¡Ay, al contrario! Ella misma —yo lo veía— estaba socavada por las olas. Como un arbolillo joven que, a medio camino de la ribera, se inclina ansioso sobre el torrente, dispuesto a entregarle para siempre el primer brote de su primavera y su vida entera. Quien haya tenido ocasión de ser testigo de una pasión similar, habrá soportado momentos amargos si amaba pero no era amado. Yo siempre recordaré esa atención devoradora, esa dulce alegría, esa abnegación ingenua, esa mirada todavía de niña y ya de mujer, esa sonrisa de felicidad que parecía florecer y que no abandonaba sus labios semiabiertos ni sus mejillas sonrojadas… Todo lo que Liza había presentido vagamente durante nuestro paseo en el bosque se había cumplido, y ella, entregada por entero al amor, al mismo tiempo se calmaba y se despejaba, como un vino joven que deja de fermentar porque ha llegado su momento…
Tuve el aguante de quedarme esta primera tarde y la siguiente… ¡hasta el final! No podía esperar nada. Liza y el príncipe se tenían cada día más afecto… Pero yo había perdido definitivamente la dignidad y no podía apartar la vista de la representación de mi desdicha. Recuerdo que una vez intenté no ir, por la mañana me di palabra de honor de quedarme en casa, y a las ocho de la tarde (normalmente salía a las siete), salté como loco, me puse el gorro y, jadeando, llegué corriendo a la sala de Kirill Matvéich. Mi situación era increíblemente absurda: guardaba un silencio obstinado, a veces no profería ni un sonido durante varios días. Como ya se ha dicho, nunca me distinguí por mi elocuencia, pero entonces todo lo que hubo en mi cabeza parecía volatilizarse en presencia del príncipe y me quedaba más mudo que niño en visita. Y además antes, a solas, obligaba a trabajar a mi infeliz cerebro, dando lentas vueltas a todo lo captado o advertido el día anterior, así que cuando llegaba a casa de los Ozhoguin apenas me quedaban fuerzas para observar. Se compadecían de mí como de un enfermo, podía verlo. Cada mañana tomaba una decisión nueva, definitiva, incubada durante la noche de insomnio, mayormente con dolor: bien me resolvía a aclarar la situación con Liza, a darle un consejo de amigo…, pero cuando me surgía la ocasión de estar con ella a solas, de pronto mi lengua dejaba de funcionar, como si estuviera congelada, y los dos esperábamos angustiados la aparición de una tercera persona; o bien quería huir para siempre, por supuesto, dejando a mi amada una carta llena de reproches, y una vez hasta empecé a escribir la carta, pero mi sentido de la justicia no había desaparecido completamente: comprendí que no tenía derecho a reprochar nada a nadie y arrojé al fuego mi esquela; otras veces me ofrecía generoso en sacrificio, bendecía a Liza en su amor dichoso y desde un rincón, dócil y amistoso, sonreía al príncipe. Pero los despiadados amantes no solo no me agradecían el sacrificio, sino que ni siquiera reparaban en él y, por lo visto, no necesitaban ni mis bendiciones ni mis sonrisas… Entonces yo, despechado, pasaba de improviso al estado de ánimo completamente opuesto. Me daba palabra de apuñalar tras una esquina, envuelto en una capa a semejanza de un español, a mi feliz rival y con alegría salvaje me imaginaba la desolación de Liza… Pero, en primer lugar, en la ciudad de O… esquinas así había bastante pocas y, en segundo lugar, estaban la cerca de madera, el farol, el vigilante a lo lejos… No, en una esquina así era más conveniente comerciar con roscas de pan que derramar sangre humana. Debo reconocer que entre otros medios para salvarme —me expresaba con mucha vaguedad al conversar conmigo mismo— se me ocurrió dirigirme al propio Ozhoguin…, llamar la atención de este noble sobre la peligrosa situación de su hija, sobre las tristes consecuencias de su falta de reflexión… Incluso una vez empecé a hablar con él de este asunto tan delicado, pero conduje la conversación con tanto recoveco y confusión que él me escuchaba, sí, me escuchaba, pero, de repente y como medio dormido, se restregó rápidamente la cara con la mano, sin piedad por su nariz, soltó un bufido y se apartó de mi lado. Ni que decir tiene que, al tomar esta decisión, me aseguraba a mí mismo que actuaba así por el mayor desinterés, que deseaba el bien común, que cumplía con mi obligación de amigo de la familia… Pero me atrevo a creer que, aun cuando Kirilla Matvéich no hubiera interrumpido mis desahogos, me habría faltado valor para terminar mi discurso. A veces, con la gravedad de un antiguo sabio, me ponía a sopesar las virtudes del príncipe, a veces me consolaba con la esperanza de que no había nada, de que Liza se daría cuenta de que su amor no era un amor de verdad…, ¡claro que no! Resumiendo, no sé de una idea a la que entonces no le diera vueltas. Solo hay un medio, lo reconozco sin reservas, que no me vino nunca a la cabeza, y es que ni una sola vez pensé en quitarme la vida. Por qué no se me ocurrió, eso no lo sé… Quizá entonces presintiera que, en realidad, no me quedaba mucha vida.
