CAPÍTULO 4
El «shiner»
Bond dejó el Bentley ante el Brook’s y dobló la esquina a pie para entrar en Park Street.
La fachada del arquitecto Robert Adam[21], empotrada alrededor de un metro con respecto a las de los edificios vecinos, tenía un aspecto elegante en el suave anochecer. Se habían echado las cortinas rojo oscuro sobre las ventanas de los miradores que se hallaban a ambos lados de la entrada, y un empleado con uniforme fue visible por un momento mientras cerraba las cortinas de las tres ventanas del primer piso. En el centro de las tres, Bond pudo ver las cabezas y los hombros de dos miembros inclinados sobre una mesa de juego, probablemente de backgammon, pensó, y captó un atisbo de los flameantes destellos de una de las arañas que iluminaban la famosa sala de juego.
Empujó las puertas batientes y se encaminó hacia la conserjería antigua donde imperaba Brevett, guardián del Blades, además de consejero y amigo de la familia de la mitad de los miembros.
—Buenas tardes, Brevett. ¿Está el almirante?
—Buenas tardes, señor —lo saludó Brevett, que conocía a Bond como visitante ocasional del club—. El almirante lo espera en la sala de naipes. Botones, acompañe al capitán de fragata Bond a ver al almirante. ¡Vamos, vamos!
Mientras seguía al joven botones uniformado por el gastado piso de mármol blanco y negro del vestíbulo, y ascendía por la amplia escalera con su hermosa barandilla de caoba, Bond recordó la historia referente a que en una votación de ingreso de un nuevo miembro se habían encontrado nueve bolas negras en la caja cuando sólo había ocho miembros de la junta presentes. Se decía que Brevett, que había pasado la caja de un miembro a otro, confesó ante el presidente que era tal su temor de que el candidato resultase elegido, que él mismo había introducido la bola negra supernumeraria. Nadie planteó objeciones. La junta habría preferido perder a su presidente antes que a su conserje, un miembro de cuya familia había ocupado el mismo puesto en el Blades durante cien años.
El botones abrió una hoja de la alta puerta doble que había al final de la escalera y cedió el paso a Bond. La habitación alargada no estaba muy concurrida, y vio a M sentado a solas en el nicho que formaba el mirador de la ventana que quedaba más a la izquierda de las tres; hacía un solitario. Despidió al botones y avanzó por la gruesa alfombra, no sin reparar en el rico telón de fondo de humo de cigarros, voces quedas procedentes de tres mesas de bridge, y el nítido resonar de los dados sobre un tablero de backgammon que no se veía.
—Ah, ya ha llegado —comentó M al acercarse Bond. Hizo un gesto hacia la silla que se encontraba ante él—. Déjeme acabar esto. Hace meses que intento derrotar a ese tal Canfield. ¿Algo de beber?
—No, gracias —respondió Bond.
Se sentó, encendió un cigarrillo y observó, divertido, la concentración que M ponía en aquel juego.
«El almirante sir M… M…: que es alguien en el Ministerio de Defensa». M tenía el mismo aspecto de cualquiera de los hombres que pertenecían a uno de los clubes de St. Jame’s Street. Traje gris oscuro, cuello duro blanco, la pajarita negra con lunares blancos preferida por todos, con nudo bastante flojo; el fino cordón negro de las gafas que M sólo parecía usar para leer el menú, el perspicaz rostro de marino y los agudos ojos límpidos de marino. Se hacía difícil creer que apenas una hora antes había estado jugando con un millón de piezas de ajedrez vivas contra los enemigos del Reino Unido; que esta misma noche podría haber sangre fresca en sus manos, o que pudiera ser responsable de un allanamiento concluido con éxito, o tener el monstruoso conocimiento de un repugnante caso de chantaje.
¿Y qué podía pensar de él el observador casual, del «capitán de fragata James Bond, CMG[22], RNVR[23]», que también «era alguien en el Ministerio de Defensa», el hombre moreno y melancólico de unos treinta y cinco años que estaba sentado ante el almirante? Hay algo un poco frío y peligroso en su rostro. Parece estar muy en forma. Podría haber sido adjunto de Templer en Malasia. O Nairobi. Trabajos relacionados con el Mau Mau[24]. El tipo parecía duro. No tenía el aspecto de la clase de hombres que suelen verse en el Blades.
