5
Cómo lograr los mejores globos
de chicle

Fuimos a la estación de tren a recoger a los abuelos, que venían a pasar unos días con nosotros porque al abuelo Nicolás le tenían que hacer unas pruebas en el hospital. El sol seguía sin calentar demasiado, pero ya habían salido las primeras flores en los almendros de nuestro barrio y no hacía falta que mamá nos obligara a llevar gorro, abrigo y bufanda si queríamos ir a cualquier sitio.

—¿Por qué tenemos que ir a recogerlos? ¿No saben dónde vivimos?

—Los abuelos han estado muy pocas veces aquí, casi no salen del pueblo. Además así les damos una sorpresa cuando lleguen.

Estábamos esperando en la estación, aburridos. Miguel corría de un lado a otro, echando carreras contra sí mismo, porque yo no quería jugar con él. Papá miraba su reloj cada dos minutos. Mamá daba suspiritos. Yo pensaba en poner una moneda en uno de los raíles. Había visto alguna película en la que unos niños ponían monedas en los raíles y después de que pasara el tren las monedas se quedaban aplastadas, finísimas, como el Coyote después de que le pasara por encima una de sus trampas contra el Correcaminos. Si se aplastaba y se agrandaba, ¿podría hacer pasar un duro por una moneda de cinco duros? Sería una falsificación sencilla.

—Mamá, ¿me das un duro?

—¿Para qué?

—Para un chicle.

No iba a decirle que era para ponerlo en la vía; mamá, que se ponía siempre en lo peor, habría pensado que a lo mejor iba a hacer descarrilar el tren. Y menudo lío después. Antes de que mamá pudiera negarme el duro, papá intervino y dijo que sí. Uno para mí y otro para Miguel.

—Yo os acompaño a comprarlo.

Adiós al plan.

Fuimos al pequeño bar que estaba cerca de la estación. Miguel iba corriendo por delante de nosotros; yo, al lado de papá. Detrás de la barra había un camarero con más arrugas en la cara que en el uniforme, que ya era decir.

—Un botellín y dos chicles para los niños.

—Yo quiero Cheiw de fresa ácida.

—Yo un Bang Bang —dijo mi hermano.

Los niños nos dividíamos en dos tipos: los valientes que nos atrevíamos con el sabor ácido de los Cheiw Junior y los bebés cobardes que preferían el sabor dulzón de los Bang Bang. Los Bang Bang eran más pequeños, pero venían en paquetes de cinco. Había un chiste que nos encantaba y contábamos entre nosotros: «¿Me da cinco chicles? ¿Cheiw? No, cinco». Nos partíamos.

El camarero puso en el mostrador los dos paquetes de chicles y el botellín de cerveza. A lo mejor podía haber pedido cigarrillos de chocolate, pero ya era tarde. Ni siquiera me apetecía mucho el chicle.

—Jefe, póngame unas almendras.

El camarero no decía ni pío, pero se movía con movimientos rápidos y eficientes. Enseguida teníamos un platillo con almendras tostadas delante de nosotros. Me daba envidia la naturalidad con la que mi padre llamaba a la gente así: jefe, figura, campeón. Yo no me atrevía porque sonaba a falso cuando yo decía algo así. Fui a coger una almendra y papá me dio un golpecito en la mano.

—Quieto ahí, calandraque, que tú ya tienes tu chicle.

Desenvolví el chicle. Tenía forma de ladrillo y estaba igual de duro. Me lo metí en la boca y se partió. Mastiqué, ablandándolo, hasta que pude hacer un globo con él. Aunque en realidad para hacer globos eran mejores los Bang Bang. Pero antes muerto que reconocérselo a los partidarios de los Bang Bang.

—Mira qué globo, papá.

