El poder de la palabra, la pasión de la idea
(Rudin o la nueva manera del realismo ruso)
Iván Turguénev (Oriol, Rusia, 1818-Bougival, Francia, 1883) escribió la primera redacción de Rudin en siete semanas, entre junio y julio de 1855. Era su primera novela y no estaba totalmente seguro de ella. La envió a sus amigos Pável Ánnenkov y Constantín Aksákov. La leyó en septiembre a Nekrásov, Botkin y Panáev, redactores y escritores de la revista literaria Sovremennik (El Contemporáneo), en la que colaboraba y en la que, tras nuevos cambios y redacciones, se publicaría en los números 1 y 2 a comienzos de 1856. Por entonces, Turguénev tenía 37 años. Era un escritor reconocido en Rusia y en Europa por los Relatos de un cazador (1847-1852). También había cultivado, con relativo éxito, el poema romántico (sobre todo, Parasha), la crítica literaria y el teatro. De hecho, acababa de escribir Un mes en el campo, quizás su mejor obra teatral, que la censura prohibió estrenar. Sin embargo, tenía muchas dudas sobre su capacidad como escritor, pues consideraba que todo cuanto había escrito hasta entonces respondía a una vieja manera literaria, y que debía medir sus fuerzas en una nueva manera y en un nuevo género, la novela realista.
Las dudas literarias de Turguénev procedían principalmente del intento fracasado de componer su primera novela, que había titulado Dva pokoleniya (Dos generaciones) y en la que había trabajado intensamente en el verano y otoño de 1852. En aquella época fue arrestado durante un mes y después confinado en la finca familiar de Spásskoe, por orden directa del zar Nicolás I, tras publicar en Moscú una breve nota necrológica que había sido prohibida por la censura en San Petersburgo. En ella ensalzaba a Gógol como gran escritor ruso. En realidad, la relativamente leve condena a Turguénev −Dostoievski fue condenado a muerte en 1849 por leer en el círculo de Petrashevski la carta a Gógol de Bielinski− era un castigo no solo por burlar la censura sino también por imprimir en 1852 los Relatos de un cazador, en los que denunciaba la situación de los campesinos y el sistema de servidumbre que imperaba entonces en Rusia. Tras trazar un plan de Dos generaciones, Turguénev escribió más de 500 páginas, que correspondían a la primera parte, de las tres que en su concepción inicial tendría la obra. Pero, tras someterlas a la lectura crítica de Ánnenkov y Aksákov, estos consideraron que los dos personajes principales no tenían vida propia, no eran convincentes. Y Turguénev también. Descartó entonces la idea de continuar escribiendo, no solo esta obra, sino la de cultivar el género de la novela.
La muerte inesperada del zar Nicolás I a comienzos de marzo de 1855, en plena guerra de Crimea, permitió al escritor regresar a Petersburgo en primavera. Ese verano, de nuevo en la finca familiar de Spásskoe, Turguénev decide escribir no una novela, sino una novela corta (bol’shaya povest’), con el título de Genial’naya natura (Un carácter genial). Este primer título aparece citado hacia el final de la obra como una descalificación irónica de Rudin por parte de su antagonista, el escéptico Africán Pigasov, es decir, Pigasov el Africano, que en realidad es una caricatura grotesca de los viejos intelectuales rusos. Turguénev no quiso emplear esa ironía, difícilmente perceptible por el lector, y optó por utilizar el apellido familiar del protagonista, Rudin, como título de la obra. Quizás se trate, como propuso Richard Freeborn, de la respuesta irónica de Turguénev a Thomas Carlyle, quien en On Heroes, Hero-Worshkip and the Heroic in History (1840), había descrito a Rusia como a great, dumb monster (un gran monstruo mudo), señalando la ausencia de héroes y de obras heroicas como las runas y Odín. Rudin, según Freeborn, sería Ru (de runas) más din (de Odín). También se podría añadir que Rudin es un personaje rudo en su comportamiento social, pero de excepcional elocuencia y, sobre todo, coherente con sus ideales.
