CAPÍTULO 2
El rey de la columbita[6]
El piso noveno era el más alto del edificio. La mayor parte estaba ocupada por Comunicaciones, el equipo de operadores de varios servicios, escogidos uno a uno, cuyo único interés residía en el mundo de microondas, manchas solares y la «capa heaviside[7]». Por encima de ellos, sobre el tejado plano, estaban los tres rechonchos mástiles de uno de los más poderosos transmisores de Inglaterra, que, en la lista de ocupantes escrita en gruesas letras de bronce en la entrada del edificio, eran justificados como «Radio Test Ltd.». De los demás inquilinos se decía que eran la «Universal Export Company», «Delaney Brothers (1940) Ltd.», «The Omnium Corporation» e «Información (señorita E. Twining, OBE[8])».
La señorita Twining era una persona real. Cuarenta años antes había sido una Loelia Ponsonby. Ahora, ya retirada, ocupaba una pequeña oficina de la planta baja y dedicaba el día a romper circulares, abonar las tasas y los impuestos de sus fantasmales inquilinos y quitarse cortésmente de encima a vendedores y personas que querían exportar algo o solicitar que les arreglaran la radio.
Siempre reinaba el silencio en el piso noveno. Mientras Bond salía del ascensor y se encaminaba hacia la izquierda por el pasillo de mullida moqueta, en dirección a la puerta cubierta de fieltro verde que conducía a las oficinas de M y sus colaboradores personales, el único sonido que oyó fue un silbido fino y agudo, tan débil que casi había que escuchar con atención para percibirlo.
Abrió la puerta verde sin llamar, la traspuso y se encaminó a la penúltima oficina que había a lo largo del siguiente corredor.
La señorita Moneypenny, secretaria personal de M, alzó los ojos de la máquina de escribir y le sonrió. Se gustaban el uno al otro, y ella sabía que Bond admiraba su belleza. Llevaba el mismo modelito de falda y blusa que la secretaria de él, pero las rayas eran azules.
—¿Uniforme nuevo, Penny? —inquirió Bond.
Ella se echó a reír.
—Loelia y yo tenemos el mismo gusto —explicó—. Lo echamos a suertes y a mí me tocó el azul.
Se oyó un bufido procedente de la puerta abierta de la sala contigua. El jefe de Estado Mayor, un hombre de la misma edad aproximada que Bond, salió con una sonrisa sardónica en su pálido semblante de aspecto cansado.
—Cortad la charla —dijo—. M está esperando. ¿Almorzamos luego?
—De acuerdo —asintió Bond.
Se encaminó hacia la puerta que había junto a la señorita Moneypenny, la traspuso y cerró a sus espaldas. Encima de la misma se encendió una luz verde. Moneypenny alzó las cejas mirando al jefe de Estado Mayor. Él movió la cabeza.
—No creo que se trate de algo de trabajo, Penny —dijo—. Simplemente lo mandó llamar sin que viniera a cuento —añadió, y luego regresó a su propia oficina y continuó con el trabajo del día.
Cuando Bond atravesó la puerta, M estaba sentado ante su amplio escritorio, encendiendo la pipa. Hizo un gesto vago con la cerilla encendida hacia la silla que se hallaba situada al otro lado, y Bond se acercó a ella y se sentó. M le lanzó una penetrante mirada a través del humo y luego arrojó la caja de cerillas sobre el rectángulo de cuero rojo que tenía ante sí.
—¿Ha pasado unos buenos días de permiso? —inquirió abruptamente.
—Sí, muchas gracias, señor.
—Veo que aún conserva el bronceado.
Los ojos de M expresaban su desaprobación. En realidad no le envidiaba a Bond unas vacaciones que en parte habían sido una convalecencia. La pizca de criticismo era debida al puritano y al jesuita que habitan en todos los líderes de hombres.
—Sí, señor —respondió Bond, evasivo—. Cerca del ecuador hace mucho calor.
—Bastante, sí —asintió M—. Fue un bien merecido descanso. —Sus ojos se alzaron hacia el techo sin rastro alguno de humor—. Espero que ese color no le dure demasiado. En Inglaterra siempre se sospecha de los hombres bronceados por el sol. O bien no tienen un trabajo con el que cumplir, o lo adquieren con lámpara solar. —Dio por acabado el tema con un brusco gesto lateral de la pipa—. Parece que vamos a conseguir el oro, después de todo —comentó por fin—. Ha habido algunos rumores en el Tribunal de La Haya, pero Ashenheim es un buen abogado[9].
—Me alegro —dijo Bond.
Hubo un momento de silencio. M miró al interior de la cazoleta de su pipa. A través de la ventana abierta llegaba el rugido lejano del tráfico de Londres. Una paloma se posó con un aleteo sobre el alféizar de una de las ventanas y de inmediato emprendió el vuelo otra vez.
