ser enviados contra el propio khan, quizá
mientras Alamut soportaba el sitio al que sin duda la someterían.
Suleimán estaba seguro de que la ira del khan se encendería si su
hermano caía, independientemente de cómo lo disfrazaran. El anciano
calculó mentalmente los tiempos de viaje, intentando encontrar la
mejor estrategia para acabar con los dos. Todavía confiaba en poder
sobornarlos o engañarlos, pero su papel como pastor de su rebaño
implicaba que tenía que planificar todas las posibilidades.
Sumido en sus pensamientos, Suleimán no vio
a Hasan salir de detrás de la sombra de la cabaña. Suleimán miraba
hacia el prado, cubriéndose los ojos con la mano para protegerse de
los últimos rayos del sol. De repente, el joven se abalanzó como
una flecha sobre él y le golpeó la sien con una piedra plana. Sonó
un crujido y Suleimán gritó de sorpresa y de dolor. Se tambaleó
hacia un lado y, con la visión desenfocada, estuvo a punto de caer
en cuclillas. Pensó que se trataría de una roca que había caído de
lo alto del muro de piedra y seguía aturdido, palpándose la cara en
busca de sangre, cuando Hasan volvió a golpearle, haciéndole caer
al suelo.
Suleimán reconoció el sabor de la sangre que
resbalaba por su garganta desde su destrozada boca. Alzó la mirada,
atontado y atónito, incapaz de comprender qué estaba sucediendo.
Cuando reconoció a Hasan, de pie a su lado, su vista se posó en la
piedra manchada de rojo que el joven todavía sostenía en la
mano.
—¿Por qué, hijo mío? ¿Por qué haces algo
así? ¿Es que no he sido como un padre para ti? —le preguntó,
atragantándose. Se percató de que Hasan, que jadeaba como un perro
bajo el sol del desierto, era presa de un torbellino de emociones.
Parecía horrorizado ante lo que había hecho y, cuando el mundo dejó
de girar, Suleimán levantó una mano hacia él.
—Ayúdame a ponerme en pie, Hasan —le dijo
con voz amable.
El joven se adelantó y, por un momento,
Suleimán creyó que iba a hacer lo que le pedía. En el último
instante, Hasan volvió a levantar la piedra y a dejarla caer en un
tremendo golpe sobre la frente de Suleimán, rompiéndole la bóveda
craneal. A partir de entonces ya no supo nada más, y no oyó cómo el
tonto se alejaba llorando hacia la fortaleza.
Hulegu tenía que admitir que Alamut le había
impresionado. La fortaleza estaba construida en una piedra
diferente de la de las montañas que la circundaban. No podía ni
imaginarse el arduo trabajo que había supuesto transportar cada
bloque hasta esa grieta en las rocas, ampliar la hendidura con
martillos y cinceles, para luego poner piedra sobre piedra hasta
que pareciera que el baluarte había aflorado del propio
paisaje.
Levantó la cabeza para observarlo bien y fue
estirando más y más el cuello hacia atrás. En la posición de
elevación máxima, sus cañones no podrían más que arañar su
superficie y sus letales misiles rebotarían sin fuerza contra los
muros. No contaba con ninguna otra arma que pudiera llegar siquiera
hasta la fortaleza desde el valle y sus ojos identificaron un único
sendero que llevaba hasta la pared de roca. No podrían asaltar las
puertas. Dudaba de que más de dos hombres pudieran situarse frente
a ellas sin que alguien se despeñara y encontrara la muerte cientos
de metros más abajo.
Habían tardado muchos días en alcanzar la
fortaleza y Hulegu sabía que le habría costado infinitamente
encontrarla sin Rukn-al-Din. Sí, sus diez mil guerreros podrían
haber cubierto todos los valles y caminos cortados de la zona, pero
habrían invertido meses. Sus tres guías parecían tan impresionados
como los mongoles y Hulegu sospechaba que solo el terror les había
hecho prometerle que conseguirían hallar el camino de
entrada.
Se había producido un ligero desencuentro
con Rukn-al-Din después de su primera reunión. El joven ismaelita
había insistido en que solo un guardia de honor acompañara a Hulegu
en el último tramo. Hulegu volvió a esbozar una sonrisa al
recordarlo. Para negociar, un hombre necesitaba poseer alguna
ventaja y Rukn no tenía ninguna. Hulegu no había hecho más que
describir las numerosas formas en que se podía torturar a un hombre
para sacarle la información que se necesitaba y Rukn se había
callado. Ya no cabalgaba con tanto orgullo, charlando con los
hombres que le rodeaban. Sus compañeros y él se habían dado cuenta
de que eran poco más que prisioneros, a pesar de todas las promesas
que se habían hecho.
Y, sin embargo, fue la propia Alamut la que
melló la confianza hasta entonces completa de Hulegu. Su ejército
meridional estaba descendiendo hacia Bagdad y no quería tener que
imponer un sitio que podría llevar dos años o más. Cuando llegó al
inicio del sendero, vio que había varios hombres bajando por él,
posiblemente con algún mensaje del padre de Rukn. Hulegu miró con
irritación los empinados escalones y, en un impulso, ordenó a uno
de sus hombres que los subiera a caballo. Albergaba una vaga
esperanza de que los pequeños caballos mongoles pudieran subirlos
sin perder el equilibrio. Conocían las montañas de la patria y eran
animales ágiles.
Hulegu observó con interés cómo el solitario
jinete guiaba a pie a su montura hasta la primera curva, a casi
cien metros por encima de sus cabezas. Oyó a sus oficiales
intercambiar apuestas en susurros y, de pronto, uno de ellos lanzó
una maldición y Hulegu se protegió los ojos con la mano para mirar
hacia arriba.
El caballo y el jinete se estrellaron contra
el suelo un momento después, y el estrépito resonó en las colinas
que los rodeaban. Ninguno de los dos sobrevivieron a la caída y
Hulegu maldijo entre dientes mientras Ilugei, contento, recogía
monedas de plata de los demás oficiales.
Los hombres que descendían se habían
detenido, asomándose al borde y haciéndose gestos antes de
continuar. Cuando por fin llegaron al terreno llano, ambos estaban
manchados de polvo y de sudor. Con prisas, se inclinaron ante los
mongoles oficiales mientras sus ojos buscaban a Rukn-al-Din. Hulegu
desmontó y se acercó hacia ellos en el momento en que hacían una
reverencia ante el joven.
—Amo, tu padre ha muerto —oyó que decía uno
de ellos. Rukn lanzó un sonoro grito de angustia y dolor y Hulegu
se rio entre dientes.
—Parece que será el nuevo amo de Alamut
quien me mostrará el camino hasta la fortaleza, Rukn-al-Din. Mis
hombres irán delante. Mantente cerca de mí. No quiero que te caigas
y te mates en este momento de dolor.
Rukn-al-Din le miró boquiabierto, con la
mirada apagada por la desesperación. Su espalda se encorvó al oír
las palabras de Hulegu y empezó a caminar como hipnotizado,
siguiendo a los primeros hombres que se disponían a recorrer el
camino hasta la elevada fortaleza.