Rudin es una novela de personaje. Su antecedente inmediato, en la literatura rusa, se halla en Un héroe de nuestro tiempo (1841), de Mijail Lérmontov, pero también está en relación directa con Eugenio Oneguin (1830), la novela en verso de Pushkin y con la comedia La desgracia de ser inteligente (1823), de Griboiédov. Su genealogía se remonta, en la obra de Turguénev, al cuento «Hamlet del distrito de Schigiriov», incluido en Relatos de un cazador, y a la novela corta Diario de un hombre superfluo (1850). En ese sentido, Rudin culmina la serie de lizhnye cheloveki, hombres superfluos («innecesarios, que están demás», según el DRAE) rusos de la época romántica: Chatski, Oneguin y Pechorin, por citar a los más relevantes. A diferencia de ellos, Rudin no tiene un fuerte carácter autobiográfico y es un intelectual idealista que quiere ser útil a la sociedad rusa a través de su pensamiento crítico. Rudin es un hombre libre que piensa y expresa su pensamiento libremente. En la historia del pensamiento social ruso, Rudin representa a la generación idealista, esos jóvenes intelectuales rusos de los años 30 del XIX, que, como explicó Isaiah Berlin en Pensadores rusos, fueron «alentados a ir a Alemania antes que a la inquieta y peligrosa Francia de Luis Felipe», y que «retornaron llenos de metafísica alemana. La vida en la tierra, la existencia material y sobre todo la política, eran repulsivas, pero afortunadamente carecían de importancia. Lo único que importaba era la vida ideal creada por el espíritu, las grandes construcciones imaginativas mediante las cuales el hombre se liberaba a sí mismo de su miseria y se identificaba con la naturaleza y con Dios». El idealismo ruso fue una reacción a la represión que siguió al fracaso de la insurrección decembrista de 1825. Ahora bien, la vida ideal creada por el espíritu chocó de bruces con la cruda realidad rusa y convirtió a los jóvenes idealistas en personas inútiles e inadaptadas, abocadas al nihilismo (Rudin es el futuro Bazárov, el héroe de Padres e hijos) y, más tarde, a la acción revolucionaria en el exilio, convirtiéndolos en los exiliados románticos −en expresión de E. H. Carr−, como sería el caso de Herzen, Ogariov y Bakunin.
En el camino hacia la verdad en busca de la libertad recorrido en la «década extraordinaria» de 1838 a 1848 (tal como la denominó Pável Ánnenkov en sus valiosas Memorias literarias) por esta generación trágica de la cultura rusa se halla la génesis del pensamiento liberal, así como del pensamiento social revolucionario rusos, desde el populismo al socialismo y al anarquismo, tan perspicazmente dramatizada por Tom Stoppard en The Coast of Utopia (2006). Turguénev se identificaba con el pensamiento liberal, que comparte con figuras como el historiador Granovski, los literatos Ánnenkov, Druzhinin y Pável Botkin, autor de Cartas desde España, quienes eran partidarios de reformas graduales, valoraban la estabilidad política y social, intentaban resolver los problemas mediante el concilio y el compromiso, se mostraban tolerantes con las ideas y opiniones ajenas y ponían por encima de todo la dignidad del hombre. Otra parte de los jóvenes idealistas derivará en 1840 hacia el pragmatismo y la eslavofilia, adaptándose a la realidad rusa e intentando comprenderla desde dentro. Ese será el caso de Lezhnev, que representa en la novela a intelectuales rusófilos como Kireevski y Aksákov, formados en su juventud en el idealismo. O del paneslavismo del joven Bakunin antes de abrazar el anarquismo después del fracaso de las revoluciones de 1848.