Bond intentó obtener alguna información a través de la expresión del rostro curtido que tan bien conocía y que era objeto de tanta lealtad por su parte. Pero los ojos grises estaban en reposo, y el pequeño pulso que siempre latía en lo alto de la sien derecha cuando M estaba tenso, no daba señales de vida.
De pronto, sospechó que M se sentía azorado. Tuvo la sensación de que no sabía muy bien por dónde empezar. Bond habría querido ayudarlo. Cambió de postura en la silla y apartó los ojos de M. Bajó la mirada hacia sus manos y comenzó a rascarse distraídamente una uña mal cortada.
M alzó los ojos de su pipa y se aclaró la garganta.
—¿Tiene algo en particular entre manos ahora mismo, James? —preguntó con voz neutra.
«James». Eso resultaba poco habitual. Era raro que M llamara a alguien por su nombre de pila dentro de aquella oficina.
—Sólo papeleo y los cursillos normales… —respondió Bond—. ¿Me necesita para algo, señor?
—De hecho, sí —asintió M. Miró a Bond con el entrecejo fruncido—. Pero en realidad no tiene nada que ver con el servicio. Se trata de un asunto casi personal. He pensado que podría echarme una mano.
—Por supuesto, señor —dijo Bond.
Se alegraba por M de que se hubiese roto el hielo. Era probable que una de las relaciones del viejo se hubiese metido en problemas, y M no quería pedirle favores a Scotland Yard. Quizá se tratase de un asunto de chantaje. O de drogas. Le complacía el hecho de que M lo hubiese escogido a él. Desde luego que se encargaría del asunto. M era un rigorista desesperante por lo que se refería a las propiedades y al personal del gobierno. Recurrir a Bond para un asunto personal debía de parecerse, a sus ojos, a robar el dinero del Estado.
—Pensaba que diría eso —comentó M, malhumorado—. No le ocupará mucho tiempo. Debería bastar con una velada. —Hizo una pausa—. Bueno, ¿ha oído hablar de un hombre llamado sir Hugo Drax?
—Claro que sí, señor —respondió Bond, sorprendido al oír el nombre—. No se puede abrir un periódico sin leer algo acerca de él. El Sunday Express está publicando la historia de su vida. Una historia extraordinaria…
—Lo sé —cortó M con sequedad—. Simplemente cuénteme los hechos tal como usted los ve. Me gustaría saber si su versión concuerda con la mía.
Bond miró por la ventana para ordenar sus pensamientos. A M no le gustaban las conversaciones superficiales. Quería oír una historia con todos sus detalles, sin ningún «hmmm» ni «¿ehhh?», intercalados. Sin ocurrencias agregadas ni frases evasivas.
—Bueno, señor —comenzó por fin—, para empezar, ese hombre es un héroe nacional. El público le ha tomado cariño. Supongo que lo encuadra dentro del mismo grupo que a Jack Hobbs o Gordon Richards[10]. La gente siente un verdadero afecto por él. Consideran que es uno de los suyos, aunque en versión gloriosa. Una especie de superhombre. No tiene muy buen aspecto, con todas esas cicatrices que le han dejado las heridas de guerra, y es un poco bocazas y más bien ostentoso. Pero al público eso le gusta bastante. Lo convierte en una especie de figura de Lonsdale[11], pero más dentro de la clase de ellos. Les gusta que los amigos lo llamen «Hugger[12]» Drax. Hace que parezca un tipo salado, y supongo que emociona a las mujeres. Y además, cuando uno piensa en lo que está haciendo por el país, pagándolo de su propio bolsillo, algo mucho más grande de lo que cualquier gobierno parece capaz de hacer, es realmente extraordinario que la gente no insista en convertirlo en primer ministro.
Bond advirtió que los fríos ojos de M se volvían cada vez más gélidos, pero no estaba dispuesto a permitir que el hombre de cierta edad que tenía delante apagase la admiración que sentía por los logros de Drax.
—A fin de cuentas, señor —continuó con tono razonable—, da la impresión de que ha asegurado la paz para este país durante unos cuantos años. Y no puede estar muy por encima de la cuarentena. Yo pienso de él lo mismo que la mayoría de la gente. Y luego está todo ese misterio en torno a su verdadera identidad. No me sorprende que la gente sienta bastante lástima por él, aunque sea multimillonario. Parece ser un hombre solitario a pesar de su vida alegre.
M le dedicó una sonrisa seca.
