X
LA CONVERSACIÓN

Cuando entró en casa cerrando la puerta lentamente y con cuidado y a continuación empezó sus idas y venidas de la ventana a la mesa (dos pasos), de la mesa a la ventana, ella comprendió enseguida que había ocurrido algo; es más, supo que tenía que ver con Emilia.

Casi medio año pasó desde que Emilia los había acogido en su casa.

Ella estaba sentada junto a la estufa —ya era invierno—, apoyando los pies en un hatajo de leña cortada por Michał, sus agujas de hacer punto resonaban en el silencio. Estaba tejiendo una media de lana negra de oveja. Antes no sabía tejer, se lo enseñó Emilia. Le estaba agradecida por haber llenado su tiempo con algo provechoso, tiempo baldío al cual ella, Anna, había sido condenada por sentencia de su apartamiento del mundo y de la gente. Al principio le agradecía a Emilia todo, y ahora también estaba agradecida, pero ya de otro modo, más racional, meditado, de manera más fría.

La irritaban los pasos del marido, sus botas altas manchadas de barro, su cazadora, que había sido del marido de Emilia, desaparecido a principios de la guerra, su rostro bastante inusual en una familia de morenos de pelo negro como azabache.

Porque la irritaba y no por ayudarlo, preguntó primero sin levantar la cabeza de la labor:

—¿Es Emilia?

—¿Cómo lo sabes? ¿Qué es lo que sabes?

La impetuosidad de su respuesta y el pararse en seco la convencieron de que no se equivocaba.

—Lo sé. Tengo muchísimo tiempo para pensar en muchas cosas. Desde el principio sabía que iba a pasar. Una vez, desde la ventana —no temas, nadie me ha visto—, la estuve observando.

—Anna…

—Vi cómo te miraba…, sus movimientos, su risa, estaba bastante claro…

—No para mí. No tenía la menor idea hasta…

—¿Por qué estás tan… alterado? Acaba. Hablemos con tranquilidad. De modo que no tenías la menor idea hasta que…

—Deja las agujas —dijo él crispado—. No aguanto ese chasquido. Y mírame; no puedo hablar así.

—Pues yo sí que puedo. Este chasquido me tranquiliza. Es una cosa muy buena, este ruidito monótono de las agujas. Yo puedo con muchas cosas. No tenías ni idea…

—Anna, ¿por qué eres así?

—De modo que no tenías la menor idea hasta que…

—… ella me lo dijo.

—¡Conmovedor! ¿Y qué es lo que te dijo?

—Me lo dijo, simplemente.

—¿Que ya no puede más, que nosotros siempre juntos mientras que ella, desde el 39, en que su marido no volvió de la guerra, vive en soledad, la pobrecilla? ¿Eso?

—¿Cómo lo sabes?

—Ya ves, lo sé. ¿Cuándo fue?

—Hace un mes.

—Hace un mes. Y a lo largo de todo el mes estabais juntos desde el amanecer hasta la noche en el campo, juntos recogiendo leña en el bosque, juntos de compras en la ciudad. ¿Sabes…?, de verdad tienes un aspecto estupendo, y ella es muy avispada, se dio cuenta ya la primera noche: «Hará usted de mi primo, un contable más que perfecto». Yo jamás había visto un contable en ti, será porque en mi vida nunca conocí a ningún contable, sólo leí sobre ellos. A mí también me juzgó acertadamente: «Con su cara, ni un paso fuera de casa».

—Eres injusta, Anna, eres desagradecida…

—Lo sé, lo sé. Tú, con ella…

—No.

Él estaba apoyado contra la pared, moreno y tan alto que su cabeza llegaba casi al techo, con las botas embarradas y la cazadora del marido de Emilia. «Huele a viento —pensó ella—. Ha cambiado, no es el mismo».

—¡Para, por un momento! —exclamó él—. ¡Deja esa media! Nos vamos de aquí. Debemos irnos. ¡Ya, hoy mismo, ahora mismo!

No fue su intención en absoluto dejar la práctica de la esgrima con las agujas de tejer, simplemente, sin querer, se le cayeron de las manos. Un escalofrío silencioso, apenas perceptible, recorrió su cuerpo. Lo conocía muy bien.

—¿Nos vamos? ¿Por qué? —preguntó con voz tímida, y acto seguido empezó a temblar. Antes siempre temblaba así, antes de que los acogiera Emilia—. Michał, ¿por qué?

No contestó.

—Michał, Michał, ¿por qué? ¿Nos echa? ¿Por qué nos echa?

—Tenemos que irnos, Anna.

—¡Pero Michał, por el amor de Dios, ¿a dónde?! No tenemos a donde ir, no tenemos a nadie. Con mi cara…, sin dinero… Yo no sé, lo sabes…

—Lo sé, Anna, pero debemos irnos…

—Háblale, pídele…

De pronto ella levantó la mirada y lo miró a los ojos. Durante un breve instante pareció que se echaría a gritar, en su cara aparecía el pánico, el miedo feroz; después, tan súbitamente como antes, bajó los párpados y se enderezó. Ya no temblaba. Permaneció tiesa, con su vestido negro, con el pelo alisado hacia atrás, parecía una monja. Levantó la calceta del suelo. Puso en movimiento las agujas, sus manos blancas bailaron rápida y rítmicamente al son de los palillos de metal que chocaban entre sí. Apretó los labios formando con ellos una fina línea morada.

—De acuerdo —dijo pasado un momento.

No vio, no pudo ver porque tenía la cabeza inclinada, la oleada roja que atravesó el rostro del hombre, dejándolo a continuación un tono más pálido aún. Pero oía su respiración fuerte.

—De acuerdo —repitió—. Puedes decirle que de acuerdo.

—Anna…

—Vete ya, por favor.

Al oír cerrarse la puerta se estremeció levemente, pero no apartó la labor ni tampoco levantó la mirada. Permaneció tiesa, enderezada, las agujas sonaban en el silencio. Un susurro sordo movió sus labios. Estaba contando los puntos.