Capítulo VI
Pasaron más de tres meses. En el transcurso de todo ese tiempo Rudin casi no se apartó de Daria Mijailovna. Ella no podía vivir sin él. Hablarle de sí misma, escuchar sus juicios se había convertido en una necesidad para ella. Un día él se quiso ir, con el pretexto de que se le había acabado el dinero; pero ella le dio quinientos rublos. También tomó prestados de Volíntsev doscientos rublos. Pigasov muy rara vez visitaba ahora a Daria Mijailovna: la presencia de Rudin lo oprimía. Por lo demás, no era Pigasov el único que experimentaba esa sensación.
—No me gusta ese sabihondo —decía Pigasov—, se expresa de un modo afectado; ni quita ni pone; es un personaje de novela rusa; dice: «Yo», y se detiene emocionado… «Yo, yo…». Usa siempre palabras tan largas… Estornudas y él se pone a demostrarte por qué precisamente has estornudado en vez de toser… Si te elogia es como si te condecorara… Si comienza a criticarse, se cubre de fango. «Vaya —piensas—, ahora ya no se atreverá a mirar a la cara a nadie en este mundo de Dios». ¡Qué va! No tarda en ponerse alegre como si hubiera bebido un trago de vodka.
Pandalevski temía a Rudin y le trataba con mucha prudencia. Volíntsev mantenía con él unas relaciones muy raras. Rudin le llamaba caballero y lo ponía por las nubes delante de él y a sus espaldas; pero Volíntsev no podía tenerle simpatía y cada vez que Rudin se ponía, incluso en su presencia, a enumerar sus méritos, sentía, sin quererlo, impaciencia y contrariedad. «¿Se estará burlando de mí?», pensaba, y le palpitaba el corazón rencorosamente. Volíntsev intentaba dominarse, pero sentía celos de Rudin por causa de Natalia. Y aunque Rudin siempre elogiaba en voz alta a Volíntsev, y aunque le llamaba caballero y le tomaba dinero prestado, tal vez no sentía ninguna simpatía por él. Sería difícil definir qué sentían en el fondo esas dos personas cuando, estrechándose la mano como buenos amigos, se miraban a los ojos.
Basístov seguía venerando a Rudin y cogiendo al vuelo cada una de sus palabras, mientras que este apenas le hacía caso. En cierta ocasión pasó con él una mañana entera hablando de los más importantes problemas y cuestiones del Universo suscitándole el más vivo entusiasmo; pero luego lo dejó… Por lo visto, Rudin solo buscaba para sus palabras almas puras y leales. Con Lezhnev, que comenzó a ir a casa de Daria Mijailovna, no entraba en discusiones, como si le rehuyera. Lezhnev también se mostraba frío con él y no expresaba su opinión definitiva, lo que desconcertaba mucho a Alexandra Pávlovna. Ella sentía admiración por Rudin, pero también tenía fe en Lezhnev. Todos en casa de Daria Mijailovna se doblegaban a los caprichos del nuevo huésped: satisfacían hasta sus más pequeños deseos. El orden de las ocupaciones diarias lo fijaba Rudin. Ni una sola partie de plaisir[43] se organizaba sin él. Por cierto, que no era muy aficionado a esas improvisadas excursiones y diversiones, y tomaba parte en ellas como un adulto en los juegos de niños, con cariñosa benevolencia y aire un poco aburrido. En cambio, se entrometía en todo lo demás; hablaba con Daria Mijailovna sobre la administración de sus propiedades, de la educación de los hijos, de la casa y de todo en general; escuchaba sus propuestas, sin fatigarle siquiera las minucias y sugería reformas e innovaciones. Daria Mijailovna las aceptaba de palabra, pero nada más. En los asuntos de la hacienda ella se atenía a los consejos de su administrador, un pequeño ruso entrado en años y tuerto, bondadoso y pícaro. «Lo viejo está gordo, lo joven está flaco», solía decir sonriendo con aire tranquilo y guiñando su único ojo.
Después de Daria Mijailovna, con quien más a menudo y más tiempo hablaba Rudin era con Natalia. Le daba en secreto libros, le confiaba sus planes, le leía las primeras páginas de los artículos y obras que se proponía escribir. Su sentido a menudo permanecía inaccesible para Natalia. Por cierto, que parecía que Rudin no ponía mucho empeño en que ella lo comprendiese. Le bastaba con que lo escuchase. Su intimidad con Natalia no era vista con buenos ojos por parte de Daria Mijailovna. «Pero —pensaba Daria— que hable con él cuanto quiera aquí en el campo. Natalia le divierte, como una chiquilla. No es una gran desgracia y ella, de todas formas, se instruye. En Petersburgo haré que todo esto cambie».
