XLI

 

CUANDO avistó a cuatro tumanes cabalgando a máxima velocidad hacia él, Kublai dio gracias por las erróneas decisiones de su hermano. El gran general Tsubodai había empleado en una ocasión el mismo sistema: cinco dedos extendidos sobre el terreno para localizar a sus enemigos. Era una formación poderosa contra los lentos soldados de infantería. Contra los tumanes que él comandaba, era una debilidad. Su hermano había formado una columna dividida de ciento cincuenta kilómetros de largo con el fin de cubrir más territorio. Kublai y Uriang-Khadai habían atacado el extremo de la línea de barrido y, cuando la columna giró para enfrentarse a ellos, Kublai consiguió recorrerla en dirección descendente, presentando casi doce tumanes contra cada grupo de combate cuando estos fueron llegando hasta él. Arik-Boke podía ordenar un alto y hacer que sus tumanes se reunieran, pero hasta que lo hiciera, sus guerreros eran vulnerables a la mera ventaja de los números y a la abrumadora superioridad de su fuerza.
En conjunto, incluso después de masacrar a los hombres de Alandar, el ejército de Arik-Boke superaba en mucho al de Kublai y Uriang-Khadai. Esa desventaja disminuiría a medida que fueran cortando la serpiente rodaja a rodaja. En su cabeza, Kublai revisó sus planes por enésima vez, buscando una vez más alguna forma de mejorar sus probabilidades. No necesitaba comprobar si Uriang-Khadai estaba en posición. El orlok tenía más experiencia que nadie que Arik-Boke pudiera llevar a la batalla y sus tumanes lo demostraban en la fluidez y precisión con que se desplazaban en grupo por el terreno.
El segundo bloque de los tumanes de su hermano estaba demasiado lejos para que Kublai pudiera oír sus cuernos, pero, al otro lado de la vasta llanura de verde hierba, podía verlos empezando a maniobrar y adoptar formaciones de batalla, reaccionando ante su presencia. Frunció el ceño al sentir el azote del viento en la cara y comprobó la posición del sol. El suave crepúsculo gris duraba varias horas en esa época del año, pero podría no ser suficiente. Odiaba la idea de tener que retirarse antes de que la contienda hubiera concluido, pero no podía dejar que le retuvieran en un punto. Todas sus maniobras perseguían reducir la movilidad de su hermano y, a la vez, incrementar la suya. No podía quedar atrapado en la oscuridad, con unos ejércitos avanzando hacia su posición.
Contra los hieráticos soldados Song, habría mantenido sus órdenes finales hasta el último momento, cuando fuera demasiado tarde para que el enemigo pudiera reaccionar ante ellas. En la situación actual, los tumanes mongoles a los que se enfrentaba podían maniobrar y responder tan rápidamente como los suyos. Aun así, contaba con la superioridad numérica. Mientras Uriang-Khadai mantenía el orden, envió a sus hombres hacia delante en una columna, de modo que ambos contingentes parecían dos ciervos corriendo el uno hacia el otro para entrechocar su cornamenta. Cuando se encontraba a kilómetro y medio, con el corazón batiendo en el pecho con violencia, sintió la urgencia de dar la orden definitiva, pero se contuvo. Los tumanes de Arik-Boke avanzaban con fluidez, moviéndose con celeridad de un lado a otro mientras se aproximaban. No sabía quién los lideraba, o si Alandar había alcanzado la aparente seguridad de sus filas. Kublai deseó que lo hubiera conseguido, con la esperanza de hacerle salir corriendo dos veces en el mismo día.
A ochocientos metros, solo los separaban sesenta latidos. Kublai dio la orden en el mismo momento en que vio a los tumanes enemigos abriéndose para envolver la cabeza de su columna. Sonrió al viento mientras Uriang-Khadai y sus generales adoptaban la misma formación. Ambas cabezas de martillos se ensancharon, pero Kublai tenía más tumanes y podía imaginar cómo los veía el enemigo desde su punto de vista, desplegados como alas a su espalda, extendiéndose más y más a medida que el total de sus fuerzas quedaba revelado.
