XXIII
LA HERMANA DE HENRYK
Hacía una hora que había llegado a la ciudad, que es enorme, próspera y totalmente desconocida; hacía cuatro horas que había colgado el auricular del teléfono en una pequeña taberna muy arriba en la montaña, una localidad de tercera con un glaciar de tercera que suele estar velado por la niebla que con demasiada frecuencia se posa sobre la aldea situada en un valle profundo y estrecho. A lo largo de dos semanas evitaba escrupulosamente el aparato negro sobre la barra al lado de las botellas de sidra. Hoy, a un día del retorno, y es un retorno a través de muchas fronteras, sucumbí a la debilidad, me temblaban los dedos apresados en el disco del teléfono, me temblaba la voz al pronunciar el apellido. Las dos llevamos el mismo.
¿Por qué no dije?: «Venga a S., tres horas de viaje en tren, hay aquí una sola taberna, el hotelito está vacío, el dueño se llama Michel, desde las ventanas del comedor se ve un glaciar de tercera cubierto de niebla o de nubes, es una triste aldea de un país próspero, pocas veces visitada. Los autocares paran sólo un momento, los turistas con el rabillo del ojo miran la cumbre cercana, se beben un vasito de sidra y continúan su viaje hacia otros pueblos más pintorescos y alegres, que los hay, y muchos». A mí también me había traído un autobús; era un día lluvioso, ni rastro del glaciar; y me quedé. Michel me cuidaba, yo era su único huésped. Dormía mal, el saber su presencia en la ciudad situada a tres horas de viaje en tren me quitaba el sueño, sospecho que sólo por eso elegí este país, no, no fue por usted, fue por Henryk.
—Venga usted aquí, —debí haberle dicho—, nos sentaremos en el banco al lado de la ventana, junto a la enorme y deforme mesa campestre; por supuesto, un recuerdo: la última época la vivimos en un pueblo.
—No, mejor en una cafetería, en la ciudad…
Michel me miró fijamente: ¿habré gritado?
—Y una cafetería pequeña, apartada.
—¿Qué significa apartada? —preguntó.
—Para que sea silenciosa y con poca gente.
—De acuerdo, en la cafetería Bel, junto al lago, en esta época del año está vacía; pero ¿cómo la reconoceré?
La risa se me atragantó, pero no dije: «¡Pero si erais mellizos!». Dije: «Llevaré violetas en la mano», y añadí inmediatamente: «Así que a las ocho». Colgué el auricular, y sin alejarme del teléfono, pensé: «¿Y si la llamo y lo anulo todo?».
—Ça va bien, madame? —preguntó Michel; sin haber entendido ni una palabra de la conversación comprendió que había pasado algo malo—. ¿Y para qué? Después de tantos años…
Me senté junto a la ventana. Una excursión de niños encapuchados volvía a la estación. Lloviznaba. Pedí un vaso de leche caliente. «Ça va mieux?».
En esta parte del país se habla francés, es aquí donde debería reunirme con la hermana de Henryk. El idioma, igualmente, tiene un papel en nuestro encuentro. «Sie wünschen bitte?». Preguntará el camarero en Bel. «Sie wünschen? Hände hoch, du Sauhund, du Dreck, zweimal Kaffè bitte». El aroma del espresso, el reverberar de los luminosos, desmenuzando el pastel con un pequeño tenedor…, la risa.