Daria Mijailovna se equivocaba. Natalia no hablaba con Rudin como una chiquilla: atendía ávidamente a sus palabras, se esforzaba en penetrar su sentido, sometía al juicio de Rudin sus ideas y dudas; él era su maestro y guía. Por ahora únicamente hervía su cabeza…, pero una cabeza joven no hierve sola mucho tiempo. ¡Qué momentos tan deliciosos vivía cuando en el jardín, en un banco, a la leve y transparente sombra de los fresnos, Rudin comenzaba a leerle el Fausto de Goethe, a Hoffmann, o las Cartas de Bettina[44], o a Novalis, deteniéndose continuamente y explicándole todo aquello que le parecía oscuro! Natalia hablaba mal el alemán, como casi todas nuestras señoras, pero lo entendía bien, y Rudin estaba completamente sumergido en la poesía alemana, en la Alemania romántica y el mundo filosófico, y la arrastraba tras de sí por esas recónditas regiones. Misteriosas y bellas se revelaban a su atenta mirada; de las páginas del libro que él tenía entre sus manos, surgían prodigiosas imágenes, nuevas y luminosas ideas que se derramaban con intensos chorros en el alma y en el corazón de la joven, agitados por la noble alegría de las grandes emociones, y silenciosamente se encendía y ardía el sagrado fuego del entusiasmo…
—Dígame, Dmitri Nikolaich —comenzó ella un día, sentada al bastidor, junto a la ventana—, ¿pasará usted este invierno en Petersburgo?
—No lo sé —contestó Rudin, dejando caer sobre sus rodillas el libro que estaba hojeando—; si dispongo de medios, iré.
Hablaba con indolencia. Se sentía cansado y no había hecho nada en toda la mañana.
—Yo creo que… ¿cómo no va a hallar usted esos medios?
Rudin movió la cabeza.
—¡Eso cree usted!
Y miró significativamente a otro lado.
Natalia hubiera querido decir algo, pero se contuvo.
—Mire —empezó Rudin, señalándole la ventana con la mano—, ¿ve ese manzano? Se ha partido por el peso y la cantidad de sus propios frutos. Ese es el verdadero emblema del genio…
—Se ha partido por falta de apoyo —replicó Natalia.
—La comprendo, Natalia Alexeevna; pero al hombre no le es tan fácil encontrar ese apoyo.
—Yo creo que la simpatía de los demás…, en todo caso, la soledad…
Natalia se hizo un pequeño lío y enrojeció.
—¿Y qué hará usted en invierno en el campo? —añadió precipitadamente.
—¿Qué haré? Terminaré mi gran artículo… ya sabe usted… sobre lo trágico en la vida y en el arte… Anteayer le expliqué el esquema; ya se lo enviaré.
—¿Lo publicará?
—No.
—¡Cómo que no! Entonces, ¿para quién hace ese trabajo?
—Quizá solo sea para usted. Natalia bajó los ojos.
—Eso es superior a mis fuerzas, Dmitri Nikolaich.
—¿Puedo preguntarle de qué trata el artículo? —preguntó modestamente Basístov, que estaba sentado no lejos de ellos.
—De lo trágico en la vida y en el arte —repitió Rudin—. También el señor Basístov lo leerá. Pero todavía no tengo clara la idea principal. Todavía no he llegado a comprender bien el sentido trágico del amor.
A Rudin le gustaba hablar con frecuencia del amor. Al principio, ante la palabra amor, mademoiselle Boncourt se estremecía y aguzaba el oído, como un viejo caballo del ejército al oír la corneta, pero luego se acostumbró y ahora únicamente fruncía los labios y tomaba un poco de rapé.
—Me parece —insinuó tímidamente Natalia—, que lo trágico en el amor es un amor desgraciado.
—En modo alguno —replicó Rudin—, ese es más bien el lado cómico del amor… Hay que plantear esta cuestión de una manera completamente distinta… Hay que profundizar más… ¡El amor! —prosiguió—, en él todo es misterioso; cómo aparece, cómo se desarrolla y cómo desaparece. Unas veces surge de pronto, alegre y sin dudas, como el día; otras arde lentamente como el fuego bajo el rescoldo y atraviesa el alma con su llama, cuando ya todo se apagó; otras veces se desliza en el corazón como una serpiente y se marcha de pronto fuera de él… Sí, sí; es una cuestión importante. Pero ¿quién ama en nuestro tiempo? ¿Quién se atreve a amar?
Y Rudin se quedó pensativo.
