Capítulo VIII

Al regresar a su casa, Volíntsev estaba tan tristón y alicaído que respondió de mala gana a las preguntas de Alexandra y fue a encerrarse tan aprisa en su gabinete que su hermana decidió enviar a un mensajero en busca de Lezhnev. Acudía a él en todas las circunstancias difíciles. Lezhnev mandó que le dijeran que iría al día siguiente.

Al otro día, por la mañana, Volíntsev tampoco estaba de buen humor. Tenía intención de ir a trabajar después del té, pero se quedó en casa tumbado en el diván y se puso a leer un libro, cosa nada frecuente en él. Volíntsev no sentía afición por la literatura y la poesía sencillamente lo asustaba. «Esto es incomprensible, como los versos», solía decir y en apoyo de sus palabras, citaba las siguientes líneas del poeta Aibulat:

Y hasta el fin de los penosos días,

ni la razón, ni la altiva experiencia

ajarán con su mano

los sangrientos nomeolvides de la vida.

Alexandra Pávlovna miraba con inquietud a su hermano, pero no lo molestaba con preguntas. Un coche llegó hasta la escalinata. «¡Gracias a Dios! —pensó ella—. Ya está aquí Lezhnev…». Entró un criado y le anunció la llegada de Rudin.

Volíntsev tiró el libro al suelo y levantó la cabeza.

—¿Quién ha venido? —preguntó.

—Rudin, Dmitri Nikolaich —repitió el criado.

Volíntsev se levantó.

—Hazlo pasar —ordenó—. Y tú, hermana —añadió, dirigiéndose a Alexandra Pávlovna—, déjanos solos.

—Pero ¿por qué?

—Yo sé lo que hago —atajó él, con coraje—. Te lo ruego.

Entró Rudin. Volíntsev lo saludó con frialdad, inclinando la cabeza y permaneciendo de pie en medio de la habitación, sin tenderle siquiera la mano.

—Confiese que no me aguardaba —empezó Rudin y dejó el sombrero en la ventana.

Sus labios se contrajeron. Se sentía molesto, pero trataba de ocultar su malestar.

—No lo aguardaba, es cierto —replicó Volíntsev—. Después de lo de anoche, habría podido esperar antes a cualquiera con un recado de usted.

—Comprendo lo que quiere decir —declaró Rudin, tomando asiento—, y celebro mucho su franqueza. Así es mucho mejor. He venido a verle como persona noble.

—¿No podría dejarse de cumplidos? —observó Volíntsev.

—Deseo explicarle por qué he venido.

—Somos conocidos, ¿por qué no iba a venir a mi casa? Además, no es esta la primera vez que me honra con su visita.

—He venido, como persona noble que soy a casa de otra persona noble —repitió Rudin—, y quiero someterme ahora a su juicio… Confío plenamente en usted…

—Bueno, ¿de qué se trata? —dijo Volíntsev, que permanecía aún de pie, en la misma posición, y miraba con ojos sombríos a Rudin, atusándose de vez en cuando el bigote.

—Permítame… Vine para darle explicaciones, naturalmente; cosa que, de todos modos, no es posible hacer en esta ocasión.

—¿Y por qué no es posible?

—Porque hay una tercera persona mezclada en este asunto.

—¿Y quién es esa tercera persona?

—Ya me entiende usted, Serguei Pávlich.

—Pues no lo entiendo en absoluto, Dmitri Nikolaich.

—Quiere que…

—Quiero que hable sin rodeos —atajó Volíntsev.

Comenzaba a enfadarse en serio.

Rudin frunció el ceño.

—De acuerdo… estamos solos… Debo decirle, aunque, seguramente, ya lo habrá adivinado —Volíntsev, impaciente, se encogió de hombros—, debo decirle que amo a Natalia Alexeevna y que tengo derecho a suponer que ella también me ama.

Volíntsev palideció, pero no respondió nada, se acercó a la ventana y se volvió de espaldas.

—Comprenda, Serguei Pávlich —prosiguió Rudin—, que si no estuviera seguro…

—¡Por favor! —lo interrumpió apresuradamente Volíntsev—. No lo dudo en absoluto… Pues, ¡enhorabuena! Lo único que me asombra es por qué diablos se le ha ocurrido a usted venir a anunciarme esa noticia. ¿Qué tengo yo que ver en eso? ¿Qué me importa a quién ame usted y a usted le ame? Sencillamente, no puedo comprenderlo.

Volíntsev seguía mirando a la ventana. Su voz sonaba seca. Rudin se levantó.