Un instante después, las flechas volaron desde ambos bandos. Al ser tan amplias, las líneas podían hacer uso de numerosos arcos y decenas de miles de proyectiles se elevaron en el aire: hombres que habían sido entrenados para ello toda su vida dispararon una flecha tras otra exactamente cada seis latidos. Por primera vez, Kublai sintió lo que era ser sometido a ese aluvión de rabia y tuvo que esforzarse para no encogerse ante la zumbante amenaza. Las descargas emergían con la cadencia de un tambor de guerra, cruzándose entre sí en el aire. Podía oírlas golpear contra la carne y el metal, podía oír los gemidos y los gritos de los guerreros brotando a su izquierda, a su derecha y delante. Su propia posición, en la cuarta fila, no estaba libre de peligro, y varias saetas iniciaron su arqueado descenso al pasar por encima de sus cabezas, cayendo sobre ellos. No obstante, sus líneas, más anchas, podían responder con miles de flechas más y, con los guerreros disparando hacia dentro, sin preocuparse apenas de apuntar contra tantos blancos, el cielo estaba más negro de su lado.
Las primeras descargas abrieron agujeros en las veloces filas del frente; la segunda y la tercera derribaron a hombres y caballos, haciendo que los que los seguían se tropezaran y cayeran sobre ellos. A ambos lados, la tormenta de flechas atravesaba las armaduras. Hacía mucho que los pesados escudos que Kublai había cogido en Samarcanda habían quedado atrás, en el valle en el que habían derrotado a Orlok Alandar, donde estarían acumulando óxido. Había merecido la pena probar esa táctica, pero la verdadera fuerza de sus tumanes residía en los arqueros, en el terrible poder de los arcos de cuerno y abedul, tendidos con un anillo de pulgar de hueso y disparados en el momento mismo en que los cuatro cascos de la montura abandonaban el suelo. La cuarta descarga fue brutal, el aire estaba tan saturado de proyectiles que les parecía que costaba respirar. Miles fueron alcanzados en los dos bandos y muchos caballos se derrumbaron, heridos y, al caer girando velozmente sobre sí mismos, estrellaron a sus jinetes contra el suelo con una violencia potencialmente letal.
Los tumanes de Kublai mantenían la formación mejor que sus oponentes. Habían pasado años guerreando contra los Song, contra bosques de ballestas y picas enemigas. Las líneas estaban más amontonadas donde la lluvia de flechas había arreciado más, pero el resto se abrió paso sin aminorar apenas la velocidad. En los últimos momentos antes del impacto, repitieron las rutinas que les habían inculcado a lo largo de los años: colgaron los arcos de los ganchos de la silla de montar y desenvainaron miles de espadas mientras frenaban ligeramente, permitiendo que las filas traseras se adelantaran.
A través de las filas frontales de Kublai aparecieron sus lanceros y, mientras avanzaban, todos ellos bajaron los largos troncos de abedul que portaban. Era necesaria una tremenda fuerza en el brazo y el hombro para mantener las lanzas en equilibrio cuando las adelantaban al máximo. En el último instante, los lanceros bajaban la punta de su arma, dirigiéndola al frente y apoyando sobre ella su peso, preparándose para el impacto. Con media tonelada de caballo, jinete y armadura tras ellas, las lanzas atravesaban con estrépito los petos de escamas que vestían los tumanes. Los jinetes de Kublai no llevaban correas para sujetarlas. Tras golpear, las soltaban para impedir romperse la clavícula o un brazo intentando sostenerlas. El aire se llenó de esquirlas girantes cuando diez mil lanzas se estrellaron contra sus blancos y muchas se hicieron pedazos o se quebraron por la empuñadura. La fila enemiga se desmoronó: los guerreros del hermano de Kublai quedaron en el suelo tosiendo sangre, o inmóviles y blancos debido a hemorragias internas.