—¿Cómo es que no vemos desde hace tiempo a Serguei Pávlich? —preguntó de pronto.
Natalia se ruborizó y bajó la cabeza hacia el bastidor.
—No lo sé —balbuceó ella.
—¡Qué persona tan noble y maravillosa! —exclamó Rudin levantándose—. Es uno de los mejores modelos de la actual nobleza rusa…
Mademoiselle Boncourt miró a Rudin de reojo a través de sus lentes francesas.
Rudin se paseó por la habitación.
—¿Se han fijado ustedes —dijo, girando sobre sus tacones— que a la encina (y la encina es un árbol robusto) solo se le caen las hojas viejas cuando las nuevas comienzan a brotarle?
—Sí —respondió lentamente Natalia—, me he fijado.
—Pues exactamente lo mismo le ocurre al amor viejo en un corazón fuerte; está muerto pero todavía se mantiene; solo otro nuevo amor puede hacerlo caer.
Natalia nada respondió.
«¿Qué quiere decir?», pensó ella.
Rudin se detuvo, se mesó los cabellos y se retiró.
Natalia se fue a su habitación. Estuvo sentada en su cama largo rato, llena de perplejidad, meditando largamente sobre las últimas palabras de Rudin y de pronto cruzó las manos y se echó a llorar. ¡Sabe Dios por qué lloraba! No sabía por qué le brotaban tan inesperadamente las lágrimas. Se las enjugaba y volvían a brotar, como el agua de un arroyo largo tiempo retenido.
Ese mismo día tuvo lugar una conversación entre Alexandra Pávlovna y Lezhnev sobre Rudin. Al principio él estaba muy reservado, pero ella estaba decidida a hacerle hablar.
—Veo —le dijo ella— que sigue sin gustarle Dmitri Nikolaich. Hasta el momento me he abstenido intencionadamente de preguntarle por él; pero ahora ya habrá podido convencerse de si se ha producido en él algún cambio y desearía saber por qué no le gusta.
—Con su permiso —replicó Lezhnev con su habitual flema—, y ya que parece estar tan impaciente por ello, se lo diré. Solo le ruego que no se enfade…
—Bueno, pero empiece usted, empiece.
—Y déjeme hablar hasta llegar al final.
—De acuerdo, de acuerdo; empiece.
—Entonces —comenzó Lezhnev, reclinándose pausadamente en el diván—, le diré que, efectivamente, no me agrada Rudin. Es una persona de talento…
—¡Todavía con esas!
—Es un hombre de extraordinario talento, aunque, en esencia, está vacío…
—¡Es fácil decir eso!
—Aunque en esencia está vacío —repitió Lezhnev—, pero eso no es ninguna desgracia, todos nosotros somos gente vacía. Ni siquiera le reprocho que, en el fondo de su alma, sea un déspota, un indolente, un inepto…
Alexandra Pávlovna juntó las manos.
—¡Un inepto! ¡Rudin! —exclamó ella.
—¡Un inepto! —repitió Lezhnev exactamente con la misma voz—. Le gusta vivir a expensas de los demás, interpreta su papel, y etcétera… todo lo cual está en el orden de las cosas. Pero lo malo es que es frío como un témpano.
—¡Oh! ¿Frío? ¡Esa alma ardiente! —le interrumpió Alexandra Pávlovna.
—Sí, frío como un témpano, y él lo sabe y aparenta ser ardiente. Lo malo es —prosiguió Lezhnev animándose poco a poco—, es que juega a un peligroso juego; peligroso, no para él, se entiende; él no se juega a una carta ni un cópec ni un pleito, mientras que los demás se juegan el alma…
—¿De quién y de qué habla? No le comprendo —dijo Alexandra Pávlovna.
—Lo malo es que no es honrado. Ya que es un hombre de talento, debería conocer el valor de sus palabras, pero las pronuncia como si le costaran algo… No discuto que sea elocuente, pero su elocuencia no es rusa. Sí, y por último, lo de hablar bien es algo que se puede perdonar en la juventud, pero a sus años es vergonzoso eso de andar regalándose los oídos con el rumor de sus propias palabras, es vergonzoso que se represente a sí mismo.
—Me parece, Mijailo Mijailich, que al oyente le da lo mismo que se represente a sí mismo o que no…
—Perdone, Alexandra Pávlovna, pero no da lo mismo. Una persona me dice una palabra y me llega al alma; otra persona me dice la misma palabra e incluso otra más bella y ni me entero. ¿A qué se debe?
—Es decir, usted no se entera —lo interrumpió Alexandra Pávlovna.
