CAPÍTULO 23

Antes de la hora cero

A través de los ojos semicerrados, Bond miró atentamente el soplete mientras, durante unos preciosos segundos, permaneció sentado y dejó que la vida regresara a su cuerpo. Se sentía como si hubieran usado su cabeza como balón de fútbol, pero no tenía nada roto. Drax lo había golpeado sin método científico y con la confusión de puñetazos de un borracho.

Gala lo observaba con ansiedad. Los ojos del rostro ensangrentado estaban casi cerrados, pero la línea de la mandíbula aparecía tensa a causa de la concentración, y podía sentir el esfuerzo de voluntad que estaba haciendo él.

Movió la cabeza y, cuando se volvió a mirarla, Gala vio que tenía los ojos brillantes de triunfo.

Bond indicó con la cabeza el escritorio y dijo:

—El encendedor. Tenía que intentar conseguir que lo olvidara. Sígueme. Te demostraré qué quiero decir. —Comenzó a balancearse para desplazar centímetro a centímetro la ligera silla de acero hacia el escritorio—. Por el amor de Dios, no la derribes o será nuestro fin. Pero date prisa o el soplete se enfriará.

Sin comprender, sintiéndose casi como si estuvieran practicando algún estúpido juego infantil, Gala comenzó a balancear la silla para avanzar tras él.

Segundos más tarde, Bond le dijo que se detuviera junto al escritorio mientras él continuaba hasta el sillón de Drax. Luego se colocó justo delante de su objetivo y, con un tumbo repentino, se lanzó él y silla hacia delante, de modo que su cabeza quedó sobre el escritorio.

Se oyó un horrible chasquido cuando el Ronson de mesa chocó contra sus dientes, pero sus labios lo sujetaron y la parte superior estaba dentro de su boca cuando echó atrás la silla con la fuerza precisa para que no cayera al suelo. A continuación comenzó el paciente recorrido de regreso hasta donde estaba Gala, ante el extremo del escritorio donde Krebs había dejado el soplete.

Bond descansó hasta que su respiración volvió a ser regular.

—Ahora llegamos a la parte difícil —dijo, con expresión ceñuda—. Mientras yo intento encender este soplete, tú haz girar la silla de manera que tu brazo derecho quede delante de mí, tan cerca como sea posible.

Obediente, ella comenzó a rotar mientras Bond balanceaba su silla de modo que quedara reclinada contra el borde del escritorio y permitiera a su boca llegar hasta el soplete y aferrar su asa con los dientes.

A continuación arrastró el soplete hacia sí, y tras unos minutos de paciente trabajo lo tuvo, con el encendedor, dispuesto a su gusto al borde del escritorio.

Tras otro descanso, se inclinó, cerró la válvula del soplete con los dientes y procedió a darle presión por el sistema de levantar el émbolo con los dientes y bajarlo con el mentón, lenta y repetidamente. Podía sentir en el rostro la tibieza del precalentador y oler los restos de gas que había en su interior. Esperaba que no se hubiera enfriado demasiado.

Se enderezó.

—Última etapa. Gala —anunció, dirigiéndole una sonrisa ladeada—. Puede que tenga que hacerte algo de daño. ¿De acuerdo?

—Por supuesto —respondió Gala.

—Entonces, allá va.

Se inclinó adelante y aflojó la válvula de seguridad situada a un lado de la bombona.

Luego se inclinó rápidamente sobre el encendedor de mesa, situado en ángulo recto y justo debajo del cuello del soldador, y sus dos incisivos presionaron bruscamente el mecanismo de ignición.

Era una maniobra muy arriesgada, y aunque echó la cabeza atrás con la rapidez de una cobra, profirió un grito entrecortado de dolor cuando el chorro de llama azul del soplete le chamuscó la mejilla y el puente de la magullada nariz.

Pero el petróleo vaporizado proyectaba su vital lengua de fuego con un siseo, y él se sacudió las lágrimas de sus ojos llorosos e inclinó la cabeza casi en ángulo recto para volver a coger con los dientes el asa del soplete.