Bond sabía que en él había algo extraño y poco inglés. Sabía que resultaba difícil inventar una tapadera para él. Sobre todo en Inglaterra. Se encogió de hombros. Lo que importaba era el extranjero. Nunca tendría que hacer un trabajo en el Reino Unido, fuera de la jurisdicción del Servicio Secreto. De todas formas, aquella noche no necesitaba tapadera. Era una salida recreativa.
M profirió un bufido y arrojó las cartas sobre la mesa. Bond recogió la baraja de forma automática y de forma igualmente automática las mezcló al estilo Scarne, uniendo las dos mitades con el movimiento que las hacía bajar rápidamente y no permitía que las cartas cayeran de la mesa. Emparejó los naipes y los apartó de sí.
M llamó a un camarero que pasaba cerca.
—Cartas de belote, por favor, Tanner —pidió.
El camarero se marchó para regresar un instante después con dos barajas finas. Les quitó el envoltorio y las colocó sobre la mesa, con dos rotuladores. Luego se quedó de pie, esperando.
—Tráigame un whisky con soda —dijo M—. ¿Está seguro de que no quiere beber nada?
Bond consultó su reloj de pulsera. Eran las seis y media.
—¿Podría traerme un martini seco? —pidió—. Con vodka y una raja grande de piel de limón.
—Matarratas —fue el comentario de M mientras el camarero se alejaba—. Ahora le ganaré sólo una o dos libras, y luego iremos a echar una mirada a las partidas de bridge. Nuestro amigo no ha aparecido aún.
Durante media hora se dedicaron al juego en que el jugador experto puede ganar casi siempre, incluso cuando las cartas le son ligeramente desfavorables. Al final de la partida, Bond se echó a reír y contó tres billetes de una libra.
—Uno de estos días voy a tomarme realmente la molestia de aprender a jugar al belote —declaró—. Todavía no he ganado una sola vez jugando con usted.
—Todo radica en la memoria y en el conocimiento de las probabilidades —explicó M con satisfacción. Se bebió el resto de su whisky con soda—. Vayamos a ver cómo van las partidas de bridge. Nuestro hombre está jugando en la mesa de Basildon. Ha entrado hace unos diez minutos. Si detecta algo, simplemente asienta con la cabeza y bajaremos para hablar del asunto.
Se puso de pie y Bond lo imitó.
El extremo más alejado de la sala estaba comenzando a llenarse, y había una media docena de mesas donde se desarrollaban partidas de bridge. En la redonda mesa de poker emplazada bajo la araña de luces, había tres hombres que contaban fichas colocándolas en cinco pilas, en espera de que llegaran dos jugadores que faltaban. La arriñonada mesa de bacarrá aún estaba cubierta por una funda, y probablemente continuaría así hasta después de la cena, cuando la usaran para la modalidad de bacarrá denominada chemin-de-fer.
Bond siguió a M fuera del mirador, saboreando la escena que ofrecía la larga sala, los oasis de luz verde, el tintineo de los vasos mientras los camareros se movían entre las mesas, el murmullo de las conversaciones punteado de repentinas exclamaciones y cálidas risas, la niebla de humo azulado que se elevaba a través de las pantallas rojo oscuro de las lámparas que colgaban en el centro de cada mesa. Su pulso se aceleró con el aroma de todo aquello y sus fosas nasales se dilataron apenas mientras ambos avanzaban por la larga sala para unirse a los demás.
M, con Bond tras él, vagabundeó con aire indiferente de una a otra mesa, intercambiando saludos con los jugadores, hasta que por fin llegaron a la situada bajo el hermoso cuadro de Lawrence pintado por Beau Brummel, que colgaba sobre la ancha chimenea Adam.
—Doblo, maldita sea —dijo la sonora y alegre voz del jugador que estaba de espaldas a Bond.
Bond se fijó con detalle en la cabeza de espeso cabello rojizo, que era cuanto podía ver de quien hablaba, y luego desvió los ojos a la izquierda para posarlos sobre el concentrado perfil de lord Basildon. El presidente del Blades se hallaba retrepado en la silla y miraba con aire crítico, bajando sólo los ojos, las cartas que sujetaba alejadas de sí como si se tratara de un objeto raro.
—Mi mano es tan exquisita que me veo obligado a redoblar, querido Drax —declaró. Luego miró a su pareja de juego—. Tommy —añadió—, si esto sale mal, cárgalo a mi cuenta.
—Tonterías —replicó el otro—. Será mejor que le dé a Drax un apoyo en salto, Meyer…
—Tengo demasiado miedo —respondió el hombre de mediana edad y rostro enrojecido que jugaba como pareja de Drax—. Paso —declaró al fin, mientras recogía su cigarro del cenicero de bronce y se lo llevaba cuidadosamente hacia la boca.
