12
Cómo convertirse en un caballero
del gua
Una de las mejores cosas de la primavera era que se podía volver a jugar a las canicas en el recreo, porque se podía cavar un gua en condiciones y los dedos no se te helaban. En el patio daba solecito y ya no hacía falta llevar anorak, aunque el jersey no sobraba.
—¡Toma ceneque!
La canica del Espagueti había salido despedida por lo menos cuatro metros después de que la mía la golpeara: al quinto pino. Marqué con mi palma izquierda la distancia, con el pulgar tocando mi canica, hice la cuarta, armé la mano derecha con la canica apoyada en el dedo corazón y apunté al gua. Era un tiro relativamente difícil, porque estaba a metro y pico de distancia y el gua no era muy ancho ni muy hondo: si no se era muy preciso el gua escupía la canica. Además estaba en un terreno un poco inclinado.
Era el golf de los pobres.
El Espagueti estaba muy lejos para resultar un peligro a menos que hiciera un milagro. Pero Iván tenía su canica relativamente cerca, y si yo no lograba meterme en el gua quedaría a su merced. Solís y Alberto estaban eliminados. El Piraña había abandonado hacía algún rato ya y ni siquiera estaba allí.
Disparé la bola con suavidad y rodó hasta caer dulcemente en el gua. Limpísimo.
—¡Otra victoria del Capitán Ceneque!
Imité la ovación de una multitud ahuecando la voz. Mi canica era una picada amarillo canario y se llamaba Capitán Ceneque. Cogí la bola del gua y esperé a que el Espagueti se acercara.
—A ti te saco tres, a Iván dos, a Solís cuatro y a Alberto otros cuatro.
No hubo protestas porque las cuentas estaban bien hechas. Tampoco hubo felicitaciones; nunca las había para el ganador. Sacaron sus bolsas y cogí las canicas que me correspondían: de Solís, una bruja, que valía tres, y un chivín; y de Alberto, una galaxia y otro chivín. A Iván le cogí una ojo de gato. Al Espagueti le había dejado para el final porque sabía que así lo iba a pasar peor, pensando en cuál le iba a quitar. Acabé llevándome una china que tenía una línea celeste sobre lo blanco.
—Revancha por la china —dijo el Espagueti.
Casi me eché a reír. Tocado y hundido. Me hice el duro y me encogí de hombros.
—¿Qué te apuestas? —dije.
—Tres chivines.
—Por tres chivines ni me agacho.
Empezamos a regatear como si estuviéramos en un mercado moro. Acabamos llegando a un acuerdo: la china que yo le acababa de ganar por una huevo de avestruz y una galaxia. Debía de tenerle mucho cariño a la china para jugarse tanto por ella. Mejor para mí.
Nos agachamos los dos y tiramos al gua. Yo con mi picada de color amarillo pollo; él con una dorada que decían que era de petróleo. A mí las de petróleo me parecía que eran feas, pero tenían muchos partidarios. La mía quedó más cerca, así que me tocaba empezar a mí. Para comenzar el Espagueti colocó la suya tan lejos que estuvo a punto de irse del patio, fuera de los límites de la partida.
—¿Dónde vas, cagueta? —dije.
—Ven tú —contestó.
Saqué mi canica del gua, pero sin alejarme mucho del hoyo. Yo estaba demasiado lejos para intentar acertar su canica. Él se acercó un poco. Yo me alejé un poco más del gua, pero sin arriesgar. Se movió a un lado y se quedó a un par de metros. Calculé. Estaba lejos, pero podía alcanzarlo. Hice la cuarta, armé la mano y disparé. Pasó bastante cerca, pero no le di. El Espagueti apuntó al gua y acertó, en un tiro de bastante mérito. Sacó la canica del hoyo y volvió a tirar, como era la regla. Ahora él no se alejaba del gua y yo merodeaba, intentando no quedarme a su alcance. Estaba siendo una partida muy táctica.
El Espagueti sudaba como un cochino. Se le había puesto la cara roja como si estuviera a punto de darle el sarampión.
Tiré desde lejos, más por provocarle que con la idea de dar a la canica. Se me quedó la bola a tres metros y pico del gua. Cuando me incorporé me di cuenta de que teníamos público: además de Solís, Iván, Alberto y el Piraña, que había vuelto, había tres o cuatro chicas mirando. Una de ellas, Silvia Novoa.
—Hola.
—Hola.
Me puse rojo. La mirada de Silvia Novoa me resultaba siempre perturbadora. Parecía que no parpadeara nunca. Fui hacia mi canica tratando de que no se notara que estaba nervioso de repente.