—Sí, no me entero —asintió Lezhnev—, aunque quizá tenga las orejas grandes. Lo cierto es que las palabras de Rudin se quedan en eso, en palabras, y nunca se convierten en hechos; y mientras tanto, esas mismas palabras pueden desconcertar y llevar a la ruina a un corazón joven.
—¿De quién habla, de quién, Mijailo Mijailich?
Lezhnev hizo una pausa.
—¿Quiere saber de quién hablo? De Natalia Alexeevna. Alexandra Pávlovna se quedó desconcertada por un instante, pero en seguida soltó una carcajada.
—Por favor —comenzó—. ¡Qué ideas más raras se le ocurren siempre! Natalia es todavía una niña; y además, si hubiera algo de eso, ¿no cree que Daria Mijailovna…?
—Daria Mijailovna, en primer lugar, es una egoísta y solo vive para sí misma; en segundo, está tan segura de su talento a la hora de educar a sus hijos, que no se le pasa por la cabeza preocuparse por ellos. ¡Uf! ¡Cómo es posible! Un gesto, una mirada majestuosa y todo irá como sobre ruedas. Eso es lo que piensa esa señora que se considera una mecenas y una persona inteligente y sabe Dios qué más, pero que más que nada es una vieja mundana y anticuada. Y Natalia no es una niña; ella, créame, reflexiona más y con mayor profundidad que usted y que yo. ¿Es preciso que un alma así, de naturaleza honrada, apasionada y ardiente sea seducida por ese actor, por ese «coqueto»? Aunque, eso también está en el orden de las cosas.
—¡Coqueto! ¿Lo llama usted «coqueto»?
—Claro que sí, a él… Y, dígame usted, Alexandra Pávlovna, ¿cuál es su papel en casa de Daria Mijailovna? Ser el ídolo, el oráculo de la casa, meterse en todos los asuntos, en los cotilleos y chismes de la familia. ¿Es eso digno de un hombre?
Alexandra Pávlovna miró a Lezhnev a la cara, con extrañeza.
—No le reconozco, Mijail Mijailovich —dijo—. Se ha puesto colorado, ha llegado a alterarse. Estoy segura de que en todo ello hay alguna otra cosa que se calla…
—¡Vaya si la hay! Hablas a una mujer de un asunto, tal como lo ves y ella no se queda tranquila hasta que se le ocurre cualquier razón superficial y secundaria para hacerte hablar precisamente así, y no de otra manera.
Alexandra Pávlovna se enfadó.
—¡Lleva usted razón, mesié Lezhnev! Ya empieza a atacar a las mujeres casi tan bien como el señor Pigasov; allá usted, pero por muy perspicaz que sea, me resulta difícil creer que en tan poco tiempo haya podido comprender todo y a todos. Me parece que se equivoca. Según usted, Rudin es un Tartufo cualquiera.
—En el fondo no es ni siquiera un Tartufo. Tartufo, al menos, sabía lo que quería, mientras que Rudin, a pesar de su inteligencia…
—¿Qué quiere decir? ¡Termine su discurso, hombre injusto y malvado!
Lezhnev se levantó.
—Oiga usted, Alexandra Pávlovna —empezó—, la injusta es usted, no yo. Usted se enfada conmigo por mis juicios severos sobre Rudin; pero yo tengo derecho a hablar de él con severidad. Puede que haya comprado muy caro ese derecho. Lo conozco bien: he vivido mucho tiempo con él. Recuerde que le prometí contarle algo de nuestra vida en Moscú. Por lo visto, es ahora el momento de hacerlo. Pero ¿tendrá usted paciencia para escucharme?
—¡Hable, hable!
—Bien, con su permiso.
Lezhnev se puso a andar con pasos lentos por la habitación, deteniéndose en algunas ocasiones y echando la cabeza hacia delante.
—Quizá sepa —comenzó diciendo Lezhnev—, o quizá no, que me quedé huérfano muy pronto y que a los diecisiete años solo me tenía a mí mismo. Vivía en casa de una tía en Moscú y hacía lo que quería. De joven fui bastante vacío y vanidoso y me gustaba causar sensación y hacer promesas. Recién llegado a la Universidad, me porté como un escolar y me vi envuelto en una historia. No se la contaré, no vale la pena. Yo mentí, y mentí vilmente… Me zambulleron en agua fría, me pusieron a prueba, me avergonzaron… Estaba perdido y me eché a llorar como un niño. Eso sucedió en la habitación de un conocido, en presencia de muchos camaradas. Todos se burlaron de mí, menos un estudiante, el cual —fíjese bien— era el que se había mostrado más indignado conmigo mientras me negué a reconocer mi mentira. No sé si por pena, solo él me dio la mano y me llevó a su casa.