Pensó que iba a partírsele la mandíbula con el peso de aquella cosa, y los nervios de sus incisivos protestaron mediante un fuerte dolor; pese a todo, volvió a enderezar su inclinada silla con gran cuidado y luego estiró el cuello doblado hasta que la punta de la llama azul comenzó a quemar el cable que ataba la muñeca de Gala al brazo de la silla.

Intentaba desesperadamente mantener firme la llama, aunque la respiración de la joven se tornaba anhelante cuando el asa se movía entre los dientes de Bond y la llama le rozaba el antebrazo.

Y luego todo acabó. Fundidos por el calor, los hilos de cobre se partieron uno a uno, el brazo derecho de Gala quedó libre y ella tendió la mano para quitarle a Bond el soplete de la boca.

La cabeza de él cayó hacia atrás y movió el cuello con energía para que la sangre volviera a los músculos doloridos.

Casi antes de que se diera cuenta, Gala estaba inclinada sobre sus brazos y piernas y también él quedó libre.

Mientras permanecía sentado por unos momentos, con los ojos cerrados, esperando que la vida volviera a su cuerpo, sintió, con deleite, que los labios suaves de Gala se posaban sobre los suyos.

Abrió los ojos. Ella se hallaba de pie ante él, con los ojos brillantes.

—Eso es por lo que has hecho —explicó con toda seriedad.

—Eres una muchacha maravillosa —fue la sencilla respuesta de él.

Pero luego, sabiendo lo que tenía que hacer, sabedor de que, aunque era concebible que ella pudiera vivir, a él le quedaban unos pocos minutos de vida, cerró los ojos para que la joven no viera la desesperanza en ellos.

Gala vio la expresión del rostro de él y apartó la mirada. Pensó que era sólo el agotamiento y el efecto acumulativo de lo que había sufrido su cuerpo, y entonces recordó de pronto el agua oxigenada que había en el lavabo contiguo a su oficina.

Traspuso la puerta de comunicación. ¡Qué extraordinario era ver otra vez las cosas que le eran familiares! Le pareció que había sido otra persona la que se sentara ante el escritorio para mecanografiar cartas y empolvarse la nariz. Se encogió de hombros y entró en el pequeño lavabo. ¡Dios, qué aspecto tenía y qué agotada estaba! Se apresuró a mojar una toalla, cogió la botella de agua oxigenada, regresó a la otra oficina y dedicó diez minutos a cuidar el campo de batalla en que se había convertido el rostro de Bond.

Él permaneció sentado en silencio, con una mano posada en la cintura de ella, y la observó con ojos agradecidos. Luego, cuando Gala hubo regresado a su oficina y la oyó cerrar la puerta del lavabo tras de sí, se puso de pie, apagó el soplete, se metió en la ducha de Drax, se desnudó y permaneció cinco minutos bajo el chorro de agua fría.

«¿Preparando el cadáver?», reflexionó con tristeza, mientras se examinaba el rostro tumefacto en el espejo.

Se vistió y regresó al escritorio de Drax, que registró metódicamente. Obtuvo un solo premio, la «botella de oficina», una botella medio llena de Haig and Haig. Fue a buscar dos vasos y un poco de agua, y llamó a Gala.

Oyó que abría la puerta del lavabo.

—¿Qué hay?

—Whisky.

—Comienza tú. Estaré lista dentro de un minuto.

Bond miró la botella, llenó tres cuartas partes de un vaso para cepillos de dientes y lo vació de dos grandes sorbos. Luego, con delicadeza, encendió un ansiado cigarrillo, se sentó sobre el escritorio y sintió cómo el licor le bajaba hasta el estómago y luego por las piernas.

Volvió a coger la botella y la miró. Había de sobra para Gala, y para un vaso lleno para él antes de que saliera por la puerta. Era mejor que nada. No sería tan duro con el licor dentro, siempre y cuando saliera rápidamente y cerrase la puerta tras de sí. Sin mirar atrás.

Entró Gala, una Gala transformada, tan hermosa como la primera noche en que la había visto, si no se consideraban las ojeras de agotamiento de debajo de los ojos, que los polvos no habían logrado ocultar del todo, ni los rojos verdugones de sus muñecas y tobillos.