—Por mi parte, también paso —anunció la pareja de juego de Basildon.
—Y aquí pasamos —dijo la voz de Drax.
—Cinco tréboles redoblados —concluyó Basildon—. Usted sale, Meyer.
Bond miró por encima del hombro de Drax. Tenía un as de picas y un as de corazones. Los jugó los dos y ganó ambas bazas, para salir luego con otro naipe de corazones que Basildon se llevó con el rey.
—Bueno —comentó Basildon—. Quedan cuatro triunfos contra mí, incluida la reina. Jugaré basándome en la suposición de que esa la tiene Drax.
Hizo una finess contra Drax. Meyer se llevó la baza con la reina.
—¡Infiernos y condenación! —maldijo Basildon—. ¿Qué hace la reina en la mano de Meyer? Bueno, que me aspen. De todas maneras, el resto es mío. —Dejó las cartas abiertas en abanico sobre la mesa. Miró a su pareja de juego con aire defensivo—. ¿Puedes superar eso, Tommy? Drax dobla y es Meyer quien tiene la reina… —concluyó con cierto tono de exasperación en la su voz.
Drax rio entre dientes.
—No esperaba que mi compañero tuviera una carta superior a nueve, ¿verdad? —le preguntó a Basildon con tono alegre—. Bueno, eso es justo cuatrocientos por encima de la línea. Usted reparte.
Cortó para que repartiera Basildon, y el juego prosiguió.
Así que en la mano anterior había repartido Drax. Eso podría ser importante. Bond encendió un cigarrillo y observó con aire reflexivo la parte posterior de la cabeza de Drax.
La voz de M interrumpió los pensamientos de Bond.
—Basil, ¿verdad que recuerdas a mi amigo, el capitán de fragata Bond? Se nos ocurrió venir esta noche y jugar un poco al bridge.
Basildon alzó la cara hacia Bond y le sonrió.
—Buenas noches —dijo. Abarcó con un gesto de la mano, de izquierda a derecha, a los presentes en la mesa—. Meyer, Dangerfield, Drax. —Los tres hombres alzaron brevemente la vista y Bond los saludó en general con una inclinación de cabeza—. Todos ustedes conocen al almirante —añadió el presidente, mientras comenzaba a repartir.
Drax se volvió a medias en su silla.
—Ah, el almirante —dijo, vocinglero—. Nos alegramos de tenerlo a bordo, almirante. ¿Una copa?
—No, gracias —replicó M con una leve sonrisa—. Acabo de tomar una.
Drax se volvió para mirar a Bond, quien captó la breve imagen de un poblado bigote rojizo y unos ojos azules bastante gélidos.
—¿Y usted? —inquirió Drax, con tono ligero.
—Tampoco, gracias —replicó Bond.
Drax se volvió de nuevo hacia la mesa y recogió sus cartas. Bond observó cómo las ordenaban las grandes manos torpes.
Entonces se desplazó alrededor de la mesa, con un nuevo detalle sobre el que meditar.
Drax no había ordenado sus cartas según los palos, como hacía la mayor parte de los jugadores, sino sólo en grupos de negras y rojas, sin orden numérico, mientras hacía que su mano fuese muy difícil de ver para los mirones, y al mismo tiempo resultase casi imposible que uno de sus vecinos —en caso de que tendiese a conjeturar según la distribución de los naipes— pudiera saber qué tenía.
Por el modo de sujetar las cartas, Bond sabía qué jugadores eran realmente cuidadosos.
Se situó junto a la chimenea. Sacó un cigarrillo y lo encendió en la llama de un pequeño quemador de gas encerrado en una rejilla plateada —reliquia de los tiempos anteriores a las cerillas— que sobresalía de la pared, a su lado.
Desde donde estaba podía ver las cartas de Meyer y, desplazándose un paso a la derecha, las de Basildon. Tenía una visión sin obstáculos de sir Hugo Drax y lo inspeccionó con mucha atención mientras aparentaba interesarse sólo por el juego.
