27 de marzo. Continúa el deshielo
El asunto estaba en las condiciones antes expuestas; el príncipe y Liza se querían, los viejos Ozhoguin esperaban a ver qué pasaba; Bizmiónkov también estaba presente —de él no se podía decir ninguna otra cosa—; yo peleaba como un pez contra el hielo y observaba a más no poder —recuerdo que en esa época me puse como tarea al menos no permitir que Liza se hundiera en las redes de ese seductor y, como consecuencia, empecé a prestar especial atención a las doncellas y al fatídico porche de atrás, aunque, por otro lado, a veces soñaba noches enteras con la generosidad conmovedora con la que yo, pasado un tiempo, tendería mi mano a la víctima engañada y le diría: «Ese traidor te engañó, pero yo soy tu amigo fiel… ¡Olvidemos el pasado y seamos felices!»— cuando entonces por toda la ciudad se propagó una noticia alegre: el administrador de la provincia tenía intención de organizar, en honor del ilustre visitante, un gran baile en su hacienda en Gornostáievka, o puede que fuera Gubniakova. Todos los grados y las autoridades de la ciudad de O… recibieron una invitación, empezando por el regidor de la ciudad y acabando por el boticario, un alemán sumamente engreído y con fieras pretensiones de hablar un ruso correcto y, como consecuencia, utilizaba continuamente y siempre a destiempo expresiones fuertes como por ejemplo: «El diablo me lleve, hoy sí que soy hecho un mozo guapo…». Como es costumbre, se iniciaron los tremendos preparativos. Un comerciante de cosméticos vendió dieciséis tarros azul oscuro de pomada con la inscripción «à la jesminъ», con ese signo duro ruso al final. Las señoritas se construyeron vestidos ceñidos con corpiños dolorosos y un remate en pico a la altura de la tripa. Las madres edificaron sobre su cabeza unos adornos terribles a modo de cofia. Los padres, cansados de tanto ajetreo, se acostaban sin fuerzas para moverse… Al fin llegó el ansiado día. Yo estaba entre los invitados. Desde la ciudad hasta Gornostáievka había nueve verstas. Kirilla Matvéich me ofreció un sitio en su coche, pero yo lo rechacé… Así los niños castigados, cuando desean vengarse de sus padres, rechazan en la mesa sus platos preferidos. Por lo demás, sentía que mi presencia podía incomodar a Liza. Bizmiónkov me sustituyó. El príncipe fue en su carretela y yo en un drozhki malísimo alquilado por una gran cantidad de dinero para esta solemne ocasión. No voy a describir el baile. Todo allí fue como de ordinario: músicos con tubas increíblemente desafinadas en los coros, terratenientes aturdidos con sus inveteradas familias, helados lila, horchata de almendras viscosa, gente con botas destaconadas y guantes de punto de algodón, leones provincianos de rostro febrilmente descompuesto, etcétera, etcétera. Y todo ese pequeño mundo giraba alrededor de su sol, alrededor del príncipe. Perdido en la multitud, sin ser advertido siquiera por las señoritas de cuarenta y ocho años con granos en la frente y flores azules en la coronilla, yo miraba sin interrupción ya al príncipe, ya a Liza. Ella llevaba un vestido encantador y estaba muy guapa esa noche. Solo bailaron juntos dos veces (¡cierto que él bailó con ella la mazurca!), pero por lo menos a mí me pareció que entre ellos existía cierta comunicación secreta, ininterrumpida. Él, sin mirarla, sin hablar con ella, era como si se dirigiera a ella, solo a ella; estaba encantador, brillante y amable con los otros, pero solamente para ella. Y ella parecía sentirse la reina del baile, y querida: en su cara resplandecían al mismo tiempo alegría infantil, orgullo ingenuo e, inesperadamente, se iluminó con otro sentimiento, uno más profundo. Despedía felicidad… Yo podía percibirlo… No era la primera vez que me veía obligado a observarlos… Al principio me afligí muchísimo, después fue como si me hubieran atacado y, al fin, me enfurecí. De improviso me sentí realmente perverso y recuerdo que me alegré muchísimo ante esa nueva sensación e incluso sentí cierta reverencia por mí mismo. «Vamos a demostrarles que no estamos acabados», me dije. Cuando empezaron a sonar los primeros avisos para la mazurca, miré a mi alrededor con tranquilidad, frío y desenvuelto me acerqué a una señorita de cara alargada y nariz lustrosa, boca abierta de forma torpe, como si se le