La ciudad es clara, camino entre la multitud por la calle principal, recta y ancha. Aquí también llovizna, en todas partes se balancean los tensos copetes de los paraguas, pegados unos a otros, con sus varillas finas, el cielo sobre la ciudad es de nailon y de muchos colores, las copas de los árboles crecen por encima, y aún más arriba está el cielo verdadero, gris y nuboso. En la desembocadura de la calle está el lago; lo sé, había mirado el plano de la ciudad. Sería bueno torcer hacia una de las calles perpendiculares, hacia el interior de la ciudad vieja, con sus casas de patricios junto al canal del río, ornadas con el maquillaje de los focos. ¿Por qué la llamé? Tenemos derecho a exigirle detalles, nos lo debe, al menos esto, ahora, cuando… Rompí todas las cartas en vano, la memoria conserva cada palabra, igual que entonces lo había intentado en vano, corría, porque estoy aquí, viva. Pasé por delante de tres floristerías, sus interiores estaban saturados de una suma de aromas, suma de colores, semejaban altares; al pasar cerca de ellas entrecerraba los ojos, ralentizaba el paso a propósito para retrasar el encuentro con la siguiente. La lluvia cesó, el cielo de nailon desapareció, adquirió la forma de dagas multicolores colgando de las manos. Entré en la cuarta floristería y pregunté: «Lo sentimos, gnädige Frau, no tenemos violetas, ya no es temporada, ya hace tiempo»; la vendedora, con un ajustado vestido negro, me ofrecía su sonrisa servicial y un ramo de rosas: «¿Tienen que ser violetas?». No, me decía siguiendo el camino, no es temporada, crecían bajo la ventana de nuestro dormitorio, bajo la ventana que… En la primera farmacia que vi me tomé una pastilla; ojalá ya se hubiera terminado, ¿cómo se lo diré?, ¿lo diré? Nos trasladamos al campo, Henryk trabajaba en el bosque, estaba muy moreno, nadie nunca le había preguntado quién era, sólo un domingo, dos meses después de nuestra llegada, un domingo, muy temprano por la mañana, aún estábamos durmiendo… El semáforo está en verde, cruzo la calle, a la otra acera. Esto no cambiará nada, en todas partes me espera lo mismo, de este o del otro lado, no cambiará nada, simulacros de la huida que no puede ser. Ya anochece, son cerca de las ocho, no podré detener el tiempo, pero puedo controlar mis pasos, por eso sigo adelante, ¿por qué navego entre la multitud de la tarde noche hacia el lago? Llega más aire, la calle se ensancha y percibo la cercanía del agua…, cuando de pronto oímos golpes en la puerta, la casita tembló y el cuadro —paisaje con dunas y una gaviota— cayó de la pared (me reía cuando me decían: «Protégete de los cuadros que caen»), el cristal se convirtió en miles de pedacitos, cayó un breve silencio, y otra vez golpes en la puerta, la casucha tembló. Henryk se levantó de un salto…
«Bitte zwei…». Dos ramitos de violetas, los echaré al lago, tienen un aroma algo agonizante, su temporada ya ha pasado, son diminutas y como mal hechas.
… Se levantó de golpe de la cama, abrió los brazos, pensé que abría las contraventanas, la luz del día inundó la habitación y los pedacitos del cristal roto del paisaje, y saltó por la ventana…
He aquí el lago: qué pintoresco. El agua tiene color azul marino, mi color preferido, la ola en la orilla chapotea, mece las barcas. Ya veo Bel, iluminado, tan cerca, demasiado cerca, me quedan apenas unos minutos, el golpeteo de los tacones en la acera suena descompasado, unas veces fuerte y otras débil (corro cojeando).
Sofocada, me paro junto a la cerca verde, la casa rústica tiene diez mesitas pequeñas que no ocupa nadie, hace demasiado frío para tomar café al aire libre; detrás del gran cristal, en cambio, en la luz atenuada, en el interior aterciopelado pasado de moda…
Un laborioso recorrido por las caras femeninas, lisas y mates bajo las pirámides cardadas de los peinados, los labios, finos y gruesos, ojos alargados, redondos y saltones, minuciosamente busco a mi presa: el rostro de la hermana de Henryk… Zigzagueo con la mirada entre las mesas, a lo largo de las paredes, el chasquido de las cucharillas, el aroma del café, la calidez, la seguridad.
No, no sabía que dolería tanto, literalmente: un dolor en el corazón y una falta de aliento. La hermana de Henryk está sentada al fondo de la sala, junto a la ventana. No, no es ella, es Henryk disfrazado de mujer, en broma, para reírse, con un traje de tweed y las uñas de sus bellas manos de color carmín. Es suya la frente alta y prominente, la tallada nariz típica de judíos y montañeses, es la encarnación de Henryk, su bella hermana. Mi risa suena burlona y es respuesta a la suya que no puedo oír, separada por una placa de cristal, que, sin embargo, estoy viendo, plena, alegre; no está sola, está acompañada de un hombre, lo contrario a Henryk, rechoncho, bonachón, quien, en ese instante, quizá para acallar la risa, posa su mano regordeta en la de ella, repleta de anillos. Me río. Ellos allí, detrás del cristal, y yo aquí, junto a la cerca verde. Me río aunque debería estar seria y concentrada en este momento e incluso agradecida al destino por permitirme ver una vez más los rasgos de Henryk. Eso es mucho. Desde hace años los esfuerzos más potentes de la memoria no son capaces de evocar su cara. No tengo fotografías, y la última imagen borró todas las demás. Cuantas veces trato de evocarla, resurge el momento del jardín, uno de los más cercanos después del salto por la ventana, el último. La casa estaba rodeada. «Hände hoch, du Sauhund, du Dreck» (ay, «Hände hoch, gnädige Frau, Hände hoch bitte schön, Hände hoch zweimal Kaffee»), «Espérame», grité encaramándome a la ventana y volviendo a caer, y ya corría detrás de él: «Estoy aquí, espérame». No sé si oí mis propios gritos o quedaron tapados por el silbido agudo, dado que inmediatamente después Henryk cayó, y yo seguí corriendo hasta que otro silbido y un dolor me alcanzaron también a mí y me sumergí en una cálida ola que se iba oscureciendo más y más…
De modo que debería estar agradecida al destino por poder ahora mirar su cara viva, sonriente, a través del cristal, a una distancia de veinte metros, ¿qué importa si es femenina? Está inquieta, mira hacia la puerta, claro, ya son las ocho y diez, debería haber aparecido ya, estar sentada sobre el terciopelo verde detrás de la pequeña y frágil mesa, comiendo un pastelito crujiente. «Es la mujer de Henryk, ¿sabes?, mi hermano, ese que no quería, con nosotros… No, eso no lo dirá en mi presencia, pero lo dijo muchas veces, en diversas circunstancias: se quedó por su culpa, no quería huir con nosotros, mi madre le suplicaba, pero él no quiso. Después de la guerra nos escribió una sola tarjeta postal: los alemanes mataron a Henryk en 1943. Mi madre se desmayó. No contestaba las cartas. No comprendemos su silencio, no comprendo su silencio —así que deduzco que su madre ya no está—, tenemos derecho… el derecho de conocer detalles, quiero saber…».