El choque de millares de guerreros a toda velocidad se transformó en un ronco fragor de cascos y bramidos humanos. Los dos frentes se enzarzaron en una lucha de espadas, asestando golpes como hachazos con una violencia desenfrenada. La ancha línea de Kublai se extendió rápidamente hacia los flancos mientras Uriang-Khadai continuaba repartiendo órdenes con calma. Sus tumanes habían conservado sus arcos y lanzaron otra docena de descargas de flechas desde distintas direcciones, derribando a muchos de los hombres leales a Arik-Boke.
El enemigo contraatacó y, desde los flancos, los guerreros, disparando flecha tras flecha, respondieron con disparos tan poderosos como los suyos. Para entonces ambos bandos se encontraban muy cerca y los hombres seguían luchando, tensando y soltando la cuerda de su arco con adusto estoicismo, ignorando las muertes de los que les rodeaban. En el frente, los tumanes de Kublai mantenían la presión, matando y avanzando, aplastando la cabeza de la serpiente. Los flancos empezaban a desmoronarse y retroceder, y los arqueros de Arik-Boke iban fallando más y más blancos a medida que los guerreros de la cabeza se veían obligados a ceder terreno. Sobre su caballo, Uriang-Khadai recorría arriba y abajo sus filas a unos doscientos metros de las líneas principales. Cuando la cabeza de martillo se comprimió, sus hombres mantuvieron el ritmo del ataque. La lluvia de flechas enemigas comenzó a disminuir, pero los guerreros dispararon hasta vaciar sus carcajs, después de haber lanzado más de un millón de saetas hacia el núcleo principal de sus rivales.
Los tumanes enemigos no se retiraban, no se rendían, pero las fuerzas de Kublai les estaban arrollando. Sus guerreros veteranos avanzaban cada vez que notaban una ligera cesión, obligándoles a retroceder un paso, y luego otro, y luego una docena más mientras dos filas colapsaban. No podían desplazarse hacia los lados, donde estaba Uriang-Khadai, observándoles con mirada fría. Los tumanes que comandaba, a la derecha, desenfundaron sus espadas con un roce sibilante, provocando un estremecimiento en los flancos. Uriang-Khadai bramó una orden y sus tumanes se cerraron sobre ellos y las espadas empezaron a caer, asestando tajos duros y cortos.
La cabeza de la columna se hundió y, cuando notaron el movimiento, el pánico empezó a propagarse entre los hombres de los flancos. Intentaron hacer girar a sus caballos tirando salvajemente de las riendas mientras eran zarandeados por hombres a pie y monturas sueltas que corrían por doquier. Las líneas exteriores de los flancos fueron retrocediendo bajo el brutal ataque de los tumanes de Uriang-Khadai y los que se hallaban en el centro le dieron la espalda a la batalla y azuzaron desesperadamente a sus monturas. Aun así, a pesar de haber tomado la decisión de retirarse, no lograban abrirse paso. No había espacio para moverse y el agolpamiento de los hombres situados detrás de ellos los inmovilizaba en su posición, mientras aullaban de terror o dolor. La matanza continuó: los flancos estaban tan comprimidos que los hombres apenas podían moverse. Los tumanes de Kublai hicieron caso omiso de aquellos que intentaron rendirse. No había lugar para la clemencia. Los hombres que levantaban las manos eran aniquilados en el sitio. Por todas partes había guerreros corriendo y los caballos lanzaban relinchos de dolor al sufrir nuevas heridas en sus costados.
Kublai no había participado en la lucha más allá de la primera carga. Con un grupo de vasallos, se había quedado esperando a un lado, observando con atención y repartiendo órdenes destinadas a reforzar las líneas guía de su ejército. Era como contemplar una enorme ola cayendo sobre una roca, pero la roca se iba desmoronando y convirtiéndose en arena bajo sus ojos. Durante un momento, alcanzó a vislumbrar al orlok de su hermano peleando y dando órdenes en el centro de la batalla, esforzándose ya por escapar. Alandar recordaría ese día, pensó Kublai con satisfacción, si sobrevivía a él.