—¿Era Rudin? —preguntó Alexandra Pávlovna.
—No, no era Rudin… era un hombre… ya ha muerto…, un hombre extraordinario. Se llamaba Pokorski. Describirlo con pocas palabras es algo que supera mis fuerzas, pues si empezara a hablar de él, ya no querría hablar de otra cosa. Era un alma elevada y pura, de una inteligencia que no he encontrado después. Pokorski vivía en un cuarto pequeño y bajo de techo, en el entresuelo de una casa vieja de madera. Éra muy pobre y sobrevivía dando clases particulares. Ni siquiera podía ofrecer una taza de té a sus invitados. Y el único diván que tenía estaba tan derrengado que se había convertido en algo parecido a una barca. Pero, a pesar de esas incomodidades, iba a verle mucha gente. Todos lo querían, cautivaba los corazones. Usted no se puede hacer idea de lo agradable y alegre que era sentarse en aquel pobre cuarto. En su casa conocí a Rudin, que ya había abandonado a su príncipe.
—¿Qué había de especial en ese Pokorski? —preguntó Alexandra Pávlovna.
—¿Cómo decírselo? Poesía y verdad, eso era lo que atraía a todos hacia él. Poseía una vasta y lúcida inteligencia y era ingenuo y alegre como un niño. Todavía me suena en los oídos su risa jovial y, al mismo tiempo,
resplandecía como la lamparilla nocturna
ante el santuario del Bien.
Así dijo de él un poeta adorable y medio loco de nuestro círculo de amigos.
—¿Y cómo hablaba? —preguntó de nuevo Alexandra Pávlovna.
—Hablaba bien, cuando estaba inspirado, pero no de una manera sorprendente. Rudin ya era entonces veinte veces más elocuente que él.
Lezhnev se detuvo y cruzó las manos.
—Pokorski y Rudin no se parecían en nada. Rudin tenía mucho más ímpetu y brillantez, más frases y puede que más entusiasmo. Parecía tener muchos más dones que Pokorski, pero en realidad era un pobre diablo en comparación con él. Rudin desarrollaba con excelencia cualquier idea, debatía con maestría; pero las ideas no nacían en su cabeza, sino que las tomaba de otros, sobre todo de Pokorski. Pokorski era de apariencia tranquila y bondadosa, hasta débil, y amaba a las mujeres con locura, le gustaba ir de juerga y era incapaz de ofender a nadie. Rudin parecía lleno de ardor, audacia y vida, pero en el fondo de su alma era frío y acaso un poco tímido cuando no estaba en juego su vanidad, pues si lo estaba, era capaz de subirse por las paredes. Procuraba dominar a los demás, pero los dominaba en nombre de los principios e ideas generales y, efectivamente, ejercía una gran influencia sobre muchos. A decir verdad, nadie lo quería; únicamente yo mantenía una estrecha amistad con él. Los demás, soportaban su yugo… En cambio, todos se confiaban de buen grado a Pokorski. Rudin nunca se negaba a hablar y discutir con el primero que se presentase… No había leído demasiados libros, pero, en todo caso, muchos más que Pokorski y que todos nosotros; además, tenía una mente sistemática y una gran memoria, y ya se sabe que todo eso causa gran efecto a la juventud, a la cual hay que darle conclusiones, resultados, aunque no sean verdaderos, pero ¡resultados!, cosa que no vale para un hombre bien aconsejado. Pruebe a decirles a los jóvenes que no les puede dar la verdad absoluta, porque usted mismo no la posee… y los jóvenes ni siquiera le escucharán. Pero tampoco puede engañarlos… Le haría falta estar absolutamente convencido de que está en posesión de la verdad… De ahí que Rudin ejerciera una influencia tan fuerte sobre nuestros hermanos. Ya ve, acabo de decirle que él había leído bastante, pero leía libros de filosofía, y su cabeza estaba organizada de tal manera que de lo que leía inmediatamente extraía el sentido general, llegaba hasta la raíz de las cosas y desde allí irradiaba en todas las direcciones los lúcidos y justos hilos del pensamiento, descubriendo perspectivas espirituales. Nuestro círculo de amigos se componía por entonces, hablando en conciencia, de jóvenes incultos. La filosofía, el arte, la ciencia y la propia vida eran para nosotros solo palabras, acaso nociones, atractivas y bellas, pero también desperdigadas y dispersas. El nexo general de esas nociones, la ley general del Universo, no lo conocíamos, ni lo presentíamos siquiera, aunque habláramos confusamente y nos esforzáramos en dar buena cuenta de él… Al oír a Rudin nos parecía, al principio, que nosotros, por fin, éramos capaces de aprehender ese nexo general, que, por fin, se levantaba el telón. Admitamos que no hablaba de primera mano —¡qué importaba eso!—, pero establecía un orden armonioso en todo lo que nosotros conocíamos, unía todo lo que estaba disperso a nuestro alrededor, lo componía, crecía ante nosotros exactamente como un edificio, todo se iluminaba y por todas partes se esparcía el espíritu… Nada quedaba ya de fortuito y sin sentido: en todo se manifestaba la necesidad racional y la belleza, todo adquiría un significado claro y al mismo tiempo misterioso, cada fenómeno aislado de la vida vibraba en un acorde, y nosotros mismos, con el sagrado temor de la veneración, con un grato temblor del corazón, nos sentíamos como si fuéramos depositarios de la eterna verdad, como si fuéramos sus instrumentos, llamados a realizar algo grande… ¿No le resulta ridículo todo esto?