Yo rompía todas las cartas, la memoria conservó todas las palabras, también las últimas, abiertamente crueles: «Murió por su culpa». Siempre estaban presentes, en cada carta, también cuando no figuraban en el papel, pero allí estaban, están y estarán, y estarían aunque ella y sus cartas no existieran. «Es la mujer de Henryk, mi hermano que murió». «¿Quiere beber algo? ¿Café?». «Por favor…». Me juzgarán con sus sonrisas educadas, mirarán mi mano desfigurada por la señal de una bala que entonces, cuando corría, no me había atravesado el corazón. Podrán averiguar la huella de la otra bala, en la cadera, por mi manera de andar: renqueo…
Volví en mí en silencio, una mosca estaba plantada sobre mi cara, delante de mis ojos estaba la puerta de la casa abierta de par en par, Henryk volverá enseguida, fue la primera idea tras recuperar la conciencia, yacía inerme, y sobre mí el cielo pulcro de julio. Lo esperé mucho tiempo, defendiéndome de las oleadas de oscuridad cálida que iban y venían, sólo cuando el sol alcanzó mi cara conseguí girar la cabeza un poquito.
Lo vi poco, en una perspectiva que no desecharía el mejor fotógrafo, las enormes piernas estiradas sin tiento, los pies descalzos apuntando hacia arriba, y después… después… Están nerviosos, el movimiento de la mano regordeta apartando la manga, una mirada al reloj… Un cigarrillo. Así que me están esperando. Una polvera en la mano de Henryk, la inclinación de la cabeza en el espejo, el suave toque en la nariz con un pincel. Es bella…
Me arrastré dificultosamente y gimiendo, ya sabía todo, tampoco escaparon a mi atención dos moscas en el dedo gordo del pie derecho, ellas me brindaron la verdad, me despojaron de la esperanza. La hierba debajo quedaba húmeda cuando avanzaba arrastrando la pierna inmóvil, gritando su nombre, era inalcanzable y lejano, el último metro me arrastré gritando. Él no tenía rostro…
***
Se levantan, queda poco tiempo; mírala bien, llévala contigo, recuérdala. Ella se abotona la americana, mira en derredor, está amoscada. ¿Por qué antes reía? ¡No debería reírse! Ahora dejarlos salir, retroceder unos pasos, eso es todo. Salen. Ella tiene un bonito andar.
—¿Quizá llame una vez más? No logro entenderlo. —Frunce los ojos dirigidos hacia el lago, ¿acaso creerá que surgiré del agua? El hombre rechoncho la coge del brazo. ¡Llamar! Podría mirar hasta la saciedad la cara de Henryk, mi garganta está seca, clac, clac, los finos tacones resuenan sobre la acera, la daga del paraguas al costado. No tenía cara. Ya no los alcanzaré, aunque me arrastrara como entonces, aunque me arrastrara, no veré su cara. La mano enhiesta del hombre para un taxi. Se fueron.
Mi hotel está junto al río, un edificio estrecho de varias plantas. El portero me entrega la llave, pregunta servicial si quiero que me despierte temprano.
—Nein, danke —contesto.
En la habitación enciendo la lámpara, me siento sobre la cama. Con un vaso de agua templada del grifo engullo las pastillas para dormir compradas en la farmacia. Esperando el sueño intento recordar la cara de Henryk. Pero tampoco ahora Henryk tiene cara.