Drax daba la impresión de ser un poco extravagante. Era físicamente alto —alrededor de un metro ochenta y cinco de estatura, calculó Bond— y tenía unos hombros excepcionalmente anchos. La cabeza era grande y cuadrada, y los espesos cabellos rojizos estaban peinados con raya en medio. A ambos lados de la crencha, el cabello caía en una curva hasta las sienes, con el objeto, supuso Bond, de ocultar la máxima extensión posible del tejido cutáneo lustroso y arrugado que le cubría casi todo el flanco derecho de la cara. Otros rastros de cirugía plástica podían detectarse en la oreja derecha del hombre, que no era pareja perfecta de su compañera del lado izquierdo, y en el ojo derecho, que había sido un fracaso quirúrgico. Era considerablemente más grande que el izquierdo debido a una contracción de la piel injertada que habían usado para reconstruirle los párpados superior e inferior, y tenía un aspecto dolorosamente inyectado de sangre. Bond dudaba que fuera capaz de cerrarse del todo, y supuso que Drax se lo cubriría con un parche para dormir.
Con el fin de ocultar todo lo posible la fea piel tirante que cubría la mitad de su rostro, Drax se había dejado crecer un espeso bigote rojizo y llevaba las patillas largas hasta el lóbulo de las orejas. También tenía matas de pelo en los pómulos.
El denso bigote tenía, además, otro propósito. Contribuía a disimular un prognatismo natural de la mandíbula superior y el carácter claramente protrusivo de sus dientes. Bond se dijo que eso era probablemente debido a que de niño se había chupado el dedo pulgar, lo cual había derivado en una fea separación o diastema de lo que Bond había oído llamar, a todos los dentistas, «los incisivos». El bigote ayudaba a disimular esos «dientes de ogro», y sólo cuando Drax profería su corta carcajada sonora, lo que hacía con frecuencia, podía verse dicha separación.
El efecto general del semblante —la mata de cabello castaño rojizo, la nariz y la mandíbula poderosas, la piel rojiza— resultaba extravagante. A Bond le hizo pensar en el jefe de pista de un circo. La contrastada agudeza y frialdad del ojo izquierdo apoyaba el parecido.
Un patán vulgar, prepotente y bocazas. Ese habría sido su veredicto si no hubiera conocido algunas de las capacidades de Drax. Dado que sabía quién era, Bond se dijo que una buena parte de aquel efecto podría deberse a la idea que Drax tenía del soldado de la última época de la regencia del príncipe Jorge, el inofensivo disfraz de un hombre que tenía media cara destrozada y era un esnob.
Buscando más indicios, advirtió que Drax sudaba bastante. La noche no era bochornosa a pesar del ocasional destello de un relámpago en el exterior, y sin embargo Drax se enjugaba constantemente la cara y el cuello con un gran pañuelo de hierbas. Fumaba sin cesar; tras una docena de largas chupadas que aspiraba al máximo, aplastaba la colilla apretando el corcho en que remataban los cigarrillos Virginia y encendía otro, que sacaba de una caja de cincuenta que llevaba en el bolsillo de la chaqueta. Sus grandes manos, con el dorso cubierto de espeso vello rojizo, estaban en movimiento continuo: manoseaban las cartas, jugaban con el encendedor que se encontraba ante él, junto a una pitillera lisa de plata, retorcían un mechón de cabellos de un lado de la cabeza, pasaban el pañuelo por la cara y el cuello… Ocasionalmente, se llevaba un dedo a la boca con gesto compulsivo y se mordía la uña. Incluso desde donde se encontraba, Bond podía ver que tenía todas las uñas mordidas hasta dejar los dedos en carne viva.
Las manos en sí eran fuertes y capaces, pero los pulgares tenían algo extraño que Bond necesitó un momento de análisis para identificar. Por último se dio cuenta de que eran demasiado largos y llegaban hasta la primera falange del índice.
Concluyó su examen con las ropas de Drax, caras y de un gusto excelente: una chaqueta azul oscuro de franela ligera con rayas muy finas, cruzada y con los puños vueltos; una camisa de gruesa seda blanca con cuello rígido, una corbata discreta a diminutos cuadros grises y blancos, unos gemelos sobrios que parecían de Cartier y un reloj de oro sin adornos marca Patek Philippe con correa negra de cuero.
Bond encendió otro cigarrillo y se concentró en la partida, dejando que su inconsciente procesara los detalles referentes al aspecto y los modales de Drax que le habían parecido significativos y que podrían ayudarle a dilucidar el enigma de aquel supuesto juego tramposo, cuya naturaleza aún estaba por descubrir.
Media hora después, las cartas habían completado el círculo.