Se comprende que ante tantos hechos desfavorables, mi comportamiento, mis modales para con la gente se distinguieran más que nunca por su falta de naturalidad y por su tensión. Incluso la vieja Ozhóguina, ese ser limitado de nacimiento, empezó a rehuirme y a menudo no sabía cómo acercarse a mí. Bizmiónkov, siempre educado y servicial, me evitaba. Ya entonces me parecía que en él tenía a un compañero, que él también quería a Liza. Pero nunca respondió a mis alusiones y, en general, hablaba conmigo de mala gana. El príncipe le dispensaba un trato bastante afectuoso; podría decirse que el príncipe lo respetaba. Ni Bizmiónkov ni yo, ninguno de los dos molestábamos al príncipe y a Liza, pero él no se mantenía al margen como yo, no tenía mirada de lobo ni de víctima, y se unía de buena gana a ellos cuando se lo pedían. Cierto que en esos casos no se distinguía por una especial jocosidad; pero también antes su alegría había sido silenciosa.
De esta forma transcurrieron unas dos semanas. El príncipe no solo era apuesto e inteligente; tocaba el piano, cantaba, dibujaba bastante bien, sabía hablar. Sus anécdotas, extraídas de las altas esferas de la vida en la capital, siempre causaban una fuerte impresión en sus oyentes, tanto más cuanto que él parecía no darle ninguna importancia especial…
La consecuencia de esta, por decirlo así, sencilla treta del príncipe fue que en el transcurso de su breve estancia en O… fascinó sin duda a toda la sociedad del lugar. Fascinar a nuestro hermano estepario siempre es fácil para un hombre de las altas esferas. Las frecuentes visitas del príncipe a los Ozhoguin (pasaba todas las tardes en su casa) despertaron la envidia, por supuesto, de otros señores nobles y funcionarios; pero el príncipe, como hombre de mundo e inteligente que era, departió con todos ellos, visitó a todos, a todas las señoras y señoritas les dijo al menos una palabra afectuosa, permitió que lo alimentaran con pesados platos rebuscados y que le dieran de beber vinos malos con nombres magníficos; en resumen, se condujo magníficamente, con prudencia y habilidad. El príncipe N* era, en general, un hombre de carácter alegre, sociable, amable por disposición, y también por interés; ¿cómo si no iba a tener éxito intachable en todo?
Cuando él llegaba, todos en la casa descubrían que el tiempo volaba con increíble rapidez; todo iba bien; aunque fingía no darse cuenta de nada, probablemente el viejo Ozhoguin se frotaba las manos a escondidas ante la idea de tener un yerno así; el propio príncipe llevaba todo el asunto con mucha calma y decoro, cuando, de pronto, un suceso inesperado…
Hasta mañana. Hoy estoy cansado. Estos recuerdos me crispan incluso al borde de la tumba. Teréntievna ha descubierto hoy que mi nariz ya ha empezado a afilarse, y eso, dicen, es una mala señal.