Kublai alzó la vista cuando Uriang-Khadai sopló su cuerno, haciendo sonar una nota que se extendió por todo el campo de batalla. En la menguante luz gris, vio que estaban llegando otros tumanes. Sería la formación central de la línea de barrido de Arik-Boke y Kublai supuso que su hermano estaría en esos cuadrados, cabalgando con todas sus fuerzas hacia él. El sol se había puesto mientras se desarrollaba la batalla. Si hubiera sido mediodía, habría sido un momento adecuado para continuar. Sus hombres habían arrollado a los tumanes del segundo grupo de batalla y ya se veían jinetes solitarios alejándose en un flujo constante, dirigiéndose hacia la seguridad de su khan, que entraba en el campo de batalla.
Uriang-Khadai hizo sonar el cuerno de nuevo y Kublai murmuró para sí. No estaba ciego, ni sordo. Diversos planes y estratagemas atravesaron volando su mente y se quedó inmóvil, atrapado por la oportunidad. Sus hombres estaban cansados, se recordó a sí mismo. Sus flechas se habían agotado y sus lanzas estaban rotas. Sería una locura hacerles luchar de nuevo, en la oscuridad. Y, sin embargo, podía acabar con todo en un solo día y pensarlo le consumía por dentro. Apretó los puños alrededor de las riendas, haciendo crujir sus guanteletes. El cuerno de batalla resonó por tercera vez, sacándole de golpe de su ensoñación.
—¡Ya te he oído! —gritó enfadado. Kublai hizo un ademán a sus vasallos, que esperaban junto a él—. Enviad la señal de retirada. Por hoy hemos hecho suficiente.
Mientras la nota descendente vibraba a través de sus tumanes, siguió mirando fijamente a lo lejos. En la penumbra, los guerreros, que habían estado esperando esa orden, se retiraron con diligencia, formando filas y apoyándose sobre las perillas de madera de sus sillas mientras se alejaban, riéndose y llamándose unos a otros. Los muertos yacían entre los moribundos y Kublai oyó a un hombre aullar a un volumen asombroso en algún punto de los convulsos montones que iban dejando atrás. Debía de tener las piernas rotas para lanzar un alarido así. Kublai no vio al guerrero que desmontó y se dirigió hacia el herido, pero el sonido quedó interrumpido en mitad de un grito. De pronto se acordó de Zhenjin, preguntándose, intranquilo, dónde estaría. Ser khan y padre era siempre un camino difícil. Los hombres comprendían que se preocupara por su hijo de catorce años, pero no podía dar ninguna muestra de miedo, ni retirar a Zhenjin de las zonas de peligro. Uriang-Khadai solía situarle en la retaguardia de cualquier formación sin hacer ningún comentario al respecto. Kublai recorrió con la vista el campo de batalla buscando a su hijo, pero no pudo verle. Apretó la mandíbula y elevó una silenciosa plegaria al padre cielo pidiéndole que estuviera bien. Uriang-Khadai lo sabría. A aquel hombre no se le pasaba nada.
Miles de guerreros de Arik-Boke habían escapado al mazazo que les había propinado. Siguieron avanzando mientras sus hombres formaban y empezaban a trotar hacia el norte. Kublai se volvió y miró por encima del hombro a los hombres y caballos muertos, al lugar donde su hermano todavía cabalgaba envuelto en una nube de polvo seco. Los distantes tumanes de Arik-Boke ya habían empezado a fundirse con la penumbra, devorados por la oscuridad. Kublai inclinó la cabeza en un gesto de respeto fingido. Orlok Alandar había logrado escapar a la muerte en los últimos momentos y Kublai deseó poder estar allí mientras le explicaba a su hermano cómo había perdido una cantidad tan inmensa de hombres en un solo día.

 

Furioso, Arik-Boke se echó hacia delante en su silla y le gritó «¡chu!» a su montura, a la vez que le clavaba brutalmente los talones en el costado para que mantuviera la velocidad. Gotas de sudor rodaban hacia sus ojos y parpadeó para aliviar el escozor de la sal, sin dejar de mirar al frente. Casi no había luz y los tumanes que luchaban a lo lejos palpitaban y se desdibujaban como sombras temblorosas. Todo cuanto podía oír era el estruendo de los caballos de sus propios hombres al galopar, de modo que la batalla que se desarrollaba más adelante, sin el estrépito metálico de las espadas y los gritos de los hombres, casi parecía un sueño.