Le tocaba al Espagueti. Dudaba qué hacer. Si iba a darme, perdía la cercanía al gua. Si se quedaba cerca, a lo mejor yo llegaba al gua en el siguiente tiro y él quedaría indefenso ante mí.
—Venga, que es para hoy.
Se alejó un poco, aunque seguía a tiro cómodo de gua. Era un cobardica. Yo notaba cómo iba creciendo la tensión. Me acerqué un poco más al hoyo. Estaba a dos metros aproximadamente. Si él embocaba el gua no tendría un tiro fácil, pero tampoco dificilísimo: era un cebo perfecto.
—¿Te juegas algo más? —preguntó el Espagueti.
—¿El qué?
—Juégate toda tu bolsa contra la mía si eres valiente —dijo el Espagueti con su tonito de perdonavidas habitual. Qué ganas daban de canearle cuando se ponía así.
Estaba Silvia Novoa mirando. Si ella no hubiera estado allí, le habría dicho que no, que se fuera a Alpedrete, pero el caso es que estaba Silvia Novoa. Cómo iba a decir que no. Habría quedado como un gallina.
—Vale.
Mi bolsa debía de tener treinta o cuarenta canicas. La suya, unas veinte. Pero en realidad no estaba jugando por las canicas.
El Espagueti apuntó al gua: acertó, así que le tocaba otra vez. Fue a por mí. Contuve la respiración. Era como estar en medio de El bueno, el feo y el malo o Por un puñado de dólares. Falló por poco. Volví a respirar. Su canica rodó suavemente y se quedó a metro y pico de la mía. El Espagueti dio una patada a la arena de pura rabia.
—¡Mierda!
Me tocaba. Cogí la canica, hice la cuarta y apunté. No sé por qué de pronto me pregunté si el abuelo Nicolás apuntaría mejor con un solo ojo cuando jugara a las canicas. A lo mejor tenía que usar un parche para jugar. Parche de competición. Volví a concentrarme. Iba a decir una fanfarronada, en plan: Mira cómo te parto la bola, Espagueti, porque estaba seguro de que le iba a dar. Menos mal que no lo hice. Me faltó un pelo para darle, pero mi canica pasó de largo a toda velocidad. Habría sido un impacto precioso. Pero pasó de largo, y entonces ocurrió el desastre: chocó contra una piedrecita y se detuvo, a poco más de medio metro de la canica del Espagueti.
—¡Vaya chiripa tiene el Espagueti! —dijo Iván.
Era una catástrofe.
El Espagueti se acercó a su canica, casi pavoneándose. Qué injusticia, pensaba yo, qué injusticia. Se agachó. Puso su cuarta junto a la canica. Cuando ponía su cuarta se notaba lo alto que era, porque su mano extendida era mucho más larga que la de cualquiera de los demás. Eso era casi trampa, pero no se podía protestar, porque después de todo él no tenía la culpa de tener una mano grande. Pero es que además de la cuarta ponía el dorso y cerraba el puño sobre el pulgar de su mano izquierda: él tiraba con el pulgar de su mano derecha y no con el corazón, como hacíamos casi todos los demás. El resultado es que en cada tirada se acercaba medio metro en vez de los veinticinco o treinta centímetros que ganábamos el resto.
Encima tenía la manía de mover la mano hacia delante en el momento de tirar, acercándose aún más; eso sí que estaba contra las reglas.
—¡Eh! ¡Atrás de tu moco! —dijo Iván. Era la frase que usábamos para decirle que no adelantara la mano al tirar, que estábamos vigilándolo.
—No me he movido —protestó el Espagueti, haciéndose el ofendido.
—Pero lo vas a hacer, que siempre lo haces —dijo Iván—. Además llevas haciendo la carretilla toda la partida.
Eso sí que era un amigo.
El Espagueti no contestó. Puso la cuarta, el dorso haciendo puente y armó el pulgar para el tiro. Me dio. Un golpe no muy fino, pero me había dado, que era lo que contaba. Iván resopló. Silvia Novoa suspiró. Yo intenté mantenerme frío, aunque tuviera ganas de llorar.
—Vaya, vaya, vaya —dijo el Espagueti sonriendo con esa sonrisita que daban ganas de borrarle de la cara con un bofetón—. Voy a tener canicas nuevas.
Era el tío más rastrero que yo había conocido jamás. Hizo la cuarta y tiró hacia el gua. Estaba muy lejos para acertar, habría sido un milagro, pero se quedó a un par de palmos. A la siguiente era gua seguro.