Bond le dio un whisky y él tomó otro, y los ojos de ambos se sonrieron mutuamente por encima del borde de los vasos.

Luego Bond se puso de pie.

—Escucha, Gala —dijo con un tono de voz indiferente—, tenemos que enfrentarnos con el asunto y acabar de una vez, así que lo diré rápido y luego beberemos otra copa. —Oyó cómo ella contenía la respiración, pero continuó—: Dentro de unos diez minutos te encerraré en el cuarto de baño de Drax, te meteré debajo de la ducha y la abriré al máximo.

—¡James! —gritó Gala, mientras se le acercaba—. No sigas. Sé que vas a decir algo espantoso. Por favor, calla, James.

—Vamos, Gala —insistió Bond con firmeza—, ¿qué demonios importa? Es un maldito milagro que hayamos tenido esta oportunidad. —Se apartó de la muchacha y avanzó hacia la puerta que conducía al pozo del cohete—. Y luego —prosiguió, mientras sujetaba el precioso encendedor en la mano derecha— saldré de aquí, cerraré las puertas e iré a encender mi último cigarrillo bajo la cola del Moonraker.

—Dios —susurró ella—. ¿Qué estás diciendo? Estás loco —musitó, mirándolo con los ojos abiertos de horror.

—No seas ridícula —rechazó Bond con impaciencia—. ¿Qué demonios podemos hacer, si no? La explosión será tan tremenda que no sentiré nada. Y seguro que funcionará, con todo ese vapor de combustible disperso en el aire. O yo, o un millón de personas en Londres. Y la cabeza nuclear no estallará, descuida. Las bombas atómicas no estallan de esa manera. Probablemente se derretirá. Hay una sola probabilidad de que puedas escapar. El grueso de la explosión seguirá la línea de menor resistencia a través del techo, y por el túnel de exhaustación si logro hacer que funcione el mecanismo que abre el piso. —Sonrió—. Anima esa cara —le dijo, al tiempo que avanzaba hacia ella y le tomaba una mano—. «El muchacho permaneció de pie en la cubierta en llamas». Desde que tenía cinco años, he deseado imitarlo.

Gala retiró la mano.

—No me importa lo que digas —le contestó con enojo—. Tenemos que pensar otra cosa. No confías en que yo tenga ninguna idea buena. Sólo me dices lo que tú crees que tenemos que hacer. —Se encaminó hacia el mapa de la pared y pulsó el interruptor—. Por supuesto, si hay que usar el encendedor, tendremos que hacerlo. —Miró el mapa del falso plan de vuelo, sin apenas verlo—. Pero la idea de que entres allí solo, te sitúes en medio de esos horribles vapores, enciendas tranquilamente esa maldita cosa y acabes volatilizado… En cualquier caso, si tenemos que hacerlo, lo haremos juntos. Prefiero eso a morir quemada aquí dentro. Y, además —hizo una pausa—, quiero ir contigo. Estamos juntos en esto.

Los ojos de Bond tenían una expresión tierna cuando avanzó hacia la joven, le rodeó la cintura con un brazo y la estrechó contra sí.

—Gala, eres un encanto —fue su sencilla respuesta—. Y si tenemos alguna otra alternativa, la usaremos. Pero —miró su reloj— es más de medianoche y tenemos que decidirlo pronto. En cualquier momento, a Drax podría ocurrírsele enviar guardias aquí abajo para ver si estamos bien, y sabe Dios a qué hora bajará él para calibrar los giróscopos.

Gala hizo una contorsión y se giró como un gato. Lo contempló con la boca abierta y el rostro tenso de emoción.

—Los giróscopos —susurró—, para calibrar los giróscopos… —Se apoyó débilmente contra la pared mientras sus ojos sondeaban el rostro de Bond—. ¿No te das cuenta? —Estaba al borde de la histeria—. Una vez que se haya marchado, podríamos volver a cambiar los giróscopos, devolverlos a las calibraciones del plan original, y entonces el cohete simplemente caería en el Mar del Norte, donde se supone que debe hacerlo.

Se apartó de la pared, lo cogió con las dos manos por la camisa y lo miró con ojos implorantes.