El retrato del personaje, «expresado y revelado» es, como apreció Henry James, lo que produce una unidad de impresión, de materia y forma, en la composición de las novelas de Turguéniev. La originalidad y el acierto del método narrativo del autor ruso estriba en escoger como personaje central de sus novelas a caracteres individuales que encarnan a tipos sociales y que en su conjunto, trazan de manera lúcida e imparcial la evolución de la figura del intelectual ruso de mediados del siglo XIX, desde los años cuarenta hasta los setenta, esto es, desde los idealistas románticos hasta los revolucionarios sociales. Como reconoció el propio Turguénev en 1880 en el prólogo del tercer volumen de sus Obras completas, «tras decidir reunir en la presente edición todas las novelas que he escrito (Rudin, Nido de nobles, En vísperas, Padres e hijos, Humo y Tierras vírgenes) en orden consecutivo, considero que no está de más explicar, en pocas palabras, por qué he hecho esto. He querido ofrecer a aquellos de mis lectores que se tomen la molestia de leer estas seis novelas de seguido, la posibilidad de cerciorarse claramente de cuán justas eran las críticas que me recriminaban de cambiar una vez de dirección, de apostasía, etc. Por el contrario, a mí me parece que más bien se me puede recriminar el perseverar en exceso en una única y recta dirección. El autor de Rudin, escrita en 1855, y el autor de Tierras vírgenes, escrita en 1876, es la misma persona. He intentado, en la medida en que mis fuerzas y mi talento me lo han permitido, retratar con fuerza e imparcialidad y encarnar en tipos adecuados lo que Shakespeare llama the body and pressure of time, y la fisionomía rápidamente cambiante de los rusos de la clase culta, que han constituido preeminentemente el objeto de mis observaciones».
El hecho de que los personajes principales de las seis novelas de Turguéniev sean intelectuales que representan las ideas, o más bien, los cambios ideológicos, en los movimientos sociales rusos y europeos de su época, le convierten en un cronista excepcional de la intelectualidad y la sociedad rusas. Sus novelas son novelas sociales, novelas políticas, novelas de tesis, que tratan profundamente las cuestiones políticas y sociales que preocuparon a los intelectuales rusos de su época. Esto tiene mayor relevancia si tenemos en cuenta la ausencia de libertad de expresión y de impresión en la que se desarrolló la literatura y la sociedad rusa del siglo XIX. Como escribía amargamente en 1840 el crítico literario Vissarión Bielinski a Aksákov: «[Los intelectuales] somos individuos fuera de la sociedad, porque Rusia no es una sociedad. No tenemos vida política, ni religiosa, ni científica, ni literaria. Tedio, apatía, amargura, esfuerzos inútiles. Esta es nuestra vida…». O como de manera más directa y contundente expondría el propio Bielinski en 1847 en su carta a Gógol, que llegaría a ser, en opinión de Isaiah Berlin, la biblia de los revolucionarios rusos: «Nuestra patria ofrece el terrible espectáculo de un país en que unos hombres compran y venden a otros […], un país en que no hay garantías de libertad personal, ni de honor ni de propiedad, ni siquiera un estado policíaco, tan solo enormes empresas y asaltantes oficiales […]. Solo nuestra literatura, a pesar de la bárbara censura, da señales de vida y un avance continuo». En ese contexto político y social, lo extraordinario es que las obras de Turguénev, que fueron tan polémicamente recibidas y tan acerbamente criticadas en la Rusia de su tiempo, lograron pasar la censura y ser publicadas allí. En esto radica, en buena medida, la maestría y el genio de Turguénev como escritor, su nueva manera de la novela, ideada y puesta a punto en Rudin, que puede ser considerada, en rigor, la primera novela realista rusa.
Rudin es, por su composición, una novela teatral. No solo tiene una composición dialogada, sino también dialógica. El punto de partida es la situación inicial de Un mes en el campo. A una hacienda de provincias llega un forastero, invitado por el hijo del terrateniente, y pasará allí una temporada. Conocerá a la familia, a los vecinos, charlará con ellos, discutirá, se enamorará y finalmente se marchará. Turguénev, en el plan inicial de la obra, se centra en cuatro actos: el paseo por el campo de Alexandra Pávlovna Lípina hasta llegar a una isba donde agoniza una vieja campesina, a la que le lleva té; la mansión de Daria Lasunskaya, esa erudita a la violeta que pasa el verano en el campo y recrea patéticamente los salones literarios de Petersburgo y Moscú en su casa de campo donde tiene lugar el debate de ideas entre Pigasov y Rudin; el estanque de Avdiujin donde se despiden los dos enamorados, Rudin y Natasha; la conversación sobre Rudin, tras su marcha, en casa de Lezhnev. Estos cuatro actos se disponían en el plan inicial en 14 capítulos o escenas.