—Te toca —dijo levantándose.
Cómo estaba disfrutando aquel momento, como si fuera mérito suyo. Había sido pura potra, pensé mientras me agachaba a coger mi canica. Potra y que tiraba desde más cerca que los demás.
Miré al gua. Qué lejos estaba. Coloqué la cuarta, el puente y apunté. Tenía que ajustar la cuesta del final, así que puse el punto de mira un poco más a la izquierda. Me animé a mí mismo: Vamos, vamos, no te rindas. Tiré. Desde que salió de mi dedo supe que era un buen tiro. La canica rodó a buena velocidad y, cuando llegó a la cuesta, fue volviéndose más lenta, cogió la curva que la pendiente obligaba a tomar… y, mientras yo contenía la respiración, cayó en el gua.
—¡Tomaaa!
Fui hasta el gua corriendo. El corro de espectadores aplaudía.
—¡Vaya tirazo! —dijo Iván.
Me agaché junto al gua.
—Mira esto, Espagueti.
Puse la cuarta saliendo del gua. Tenía su bola a diez o doce centímetros. Le tiré tan fuerte como pude, y mi canica impactó en la suya como el puñetazo de un campeón de los pesos pesados en la mandíbula del aspirante. Mi canica se quedó allí, parada, pero la suya salió disparada, rodando a toda velocidad. Silvia Novoa tuvo que apartarse un poco para que no le diera en un pie.
—Qué potra —protestó el Espagueti.
—No llores, Espagueti.
Calmado, molando. Como Clint Eastwood. Cogí la canica, puse la cuarta y tiré al gua. Era imposible fallar, y no fallé. Toma Jeroma. Había ganado.
El Espagueti estaba colorado como un tomate, a punto de llorar. Se puso a mi lado, y me fijé en que los labios, rojos como los de una chica con pintalabios, le temblaban de pura rabia.
—Cuidado. Cuidado —dije intentando imitar el mismo tono que había usado mi abuelo, relajado pero peligroso.
Funcionó. El Espagueti cogió su bolsa de bolas y me la dio boca abajo: todas las canicas cayeron al suelo. Era un mal perdedor. Antes de que pudiera curtirle se fue a grandes zancadas. Iván inició una ovación a la que se sumaron todos, coreando mi nombre. Hasta Silvia Novoa lo hizo.
Me ayudaron a recoger las canicas que había tirado el Espagueti y las metimos en mi bolsa. Me felicitaron todos. Iván me agarraba de los hombros y me decía:
—¡Vaya tirazo al gua! Y luego casi le revientas la bola. Menudo ceneque. Pensaba que se la partías. Qué cara se le ha quedado al Espagueti.
Yo estaba medio borracho de euforia. Era como haber marcado un gol en la Copa de Europa con el Madrid, en el último minuto, en plan remontada épica. No sabía cómo comportarme. A lo mejor debía regalarles una canica a cada uno de mis amigos. A Silvia Novoa le regalaría una galaxia; a las chicas solía ser la que más les gustaba. O a lo mejor no debía hacer nada, llevarlo con naturalidad, como si cosas así me pasaran a diario. Sonó la sirena que indicaba que había terminado el recreo. Fuimos los últimos en irnos del patio y entrar en clase.
No me enteré de casi nada de lo que explicaron en Mates.
Estaba seguro de que aquel era el mejor día de toda mi vida.
Mientras esperaba a Miguel en la escalera del portal, raspé un poco más el asa de la cartera. Ya quedaba poco para que se deshilachara por completo. Pensé que si tuviera allí la navaja del abuelo ya habría podido cortar el asa, aunque quizá si mamá la examinara descubriría el corte, en vez del natural desgaste producido por el uso. Aún seguía llamándola «la navaja del abuelo» y a veces fantaseaba con que se la iba a devolver algún día; entonces el abuelo ponía su mano enorme en mi hombro y me decía, gravemente, que me la quedase, que yo la merecía. También me daba mi propio parche. Otras veces me imaginaba cosas horribles, como que me descubrían y me acusaban de ladrón, y el abuelo no volvía a hablarme jamás, y ni papá ni mamá venían a visitarme a la cárcel.
Saqué la bolsa de las canicas y volví a contarlas. Cincuenta y siete. Un poco más de la mitad eran de las transparentes, que eran las que menos valían de todas, excepto los chivines (cinco pesetas cada una en el quiosco). Además había brujas, galaxias, chinas, de petróleo y ojos de gato.
