XI
UNA MAÑANA DE PRIMAVERA

De noche había caído una lluvia torrencial, y cuando los primeros coches atravesaron el puente al amanecer, el río Gniezna se mostraba crecido con una oleada entre amarilla y sucia de color cerveza. Así, al menos, definió ese color el hombre que, en compañía de su mujer e hija, atravesó ese puente de hierro y hormigón de primera por última vez en su vida.

El exescribiente de la exalcaldía oyó estas palabras con sus propios oídos, dado que estaba parado junto al puente observando el desfile del domingo con atención, turbación y curiosidad. Siendo descendiente de una abuela aria podía estar así de tranquilo mirando, sin preocuparse por su suerte. Gracias a él y sus semejantes se conservaron hasta hoy algunos jirones de frases, ecos del llanto final, sombras de suspiros de las Trauermarsch tan frecuentes en aquella época.

—Y he aquí —decía el exescribiente de la exalcaldía, sentado con sus amigos en el restaurante de la estación (ya había terminado todo)— y he aquí un hombre, señores, frente a la muerte, pensando en la cerveza. Me quedé atónito. Además, ¡qué va, de cerveza nada! Miré el río a propósito. Agua, como siempre, quizá un poco más sucia y con alguna ola que salpicaba…

—A lo mejor el tipo tenía sed y por eso… —explicó el propietario del restaurante, y llenó tres grandes jarras rematándolas con espuma.

El reloj encima de la barra sonó y poco después dieron las doce. La ciudad se mostraba ya silenciosa y vacía. La lluvia cesó, el sol logró atravesar con esfuerzo el plumón blanco de las nubes. Desde la cocina llegaba el chisporroteo de la carne friéndose. Los domingos el almuerzo se servía más temprano. Por lo visto los SS compartían la costumbre. A las doce, en los prados junto al bosque, la tierra removida como una herida reciente ya estaba aplanada. Pero el silencio reinaba en derredor, no chillaban ni los pájaros.

Cuando los primeros camiones atravesaron el revuelto río Gniezna eran las cinco, y aunque la oscuridad era total, Aron avistó sin dificultad más de una decena de camiones cubiertos con lonas. Aquella noche había debido de dormir un sueño profundo y sordo a todo, porque si no, hubiera oído el rugido de los camiones cuando bajaban por la pendiente hacia la ciudad situada en una colina. Por lo general bastaba con el chirriar de una carreta para alertarlo en medio del sueño, pero hoy las señales de seguridad le fallaron. Después, ya en marcha, se acordó de que había soñado con una mosca, una insistente y zumbadora mosca. Ya sabía que eran los camiones en la carretera en lo alto de la ciudad y cerca de su casa, la última al salir y la primera al entrar. Estaban a un paso y él, con una cruel tranquilidad, constató que su portal sería el primero por el que pasaran los alemanes. «Unos segundos», pensó, y sin prisa se acercó a la cama para despertar a la mujer y al niño. La mujer ya no dormía, se encontró inmediatamente con su mirada, le extrañó ver sus ojos tan abiertos, en cambio la niña estaba tranquilamente sumida en el sueño. Se sentó en el borde de la cama, que se hundió bajo su gran peso. Seguía siendo gordo, aunque ya no tan lustroso como antes. Ahora era pálido y gris, y esa palidez y esa grisura eran el hambre y la miseria. Y seguramente el miedo también.

Estaba sentado sobre la ropa de cama sucia, sin lavar desde hacía tiempo, la niña dormía calladita, era rolliza y grande, enrojecida como una manzana por el sueño. Detrás de la ventana, en la calle, callaron los motores y el silencio era absoluto.

—Mela —dijo en voz baja—: ¿No estaré soñando? ¿Estoy dormido y esto es un sueño?

—No es un sueño, Aron. No te quedes sentado. Ponte algo, bajemos al trastero. Hay leña recién cortada, podemos escondernos.

—El trastero…, es una broma. Si supiera que podíamos escondernos en el trastero, hace tiempo que estaríamos allí. En el trastero o aquí…, da igual.

Quiso levantarse y acercarse a la ventana pero no pudo, tan pesado se sentía. La oscuridad se iba desvaneciendo. «A lo mejor esperan que se haga de día», —pensó—. «¿Por qué tanto silencio?…, ya…, de una vez…».

—Aron —dijo la mujer.

De nuevo le sorprendieron sus enormes ojos, y tendida en la cama vestida —¡quién se desvestiría por la noche!— le pareció más joven, más esbelta. Diferente. Casi como cuando la conoció, hace muchos, muchos años.