—¿No crees que podemos hacerlo? —preguntó—. ¿No lo crees?

—¿Conoces las otras calibraciones? —preguntó Bond con interés.

—Por supuesto que sí —replicó con presteza—. He estado viviendo con ellas durante un año. No dispondremos del informe meteorológico, pero tendremos que arriesgarnos en ese punto. Según el informe del tiempo que ha dado la radio esta mañana, las condiciones serán iguales a las de hoy.

—Por Dios —murmuró Bond—, podríamos hacerlo. Sólo con que pudiéramos escondernos en alguna parte y hacerle creer a Drax que nos hemos escapado… ¿Qué me dices del túnel de exhaustación? Si logro hacer funcionar el mecanismo que abre el piso…

—Hay una caída vertical de treinta metros —respondió Gala, negando con la cabeza—. Y las paredes son de acero pulimentado. Como de vidrio. Y aquí abajo no hay cuerdas ni nada parecido. Ayer dejaron vacíos los almacenes. Y, por si fuera poco, hay guardias en la playa.

Bond reflexionó. Luego sus ojos se animaron.

—Tengo una idea —dijo—. Pero, antes que nada, ¿qué me dices del radar, el dispositivo de guía que hay en Londres? ¿No conseguiría desviar el cohete de su curso y alejarlo de la ciudad?

Gala negó con la cabeza.

—Sólo tiene un alcance de unos ciento sesenta kilómetros —explicó—. El cohete ni siquiera captaría su señal. Si lo dirigimos hacia el Mar del Norte, entrará en el radio de alcance del transmisor de la balsa. Mi plan no tiene ningún punto débil, en absoluto. Pero ¿dónde podemos escondernos?

—En uno de los conductos de ventilación —decidió Bond—. Vamos.

Echó una última mirada por la habitación. Tenía el encendedor en el bolsillo. Continuaba siendo el único recurso si fallaba el otro plan. Allí no había nada más que pudieran necesitar. Siguió a Gala a través de la puerta hasta el brillante pozo, y se encaminó hacia el panel de instrumentos que controlaba la cubierta de acero del túnel de exhaustación.

Tras un breve examen, desplazó una pesada palanca marcada con las palabras Zu’ to ’Auf. Se oyó un suave siseo de maquinaria hidráulica procedente de detrás de la pared, y dos semicírculos de acero se abrieron debajo de la cola del cohete y retrocedieron al interior de sus ranuras. Bond avanzó y miró hacia abajo.

Las luces cenitales se reflejaban en la ancha chimenea de acero, hasta que desaparecían hacia el distante extremo abierto sobre el mar.

Bond regresó al cuarto de baño de Drax y arrancó la cortina de la ducha. A continuación, con ayuda de Gala, la rasgó en tiras, que luego ataron unas con otras. Hizo un rasgón desigual en el extremo de la última tira, para dar la impresión de que la cuerda de huida se había roto. Luego ató firmemente el otro al extremo puntiagudo de una de las aletas del Moonraker y arrojó el resto para que colgara por el túnel de exhaustación.

No era una escena falsa muy convincente, pero podría permitirles ganar algo de tiempo.

Las grandes bocas redondas de los conductos de ventilación estaban separadas entre sí unos diez metros y se hallaban a unos tres metros del suelo. Bond las contó. Había cincuenta. Abrió con cuidado la rejilla sujeta por bisagras de una de ellas y miró hacia lo alto. Unos quince metros más arriba se veía el suave resplandor de la luz de la luna. Calculó que ascendían en línea recta por el interior del muro hasta que formaran un ángulo recto al acercarse a las rejillas del exterior.

Alargó una mano y la pasó por la superficie. Era de cemento, áspera y sin pulir; gruñó con satisfacción al palpar una protuberancia y luego otra. Eran los extremos desiguales de las barras de acero que reforzaban las paredes, cortadas donde se había taladrado para practicar los conductos.

Sería penoso, pero no cabía duda de que podrían ascender poco a poco, como espeleólogos por el interior de una chimenea de roca, y llegados al recodo de la parte superior, quedarse tumbados, escondidos de cualquier cosa que no fuera un registro minucioso, difícil de realizar por la mañana, con todos los funcionarios de Londres pululando por los alrededores del pozo.