Llegó Miguel al portal. Iba arrastrando la cartera por el suelo. Dentro de algunas semanas la tela se rasgaría por donde rozaba contra el pavimento.
—Mira lo que he ganado en el recreo —dije. Le tendí la bolsa de canicas.
—¡Huala! Cómo pesa.
—Se las he ganado al Espagueti.
Miguel miraba con envidia la bolsa.
—¿Me regalas alguna?
—Ya veremos.
Llamé al telefonillo. Mamá nos abrió enseguida. Cogí la bolsa de canicas de manos de Miguel y subimos por la escalera. Un día de estos tenía que subir por el ascensor. Cuando estuviera seguro de que no me podían pillar. En los ascensores había una plaquita en la que decía: IMPIDA QUE LOS NIÑOS VIAJEN SOLOS, y se veía a una señora (podría ser mi madre) y un niño juntos. Y también un niño solo, tachado. Pero el niño solo era muy pequeño, a lo mejor como Miguel. Yo era mayor que ese niño. Qué injusticia.
Llegamos al cuarto piso. La puerta ya estaba abierta. Entré yo primero, con la bolsa de canicas en la mano como un futbolista llevaría la Copa de Europa.
—Mira, mamá, todas las canicas que he ganado.
Mamá les echó un vistazo rápido. Fingió que se sorprendía muchísimo, pero yo había aprendido ya a distinguir cuándo intentaban engañarme y cuándo no.
—Menudo montón, es impresionante —dijo, pero no trató de cogerlas; esa era la manera de saber si estaba interesada de verdad o no—. ¿Traes muchos deberes?
—No muchos. ¿Qué hay de merienda?
—Fuagrás.
Fuagrás. Nos iba a salir el fuagrás por las orejas. Pasé a nuestra habitación y dejé la cartera. Miguel soltó la cartera al lado de la mía.
—¿Me dejas las canicas?
—¿Para qué?
—Para verlas.
Le di la bolsa.
—Las tengo contadas, ¿eh?
Fui a la cocina. Mamá estaba untando con fuagrás uno de los lados de un bocadillo. Rebañaba de la lata de Apis los últimos trozos de fuagrás. No podía sacar más. Suspiró.
—Hay que ver lo que gastáis.
Sacó de la alacena otra lata de fuagrás y la puso en la encimera.
—¿La puedo abrir yo, mamá?
Me dio el abrelatas y me dijo que tuviera cuidado para no cortarme, como si fuera tonto. Puse la punta del abrelatas y apreté. Costaba. Apreté más fuerte. Me dolía un poco el dedo de presionar. Estaba a punto de rendirme y pedir ayuda cuando por fin la punta de acero rompió la resistencia de la lata. Sujeté bien la lata azul con la mano izquierda y moví mecánicamente la derecha haciendo palanca. Esta parte ya casi no costaba. Clac, clac, clac, clac. La tapa iba levantándose con los dientes recién formados por el corte del abrelatas.
—Mira lo que estás haciendo, que te vas a acabar cortando.
—¿Qué pasaría si me corto, mamá?
—Tendríamos que ponerte la vacuna del tétanos.
En el colegio Solís decía que se llamaba «tétanos» porque te ponían la inyección en las tetas en vez de en el culo como las demás. En las tetas dolía más.
Sonó el telefonillo de la puerta y mamá fue a abrir. La lata de fuagrás parecía ahora la boca de un tiburón. Me pregunté si te tenían que poner la vacuna del tétanos si te mordía un tiburón. A veces, en los descampados, había latas de atún o de fuagrás oxidadas. Uno podía ir paseando por allí tranquilamente y entre los rastrojos, como tiburones en medio del Caribe, había latas oxidadas con los dientes listos para hincarse en tu carne (¿por qué tiraban las latas al descampado en vez de a la basura?). Si te cortabas te tenían que poner el tétanos. Muchos niños decían que la inyección dolía tanto que era mejor no decir que te habías cortado. Una vez había visto una jeringuilla usada. No había que acercarse a ellas. Mamá lo había dicho mil veces: no acercarse a las jeringuillas, no montar en coches de desconocidos, no subir en ascensor solos, mirar antes de cruzar, terminarse todo el pescado.
—Es tu tía Ana. Yo no sé por qué nunca avisa de que va a venir.
Se me ocurrió que mamá se ponía nerviosa cuando venía la tía Ana porque en el fondo era como si la examinaran. Sacó la cafetera del mueble y le puso agua. Luego sacó el paquete de café y echó un poco en el molinillo. Empezó a darle a la manivela para molerlo.