Silbó, admirado. Hice dos o tres globos más, inflándolos hasta que explotaban con un pop. El truco es estirar bien la goma de mascar alrededor de la lengua, lo más fino que puedas. Luego soplas suavemente y abres los labios para que se vaya formando el globo. Hay que controlarlo en todo momento, sin soplar muy fuerte para que no se rompa demasiado pronto. Con el último que hice papá ya no estaba mirando: le quitaba la etiqueta al botellín. Tenía esa manía de ir quitando las etiquetas a las botellas que bebía, intentando sacarlas enteras, sin rasgarlas. Pensé que a lo mejor a papá sí podía pedirle un duro para ponerlo en el raíl del tren y no se enfadaría, pero no llegué a atreverme. Se levantó y fue con el botellín a la máquina tragaperras que había en una esquina. Metió un par de monedas y empezó a pulsar los botones con rapidez. Se mezclaban los sonidos y las luces y me emborrachaban. De pronto una voz que venía de la máquina gritó: «¡Premio!». Cayó una breve cascada de monedas en la cazoleta de la máquina.

Papá sonrió como Sherlock Holmes cuando se confirmaban sus sospechas.

—¡Jefe! ¡Póngame otro botellín!

Me hizo un gesto para que fuera a coger el botellín a la barra. A lo mejor me daba un duro por hacerle el favor de buscárselo, como propina. Fui hasta el mostrador, llevando el casco vacío y desnudo de etiqueta de la primera cerveza. La música de la tragaperras seguía sonando alegremente. El camarero puso un botellín en la barra.

—¿Me puede dar la chapa?

Me di cuenta de que abría la botella con más cuidado, para que la chapa no se doblara. Era un camarero que sabía lo que se traía entre manos. Me la lanzó como un frisbee y la atrapé en el aire. La examiné. Estaba perfecta para usar. No sabía si de jugador de fútbol o de ciclista. El camarero rebuscó en el cubo donde tiraba las chapas y me puso encima de la barra cuatro más: dos de Mahou, una de Coca-Cola y una de Cinzano. Hasta entonces yo no había tenido ninguna de Cinzano. Le di las gracias y me metí las chapas en el bolsillo.

—¿Está bueno el chicle?

—Sí, me gusta mucho.

El chicle ya sabía a poco, a recuerdo de fresa ácida. Pensé que iba a regalarme otro, igual que me había dado las chapas, pero no hizo nada más.

—¿Viene ese botellín o no? —preguntó papá.

Llevé el botellín de cerveza a mi padre. Seguía apretando botones en la máquina, pero esta vez no sonaba más que la música y la voz que decía: «¡Avance! ¡Avance!». Cogió el botellín sin mirar y dio un trago que lo dejó en la mitad.

—¿Dónde está tu hermano? Sal a vigilarlo.

Miguel estaba fuera del bar jugando a no pisar las junturas entre las baldosas. Lo vigilé como si él fuera un vaquero y yo un indio. Le apunté con un arco imaginario y seguí sus movimientos. Me descubrió.

—¿Qué haces?

—Voy a impedir que escapes y luego te cortaré la cabellera.

Pero antes de que pudiera hacerlo salió papá del bar.

—Venga. Vamos, que estará a punto de llegar el tren.

Fuimos al andén y descubrimos que el tren había llegado ya: mamá nos esperaba con los dos abuelos al lado. Miguel y yo corrimos hasta allí para darles un abrazo. Yo llegué antes. Primero me abracé al abuelo y él me alzó. Tenía brazos de acero. Yo quería más al abuelo que a la abuela, porque, aunque la abuela Julia era amabilísima y nos daba pan con chocolate o chorizo frito siempre que se lo pedíamos, el abuelo Nicolás llevaba un parche en el ojo y dos tatuajes en los brazos; como los piratas. También llevaba boina negra, no importaba en qué situación estuviera, como los miembros de la Resistencia francesa. Si me preguntaban a quién quería más, al abuelo o a la abuela, yo decía que a los dos, como cuando nos preguntaban si quería más a mamá o a papá. Pero en secreto quería más a uno que a otro.

El abuelo Nicolás tenía voz de marinero, aunque nunca hubiese visto el mar. Era alto, delgado y nervudo, con los brazos fibrosos y las manos enormes y duras como si estuvieran hechas de bronce. A veces apagaba los cigarrillos apretando la colilla contra el dedo pulgar: daba la última calada, sacaba el pulgar y aplastaba la colilla contra él. Ni pestañeaba al hacerlo.