Bond se arrodilló, la muchacha subió sobre sus hombros y comenzó a trepar.

Una hora más tarde, con los pies y los hombros magullados y heridos, se tendieron exhaustos, estrechamente abrazados el uno al otro, con las cabezas a unos centímetros de la rejilla circular que estaba justo encima de la puerta de salida, y escucharon a los guardias que movían los pies con inquietud en la oscuridad, a cien metros de distancia.

Las cinco, las seis, las siete.

Lentamente, el sol salió por detrás de la cúpula, las gaviotas comenzaron a chillar en los acantilados, y de pronto aparecieron tres siluetas que avanzaron hacia ellos desde lejos y pasaron junto a un pelotón nuevo de guardias que corrían con la cabeza erguida y levantando las rodillas, para relevar al turno de noche.

Las siluetas se acercaron, y los ojos entrecerrados y enrojecidos de la pareja oculta en el conducto pudieron ver cada detalle del rostro sanguíneo y enrojecido de Drax, de la magra, pálida cara de zorro del doctor Walter y del seboso semblante de Krebs, que presentaba la hinchazón de quien ha dormido demasiado.

Los tres hombres avanzaban como verdugos, sin decir nada. Drax sacó su llave, y el trío atravesó en silencio la puerta situada unos metros por debajo de los cuerpos tensos de Bond y Gala.

Durante diez minutos reinó la quietud, rota sólo por el ocasional resonar de las voces que ascendían por el conducto de ventilación, mientras los tres hombres se movían abajo, por el piso de acero en torno al túnel de exhaustación. Bond sonrió para sí al pensar en la furia y la consternación que mostraría el rostro de Drax; en el desgraciado Krebs, que se vendría abajo con el azote de la lengua de Drax; en la amarga acusación que evidenciarían los ojos de Walter. Poco después, la puerta se abrió de golpe bajo ellos y Krebs llamó con tono apremiante al jefe de los guardias. Un hombre se separó del semicírculo y corrió hacia él.

Die Engländer! —La voz de Krebs estaba al borde de la histeria—. Han escapado. El Herr Kapitan piensa que pueden estar en uno de los conductos de ventilación. Vamos a correr el riesgo. Volveremos a abrir la cúpula para que se disipen los gases del combustible, y luego el Herr Kapitan meterá la manguera del vapor en cada conducto. Si están en alguno, eso acabará con ellos. Elija cuatro hombres. Los guantes de goma y los trajes ignífugos están ahí abajo. Aprovecharemos la presión de la calefacción. Dígales a los demás que estén atentos por si oyen gritos. Verstanden?

Zu Befehl![68]

El hombre regresó corriendo con elegancia junto a sus soldados, y Krebs, con el rostro cubierto de sudor a causa de la ansiedad, giró sobre sí y desapareció por la puerta.

Por un momento, Bond permaneció inmóvil.

Se oyó un fuerte retumbar cuando la cúpula se dividió y se deslizó hacia los lados hasta quedar abierta.

¡La manguera del vapor!

Había oído contar que eso se había usado contra motines en barcos. Contra alzamientos en fábricas. ¿Llegaría hasta doce metros de altura? ¿Se mantendría la presión? ¿Cuántas calderas alimentaban la calefacción? Entre los cincuenta conductos de ventilación, ¿por cuál comenzarían? ¿Habían dejado él o Gala alguna pista que indicara en el que se habían introducido?

Sintió que Gala estaba esperando a que se explicara. A que hiciera algo. A que los protegiera.

Cinco hombres llegaron a la carrera desde el círculo de guardias. Pasaron por debajo de ellos y desaparecieron.

Bond acercó la boca al oído de Gala.

—Esto va a ser doloroso —le dijo—. No puedo decirte hasta qué punto. No se puede evitar. Simplemente, tendremos que aguantarlo. En silencio. —Percibió la presión que a modo de respuesta ejercían los brazos de ella—. Encoge las rodillas. No tengas vergüenza. Este no es momento para mostrarse recatada.