—¿Puedo molerlo yo, mamá?
—Pero ¡si todavía no has terminado de ponerte el fuagrás!
Lo que más molaba de los bocadillos de fuagrás era unir las dos mitades del pan y notar cómo la pasta se juntaba. Apreté las dos mitades y miré cómo rebosaba por los bordes el fuagrás. En ese momento Miguel vino a la cocina. Se debía de haber cansado de las canicas.
—¿Qué hay de merienda?
—Fuagrás.
Le di el bocadillo recién hecho. Miguel pasó el dedo índice por la unión de las dos mitades del pan para recoger la parte que sobresalía (a mamá le ponía muy nerviosa que hiciéramos eso, pero en ese momento no nos atendía). A Miguel le gustaba más el fuagrás que a mí porque el fuagrás era Apis y a él le encantaba el anuncio del tomate Apis, en el que cantaban: «Mamis, papis, quiero Apis, vivan las comidas guapis, uooohhh, uooohhh». A veces se ponía a cantar la canción sin venir a cuento y, aunque yo la odiaba, me sorprendía tarareándola horas después, por su culpa. En el anuncio una niña pelirroja guapísima no quería comer porque no le gustaba lo que le ponían («Mari Pili no comía. / Su mamá se consumía»). Hasta que descubrían el tomate Apis y entonces la niña comía de todo y era feliz. Mamá decía que ojalá fuera tan fácil la vida.
—¿Puedo moler yo el café?
—¡Yo me lo he pedido antes!
—No vais a moler el café ninguno. Comeos el bocadillo y abrid a la tía Ana.
Era para que le diera tiempo a tocarse un poco el peinado y ponerse presentable. Fuimos a la puerta y abrimos. El primero que pasó fue Chispa, que corrió hacia dentro sin hacernos mucho caso, jadeando. Luego, la tía Ana, con uno de esos vestidos que dejaban al aire sus piernas. Desde que Solís lo había dicho me fijaba siempre. Nos dio dos besos a cada uno. Detrás de ella entró su nuevo novio.
—Mirad, chicos, este es Fernando, un amigo.
Siempre decía eso: «Un amigo». Pero eran novios porque se besaban en la boca cuando creían que no les veíamos.
—¡Vaya, qué mayores!
Casi todos decían eso nada más empezar.
Nos tendió la mano. Apreté como un hombre. Él sólo la tendía, dejándola reposar. A papá no le iba a gustar nada.
Salió mamá de la cocina, sonriendo, ya sin delantal, su pelo negro tan perfecto como era posible.
—Hola, Ana. —Y mirando al desconocido de arriba abajo, sin disimulo, añadió—: Buenas tardes.
—No te importará que haya traído a mi amigo Fernando, ¿verdad, Marta?
Mamá dijo que no, claro que no. Se dieron dos besos. La tía Ana hizo las presentaciones y mamá dio dos besos a Fernando, y Fernando a ella, y los dos se dijeron que estaban encantados. Fernando le entregó a mamá una caja de bombones de la Caja Roja de Nestlé.
—Qué detalle, muchas gracias, no hacía falta, de verdad.
Mamá nos llevó a todos al salón.
—Estoy haciendo café. Si hubieras avisado de que veníais… —dijo mamá.
Aquella era la obra de teatro más representada de la historia.
Fernando contemplaba el salón y asentía: «Qué bonito, qué bonito». Vestía un poco de pijo, con náuticos de borlas y pantalones de pinza y un polo de color pálido. Era bastante alto.
—La televisión es en color —dije yo.
—¿Ah, sí? —dijo Fernando, sin mostrar más interés. A papá no iba a gustarle, no.
—Se cambian los canales con rozar el botón.
No hizo ningún comentario. Mamá le llevó por el resto de la casa para enseñársela: las habitaciones, el baño, el cuarto de estar, impoluto como siempre. La cocina, donde la cafetera ya estaba burbujeando. Nuestra casa estaba siempre en perfecto estado de revista.
—¡Qué casa tan acogedora! Todo es ideal. Un verdadero hogar.
Mamá se hinchó como un pavo.
—No tenemos muchos lujos, pero intentamos que sea agradable.
—No hacen falta los lujos. Menos la televisión a color que se cambia con rozar el botón con un dedo —dijo Fernando. Lo miré por si se estaba riendo de mí, pero no; sólo sonreía, y mamá sonrió también: era una broma de mayores. La sonrisa de Fernando me recordaba un poco a la del Espagueti.