—Le diré a usted, Serguei Pávlich, por qué he tomado la decisión de venir a verle y por qué no me he creído con derecho a ocultarle a usted nuestra… nuestra relación. Porque siento un profundo respeto por usted: esa es la razón de que viniera; porque no quería… no queríamos representar una comedia ante usted; porque conocía sus sentimientos hacia Natalia Alexeevna… Créame que sé lo que valgo: sé que soy poco digno de reemplazarlo a usted en su corazón; pero si el destino así lo ha querido, ¿no es mejor ser sinceros que valerse de astucias, engaños y fingimientos? ¿No es mejor deshacer los equívocos y evitar escenas como la que tuvo lugar ayer durante la comida? Dígamelo usted, Serguei Pávlich.

Volíntsev se cruzó de brazos, haciendo como si se sujetara a sí mismo.

—¿Serguei Pávlich? —prosiguió Rudin—. Le he amargado, lo siento… pero compréndanos… comprenda que no teníamos más remedio que mostrarle a usted nuestro respeto, mostrarle que apreciamos la nobleza de su alma sencilla. Ser completamente sinceros con los demás estaría fuera de lugar, pero con usted es una obligación. Nos agrada pensar que nuestro secreto está en sus manos…

Volíntsev prorrumpió en una risa forzada.

—¡Gracias por la confianza! —exclamó—, aunque, le ruego que considere que ni deseaba conocer sus secretos, ni darle a conocer los míos; pero usted puede disponer de los suyos como le plazca. Sin embargo, permítame decirle que habla usted en plural. ¿Acaso puedo suponer que Natalia Alexeevna conoce esta visita suya y el objeto de la misma?

Rudin quedó un poco desconcertado.

—No, no le he comunicado a Natalia Alexeevna mi intención; pero sé que comparte mis ideas.

—Todo eso está muy bien —dijo Volíntsev después de un breve silencio y se puso a tamborilear con los dedos en el cristal—, aunque tengo que reconocer que estaría mucho mejor si usted no me respetase tanto. A decir verdad, su respeto no me hace falta para nada; pero ¿qué quiere ahora usted de mí?

—No quiero nada…, aunque sí, sí quiero una cosa: quiero que no me tenga por un hombre cobarde y astuto, que me comprenda… Confío en que no dude ahora de mi sinceridad… Quiero, Serguei Pávlich, que continuemos siendo amigos… que me tienda la mano, como antes…

Y Rudin se acercó a Volíntsev.

—Usted perdone, excelencia —dijo Volíntsev, volviéndose y retrocediendo un paso—. Estoy dispuesto a hacer justicia a sus intenciones, todo eso está muy bien, y puede que sea sublime, pero nosotros somos gente corriente, nos alimentamos de cosas sencillas, y no estamos en condiciones de seguir el vuelo de mentes tan célebres como la suya… Lo que a usted le parece sincero, a nosotros nos parece inoportuno e inmodesto… Lo que para usted es claro y sencillo, para nosotros es oscuro y complicado… Usted presume de aquello que nosotros ocultamos: ¡cómo vamos a comprenderlo! Usted perdone: pero no puedo considerarlo como amigo ni tenderle mi mano… Puede que sea algo mezquino, puesto que yo mismo soy mezquino.

Rudin tomó su sombrero de la ventana.

—¡Serguei Pávlich! —dijo con tristeza—, adiós; me equivoqué en mis expectativas. Mi visita ha sido ciertamente extraña; pero tenía la esperanza de que usted… —Volíntsev hizo un gesto de impaciencia—. Perdone: no hablaré más de eso. Bien mirado, veo que tiene usted razón y que no podía actuar de otro modo. Adiós, y permítame cuando menos asegurarle una vez más, por última vez, la pureza de mi intención… De su discreción, estoy convencido…

—¡Esto ya es demasiado! —exclamó, rabioso, Volíntsev—. Yo no le he pedido en modo alguno sus confidencias, por tanto no tiene usted ningún derecho a contar con mi discreción.

Rudin quiso decir algo, pero solo hizo un ademán, se inclinó y salió. Volíntsev se dejó caer en el diván y volvió la cara a la pared.

—¿Puedo pasar? —se oyó junto a la puerta la voz de Alexandra Pávlovna.

Volíntsev no contestó inmediatamente y a hurtadillas se llevó la mano a la cara.

—No, Sasha —dijo con voz un poco cambiante—, espera un poco.

Pasada media hora, Alexandra Pávlovna se acercó de nuevo a la puerta.

—Mijailo Mijailich ha venido —dijo ella—. ¿Quieres verlo?

—Sí —respondió Volíntsev—; hazlo pasar. Entró Lezhnev.

—¿Qué te pasa? ¿Estás bien? —preguntó, sentándose en un sillón junto al diván.

Volíntsev se incorporó, apoyándose en un codo, y se quedó largo rato mirando a su amigo a la cara y luego le contó, palabra por palabra, toda su conversación con Rudin. Nunca hasta entonces había mencionado ante Lezhnev sus sentimientos hacia Natalia, aunque suponía que no eran ningún secreto para él.