—En absoluto —exclamó lentamente Alexandra Pávlovna—, ¿por qué piensa así? No lo comprendo a usted del todo, pero no lo encuentro ridículo.
—Desde entonces hemos tenido tiempo para sentar la cabeza —continuó Lezhnev—, y ahora todo eso nos puede parecer pueril… Pero, repito, entonces debíamos mucho a Rudin. Pokorski estaba muy por encima de él, sin duda; Pokorski nos inspiraba a todos el ardor y la fuerza, pero a veces se sentía débil y callaba. Era una persona nerviosa, enfermiza; en cambio, cuando desplegaba sus alas…, ¡Dios mío! ¡Adónde remontaba el vuelo! ¡Al mismo cielo azul y profundo! Mientras que en Rudin, en ese joven hermoso y bien proporcionado, había mucha calderilla; incluso contaba chismes; su pasión era entrometerse en todo, definir y aclararlo todo. Su inquieta actividad nunca se calmaba… ¡Era político por naturaleza! Hablo de él tal como lo conocí entonces. Por desgracia, no ha cambiado. Tampoco han cambiado sus convicciones… ¡en treinta y cinco años!… No todos pueden decir eso de sí mismos.
—Siéntese —dijo Alexandra Pávlovna—, ¿por qué anda por la habitación de acá para allá, como un péndulo?
—Es que así estoy mejor —respondió Lezhnev—. Bueno, pues al caer yo en el círculo de Pokorski, como le digo a usted, Alexandra Pávlovna, volví a nacer: me serené, investigué, estudié, me volví más alegre y respetuoso; en una palabra, que fue como si hubiera entrado en un templo. En efecto, como recuerdo ahora nuestras reuniones, bueno, pues, había en ellas mucho de bueno y hasta de conmovedor. Imagínese usted, acuden cinco o seis muchachos, arde una vela de sebo, se sirve un té malísimo con terrones de un azúcar rancio, rancísimo; ¡y si mirara todos nuestros rostros y escuchara nuestras palabras! Con los ojos llenos de entusiasmo, arden las mejillas, palpita el corazón, y hablamos de Dios, de la verdad, del futuro de la humanidad, de la poesía; decimos a veces tonterías, nos enredamos en nimiedades; pero ¡qué más da!… Pokorski está sentado, con las piernas cruzadas; sostiene su pálida mejilla con la mano, y sus ojos brillan de emoción. Rudin está de pie en medio de la habitación y habla, habla con elocuencia, sin quitar ni poner al joven Demóstenes ante el rumoroso mar; Subbotin, el desmelenado poeta, profiere, de cuando en cuando, como en sueños, entrecortadas exclamaciones; Scheller, un cuarentón, hijo de un pastor alemán, que pasa por ser entre nosotros un pensador de los más profundos en virtud de su eterno e imperturbable silencio, con especial solemnidad, calla; Schitov, el más alegre, el Aristófanes de nuestras reuniones, calla y apenas esboza una sonrisa; dos o tres novatos escuchan con entusiasta placer… Y la noche vuela silenciosa y plácidamente, como con alas. Nos separamos al alba, enloquecidos, alegres, honrados, sobrios (del vino entonces ni nos acordábamos), con un agradable cansancio en el alma… Recuerdas, vas por las calles vacías, completamente emocionado e incluso contemplas confiadamente las estrellas, como si ahora estuvieran más cerca y fueran más comprensibles… ¡Ah! ¡Qué glorioso era el tiempo entonces! ¡No quiero creer que pasara en balde! Pero no, no se perdió ni siquiera para aquellos a los que la vida ha convertido después en hombres vulgares… ¡Cuántas veces me ha ocurrido encontrarme con alguno de aquellos antiguos amigos! Parecería que se han vuelto fieras, pero basta pronunciar ante ellos el nombre de Pokorski y comienzan a brillar en ellos todos los restos de nobleza, igual que si en una habitación sucia y oscura destapáramos un frasco de perfume olvidado…
Lezhnev se calló; su rostro pálido había enrojecido.