La composición teatral de la novela obedece a una sutil estructura narrativa. En realidad, las conversaciones son diálogos o debates de ideas, en las que se contraponen dialécticamente dos generaciones y dos visiones del mundo radicalmente opuestas. Por una parte, se halla el pensamiento tradicional de la vieja Rusia autocrática que defendía el régimen de servidumbre y la filosofía moral del cristianismo ortodoxo. Está representado por la generación de los padres, y tiene en los retratos caricaturescos de Pigasov y de Daria Lasunskaya a sus portavoces. Por otra parte, encontramos a la nueva generación de los años 30, formada en el idealismo alemán, y sobre todo en la filosofía hegeliana, derivada en última instancia de Kant, y cuyo ideario expone sistemáticamente Rudin, con febril y penetrante elocuencia. Rudin triunfa con el poder de la palabra, con la pasión de la Idea, pero su victoria es pírrica, pues choca con la inamovible y anquilosada sociedad rusa de su época, donde el pensamiento moderno no tiene cabida. Así pues, Rudin está abocado al fracaso y no podrá realizar su ideal reformista. Pero en su derrota estará su victoria, que se plasmará en su influencia en la generación que le sucederá, la del joven pedagogo nihilista Basístov y la de la fascinante, fuerte y lúcida Natasha. Turguénev deja expresar libremente a Rudin su ideario, sus convicciones vitales, de manera dialéctica y positiva. Este enfoque se basa en el uso del contrapunto y del contraste como procedimientos narrativos. Así, el pensamiento negativo es expresado por quienes critican y condenan las ideas de Rudin. Turguénev no necesita completar el retrato intelectual de Rudin abogando directamente por la abolición de la servidumbre, denunciando la ausencia de libertad o criticando a la iglesia ortodoxa. No le hace falta. Además, nunca habría sido tolerado por la censura rusa de la época. Le basta con exponer en positivo las ideas de Rudin en contraste con las de los demás miembros de la «clase culta» con los que conversa o discute. Rudin es una rara avis incapaz de adaptarse a esa sociedad cerrada e inmóvil. Rudin es un hombre nuevo en una vieja y anacrónica Rusia.
Rudin es un Quijote ruso, es el primer Quijote de la literatura rusa. El contraste de ideas se dramatiza en la novela en los enfrentamientos dialécticos de Rudin con Pigasov, ese Pegaso sin alas, incapaz de alzar su pensamiento a cotas más altas de su misógina ruindad moral. Pigasov encarna a los Hamlets rusos. Turguénev ha querido representar en estos dos personajes antitéticos, no solo dos tipos de intelectuales, sino también, para usar el término de Jung, dos arquetipos, básicos y opuestos, de la naturaleza humana. Como explicó el propio escritor en Hamlet y don Quijote, «Don Quijote representa la fe en algo eterno, inconmovible, en la verdad que se encuentra fuera del individuo, que no se le entrega fácilmente, que reclama su dedicación y sacrificios, pero que se alcanza por la perseverancia y fuera del sacrificio». Rudin aspira, como don Quijote, a la restauración de la verdad y de la justicia en la tierra. En él no hay egoísmo, solo autosacrificio, pues vive íntegramente fuera de sí mismo, vive para los demás, es un ser moral, un entusiasta, un servidor de la Idea. Frente a él, Hamlet, dice Turguénev, «representa el análisis, el egoísmo y la ausencia absoluta de fe». Como Hamlet, Pigasov vive para sí mismo, se desprecia y desprecia a los demás, es vanidoso y no cree en nada, lleva una vida trivial y vacía. El contrapunto está encarnado en la figura de Lezhnev, antiguo amigo y compañero de Rudin, que ha regresado al campo, trabaja con sus propias manos y parece encarnar una idea nacional rusa, eslavófila. Lezhnev será quien critique desde dentro y profundamente a Rudin. Para Lezhnev, la tragedia de Rudin es que no conoce Rusia. Ahora bien, las ideas de Lezhnev sobre Rudin cambian a lo largo de la obra. Ello es debido al complejo proceso creativo, característico, por otra parte, de Turguénev a partir de Rudin.