—Me dejas de piedra, hermano —dijo Lezhnev apenas hubo terminado Volíntsev su relato—. Esperaba muchas extravagancias de él, pero esto… Aunque, conociéndolo como lo conozco, también es típico de él…

—¡Por favor! —dijo, agitado, Volíntsev—. ¡Qué insolencia! ¡Estuve a punto de tirarlo por la ventana! ¿Es que quería presumir ante mí o es que tenía miedo? Pero ¿qué se ha creído? ¿Cómo se atreve a ir a casa de un hombre?…

Volíntsev se llevó las manos a la nuca y calló.

—No, hermano, no es nada de eso —replicó tranquilamente Lezhnev—. No me vas a creer si te digo que lo hizo de buena fe. Es cierto… Ya ves, es noble y sincero y hablar es para él una ocasión para dar rienda suelta a su elocuencia. ¡Como si eso nos importara a nosotros, como si no pudiéramos vivir sin ello! ¡Ah!, su lengua es su enemiga… Por eso se sirve de ella.

—¡No te puedes imaginar con qué solemnidad entró y habló!

—Sí, es muy solemne. Se abrocha la levita como si cumpliera un deber sagrado. Yo lo enviaría a una isla desierta y miraría desde un rincón cómo se las arreglaba allí. ¡Y luego habla de sencillez!

—Y dime, hermano, por el amor de Dios —suplicó Volíntsev—, ¿qué es eso?, ¿filosofía o qué?

—¿Cómo decírtelo? Por un lado, puede que sea filosofía, y por el otro, desde luego que no. No hay que achacar todas las estupideces a la filosofía.

Volíntsev lo miró.

—¿Y tú crees que no fingía?

—No, hijo, no fingía. Aunque, ¿sabes qué te digo? Que ya está bien de hablar de eso. Vamos a fumar en pipa y llamemos a Alexandra Pávlovna… Con ella se habla mejor y es más fácil callar. Nos hará té.

—Bueno —respondió Volíntsev—. ¡Sasha, ven!

Alexandra Pávlovna entró. Volíntsev le estrechó la mano y la apretó fuertemente contra sus labios.

Rudin regresó a su casa en un confuso y extraño estado de ánimo. Se sentía enojado consigo mismo, se reprochaba su imperdonable falta de consideración, su puerilidad. No en vano alguien dijo: nada hay más penoso que reconocer que se ha hecho una tontería.

El arrepentimiento atormentaba a Rudin.

—¡Que el diablo me lleve —musitó— por ir a visitar a ese terrateniente! ¡Vaya idea que tuve! ¡Solo para ser blanco de impertinencias!…

Algo insólito ocurría en casa de Daria Mijailovna. La dueña de la casa no se dejó ver en toda la mañana y no salió para la comida. Según Pandalevski, la única persona que tenía acceso a ella, le dolía la cabeza. Rudin apenas vio a Natalia: estaba en su cuarto, con mademoiselle Boncourt… Al encontrarse con él en el comedor, ella le miró con ojos tan tristes, que le dio un vuelco el corazón. Su rostro había cambiado, como si la desdicha se hubiera abatido sobre ella desde el día anterior. Una angustia de vagos presentimientos empezaba a torturar a Rudin. Para distraerse se ocupó de Basístov. Estuvo hablando largo rato con él, y descubrió a un joven vivaz e impetuoso, lleno de entusiastas ilusiones y dueño de una fe todavía virgen. Por la tarde, Daria Mijailovna estuvo dos horas en el salón. Se mostró amable con él, aunque se mantuvo algo distante, y unas veces reía y otras fruncía el ceño, hablaba de una manera gangosa y, sobre todo, por alusiones… Así se manifestaba en ella la dama de mundo. Últimamente, parecía haberse enfriado un poco en su relación con Rudin. «¿Qué adivinanza es esa?», pensaba este, mirando de reojo la inclinada cabecita de Daria Mijailovna.

No tuvo que aguardar mucho la solución de la adivinanza. Al volver a su cuarto, a medianoche, iba por el pasillo oscuro, cuando, de pronto, alguien le deslizó en la mano una carta. Miró a su alrededor: una muchacha se alejaba de él, y le pareció que era la doncella de Natalia. Llegó a su cuarto, despidió al criado, abrió la carta y leyó las siguientes líneas escritas a mano por Natalia:

Acuda mañana por la mañana, a las siete en punto, no más tarde, al estanque de Avdiujin, tras el robledal. A cualquier otra hora es imposible. Será nuestra última cita y todo habrá terminado si… No falte. Hay que tomar una decisión…

Posdata.— Si no acudo, querrá decir que no nos volveremos a ver: en ese caso, se lo haría saber…

Rudin se quedó pensativo, dio vueltas a la nota entre las manos, se desnudó y se acostó, pero tardó en dormirse y durmió poco, pues aún no eran las cinco de la madrugada cuando se despertó…