—Entonces, ¿por qué y cuándo riñó usted con Rudin? —preguntó Alexandra Pávlovna, mirando con asombro a Lezhnev.
—No reñí. Me separé de él cuando llegué a conocerlo definitivamente en el extranjero. Ya en Moscú podríamos haber reñido. Ya entonces me jugó una mala pasada.
—¿Y qué fue?
—Pues verá usted. Yo… ¿cómo decirlo?… No va bien con mi figura… pero siempre he sido muy dado a enamorarme.
—¿Usted?
—Sí, yo. Es raro ¿verdad? Pero así es… Bueno, pues por aquel entonces me enamoré de una chica encantadora… Pero ¿por qué me mira así? Le podría decir sobre mí cosas mucho más sorprendentes.
—¿Y qué cosas son esas, si se puede saber?
—Pues aquí tiene una. Yo, en aquellos tiempos de Moscú, tenía por las noches una cita… ¿con quién imagina usted? Con un joven tilo que había al final de mi jardín. Abrazaba su fino y esbelto tronco y me parecía estar abrazando a la naturaleza entera, y el corazón se me dilataba y se estremecía como si toda la naturaleza hubiese penetrado en él… ¡Así era yo!… ¡Pues sí! ¿Piensa, acaso, que no escribía versos? Escribía e incluso llegué a componer un drama completo, a imitación del Manfredo[45]. Entre los personajes había un espectro con el pecho bañado en sangre, no en su propia sangre, sino en la de toda la Humanidad… Sí, sí, no se asombre… Pero había comenzado a contarle mi historia de amor. Conocí a una muchacha…
—¿Y cesaron sus citas con el tilo?
—Sí, cesaron. Aquella muchacha era una criatura muy buena y muy guapa, con unos ojos alegres y claros y una voz intensa.
—La describe bien —observó con una sonrisa Alexandra Pávlovna.
—Y usted es un crítico muy severo —replicó Lezhnev—. Bueno…, la muchacha vivía con su padre, ya viejo… No voy a entrar en detalles. Solo le diré que esa muchacha era muy bondadosa…, siempre te servía un vaso de té cuando tú solo le pedías medio… Al tercer día, después de la primera cita con ella, ya estaba enamorado, y al séptimo no pude contenerme y se lo conté todo a Rudin. Un joven enamorado es incapaz de guardar su secreto. Puse, pues, a Rudin al corriente de mi pasión. Me hallaba entonces completamente bajo su influencia, la cual, lo digo sin rodeos, fue beneficiosa en muchos aspectos. Él fue el primero que no me desdeñó y que intentó civilizarme. A Pokorski lo quería apasionadamente, pero la pureza de su alma me inspiraba cierto temor, mientras que me sentía más próximo a Rudin. Al enterarse de mi amor, se entusiasmó de manera indescriptible; me felicitó, me abrazó, y en seguida se puso a sermonearme, explicándome la importancia de mi nueva situación. Yo aguzaba el oído… Bueno, ya sabe cómo es capaz de hablar. Sus palabras producían en mí una extraordinaria impresión. Sentí de pronto un asombroso respeto de mí mismo, me puse muy serio y dejé de reír. Recuerdo que hasta comencé a andar con mayor cuidado, como si llevara en el pecho una copa llena de un apreciado líquido y temiera derramarlo… Era muy feliz, sobre todo porque eran inequívocamente benevolentes conmigo. Rudin deseó conocer a mi amada, e incluso yo mismo insistí en presentársela.
—Ahora veo de qué se trata —le cortó Alexandra Pávlovna—. Rudin le quitó a su amada y usted no ha podido perdonárselo hasta hoy… Apuesto cualquier cosa a que no me equivoco.