—Lo que acaba de decir parece el avance de la historia del Sunday Express. Desde luego que es un hombre extraordinario. Pero ¿cuál es su versión de los hechos? Supongo que yo no sé mucho más que usted. Probablemente sé menos. No leo los periódicos con mucho detenimiento, y no hay expedientes de él, como no sea en la Oficina de Guerra, y esos no resultan muy esclarecedores. Bueno, ¿cuál es el meollo del reportaje del Sunday Express?
—Lo siento, señor —respondió Bond—, pero los datos concretos existentes son muy pocos. Bueno —volvió a mirar por la ventana y a concentrarse—, en la contraofensiva alemana de las Ardenas, en el invierno de 1944, los alemanes se sirvieron en abundancia de guerrilleros y saboteadores. Les daban el espeluznante nombre de «hombres-lobo». De una forma u otra, causaron mucho daño. Eran muy buenos en camuflaje y en toda índole de trucos para quedarse detrás de nuestras líneas, y muchos de ellos continuaron actuando bastante después de que fracasara la contraofensiva de las Ardenas y nosotros cruzáramos el Rin. Se suponía que debían seguir como hasta entonces cuando nosotros hubiésemos invadido el país, pero se retiraron con mucha rapidez cuando las cosas se pusieron realmente feas.
»Uno de sus mejores golpes fue volar uno de los cuarteles de enlace de retaguardia entre los ejércitos estadounidense y británico. Creo que los llaman Unidades de Refuerzo I.
»Eran unas instalaciones variopintas con toda clase de personal aliado (comunicaciones estadounidenses, conductores de ambulancias británicos), un grupo bastante cambiante procedente de todo tipo de unidades. Los hombres-lobo se las arreglaron de algún modo para minar el comedor y, cuando estalló, se llevó también por delante una buena parte del hospital de campaña. Hubo más de cien víctimas, entre muertos y heridos.
»Identificar y separar los cuerpos fue un asunto endemoniado. Uno de los cuerpos, el de un británico, era Drax. Le habían volado media cara. Sufrió una amnesia total que le duró un año, y al final de ese año nadie sabía quién era, ni tampoco lo sabía él.
»Había unos veinticinco cuerpos que ni nosotros ni los estadounidenses fuimos capaces de identificar. O bien no quedaba lo suficiente de ellos, o se trataba de personas de paso, o bien estaban allí sin autorización. Era ese tipo de unidad. Con dos oficiales superiores, por supuesto.
»El trabajo administrativo era deplorable. Los expedientes, un asco. Así que después de que se pasara un año en varios hospitales, llevaron a Drax a la Oficina de Guerra para mostrarle los expedientes de hombres desaparecidos. Cuando llegaron a los documentos de un hombre sin parientes vivos llamado Hugo Drax, un huérfano que había estado trabajando en los muelles de Liverpool antes de la guerra, mostró algún signo de interés; la fotografía y la descripción física parecían coincidir más o menos con el aspecto que debió de tener nuestro hombre antes de que le volaran media cara.
»A partir de ese momento comenzó a mejorar. Empezó a hablar un poco acerca de cosas sencillas que recordaba, y los médicos se sintieron muy orgullosos de él. La Oficina de Guerra encontró un hombre que había servido en la misma unidad de zapadores que este Hugo Drax; el hombre fue al hospital y dijo que estaba seguro de que aquel era Drax. Con eso quedó cerrado el asunto. Los anuncios oficiales no dieron como resultado la aparición de otro Hugo Drax, y finalmente lo licenciaron en 1945, con ese nombre, paga con efectos retroactivos y una pensión de invalidez total.
—Pero él sigue diciendo que no sabe quién es realmente —lo interrumpió M—. Es miembro del club «Blades». A menudo he jugado a cartas con él y hemos charlado después, durante la cena. Dice que a veces tiene la poderosa sensación de «haber estado antes en uno u otro sitio». A menudo va a Liverpool para tratar de recuperar su pasado. En fin, ¿qué más?
Los ojos de Bond habían asumido una expresión introspectiva, mientras recordaba.
—Después de la guerra parece que desapareció durante unos tres años —prosiguió—. Luego, la City comenzó a tener noticias de él desde todos los puntos cardinales.
»El sector del metal fue el primero en saber de él. Parece que acaparó un mineral muy valioso llamado columbita. Todo el mundo lo quería. Su punto de fusión es extraordinariamente elevado. Los motores de reacción no pueden hacerse sin él. Hay muy poco en el mundo, cada año se producen sólo unos pocos miles de toneladas, sobre todo como derivado de las minas de estaño de Nigeria.
»Drax debió de echar una ojeada a la era del motor de reacción, y de alguna manera identificó su elemento más escaso. Se agenció diez mil libras esterlinas en alguna parte, porque el Sunday Express dice que en 1946 compró tres toneladas de columbita, por las que pagó alrededor de tres mil libras esterlinas la tonelada. De eso obtuvo unos beneficios de cinco mil libras al vendérselas a una empresa aeronáutica estadounidense que necesitaba el mineral con urgencia.