Turguénev, como le hizo ver Bielinski y él mismo reconocería al final de su vida, no tenía una gran imaginación literaria, y necesitaba inspirarse en personas reales para crear personajes de ficción. El prototipo de Rudin es Mijail Bakunin, o más exactamente, el joven Bakunin, con quien Turguénev compartió piso y estudios de Filosofía en la universidad de Berlin entre 1838 y 1840. Así pues, la idea inicial de Turguénev era retratar a Bakunin como tipo del intelectual occidentalista «revolucionario romántico». Roberto Bolaño, en su irónico y profundo análisis, capta la esencia del destino tragicómico de Rudin, que representa por excelencia la figura del intelectual revolucionario. El retrato físico de Rudin que hace el narrador es un retrato fiel de Bakunin: «Entró un hombre de treinta y cinco años, de alta estatura, un poco cargado de hombros, de pelo rizado, muy moreno, con rostro de facciones irregulares, pero expresivo e inteligente. Un acuoso brillo animaba sus vivaces ojos, de un azul oscuro; su nariz era ancha y recta y sus labios estaban bellamente trazados. Su traje no era nuevo y le venía estrecho, como si le hubiera quedado pequeño». El narrador amplía este retrato con un fino análisis de Rudin como orador: «hablaba con talento, ardor y precisión, demostrando grandes conocimientos y muchas lecturas», y más adelante, sentencia: «Rudin dominaba en su más alto grado la misteriosa música de la elocuencia. Sabía, tocando una de las fibras sensibles del corazón, hacer resonar y vibrar vagamente a todas las demás». Y también como pensador: «Todas las ideas de Rudin parecían dirigidas al futuro; y eso le infería algo de vehemencia juvenil […]. Rudin hablaba de aquello que da un significado eterno a la vida temporal del hombre». Este retrato físico e intelectual de Rudin por parte del narrador en la forma externa de la novela, se completa con un retrato psicológico en la forma interna, que corresponde a la intriga amorosa y a las conversaciones privadas con la joven Natalia sobre el sentido trágico del amor, y donde descubrimos a un hombre frío y débil, que cree en un amor ideal y puro, pero que será capaz de sacrificar su vida amorosa, su futura felicidad, por sus ideales políticos. Rudin es también un hombre consciente de su destino, del destino de los intelectuales rusos en la Rusia de mediados del XIX, y cuya rebeldía social y defensa a ultranza de la libertad, le arrastrarán al autosacrificio, como una poderosa e inevitable fuerza centrífuga.
El retrato de Rudin no acaba ahí, pues el narrador cede a Lezhnev la visión más crítica y negativa del personaje, su cara más oscura. Esto tiene lugar en la conversación de Lezhnev con Alexandra Lípina. Sucede que la obra se ambientaba inicialmente hacia 1843, pero estaba escrita en 1855. Cuando los amigos y confidentes literarios de Turguénev, de orientación liberal en su mayoría, leyeron el primer borrador, le criticaron el retrato tan negativo y cruel que hacía de Bakunin, justo cuando este se encontraba en la prisión austríaca del castillo de Schlusselberg e iba a ser entregado a las autoridades rusas para ser condenado a muerte, pena que sería conmutada por la cadena perpetua en Siberia tras escribir Bakunin una confesión al zar. Todo ello hizo que Turguénev tomase en consideración dichas opiniones y modificara las opiniones de Lezhnev sobre Rudin en dos partes de la obra: en otra conversación, que tiene lugar tras la marcha de Rudin, entre Lezhnev, Alexandra y Basístov, y en la que tras explicar y comprender el destino amargo y pesado de Rudin, Lezhnev brinda por él: «¡Brindo por el amigo de mis mejores años, brindo por la juventud, por sus esperanzas, por sus aspiraciones, por su confianza y honradez, por todo lo que latía en nuestros corazones a los veinte años y que es mejor que todo cuanto hemos conocido y conoceremos en la vida!