—Cállate —susurró Gala con enojo.

Bond sintió que una rodilla se elevaba hasta quedar trabada entre sus muslos. Su propia rodilla la imitó hasta que no pudo subir más. Gala se retorció furiosamente.

—No seas tan condenadamente estúpida —susurró Bond al tiempo que atraía la cabeza de la muchacha contra su pecho, de modo que quedase medio cubierta por su camisa desabotonada.

La cubrió tanto como le fue posible. No podía hacerse nada para proteger los tobillos de ambos ni las manos de él. Subió el cuello de su camisa tanto como pudo sobre las cabezas de los dos. Se abrazaron con fuerza el uno al otro.

Acalorados, apretados, sin aliento. Esperando, se le ocurrió de pronto a Bond, como dos amantes entre los matorrales. Esperando a que los pasos se alejaran para poder comenzar de nuevo. Sonrió con expresión ceñuda y aguardó.

En el fondo del pozo reinaba el silencio. Debían de encontrarse en la sala de motores. Walter debía de estar observando cómo acoplaban la manguera a la válvula de escape. Ahora se oían ruidos distantes. ¿Por dónde empezarían?

Desde algún punto cercano a ellos les llegó un susurro prolongado, como el silbato de un tren lejano.

Retiró el cuello de la camisa y echó una mirada furtiva a los guardias a través de la rejilla. Los que podía ver estaban mirando hacia la cúpula de lanzamiento, un poco a la izquierda.

Una vez más el largo susurro áspero. Y otra vez.

Iba haciéndose más sonoro. Podía ver cómo las cabezas de los guardias giraban poco a poco hacia la rejilla de la pared que los ocultaba a él y a Gala. Debían de estar contemplando con fascinación los densos chorros de vapor blanco que salían por los extremos exteriores de los conductos abiertos en el muro de cemento, preguntándose si este, o aquel, o el otro, sería acompañado por un doble alarido.

Bond podía sentir el corazón de Gala latiendo con fuerza contra el suyo. No sabía lo que se les venía encima. Confiaba en él.

—Puede que duela —volvió a susurrarle Bond—. Puede que duela. No nos matará. Debes ser valiente. No hagas ni un solo ruido.

—Estoy bien —susurró ella, enojada, aunque pegó más su cuerpo al suyo.

Fuuufff. Se les acercaba.

¡Fuuufff! A dos conductos de distancia.

¡Fuuufff! En el de al lado. Un rastro del olor húmedo del vapor entró en el conducto.

«Resiste», se dijo Bond. Estrechó a Gala con más fuerza contra sí y contuvo la respiración.

«Ya. Rápido. Acabad de una vez, malditos…».

Y de pronto sintió una gran presión, calor, un rugido en sus oídos, y un lacerante dolor.

Luego, un silencio de muerte, una mezcla de tremendo frío y fuego en los tobillos y las manos, una sensación de estar empapados hasta los huesos, mientras en un desesperado, sofocante esfuerzo, trataban de llenarse de aire los pulmones.

Sus cuerpos reaccionaron de forma automática para separarse el uno del otro, para obtener unos centímetros de espacio y aire para las zonas de su epidermis que ya estaban cubiertas de ampollas. La respiración provocaba un estertor en sus gargantas, y el agua chorreaba del cemento dentro de sus bocas abiertas, hasta que se doblaron lateralmente y tosieron para expulsar el agua, que se unió al hilo que corría por debajo de sus cuerpos empapados, pasaba junto a sus tobillos escaldados y descendía por las paredes verticales del conducto por el que habían trepado.

El rugido del tubo de vapor se alejó de ellos hasta convertirse en un susurro que finalmente cesó y se hizo el silencio en su estrecha prisión de cemento, perturbado sólo por la tenaz respiración de ambos y por el tictac del reloj de Bond.

Los dos cuerpos permanecieron tendidos y esperaron, cuidando de sus dolores.

Media hora —medio año— más tarde, Walter, Krebs y Drax salieron por debajo de ellos.

Pero, como precaución, los guardias se habían quedado en la cúpula de lanzamiento.