—Me toca dar a mí —anunció Drax con tono autoritario—. Vamos ganando un juego cada uno y nosotros tenemos una satisfactoria puntuación extra por encima de la línea. Vamos a ver, Max, trata esta vez de pillar un as, o mejor un par. Estoy cansado de hacer yo todo el trabajo. —Repartió las cartas con destreza y lentamente entre los jugadores, mientras mantenía un fuego cruzado de chanzas bastante toscas con ellos—. La partida se está alargando —le comentó a M, que se encontraba sentado entre él y Basildon, fumando en pipa—. Lamento que los hayamos mantenido fuera durante tanto rato. ¿Qué le parece un reto después de la cena? Max y yo jugaremos contra usted y el capitán de fragata como-se-llame. ¿Cómo ha dicho que se llamaba? ¿Es buen jugador?
—Bond —respondió M—. James Bond. Sí, creo que nos gustaría mucho jugar con ustedes. ¿Qué dice usted, James?
Los ojos de Bond estaban clavados en la cabeza inclinada y las manos de movimientos lentos de Drax. ¡Sí, eso era! «Ya te he descubierto, bastardo». Un «shiner». Un sencillo, maldito «shiner» que no tardaría ni cinco minutos en ser descubierto en una partida profesional. M vio el destello de seguridad en los ojos de Bond cuando se volvieron hacia él desde el otro lado de la mesa.
—Perfecto —respondió Bond con tono alegre—. No podría ser mejor.
Hizo un imperceptible gesto con la cabeza.
—¿Qué le parece si me enseña el Libro de Apuestas antes de la cena? Siempre dice que es muy interesante.
M asintió.
—Sí. Acompáñeme. —Se incorporó—. Está en la oficina del secretario. Luego, Basildon podrá bajar, invitarnos a una copa y decirnos cómo ha acabado esta lucha a muerte.
—Pidan lo que quieran —dijo Basildon, dirigiendo una penetrante mirada a M—. Bajaré en cuanto los hayamos desplumado.
—Alrededor de las nueve, entonces —comentó Drax, mirando de M a Bond—. Enséñele la apuesta de la muchacha dentro del globo. —Recogió sus cartas—. Parece que dispongo del dinero del casino para jugar —comentó tras echarles una rápida mirada—. Tres sin triunfo —anunció, mientras dirigía una mirada triunfal a Basildon—. Meta eso en su pipa y fúmeselo.
Bond, que siguió a M fuera de la sala, no llegó a oír la respuesta de Basildon.
En silencio, bajaron al piso inferior y entraron en la oficina del secretario. La habitación estaba a oscuras. M encendió la luz y fue a sentarse en la silla giratoria que se hallaba ante un escritorio en el que parecía desarrollarse una gran actividad. Hizo girar la silla para encararse con Bond, que había ido a situarse junto a la chimenea apagada y sacaba un cigarrillo.
—¿Ha tenido suerte? —preguntó al tiempo que alzaba la mirada hacia él.
—Sí —replicó Bond—. Desde luego que hace trampas.
—Ah —dijo M sin denotar emoción—. ¿Cómo lo hace?
—Sólo cuando reparte él —explicó Bond—. ¿Se ha fijado en la pitillera de plata que tiene delante, junto con el encendedor? Nunca saca de ella un cigarrillo. No quiere empañarla con huellas dactilares. Es de plata lisa y muy pulida. Cuando reparte, queda casi oculta por las cartas y por sus manazas. Y no aparta las manos de ella. Reparte cuatro montones a poca distancia de sí. Cada carta se refleja en la superficie de la pitillera. Es tan buena como un espejo, aunque parece perfectamente inocente colocada allí, sobre la mesa. Dado que es un empresario tan bueno, es normal que tenga una memoria muy buena. ¿Recuerda que le hablé de los «shiners»? Bueno, eso no es más que una versión de ellos. No es de extrañar que de vez en cuando haga esas finesses milagrosas. Cuando dobló, lo tenía fácil. Sabía que su pareja de juego tenía la reina en reserva. Con sus dos ases, dobló sobre seguro. Durante el resto del tiempo su juego no se aparta del promedio. Pero conocer todas las cartas una mano de cada cuatro supone una gran ventaja. No resulta extraño que siempre acabe ganando.
—Pero nadie se da cuenta de que lo hace —protestó M.
—Es natural mantener la vista baja cuando uno está repartiendo —explicó Bond—. Lo hace todo el mundo. Y él disimula con un montón de bromas, muchas más de las que hace cuando reparte otro jugador. Supongo que tiene una visión periférica muy buena, eso en lo que nos califican tan alto cuando hacemos el examen médico para entrar en el Servicio. Un ángulo de visión muy amplio.