Le di dos besos a la abuela Julia. Casi no tenía que agacharse para darme los besos. Formaban una pareja extraña, él tan alto y ella tan bajita. Los dos vestían siempre de negro, como si estuvieran eternamente de luto.

Llegó papá y dio dos besos a la abuela. Luego estrechó la mano del abuelo Nicolás.

—¿Qué tal el viaje?

El abuelo Nicolás daba muy bien la mano.

La abuela contestó que bien; no se habían mareado ni nada, sólo estaban un poco cansados. Tenía el pelo blanquísimo recogido en un moño muy apretado, como siempre. Yo a veces me la imaginaba arreglándose el moño, haciéndolo cada vez más tirante hasta que las arrugas de la cara desaparecían por completo. Mamá cogió de manos de la abuela una olla con tapa que venía sujeta con un cordel en forma de asa.

—Padre, suelte la maleta, ya la lleva Ángel.

El abuelo Nicolás dijo que no hacía falta, y papá buscó algo que pudiera llevar él, pero no había nada más. Durante unos segundos intentó hacer algo con las manos, hasta que acabó metiéndolas en los bolsillos.

—¿Qué hay dentro de la cacerola, abuela?

—Es longaniza de la matanza, que os hemos traído un poco.

¡Longaniza de la matanza! ¡Palabras mágicas! Os aseguro que no habéis probado nunca nada igual. Caminamos a su lado. Yo cogí la mano libre del abuelo, la que no estaba ocupada con aquella maleta cuadrada y negra, de cartón, que parecía tener más años que él. Miguel, la mano de la abuela.

—¿Dónde está Sansón?

Los abuelos tenían un burro gris llamado Sansón que llevaba un sombrero de paja. Si nos portábamos bien nos dejaban montarlo.

—No le gusta mucho la ciudad porque le trae malos recuerdos, de una vez que estuvo —dijo el abuelo, muy serio—. Lo hemos dejado en el pueblo, cuidando de la casa.

—Claro. Alguien tenía que cuidar de las gallinas —dijo la abuela.

Notaba su tono burlón, pero no me importaba. A lo mejor había algo de cierto; igual Sansón era un burro guardián. Los abuelos no tenían perro, pero sí dos docenas de gallinas en un corral detrás de la casa. La cuadra de Sansón estaba entre el corral y la vivienda. En el pueblo, cuando terminábamos de cenar y de tomar la leche de postre con toda su nata, mi hermano y yo abríamos la puerta de la cocina para salir a la cuadra y veíamos a Sansón masticar el heno pacientemente. El sombrero de paja estaba colgado fuera de su alcance, porque el abuelo decía que si tenía oportunidad Sansón se lo comería.

—Miguel, ¿quieres probarte el sombrero de Sansón?

Mi hermano quería decir que sí, pero al final dijo que no, por si se la cargaba, aunque él no entendiera bien por qué iba a cargársela. Yo no me lo puse para que él no pudiera decir que era un burro. Y por si el sombrero tenía pulgas.

Nuestra casa estaba a diez minutos andando de la estación. Papá dijo que podría haber traído el coche para recoger a los abuelos, pero que entonces no habríamos podido ir todos. La abuela dijo que no importaba, que les gustaba andar. La abuela se mareaba cada vez que se subía a un coche. Era montarse en él y empezarle las náuseas, aunque el coche estuviera parado.

—Abuela, si ahora nosotros salimos corriendo, ¿sabrías llegar a nuestra casa?

Era extraño hablar a la abuela de tú cuando mamá le hablaba de usted. Nosotros a papá y a mamá les hablábamos de tú, ¿por qué ellos no hacían lo mismo con sus padres?

—Os perseguiría corriendo y llegaría a vuestra casa justo después de vosotros.

Estaba de broma, tenía que estarlo. La abuela Julia no podía correr tan rápido como nosotros, ¿no? A menos que fuera la Superabuela.