»Entonces comenzó a adquirir futuros en columbita, seis meses, nueve meses, un año antes de que se hubiese producido. En tres años había acaparado toda la producción. Todos los que querían comprar columbita iban a buscarla a Drax Metals.
»Durante todo este tiempo ha estado jugando con compras de futuros en otras pequeñas mercancías (laca, sisal[13], pimienta negra), cualquier cosa que dé un margen de beneficio suficiente para labrarse una buena posición. Por supuesto, apostaba a una bolsa de mercancías que estaba en alza, pero tuvo las agallas de no levantar el pie del acelerador incluso cuando las cosas se ponían calientes como el infierno. Y siempre que obtenía beneficios, reinvertía las ganancias.
»Por ejemplo, fue uno de los primeros en comprar vertederos de desechos de mena en Sudáfrica. Ahora vuelven a ser explotados debido a su contenido en uranio. Con eso está haciendo otra fortuna.
Los ojos de M estaban fijos en Bond. Chupaba la pipa, escuchando.
—Por supuesto —continuó Bond, abstraído en su relato—, todo esto hizo que la City se preguntara qué demonios estaba sucediendo. Los agentes de la bolsa de mercancías no dejaban de tropezar con el nombre de Drax. Fuera lo que fuese lo que necesitaran, Drax lo tenía, e insistía en que se le pagara mucho más de lo que ellos estaban dispuestos a dar. Realizaba sus operaciones desde Tánger: puerto franco, sin impuestos, sin restricciones de moneda. Hacia 1950 ya era multimillonario.
»Entonces regresó a Inglaterra y comenzó a gastarse el dinero. Simplemente, lo derrochaba. Las mejores casas, los mejores coches, las mejores mujeres. Palcos en la ópera, en Goodwood. Ganado Jersey ganador de primeros premios. Claveles de concurso floral. Caballos de carreras ganadores. Dos yates; ha financiado el equipo de la Walker Cup[14]; donó cien mil libras esterlinas para la Fundación para el Desastre de la Inundación; financió un baile de coronación para enfermeras en el Albert Hall…
»No había una semana en que no saliera en los titulares con uno u otro derroche de dinero. Y durante todo ese tiempo seguía haciéndose más rico, y a la gente sencillamente le encantaba aquello. Era como Las mil y una noches. Alegraba sus vidas. Si un soldado herido de Liverpool podía llegar tan alto en cinco años, ¿por qué no podrían lograrlo ellos o sus hijos? Parecía casi tan fácil como acertar una quiniela millonaria.
»Y luego llegó su asombrosa carta dirigida a la reina: “Majestad, podría cometer la temeridad…”, y la típica genialidad en forma de titular apareció en el Express al día siguiente: Temerity Drax, y la historia de que le había regalado a Gran Bretaña la totalidad de sus posesiones de columbita para que construyera un cohete atómico con un alcance tal que cubriera la práctica totalidad de las capitales europeas, la respuesta inmediata a cualquiera que intentara lanzar una bomba atómica sobre Londres. Iba a contribuir con diez millones de libras de su propio bolsillo, tenía el diseño del cohete y estaba dispuesto a buscar el personal capaz de construirlo.
»Y siguieron meses de dilación y todo el mundo se impacientaba. Hubo una interpelación en el Parlamento. La oposición casi forzó a que se diera un voto de confianza. Y luego el anuncio del primer ministro para decir que el diseño había sido aprobado por los expertos de Woomera Range[15], del Ministerio de Suministros, y que la reina se había sentido graciosamente complacida en aceptar el regalo en nombre del pueblo del Reino Unido, y que había nombrado caballero al donante.
Bond hizo una pausa, casi arrastrado por la historia de aquel hombre extraordinario.
—Sí —dijo M—. «Paz en nuestros tiempos: en estos tiempos». Recuerdo el titular. Hace un año. Y ahora, el cohete está casi listo. El Moonraker. Y por lo que he oído, realmente debe de hacer lo que él dice. Es muy extraño.
Hubo un silencio mientras M miraba por la ventana. Luego se volvió para encararse con Bond desde el otro lado del escritorio.
—Más o menos, eso es todo —resumió con voz suave—. No sé mucho más que usted. Es una historia maravillosa. ¡Qué hombre tan extraordinario! —hizo una pausa, reflexivo—. Hay una sola cosa… —añadió M, dubitativo, y se dio unos golpecitos con la boquilla de la pipa en los dientes.
—¿De qué se trata, señor? —inquirió Bond.
M pareció tomar una decisión. Le dirigió a Bond una mirada apacible.
—Sir Hugo Drax hace trampas jugando a las cartas.