… ¡Brindo por ti, edad de oro, brindo por Rudin!». Y después en el primer epílogo, que se sitúa «algunos años más tarde», y en el que asistimos a un encuentro inesperado entre Lezhnev y Rudin, en el que este le contará que «me envían a vivir en el campo», esto es, que es obligado por la policía, a vivir en el campo, así como sus fracasos a la hora de intentar ser útil a la sociedad, en los ámbitos de la ciencia y la tecnología o la educación. Entonces vemos cómo Lezhnev recompone y salva la imagen de Rudin: «la llama del amor arde en ti (…) Hiciste lo que pudiste, luchaste hasta que pudiste». Y Lezhnev le ofrece su casa como último refugio, con estas palabras: «Recuerda: pase lo que pase, siempre tendrás un lugar, un nido, donde poder refugiarte. Mi casa…, ¿oyes, viejo? También la Idea tiene sus inválidos y es preciso que tengan un refugio». Rudin, cansado, avejentado, le confiesa: «Eché a perder mi vida y no serví a la Idea como es debido». A lo cual Lezhnev replica: «¡Calla! Somos como somos y no se nos puede pedir más. Tú te llamabas el Judío Errante… Quizá porque sabes que te corresponde errar eternamente, quizá cumples ese alto destino desconocido para ti». Asimismo, Turguénev añade al final del tercer capítulo, la leyenda escandinava que cuenta Rudin y que termina así: «nuestra vida es fugaz e insignificante; pero todo lo grande se realiza por medio de la gente. La conciencia de ser un instrumento de esas fuerzas supremas debería sustituir en el hombre a todos los demás goces: en la misma muerte encuentra él su vida, su nido». Finalmente, en 1860, cuando la relajación de la censura lo permitió, Turguénev incorporó un segundo prólogo, para hacer justicia plena al personaje de Rudin-Bakunin, haciéndole morir luchando heroicamente en las barricadas de la comuna de París en 1848. Como reconocería en 1862 el propio Turguénev en una carta privada: «Bakunin es el Rudin que no murió».
Otro acontecimiento trágico que modificaría la composición de la obra fue la muerte del historiador Granovski en octubre de 1855. Como homenaje a Granovski, Turguénev incluye un pasaje en el que Lezhnev revive sus años de estudiante en Moscú, en los años 30, evocando directamente el círculo filosófico de Pokorski en la novela, Stankévich en la realidad, el excepcional filósofo y poeta al que conocería en Berlín en 1838. Turguénev no formó parte del círculo de Stankévich, formado por Granovski, Bakunin, Herzen y Bielinski, entre otros, pero sí lo reconstruye como característico y decisorio para la evolución del pensamiento ruso del XIX. Este cambio alarga el ámbito temporal de la novela, hasta extenderlo desde 1830 hasta 1850, es decir, la época de una generación única en la historia de la cultura y del pensamiento rusos. Esta ampliación del marco temporal y los cambios en el retrato del personaje convirtieron a Rudin en la primera novela realista rusa. En todo momento, se distingue el realismo de Turguénev por su intento de ser objetivo, de no juzgar ni condenar al personaje, personajes o hechos que narra, sino mostrándonos, desde diferentes perspectivas, las diversas facetas o caras de la realidad.
Por último, para concluir este epílogo, quisiera señalar que Rudin es también una novela poemática, que contiene algunos de los más bellos poemas en prosa escritos en ruso, y que se hallan en las descripciones del paisaje ruso. Turguénev es, quizás, el mejor paisajista de la literatura rusa. Por otra parte, Rudin es una novela amorosa, un roman, un romance. El amor es el catalizador de la escasa acción de la obra, pues, como novela de tesis, su centro de gravedad se halla en el debate de ideas. Pero aquí, destacan los personajes femeninos, de dos generaciones diferentes, como son la culta, sensata y viuda Alexandra Lípina (que luego evolucionará hacia la Odintsova de Padres e hijos), y el personaje de Natalia, que recuerda al de Tatiana de Eugenio Oneguin y que encarna la figura de la nueva mujer rusa. Es justamente en el trasunto amoroso donde Turguénev describe, eso sí, de manera cifrada, los aspectos más autobiográficos de sus relaciones amorosas con su prima Olga y con María Tolstói, la hermana de Lev Tolstói. La carta de despedida que Rudin envía a Natalia es muy similar a la escrita por Turguénev para despedirse de Olga. A Rudin le movía la pasión de las ideas, y a Turguénev, el poder de las palabras.
JESÚS GARCÍA GABALDÓN, marzo 2014