Volvimos al salón y mamá sacó las tazas de café de las visitas. Fernando se sentó en el sofá y cruzó las piernas. Las cruzaba como una chica, con la pierna de arriba casi paralela a la de abajo.
—Fernando es piloto —dijo la tía Ana.
¡Ah! Esto era otra cosa. Mi madre y yo lo escuchamos con el mismo interés. Era el primer piloto que yo había visto nunca, pero no parecía un aviador como yo me los imaginaba. Ni era el Barón Rojo ni llevaba gafas de sol como un piloto de cazas. Por lo menos podría haber traído una chaqueta de cuero de aviador, y no aquel polo de color desmayado.
—¿Qué aviones conduces?
—Se dice «pilotar».
—¿Qué aviones pilotas?
—Un Boeing 727, sobre todo. —Hizo una pausa, para que paladeáramos bien los datos—. Es un avión de pasajeros.
—Menuda responsabilidad —dijo mamá—. Pensar que toda esa gente depende de uno…
Fernando empezó a hablar de la responsabilidad y de cuántos vuelos había hecho y muchas más cosas, y mamá y la tía Ana le escuchaban como embobadas. La tía Ana podría ser azafata de avión si quisiera, pensé. Las azafatas eran casi modelos. A lo mejor Fernando y ella se habían conocido en un avión, si ella había empezado a trabajar de azafata.
—Tía, ¿tú eres azafata?
—¿Yo? Ya sabes que no.
Mamá fue a la cocina y trajo la cafetera, una jarra con leche caliente y el azúcar. Sirvió a la tía Ana y a Fernando primero, y luego a sí misma. A nosotros la leche nos la ponía directamente de la botella de Clesa, o del cazo, sin pasar por ninguna jarra. Privilegios del invitado. Se llevó la cafetera a la cocina y volvió con la caja de galletas de las visitas y la caja de bombones que le había dado Fernando unos minutos antes.
—Si hubiera sabido que veníais —volvió a decir, como disculpándose.
Abrió las dos cajas. Fernando cogió una galleta. La tía y mamá agarraron un bombón. Yo iba a coger uno pero mamá me dio una palmada en la mano.
—Cómete el bocadillo de fuagrás primero.
Resoplé, pero mordí el bocadillo. A Miguel le quedaba sólo la mitad ya. Me di prisa. No atendía a lo que estaban hablando los mayores; sólo veía que Fernando cogía un bombón, mamá otro, la tía Ana otro. Me daba miedo que se terminaran los que me gustaban; los de chocolate negro me resultaban demasiado amargos. Miguel iba a acabar antes que yo y elegiría el que quisiera, el que era una especie de concha extraña, el que más me gustaba, pero también el favorito de Miguel. Mordí y tragué casi sin masticar. Me costó engullir el trozo. Tosí.
—Mastica bien, que pareces un pavo —dijo mamá—. Bebe un poco de agua.
Fui a la cocina. Bebí directamente de la botella de la nevera. A mamá no le gustaba nada que lo hiciéramos y nos regañaba. ¿Es que sois unos cerditos?, nos decía. Que voy a tener que poneros un dornajo. Papá siempre bebía directamente de la botella, pero a él no le decía nada, al menos cuando estábamos nosotros delante. Bebí otro trago. Intenté eructar, pero no me salió. No se me daba bien eructar, todavía. Llené la botella de agua y volví a meterla en la nevera. Me quedaba medio bocadillo y no tenía más hambre. Oía desde la cocina el rumor de la conversación. Abrí la puerta de la terraza con mucho cuidado y tiré el resto del bocadillo por el balcón. Cerré la puerta de inmediato. A lo mejor le había dado a alguien de la calle con el fuagrás. El pan con fuagrás cayendo en la cabeza de un señor calvo, resbalando por su piel. Él levantando la cabeza para encontrar al culpable, tratando de averiguar de dónde había salido ese bocadillo de fuagrás mordido. Si por casualidad estuviera mirando hacia arriba unos segundos antes habría visto de qué balcón salía disparado el bocadillo. Subiría con el bocata en una mano, sin limpiarse la calva.
—Señora, su hijo me ha tirado desde el balcón un bocadillo de fuagrás.
—Eso es imposible.
Y mostraría las marcas de mis dientes en el pan y comprobarían si esas marcas correspondían a mi dentadura. Y corresponderían, claro, por mucho que yo intentara escaquearme. Y mamá se pondría furiosa.
—Pídele perdón a este señor.
—Lo siento, ha sido sin querer.