hubiera soltado un cierre, y cuello fibroso que recordaba al mango de un contrabajo, me acerqué a ella y la invité con un golpe seco de tacón. Llevaba un vestido rosa que parecía no haberse recuperado de una reciente enfermedad; sobre su cabeza temblaba una mosca desteñida, alicaída, en un muelle grueso de cobre, y además la joven estaba, si puede decirse así, impregnada de arriba abajo de agrio aburrimiento y de arraigada mala suerte. No se había movido del sitio desde que empezara la fiesta y nadie pensaba siquiera en invitarla. A falta de otra dama, un joven de dieciséis años y de pelo claro iba a dirigirse a ella y ya había dado un paso en su dirección, pero se lo pensó, echó un vistazo y se escondió veloz entre la multitud. ¡Pueden imaginarse con qué asombro dichoso accedió ella a mi invitación! Yo la llevé solemne por todo el salón, busqué dos sillas y me senté con ella en el círculo de la mazurca, con otras diez parejas, casi enfrente del príncipe, a quien le habían concedido el primer sitio, claro está. El príncipe, como ya se ha dicho, bailaba con Liza. Ni a mí ni a mi dama nos importunaron con invitaciones, así que tuvimos tiempo suficiente para conversar. A decir verdad, mi dama no se distinguía por su capacidad de pronunciar palabras en un discurso hilado, más bien utilizaba la boca para componer una extraña sonrisa baja, que hasta entonces no había visto, y encima alzaba los ojos, como si una fuerza invisible le estirara la cara; pero yo no necesitaba de su elocuencia. Pues me sentía perverso y mi dama no me hacía vacilar. Me lancé a criticar a todo y a todos, recurriendo sobre todo a los jovencitos de la capital y a los petimetres de San Petersburgo, y me desaté hasta el punto de que mi dama poco a poco fue dejando de sonreír y, en lugar de levantar los ojos, de pronto empezó —supongo que de sorpresa— a bizquear, además de una forma muy extraña, como si por primera vez se diera cuenta de que en su cara había una nariz; y mi vecino, uno de esos leones de los que se ha hablado antes, más de una vez me lanzó miradas e incluso se giró hacia mí con la expresión de un actor sobre el escenario que se espabila en un punto desconocido, como si quisiera decir: «¿Qué ocurre aquí?». Por lo demás, mientras mi pico de oro, como suele decirse, hablaba y hablaba, seguí observando al príncipe y a Liza. Los invitaban sin interrupción, pero yo sufría menos cuando bailaban los dos, incluso cuando estaban sentados juntos y, al hablar, se sonreían con esa sonrisa dulce que no quiere desaparecer de la cara de los amantes felices; incluso así yo no penaba tanto. Pero cuando Liza revoloteaba por el salón con algún pisaverde valentón y el príncipe, con el pañuelo de gasa azul de ella sobre las rodillas, la seguía con mirada soñadora, como admirando su conquista, entonces, ay, entonces yo sentía un tormento insoportable y, despechado, soltaba comentarios tan malintencionados que las pupilas de mi dama se apoyaban por completo a ambos lados de su nariz. Entre tanto, la mazurca llegaba a su fin… Empezaron a formar la figura llamada la confidente. En esta figura, una dama se sienta en el centro del círculo, elige a otra dama como confidente y le susurra al oído el nombre del señor con el que quiere bailar; su caballero le acerca a los bailarines de uno en uno, y la confidente los rechaza hasta que, al fin, aparece el afortunado. Liza se sentó en el centro y eligió a la hija del anfitrión, una muchacha de esas de las que se dice que «Dios está con ellas». El príncipe se puso a buscar al elegido. Habiendo ofrecido en vano a casi diez jóvenes (la hija del anfitrión rechazó a todos con una sonrisa encantadora), al fin se dirigió a mí. En ese instante me sucedió algo sorprendente: fue como si todo mi cuerpo titubeara y quise negarme; sin embargo, me levanté y eché a andar. El príncipe me condujo hasta Liza… Ella ni siquiera me miró; la hija del anfitrión meneó la cabeza, el príncipe se giró hacia mí y, puede que provocado por la expresión forzada de mi cara, me hizo una profunda reverencia. Ese saludo burlón, ese rechazo transmitido por mi triunfador rival, su sonrisa de desdén, la indiferencia apática de Liza, todo eso hizo que estallara… Me acerqué al príncipe y susurré furioso: «¿Me ha parecido que pretende burlarse de mí?».