Alargó la mano y tímidamente, con suavidad, acarició la suya. A ella no le sorprendió aunque, por lo general, solía ser parco en caricias, pero no le sonrió. Agarró su mano y la encerró en un fuerte apretón. Intentó mirarla, pero apartó la mirada porque algo raro le ocurría. Respiraba de forma entrecortada, más y más rápidamente, y sabía que de un momento a otro esa respiración acelerada se tornaría en sollozo.

—Si lo hubiéramos sabido —dijo la mujer con voz débil— nunca la hubiéramos tenido. Pero ¿cómo podíamos saberlo? Ni los más sabios lo sabían. Ella nos perdonará, ¿verdad, Aron?

No le respondió. Le daba miedo esa respiración acelerada; lo que más le gustaría sería cerrar los ojos, taparse los oídos y esperar.

—¿Verdad, Aron? —insistió ella.

Entonces él pensó que no le quedaba mucho tiempo y que había que responder enseguida y que había que contarlo todo y decir todo lo que se quería porque ya era tarde.

—No podíamos saberlo —dijo en voz alta—. Si no, no la hubiéramos tenido. Claro. Recuerdo cuando viniste y me dijiste: «Estoy embarazada, quizá sea mejor que vaya al médico…». Pero yo quería tener un niño, yo lo quería. Y te decía: «No tengas miedo, podré criarlo, no seré peor padre que otros más jóvenes». Yo lo quería…

—Sólo un refugio —musitó ella—. Si tuviéramos un refugio todo sería diferente. Escondernos en el armario, o debajo de la cama… Mejor quedarnos sentados…

—Un refugio sólo es eso, un refugio. Pero no la salvación. ¿Te acuerdas cuando se llevaron a los Goldman? A todos, a toda la familia. Y tenían un buen refugio.

—Se llevaron a los Goldman, pero otros se salvaron. Si tuviéramos al menos un sótano…

«Es una mala conversación», pensó él.

—Mela —dijo de pronto—, yo siempre te quise mucho, y si supieras…

Pero no terminó, porque la niña se despertó. Sentada entre las sábanas, aún calentita y pegajosa del sueño infantil, rosadita ella. Su mirada seria, sin sonrisa, suavemente se posó en sus padres.

—¿Esos camiones vienen a por nosotros? —preguntó con total tranquilidad, y él no pudo retener las lágrimas.

¡Esa niña lo sabía! ¡Con cinco años! ¡La edad de los ositos de peluche y de juegos con cubos! «¿Para qué la hemos tenido?, jamás irá al colegio, jamás amará… Un instante, dos…».

—Calla, mi amor —dijo la mujer—, acuéstate calladita, como un ratoncito.

—¿Para que ellos no oigan?

—Para que no oigan.

—Porque si nos oyen nos matarán —dijo la pequeña, y se tapó con el edredón hasta la punta de la nariz.

—¡Cómo brillan sus ojos, Dios mío, cinco años! Ella sabe y espera, como nosotros…

—Mela —musitó para que la niña no oyera—, escondámosla, es pequeña. Cabrá en la caja del carbón. Es pequeña pero comprende. La taparemos con leña que ayer mismo corté…

—No, no sufras tanto, Aron. Ya no sirve de nada. ¿Y qué pasará con ella después? ¿Con quién irá? ¿Quién la acogerá? Da lo mismo. Si no es ahora, a la siguiente. Con nosotros estará mejor. ¿Me oyes?

Oía y entendía perfectamente: no tenía miedo. El miedo se alejó de él, se fue el temblor de manos. Estaba de pie, sosegado, enorme, pesado, resoplando todavía como si llevara un peso descomunal. Detrás de la ventana el cielo gris empezaba a aclararse. La noche se difuminaba poco a poco. Pero ¿qué era aquel día naciente sino una noche, la más negra de todas, cruel, llena de tortura?…

Caminaban hacia la estación de tren por la ciudad limpia, lavada por la lluvia de la noche, callada y tranquila, como solía estar las mañanas de los domingos, caminaban en silencio ya despojados de todo lo humano; hasta la desesperación se había calmado. Ahora, una máscara petrificada semejante a una máscara mortuoria cubría el rostro de la multitud. El hombre, la mujer y la niña caminaban por el borde de la calzada, junto a la acera, él llevaba a la pequeña en brazos. La niña abrazada a su cuello, mirando en derredor, seria, no decía nada. Él y la mujer tampoco. Habían pronunciado las últimas palabras aún allí, en casa, cuando se partió en dos la puerta golpeada por la bota del SS. Entonces él le dijo a la niña: «No tengas miedo, te llevaré en brazos». Y a la mujer: «No llores, estemos tranquilos, soportémoslo con coraje y dignidad».

A continuación salieron de casa a su última caminata.