Y al señor le limpiarían la calva, le darían un bombón para compensarle (el de la concha o el del trébol). A lo mejor me regalarían como esclavo.
—Quédese con el niño y perdone usted, qué bochorno.
—¿Para qué quiero yo un niño?
El hombre calvo sacaría de su chaqueta una correa de perro y me la pondría al cuello. Y me cambiaría el nombre: a partir de ese momento sería Toby.
—¿Ya te has comido el bocadillo?
—Sí, mamá —le dije, con la expresión tan inocente como pude.
Lo importante para que te creyeran era no apartar la mirada. Los mentirosos miraban a otro lado, o titubeaban. Lo había leído en una novela de detectives.
—¿Seguro?
—Sí.
Otras veces había escondido el bocadillo sin acabar en un armario, o en un jarrón, o lo había metido dentro del calambuco de los juguetes, pero mamá los acababa encontrando un par de días después, por cómo olía, y el castigo era mucho peor. Casi había dejado de hacerlo.
—Bueno. Coge un bombón.
Abrió la caja y busqué ansiosamente el bombón de la concha. Aún había uno, menos mal. Me lo metí en la boca de inmediato, entero. Dos rápidas masticadas y me lo tragué. A veces, cuando me daban algunas onzas de chocolate Nestlé («Un gran vaso de leche en cada tableeetaaa») jugaba a aguantar el máximo posible la onza dentro de la boca, notando cómo se iba deshaciendo hasta que quedaba nada más un minúsculo granito de chocolate. Probad cuando podáis, ya veréis qué gusto. Tenía que haber hecho lo mismo con el bombón. Que durara tanto que pareciera que nunca iba a acabarse. El bombón eterno.
—¿Hoy viene Ángel para cenar? —preguntó la tía Ana.
Mamá se encogió de hombros.
—Me ha dicho que sí.
Intercambiaron un gesto de inteligencia. La tía Ana nos dijo que por qué no le enseñábamos nuestros juguetes a Fernando. Había ropa tendida, vamos. Y a lo mejor también querían hablar de él, como hacían siempre que la tía llevaba a casa a un amigo.
—¿Puedo coger otro bombón?
Mamá me dio permiso, por evitar discusiones y librarse de nosotros cuanto antes. Abrí la caja y busqué el que parecía que era más grande de los que quedaban con leche. Era uno que parecía una cagarruta. Me lo metí en la boca y esta vez lo estuve chupando, sin morderlo. Delicioso. Ojalá no hubiera tenido aspecto de cagarruta.
Fernando nos acompañó a nuestra habitación. Cogimos el tambor de Colón y lo pusimos boca abajo. Los juguetes se desparramaron sobre el suelo. Fernando se asomó a la ventana, distraído.
—¿Quieres jugar a las chapas, Fernando?
No quería. Dijo que mejor que jugáramos nosotros y él miraría. No quería mancharse los pantalones, pensé. En realidad a mí no me apetecía jugar a las chapas. Ni siquiera me apetecía estar en la habitación: había venido para que mi madre y mi tía lo pudieran despellejar a gusto, o para que ellas pudieran despellejar a mi padre, o a los dos. Saqué las chapas de todas maneras. Las puse todas en el suelo. Tenía dos equipos de fútbol completos con las camisetas de papel pintadas con rotuladores Carioca: Brasil y España.
—¿Qué tal os va en el colegio?
—Bien.
—¿Aprobáis todo?
—Sí.
No insistió más. Desplegué los dos equipos sobre el suelo. Le notaba las ganas de ponerse a fumar, hasta movía los dedos como si estuviera sujetando un cigarrillo.
—¿Tienes novia?
—No.
—¿Te gusta alguna chica?
—No.
—Venga, seguro que te gusta alguna.
—Que no.
Sentía cómo me ardían las orejas.
—¿Y a ti, Miguel? ¿Te gusta alguna chica? ¿Tienes novia?
Miguel no contestó y se enfurruñó un poco (tomé nota para usar el tema cuando quisiera chincharlo). Fernando se rio. Nos revolvió el pelo. No sé por qué todos los novios de la tía Ana nos revolvían el pelo. Mientras nosotros empezábamos el partido él se puso de puntillas para coger mis libros de la estantería. Yo llevaba a España y Miguel a Brasil. Miguel no jugaba muy bien. Tardé dos minutos en marcarle el primer gol.
—¡Goool del Puma Santillana!
Era tan fácil ganarle que era un aburrimiento. Fernando hojeaba uno de los libros de Sherlock Holmes.