El general de uno de sus tumanes había desviado a su montura para alcanzar al khan y la cabeza del animal subía y bajaba en su esfuerzo por avanzar. Arik-Boke, absolutamente concentrado en lo que tenía delante, hizo caso omiso de él. Sabía que había perdido el contacto con los tumanes de retaguardia, que su larga formación había sido atacada en uno de sus extremos. Sabía muy bien que la fuerza que le acompañaba podría no ser suficiente para hacer huir a su hermano, que podría pararse y volver a formar. Tenía con él únicamente a cuatro tumanes en formación cerrada, pero otros ocho estaban llegando desde atrás. Juntos serían suficientes, independientemente de lo que hubiera logrado Kublai ese día. Cuando el nombre de su hermano se cruzó en sus pensamientos, Arik-Boke escupió en el viento. Notaba la saliva como sopa en la boca y, mientras seguía cabalgando, más deprisa y más lejos de lo que había galopado en años, su cuerpo desprendía calor por todos sus poros. Tenía que haber sido Uriang-Khadai quien había organizado el ataque. Arik-Boke sabía que tendría que haber previsto que su hermano podría ceder el mando a un oficial más experimentado. Durante un buen rato, lanzó maldiciones a voz en cuello, haciendo que los hombres más cercanos a él apartaran la vista para no presenciar su exhibición de cólera. Debería haber hecho mil cosas de forma diferente. Kublai era un débil erudito y Arik-Boke había creído que su hermano sembraría el caos entre sus excelentes tumanes. Por el contrario, sus hombres habían atacado en el lugar oportuno, en el momento preciso. Habían vencido a Orlok Alandar y él todavía no podía creérselo. En principio, el ala derecha de su línea de barrido era su punto más fuerte y, sin embargo, la habían arrollado. Ahora la noche estaba cayendo y los tumanes de Kublai escaparían a su venganza.
La llanura era larga y llana, pero, aun así, la batalla no era más que una abultada nube de polvo bajo la creciente oscuridad. En los últimos momentos antes de perderlos de vista, Arik-Boke vio a varios tumanes dirigiéndose hacia el norte, estaba seguro. Apretó la mandíbula y el calor de su cuerpo pareció alimentar la ira que ardía en su interior. Con todo su ejército en el campo, las defensas de Karakorum eran escasas. El estómago le dio un vuelco al pensar que su hermano pudiera tomar la capital en un rápido ataque. Había ignorado las inquietudes del pusilánime de Alandar, convencido de que su hermano no osaría acercarse a la poderosa capital. La importancia de Karakorum, por sí misma, era mínima, pero Arik-Boke sintió deseos de gritar de frustración. Quienquiera que tuviera el poder sobre Karakorum podía reivindicar el derecho a gobernar. Era algo que importaba a los ojos de los príncipes y de los pequeños khanatos.
Su general había llegado hasta él y cabalgaba a su lado, gritando preguntas al viento. Al principio, Arik-Boke ni le miró, pero, cuando la oscuridad se cernió sobre ellos, se vio obligado a aminorar la marcha y reducir la velocidad al medio galope y luego al trote. Los caballos resoplaron y jadearon y la punzante energía que había sentido hasta entonces abandonó a Arik-Boke, dejando una frialdad más honda que nada que hubiera sentido nunca. Hasta ese mismo momento, no se había planteado seriamente la posibilidad de que Kublai pudiera derrotarle en batalla. Su mente se llenó de imágenes en las que se enfrentaba a aquel erudito con su espada. Era una visión satisfactoria, pero vacía, y sacudió la cabeza para despejar su mente de tonterías. Continuó cabalgando, adentrándose en la noche.