Durante tres horas permanecieron de pie en la plaza rodeada por el espeso cerco de la escolta. No se hablaron. Podría parecer que hubieran perdido el habla, los corazones. Eran sordos, eran mudos y ciegos. Una sola vez le sacudió a Aron una terrible pena cuando recordó su sueño, aquella mosca zumbona, y comprendió que el sueño le había costado la vida. Pero esa sensación pasó enseguida, ya no importaba, ya no se podía cambiar nada.

A las diez iniciaron la marcha. Sentía cansancio en las piernas, los brazos se le dormían, porque no bajó a la niña al suelo ni un momento. Sabía que a partir de ahí era cosa de poco tiempo, una hora, llegar a los campos cerca de la estación, una llanura de pastos verdes que en los últimos tiempos se habían convertido en fosa común para los asesinados. Recordó también que hacía años, a veces se reunía allí con Mela, cuando aún no eran marido y mujer. Al anochecer solía soplar un fuerte viento y todo olía a tomillo.

La niña pesaba cada vez más en el brazo, pero no era el peso de su cuerpecito. Giró un poco la cabeza y con los labios rozó la mejilla de la niña. Una mejilla suave y cálida. Una hora… De súbito, el corazón empezó a golpearlo fuerte y precipitadamente, el sudor le roció las sienes. Una vez más se inclinó hacia la niña, buscando fuerzas en la calidez y la suavidad del cuerpecillo infantil. Aún no sabía qué iba a hacer, pero sabía que tenía que encontrar una rendija por la que empujar a su niña de vuelta al mundo de los vivos. De pronto empezó a pensar con lucidez y agilidad. Miró y le sorprendió que los árboles fueran más verdes tras la noche, y que el río crecido fluyera ruidoso, revuelto, rugiendo en oleadas, como el único signo de rebelión de la naturaleza serena y primaveral. «El agua tiene el color de la cerveza», dijo en voz alta, sin destinatario concreto. La niña, al oír su voz, se movió en su brazo y lo miró a los ojos.

—No tengas miedo —susurró él—, haz lo que te dice tu papá. Allí al lado de la iglesia hay mucha gente, van a rezar. Están en las aceras y en el patio delante de la iglesia. Cuando lleguemos allí te bajaré al suelo. Eres pequeñita, nadie se dará cuenta. Después pedirás a alguien que te acompañe al suburbio, a la casa de Marcysia, la lechera. Ella te acogerá. O quizá otro entre la gente de la plaza lo haga. ¿Comprendes lo que te dice papá?

La pequeña lo miraba sorprendida, pero él sabía que había comprendido.

—Nos esperarás. Volveremos después de la guerra. Del campo —añadió—. Es necesario, mi amor, eso harás —musitaba precipitadamente, desordenadamente—, debes obedecer a papá.

De nuevo la vista se le empañó, se borró la imagen del mundo. No veía nada más allá de la multitud en el patio de la iglesia. La acera de al lado estaba repleta de gente, hasta su manga rozaba las de los transeúntes. Faltaban pocos pasos para llegar a la puerta del patio: allí el gentío era más denso, la salvación más segura.

—Vete directamente a la iglesia —susurró una vez más, y dejó a la niña sobre el suelo. No se dio la vuelta, no supo a dónde corrió. Caminaba rápidamente, estirado, firme, musitando algo que era una oración, una invocación a Dios y a la gente. Avanzaba y susurraba con la mirada clavada en el pálido cielo primaveral con blancas telarañas de nubes; todavía continuaba con la oración cuando un grito furioso cortó el aire:

Ein jüdisches Kind!

Estaba aún susurrando cuando sonó el disparo, como un pedrusco lanzado de golpe al agua. Sintió los dedos de su mujer temblorosos y húmedos del sudor, buscaba su mano como un ciego. Oyó su gemido silencioso y aullante. Entonces dejó de susurrar y dio media vuelta.

En el borde de la acera yacía un pequeño resto humano ensangrentado. En el aire aún pendía la fina hilacha de humo del disparo. Avanzó despacio y esos pocos pasos semejaron un camino sin fin. Se inclinó, levantó a la niña y acarició un mechón de sus cabellos dorados.

Deine?

Con la niña muerta en brazos contestó claramente y en voz alta:

Ja, meine. —Y en voz baja, a la niña—: Perdóname…

Así, derramando la sangre de la niña, esperaba el segundo disparo, para él. Pero sólo oyó un grito y comprendió que no lo iban a matar allí, que tenía que ir llevando en brazos a su niña muerta.

—Te llevaré en brazos —dijo.

La marcha arrancó como un río gris y sombrío que fluye hacia su desembocadura.