La puerta se abrió y entró Basildon. Estaba colérico. Cerró la puerta tras de sí.
—¡Esa maldita apertura obstructiva de Drax! —estalló—. Tommy y yo podríamos haber hecho cuatro corazones si hubiésemos conseguido declarar. Entre los dos, ellos tenían el as de corazones, seis bazas de trébol, el as y el rey de diamantes, y una sola carta de afloje en picas. Pues hicieron nueve bazas seguidas. No puedo imaginar cómo tuvo el rostro de abrir con tres sin triunfo. —Se calmó un poco—. Y bien, Miles —dijo—, ¿tiene tu amigo la respuesta?
M hizo un gesto hacia Bond, quien repitió lo que había explicado antes.
El rostro de lord Basildon iba reflejando cada vez más enojo a medida que Bond hablaba.
—¡Condenado elemento! —estalló cuando Bond hubo acabado—. ¿Por qué demonios tiene que hacer eso? Maldito millonario. Está forrado de dinero. Bonito escándalo se nos viene encima. No tendré más remedio que informar a la junta… No habíamos tenido un caso de trampas en el juego desde la guerra del catorce al dieciocho. —Se paseaba arriba y abajo por la sala. El club quedó rápidamente olvidado cuando recordó la importancia del propio Drax—. Y dicen que ese cohete suyo va a estar listo dentro de poco. Viene por aquí sólo una o dos veces a la semana para distraerse un rato. ¡Diablos, ese hombre es un héroe público! Esto es terrible.
El enojo de Basildon se enfrió hasta congelarse cuando pensó en su responsabilidad. Recurrió a M en busca de ayuda.
—Dime, Miles, ¿qué tengo que hacer? Ha ganado miles de libras en este club, que otros han perdido. Esta noche, por ejemplo. Mis pérdidas carecen de importancia, por supuesto. Pero ¿qué me dices de Dangerfield? He sabido que últimamente ha pasado una mala racha en la bolsa de valores. No veo el modo de evitar decírselo a la junta. No puedo eludirlo, con independencia de quién sea Drax. Y ya sabes lo que significará eso. Hay diez miembros en la junta. Es inevitable que se produzcan filtraciones. Y luego, piensa en el escándalo. Me han dicho que el Moonraker no puede existir sin Drax, y los periódicos dicen que todo el futuro del país depende de ese trasto. Este es un asunto condenadamente serio. —Guardó silencio y les lanzó una esperanzada mirada a M y luego a Bond—. ¿Hay alguna alternativa?
Bond aplastó la colilla del cigarrillo.
—Podrían parársele los pies —replicó con voz queda—. Es decir —añadió con una leve sonrisa—, si a usted no le importa que le pague con la misma moneda.
—Haga lo que le dé la condenada gana —respondió Basildon con decisión. Ante la afirmación de Bond, la esperanza había aflorado a sus ojos—. ¿En qué está pensando?
—Bueno —respondió el interpelado—, puedo demostrarle que lo he descubierto, y al mismo tiempo desplumarlo con su mismo juego. Por supuesto, Meyer saldrá malparado del proceso. Podría perder muchísimo dinero como compañero de Drax. ¿Sería malo, eso?
—Le estará bien empleado —dijo Basildon, aliviado y dispuesto a aceptar cualquier solución—. Ha estado cabalgando a lomos de Drax. Ha ganado muchísimo dinero jugando como su compañero. ¿No pensará que…?
—No —le tranquilizó Bond—. Estoy seguro de que no sabe qué está sucediendo. Aunque algunas de las declaraciones de Drax deben de resultarle asombrosas. Bueno —se volvió a mirar a M—, ¿a usted le parece bien, señor?
M reflexionó. Miró a Basildon. No cabía duda de cuál era su punto de vista.
Volvió los ojos hacia Bond.
—De acuerdo —concedió—. Lo que ha de ser, sea. No me gusta la idea, pero entiendo la posición de Basildon. Mientras pueda conseguirlo y —sonrió— siempre y cuando no pretenda que yo escamotee cartas o algo así. No tengo talento para esas cosas.
—No —respondió Bond. Se metió las manos en los bolsillos y tocó los dos pañuelos de seda—. Y creo que funcionará. Lo único que necesito es un par de barajas usadas, una de cada color, y estar diez minutos a solas en esta oficina.