Por ambos lados de su caballo iban pasando más y más guerreros en dirección contraria. Todos ellos mantenían la cabeza gacha, avergonzados, al cruzarse con hombres que conocían. Se estaban uniendo a sus tumanes por la retaguardia en grupos de diez y hasta de cien, brotando de la oscuridad. Arik-Boke vio que uno de ellos daba media vuelta a su caballo, girando para adoptar el ritmo de trote de la línea mientras trataba de atravesarla. El hombre se encontraba a un caballo de distancia de él y le estaba llamando antes de que Arik-Boke se diera cuenta de que se trataba de Alandar. Cuando su orlok le alcanzó, trayendo consigo un tufo a sudor y sangre recientes que le envolvía como una capa, los nudillos de su khan se aferraron, blancos, a las riendas de su montura.
—Mi señor khan —dijo Alandar.
Ya no necesitaba gritar para hacerse oír por encima del ruido de los caballos. Para entonces el paso se había reducido hasta un suave trote y la negra hierba fluía invisible bajo los cascos de los caballos. Arik-Boke estuvo a punto de pedir que le trajeran unas antorchas, pero todavía había cientos de guerreros llegando desde el campo de batalla y no sabía si todos ellos eran de los suyos. No era apropiado iluminar su posición en la línea.
—Orlok, quedas destituido de tu rango. No volverás a liderar en mis ejércitos. —Arik-Boke trató de mantener la voz calmada, pero no sabía si podría contener su rabia. Quería ver la cara de Alandar, pero la oscuridad era completa.
—Como desees, mi señor —respondió Alandar, con la voz indeciblemente cansada.
—¿Vas a presentar tu informe o qué? ¿Es que tengo que sacarte yo las palabras una a una? —la voz de Arik-Boke fue elevándose a medida que hablaba, hasta que prácticamente estaba gritando. Notó cómo Alandar se encogía, acobardado ante él.
—Lo siento, mi señor. Nos tendieron una trampa para hacer salir a mis guerreros, creando una segunda posición para hacerme pensar que había adivinado su estratagema. —Para entonces, Alandar había comprendido los entresijos de la treta, aunque, tras un día así, seguía estando aturdido y tan agotado que apenas podía hablar. No podía dar la impresión de estar elogiando al enemigo, pero, cuando prosiguió, había un deje de reacio respeto en su voz—. Después de que les hubiéramos seguido hasta un valle, le tendieron una emboscada a mis fuerzas. En total vi unos doce tumanes, liderados por Kublai y Uriang-Khadai.
—¿No había dado orden de esperar hasta que el ejército principal llegara hasta vosotros si veíais al enemigo? —preguntó Arik-Boke—. ¿No me planteé la posibilidad de que sucediera exactamente lo que ha sucedido hoy?
—Lo siento, mi señor. Pensé que había adivinado sus planes y que podría ganar una victoria para ti. Vi la oportunidad de destruirles y decidí aprovecharla. Me equivoqué, mi señor khan.
—Te equivocaste —repitió Arik-Boke. No podía soportar por más tiempo sus quejumbrosas disculpas. Se volvió hacia el general que tenía al otro lado.
—Oirakh, quítale las armas a este hombre y átalo. Me ocuparé de él cuando tengamos luz de día y podamos ver. —Hizo caso omiso de los sonidos de lucha que se oyeron cuando los guerreros se echaron sobre Alandar. ¿Es que realmente había creído que conservaría la vida? Aquel hombre era un tonto.
Cuando la luna creciente apareció en el cielo, despidiendo su pálida luz, sus tumanes llegaron a los bordes del campo de batalla del que Kublai había huido en el último momento. Algunos de los hombres y caballos caídos seguían vivos, pidiendo lastimosamente ayuda a los que pasaban por su lado. Arik-Boke eligió su camino con cuidado, reduciendo la velocidad hasta ir al paso. A medida que avanzaba, los montones de muertos se iban multiplicando y podía oír los sollozos de dolor de los heridos. Su furia se convirtió en una dura bola en su pecho y estómago, y a duras penas conseguía mantener derecha la espalda. Aquello lo había hecho el orlok de Kublai.
