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Aldea de Ovechi Vody, 20 de marzo de 18…

El médico acaba de irse. ¡Al fin lo he conseguido! Por más astucias que haya intentado, al final no le ha quedado más que expresar su opinión. Sí, moriré pronto, muy pronto. Los ríos se deshelarán y, a toda luz, la corriente me llevará junto con las últimas nieves… ¿a dónde? ¡Dios sabrá! También al mar. En fin, ¡qué se le va a hacer! Ya que hay que morir, que sea en primavera. Aunque puede que sea ridículo empezar un diario dos semanas antes de morir, ¿no? ¡Vaya por lo que me preocupo! Y ¿en qué son menos catorce días que catorce años, que catorce siglos? Dicen que ante la eternidad todo son naderías, sí, pero en este caso la misma eternidad es una nadería. Me parece que me estoy dejando llevar por especulaciones, es una mala señal: ¿no me estaré acobardando? Mejor será que cuente algo. Afuera hay humedad, sopla el viento, tengo prohibido salir. ¿Qué puedo contar? Un hombre decente no habla de sus enfermedades; componer una novela corta, no, no es para mí; para deliberar sobre asuntos elevados no me alcanzan las fuerzas; describir la cotidianidad que me rodea ni siquiera me entretiene; pero me aburre no hacer nada, y me da pereza leer. ¡Oh! Voy a contarme mi propia vida. ¡Una idea magnífica! Justo antes de morir se considera correcto y no va a molestar a nadie. Empiezo.

Nací hace unos treinta años de unos terratenientes bastante ricos. Mi padre era un jugador apasionado, mi madre, una mujer de carácter…, una mujer muy virtuosa. Solo que no he conocido a una mujer a la que ser virtuosa le causara menos placer. Había caído bajo el peso de sus méritos y atormentaba a todos, empezando por ella misma. En el transcurso de sus cincuenta años de vida no descansó ni una sola vez, no se cruzó de brazos; pululaba continuamente atareada, cual hormiga, y sin ningún beneficio, algo que no puede decirse de una hormiga. Un gusanillo inquieto la consumía día y noche. Solo en una ocasión la vi completamente tranquila, y fue precisamente el primer día después de su muerte, en el ataúd. Cierto que, al mirarla, me pareció que su cara expresaba cierto asombro; como si en sus labios semiabiertos, en sus mejillas hundidas y en sus ojos dócilmente inmóviles flotaran las palabras: «¡Qué bien se está sin moverse!». Sí, de acuerdo, ¡está bien desprenderse al fin de la conciencia abrumadora de la vida, del sentimiento obsesivo e inquieto de la existencia! Pero no se trata de eso.