—Y perdería la apuesta, Alexandra Pávlovna. Se equivoca. Rudin no me quitó a mi amada pues ni siquiera quería quitármela; y, sin embargo, arruinó mi felicidad, aunque, pensándolo con sangre fría, estoy dispuesto ahora a darle las gracias. Pero entonces, por poco me vuelvo loco. Rudin no tenía ningún deseo de hacerme daño, sino todo lo contrario; pero, a consecuencia de su maldita costumbre de fijar con la palabra cada movimiento de la vida, propia y ajena, como se fija una mariposa con un alfiler, comenzó a explicarnos nuestras relaciones, cómo debíamos comportarnos, forzándonos despóticamente a darnos cuenta de nuestros sentimientos e ideas, nos aplaudía, nos censuraba, se metía incluso en nuestra correspondencia; figúrese usted… Bueno, nos hizo un auténtico lío. Puede que no me hubiera casado entonces con aquella muchacha (todavía me quedaba algo de sano juicio), pero, por lo menos, habríamos pasado algunos meses deliciosos, al modo de Pablo y Virginia[46]; pero surgieron malentendidos, tensiones de todo tipo…, disparates, en una palabra. Todo terminó cuando una buena mañana, Rudin se convenció de que, como amigo, le correspondía el muy sagrado deber de informar de todo al padre de la muchacha, y así lo hizo.
—¿De veras? —exclamó Alexandra Pávlovna.
—Sí, y fíjese usted, lo hizo, cosa rara, con mi consentimiento… Aún recuerdo qué caos tenía yo entonces en la cabeza; todo daba vueltas y se confundía, como en la cámara oscura: lo blanco parecía negro y lo negro, blanco; la mentira parecía verdad y la fantasía, el deber… ¡Ah! Incluso ahora siento vergüenza al recordarlo. Rudin no se desanimaba… ¡qué va! Planeaba por encima de toda clase de malentendidos y enredos, como una golondrina sobre un estanque.
—Así que dejó a aquella muchacha, ¿no? —preguntó Alexandra Pávlovna, inclinando ingenuamente la cabeza y arqueando las cejas.
—Sí la dejé… y acabamos mal, con insultos, de una manera torpe y escandalosa, escandalosa sin necesidad… Lloré yo y lloró ella, y el diablo sabrá lo que sucedió… El nudo gordiano estaba muy prieto y hubo que cortarlo y eso fue doloroso. Por lo demás, todo en este mundo sucede para mejor. Ella se casó con un hombre bueno y ahora es dichosa.
—Reconozca, sin embargo, que no ha podido perdonar todavía a Rudin… —empezó a decir Alexandra Pávlovna.
—¡Cómo! —atajó Lezhnev—, lloré como un niño cuando Rudin se fue al extranjero. Aunque, a decir verdad, ya llevaba entonces la semilla en el alma. Y cuando luego lo encontré en el extranjero… bueno, por entonces yo ya había madurado… Vi a Rudin tal como en realidad era.
—¿Y qué fue lo que descubrió en él?
—Pues todo eso de lo que le estoy hablando desde hace una hora. En fin, ya hemos hablado bastante de él. Puede que todo acabe bien. Yo solo quería demostrarle a usted que si lo juzgo con severidad no es porque no lo conozca… Respecto a Natalia Alexeevna no gastaré ninguna palabra de más; pero fíjese usted en su hermano…
—¡En mi hermano! ¿Y qué?
—Obsérvelo. ¿Es que no nota nada?
Alexandra Pávlovna bajó la cabeza.
—Tiene usted razón —dijo—, es cierto… mi hermano… desde un tiempo a esta parte… no lo conozco… ¿Usted piensa que…?
—¡Más bajo! Parece que viene hacia aquí —dijo Lezhnev a media voz—. Natalia no es una niña, créame, aunque, por desgracia, no tenga experiencia, como una niña. Ya verá cómo nos sorprenderá esa muchacha.
—¿En qué sentido?
—Pues en este… ¿Sabe que precisamente son esas muchachas las que se ahogan, toman veneno y demás? ¿No se ha fijado en lo callada que es? Sus pasiones son tan fuertes como su carácter.
—¡Vaya, me parece que usted es dado a la poesía! A una persona tan flemática como usted yo misma le pareceré un volcán.
—¡Oh, no! —prosiguió Lezhnev, con una sonrisa—. Además, usted, gracias a Dios, no tiene carácter en absoluto.
—¿Qué nueva impertinencia es esa?
—Es un gran cumplido, créalo…
Volíntsev entró y miró receloso a Lezhnev y a su hermana. Había adelgazado en los últimos tiempos. Ambos se pusieron a hablar con él; pero él apenas contestaba a sus bromas con una sonrisa y tenía el aspecto, como dijo de él un día Pigasov, de una liebre triste. Por lo demás, no hay nadie en el mundo que no haya tenido, al menos una vez en la vida, peor aspecto. Volíntsev sentía que Natalia se alejaba de él y, con ella, la tierra huía bajo sus pies.