—Pero ¿y si te dejáramos atrás? ¿Si te diéramos esquinazo?

La abuela se echó a reír.

—Entonces ¡estaríamos perdidos! ¡Dios mío! ¡Tendríamos que llamar a la policía!

—Sería como si estuvieseis en la selva. Perdidos como el doctor Livingstone.

—No digas tonterías —dijo mamá—. No estarían perdidos. Preguntarían por dónde se va a nuestra casa y ya está.

—¿Y si se les olvida la dirección?

—¿Cómo se les va a olvidar?

—Lo mejor es que no os separéis de nosotros —dijo el abuelo—. Sujetadnos bien. Esa es vuestra misión hoy, que no nos perdamos.

Era una misión importante. Apreté la mano del abuelo, para que la suya no se soltara. Tenía una mano áspera, como si estuviera recubierta de papel de lija. Papá decía que eran manos de campesino, pero yo me imaginaba que las manos de los aventureros no debían de ser distintas.

—¿Lleváis diamantes en la maleta, abuelo?

—Dejad en paz a los abuelos, que bastante han tenido ya con el viaje.

Nos callamos, pero caminamos vigilando por si caíamos en una emboscada: bandidos, indios, tribus zulúes. Detrás de cada esquina podía aparecer un forajido con un pañuelo que le cubriera la cara; detrás de cada coche podía haber un francotirador con un rifle de mira telescópica. El chicle en mi boca ya estaba duro y seco. Tenía que escupirlo sin que nadie se diese cuenta: si el francotirador me veía escupir el chicle, dispararía y mataría al abuelo. Torcí la cabeza a un lado y escupí. Miré a mi madre, que siempre se daba cuenta de esas cosas, pero estaba ocupada hablando con la abuela. ¡Lo había conseguido! ¡El abuelo estaba a salvo! El abuelo balanceaba suavemente la maleta al andar. ¿Pesarían mucho los diamantes? Nunca había tenido un diamante en la mano y no sabía si eran muy pesados o no. Sí sabía que era el mineral más duro que existía. Me imaginé a un caballero con una armadura de diamantes. Sería invencible, mejor que Lanzarote o el rey Arturo (yo era más de Lanzarote), mejor que Iron Man.

Si no había diamantes en la maleta, a lo mejor los forajidos venían buscando las chapas que me había dado el camarero del bar. Metí la mano en los bolsillos y toqué los bordes dentados de mis chapas. Valían tanto como diamantes.

Llegamos a casa. El abuelo dejó la maleta en el suelo mientras mamá buscaba las llaves en el bolso. Estábamos expuestos a cualquier emboscada.

—Subid vosotros por la escalera —dijo mamá.

El ascensor era sólo para cuatro, y además había que meter la maleta y la olla con la longaniza. En el ascensor los abuelos estarían a merced de cualquier ataque, pero era inútil discutir, así que subimos corriendo la escalera para ver si llegábamos antes que ellos. Yo subía de dos en dos escalones. Era fácil llegar antes que los demás si te lo tomabas en serio. Quería llegar pronto y que me diera tiempo a recuperar la respiración antes de que los abuelos abrieran la puerta del ascensor, para que me encontraran tan pancho, como si no me hubiera costado ningún esfuerzo. Respiré hondo para dejar de jadear. Se abrió la puerta cuando Miguel llegaba.

—¡Vaya, le habéis ganado la carrera al ascensor!

—Miguel acaba de llegar.

—También ha ganado. Es más pequeño que tú.

Muchas veces me decían que Miguel era más pequeño que yo como si fuera culpa mía.

—Ni siquiera se me ha cortado la respiración.

—Hay que ver, estás para ir a las olimpíadas.

—Sí, mi hijo es como Carl Lewis —dijo papá—. El hijo del viento.

A mí no me caía muy bien Carl Lewis, que iba de chulo por la vida desde que ganaba tantas medallas que podía hacerle la competencia a M. A., el del Equipo A. Además tenía un inquietante parecido con Grace Jones, que tampoco me caía bien. Yo era más de Ben Johnson, como Iván.