—Tienes un montón de historias de detectives —comentó—. Tú no estarás pensando en asesinar a alguien, ¿no?
Le aseguré muy serio que no y se rio: era una broma. Cogió la hucha de Ruperta y comprobó su peso. Hizo lo mismo con el cerdito de Miguel.
—Oye, dime una cosa —susurró de pronto; empezaba el momento de las confidencias—, ¿tu tía Ana te ha hablado antes de mí?
—No.
—¿Nunca? ¿No te hablaba de mí?
—Bueno, una vez.
—Ah. Una vez. ¿Y qué te dijo?
No había pensado qué podía inventarme, así que le dije que no podía contárselo porque era un secreto.
—¿Y si te doy algo a cambio?
—¿El qué?
—Un chupachús para ti y otro para tu hermano. Tú me lo cuentas y yo no le digo a nadie que me lo has contado, ni siquiera a tu tía.
Los sacó del bolsillo. Dos chupachús Kojak, como los que siempre nos traía la tía.
—Un día podías dejarme conducir un avión.
Se echó a reír. Era una risa de malo de los dibujos animados, como un cloqueo. En realidad no se estaba riendo, sino fingiendo que yo le hacía gracia.
—Se dice «pilotar». A lo mejor puedo. No te lo prometo, pero podemos hablar con tus padres para que me acompañes un día.
—Bueno. —Cogí los chupachús y le di uno a Miguel; el otro me lo metí en el bolsillo—. La tía dijo que había conocido a un hombre que podía ser una estrella de cine.
—¿Ah, sí?
—Se lo contó a mamá. Un hombre atractivo y varonil, eso dijo, estaba muy ilusionada. Esperaba que nos cayese bien a todos. Que se parecía mucho a un actor famoso, no recuerdo cuál.
—¿Robert Redford?
—Sí, ese. Robert Redford.
Se quedó pensativo, satisfecho. Asentía, como dándole la razón a la tía Ana. Oímos pasos. Fernando se arrodilló para fingir que jugaba con nosotros. Menudo mentiroso.
—¿Quién va ganando? —preguntó la tía Ana.
—Ellos, yo estoy un poco oxidado —contestó Fernando. Se levantó y dio unos golpes en los pantalones como si quisiera librarse del polvo en sus rodillas.
—Ah, ya les has dado los chupachús —dijo la tía Ana, fijándose en que Miguel ya tenía el suyo en la boca—. Normal que los niños te adoren, tú sí que sabes cómo sobornarlos.
—Es uno de mis encantos.
Se cogieron de la mano. Me empecé a mosquear un poco. Me había sentado mal que Fernando me hubiera comprado un secreto (aunque fuera un secreto inventado) con algo que de todas maneras me iba a dar. Notaba cómo me iba cabreando. Me los imaginaba paseando por la calle cogidos de la mano. No hacía falta cogerse de la mano para demostrar cariño. No hacía falta darse besos aunque estuvieras enamorado. Era pasarse.
Mamá y papá nunca se cogían de la mano.
Busqué la bolsa de las canicas y se las enseñé a Fernando y a la tía Ana. Sobre todo a la tía Ana.
—Estas canicas las he ganado hoy en una partida —le dije.
Se soltaron las manos y la tía Ana cogió la bolsa, asombrada. A Fernando se le volvió a poner la sonrisita esa que llevaba pintada en la cara al poco de llegar.
—¿Todas estas? Son muchísimas. No habrás hecho trampas… —dijo con tono burlón, como si no pudiera creérselo.
—Yo no hago trampas nunca —contesté muy serio.
—Jo que no —dijo Miguel.
—¡No las hago, mentiroso!
—Vale ya —dijo mamá.
—Pero es que yo no hago trampas y él dice…
—Que vale ya.
Me callé, enfadado. Me hice una nota mental: por la noche, darle dos puñetazos en la espalda a Miguel, por mentiroso.
Volvimos todos al comedor. Mamá puso la tele para que estuviéramos tranquilos.
En la tele había un programa infantil. Gloria Fuertes recitaba una poesía. Me senté en el suelo, al lado de la tía Ana. A mí me costaba distinguir a Gloria Fuertes de Rafael Alberti: me parecía que era la misma persona con una peluca distinta.
—Ah, pues era verdad que la tele es en color —dijo Fernando, zumbón.
Se rio y la tía Ana se rio con él. La mano de él se posó en la rodilla de la tía Ana.
Fernando era el novio de la tía Ana que peor me había caído jamás.