En el centro del campo de cadáveres, Arik-Boke desmontó y pidió que acercaran unas lámparas. El hedor era atroz y, a pesar de la oscuridad, ya había moscas por todas partes, zumbando junto a los rostros de sus hombres y obligándoles a ahuyentarlas con un ademán cada dos por tres. Arik-Boke inhaló profundamente, cerrando los ojos mientras las lámparas eran encendidas a su alrededor y situadas en lo alto de los postes. El fulgor dorado que arrojaban reveló ojos fijos y cuerpos fríos a diestro y siniestro. Arik-Boke se estremeció levemente mientras daba la vuelta sobre sí mismo, absorbiéndolo todo. Sus labios se adelgazaron en una mueca de disgusto y la ira le cegó. Su hermano era responsable de todo aquello.
—Traedme a Alandar —dijo. No se había preocupado de mirar en ninguna dirección en concreto, pero, aun así, la orden fue obedecida rápidamente. Unos guerreros trajeron a Alandar a rastras y lo arrojaron boca abajo a los pies de Arik-Boke.
—¿Se dirigían hacia el norte al final? —preguntó Arik-Boke.
El hombre que había sido su orlok se puso de rodillas con esfuerzo y asintió, manteniendo su cabeza agachada, tan baja como le era posible.
—Eso creo, mi señor.
—Karakorum, entonces —murmuró Arik-Boke—. Todavía puedo alcanzarle. —Sabía que Kublai deseaba esa ciudad. Decenas de miles de mujeres y niños habían construido sus propios poblados de casuchas en torno a Karakorum, donde esperaban a que regresaran sus maridos. Arik-Boke extrajo un largo cuchillo de una funda que llevaba atada al muslo. La carne desgarrada de sus hombres yacía por todas partes y sentía que hacía falta desquitarse de algún modo, que se pagara un precio por todo aquello. Entonces supo lo que tenía que hacer.
Alandar había oído cómo desenvainaba el cuchillo y alzó la vista asustado.
—Mi señor khan, yo... —su frase quedó interrumpida cuando Arik-Bole le cogió por el pelo y le cortó la garganta con varios tajos poderosos, serrando la carne.
—Ya has hablado bastante —le murmuró Arik-Boke al oído—. Ahora, cállate.
Alandar se agitó y debatió mientras el penetrante olor de la humeante orina iba llenando el aire. Arik-Boke lo empujó a un lado.
—¡Exploradores! ¡A mí! —rugió hacia la noche.
Dos de los más cercanos se presentaron al instante, saltando de sus caballos. Sus miradas se posaron fugazmente en el cadáver de Alandar, pero la retiraron rápidamente.
—Hoy habéis cabalgado mucho —dijo Arik-Boke—, pero esta noche no descansaréis.
Ambos batidores eran chicos que no habían cumplido los dieciocho años de edad. Asintieron sin hablar, impresionados por la presencia del khan.
—Coged unos caballos descansados y corred hacia Karakorum. Utilizad las estaciones del yan para obtener monturas de refresco —se quitó el anillo del dedo de un tirón y se lo lanzó a uno de los muchachos—. Tendréis que adelantar a los ejércitos de mi hermano, así que cabalgad lo más rápido que podáis. Quiero que lleguéis a la ciudad antes que él. Buscad al capitán de la guardia de palacio y decidle que he dicho que la hora ha llegado. ¿Entendéis? Esas palabras, exactamente. Repetid vuestras órdenes.
Los dos exploradores recitaron sus palabras ante él y Arik-Boke asintió, dándose por satisfecho. Había que pagar un precio por todas las cosas. Para cuando Kublai llegara a la ciudad, sabría cuál era el coste de la rebelión. Arik-Boke sonrió al pensarlo. Tal vez los hombres de Kublai se amotinaran cuando se dieran cuenta de lo que les había hecho perder. Arik-Boke podría regresar a su ciudad y encontrarse con que su hermano ya había muerto, asesinado a manos de sus propios guerreros.