—Mamá, ¿puedo abrir yo la puerta?

Mamá le dio a Miguel el llavero. Era un llavero con un dromedario de plástico. Una dromedaria, que tenía los labios pintados de rojo. Era un poco raro, inquietante. Parecía un llavero sacado de una serie de dibujos animados, pero yo no sabía de cuál. Nunca supe si ese llavero se lo había comprado ella o se lo habían regalado, y si era así, quién lo había hecho.

—Tú no sabes abrir, deja que lo haga yo.

—Sí sé.

—Pues no se nota. ¡Dame!

—¡No!

—¡Dejad de pelearos! ¡Que al final vais a cobrar!

Miguel consiguió abrir la puerta tras varios intentos. Me adelanté para comprobar que no había nadie en casa. Si yo fuera un asesino esperaría en el armario de la habitación de mis padres. Abrí las puertas del armario, pero no había nadie.

—¿Qué estás haciendo?

—Nada.

—Desde luego, estás mal de la chinostra.

El viaje como aventura había estado bastante bien, aunque nos habían faltado salvajes atacando nuestra caravana. O unos espías rusos. El abuelo dejó la maleta en la habitación de mis padres; los abuelos dormirían en la cama de matrimonio de mis padres, y mis padres en el salón, en el sofá cama. Estuve esperando un poco a que abrieran la maleta, para ver si llevaban o no los diamantes, pero al final tuve que salir de la habitación porque no abrían la maleta ni para atrás.

Tuvimos que pedir una silla extra a nuestra vecina, la señora Rafaela, para poder comer los seis juntos. Me jugué la silla con Miguel a pares o nones, pero perdí. También nos jugamos a pares o nones quién de los dos se sentaba al lado del abuelo, y también perdí.

Era un asco de día.

El abuelo Nicolás se sentó donde solía sentarse papá y cogió la botella de vino que había traído mamá de la cocina. Primero se sirvió a él mismo. Olió el vino, como si no se fiara, y lo probó. Chasqueó la lengua, como hacía papá a veces. Luego sirvió a papá, que lo miraba con una sonrisa escéptica. Después fingió que me iba a echar vino en mi vaso.

—Ah, espera, que tú todavía no puedes. Estás tan mayor que pensaba que ya podías beber vino.

Aquellas palabras eran mejores que sacar un sobresaliente en clase de Lengua.

—¿Cuándo podré beber vino?

—Cuando te salga bigote —dijo papá. Para él era muy fácil decirlo porque la mitad de su cara era mostacho.

Me toqué disimuladamente el labio para ver si al menos tenía algo de pelusilla, pero no había nada. Mamá llenó de agua nuestros vasos.

Para comer de primero había huevos fritos con chorizo. Los abuelos habían traído uno de los panes del pueblo, grande y redondo. El abuelo Nicolás metió la mano en el bolsillo y sacó una gran navaja con el mango negro, como si estuviera en el campo.

—Padre, aquí tenemos cuchillos también.

—Esto no es un cuchillo, Marta. Es una navaja cabritera. Y no creo que tus cuchillos estén afilados como esta navaja.

Agarró con una mano el pan y apoyó el canto en la mesa. Moviendo la navaja hacia él, como si estuviera tocando el violín, cortó grandes rebanadas, rectísimas, una tras otra. Él se quedó el pico. Nos iba pasando a los demás el resto que cortaba.

Era el mejor pan del mundo, denso y oscuro. Pesaba. Se empapaba de yema y no se desmigaba.

—¿A que aquí no tenéis pan así? Ni huevos tan frescos como estos.

Los huevos también los habían traído ellos, de sus gallinas. Sabían a gloria. Daban ganas de comer huevos fritos con chorizo y luego cenar lo mismo y al día siguiente volver a repetir la jugada. En vez de diamantes, el tesoro que perseguían los bandidos de mi aventura muy bien podría haber sido una docena de huevos, un pan de pueblo y una ristra de longaniza.