10
Cómo mejorar tu kung-fu

Tenía unas ganas locas de que llegase el recreo. Estaba tan nervioso que el Rompetechos me tuvo que llamar la atención en clase y me castigó de cara a la pared durante un cuarto de hora. El Rompetechos se llamaba en realidad don Pablo, pero tenía ese apodo porque llevaba bigote, era calvo y estaba cegatísimo. Vamos, le llamaban Rompetechos porque de qué otra manera iban a llamarlo: si es que era Rompetechos. Daba Sociales y Naturales y hablaba con una voz lenta, soporífera, que parecía salida directamente de la Antigua Roma, pero ponía los exámenes bastante fáciles. Cuando oía hablar a alguien en clase se inclinaba hacia delante como para enfocar los cristales de sus gafas hasta que localizaba al que estaba hablando. Entonces su voz se hacía más cavernosa, de malo de película, y nos castigaba llamándonos por el apellido. Le gustaba mucho nombrarnos a todos por el apellido. Casi nunca nos tiraba tizas.

—Si te quedas quieto, no te puede ver, como los rinocerontes.

—¿Tú cómo sabes eso?

—De un programa de Félix Rodríguez de la Fuente.

—Yo si veo a un rinoceronte echo a correr por mucho que diga Félix Rodríguez de la Fuente.

—Calla que nos está jipiando.

El Rompetechos a veces se quitaba las gafas en clase para limpiárselas y los ojos se le hacían pequeñitos como los de un topo. Aprovechábamos ese momento para susurrar lo que tuviéramos que decir sin miedo a que nos descubriera. Si muchos teníamos la misma idea a la vez, la clase se llenaba de susurros y el Rompetechos se volvía a poner las gafas furioso, en busca de los que hablaban.

Cuando sonó el timbre del recreo me temblaban un poco las manos. Cogí de la cartera el donut envuelto en papel de estraza, medio aplastado, y la navaja del abuelo. El Rompetechos aún estaba en la clase, recogiendo. Metí la navaja en un bolsillo y salí al guirigay de los pasillos. Fui a buscar a Iván, que estaba desenvolviendo un bocata de queso.

—Vente, que te voy a enseñar una cosa.

No contestó. Nos movimos por el patio pequeño como dos conspiradores, en busca de algún lugar por el que no pasara mucha gente. La navaja dentro del bolsillo, apretada contra el muslo, me molestaba al andar. No cabía bien. ¿Se podía abrir de repente ella sola en el bolsillo? Si se abría me podía cortar la femoral de un solo tajo. Me moriría desangrado antes de que nadie pudiera socorrerme. Vendrían todos a ver cómo me moría en brazos de Iván. La idea de Silvia Novoa llorando desconsoladamente me gustaba. Hasta el Espagueti se sentiría impresionado al verme morir sin un solo quejido de dolor, como los valientes.

—Bueno, aquí —dije. Nos apartamos un poco y nos pusimos de espaldas al patio, para que nadie pudiera ver lo que teníamos en las manos.

—Sujeta.

Me cogió el dónut envuelto mientras yo sacaba del bolsillo, con cierta dificultad, la navaja. La abrí con un poco de esfuerzo (estaba más dura de lo que imaginaba) y se la enseñé.

—¡Huala!

—De mi abuelo —dije.

—¿Y eso?

—Me la ha regalado.

Iván silbó. Quería cogerla, pero no se atrevía a pedírmelo por si le respondía que no. Volví a agarrar el dónut y se la tendí, pero le dije que tuviera cuidado porque estaba muy afilada. La cogió como el que coge a un recién nacido.

—Cómo pesa.

—Es que es de acero inoxidable.

Se te llenaba la boca al decir «acero inoxidable». Las cosas que estaban hechas de acero inoxidable eran las mejores: las hojas de las navajas, los relojes, los cazas rusos.

La balanceó un poco, como si comprobara algo, igual que un mosquetero comprobaría una espada recién salida de la forja. Se atrevió a tocar la punta con el dedo índice. Pinchaba.

—¡Vaya!

—Mi abuelo la llevaba en la guerra.

—Ah.

—Se ha ido ya al pueblo, hoy a las once. Han tenido que volver corriendo por una urgencia.

No me preguntó cuál era la urgencia. Menos mal, porque no se me había ocurrido.

—¿Y para qué la traes al colegio?

Me encogí de hombros y dije misteriosamente:

—Por si acaso.

Me la devolvió y yo la cogí con gravedad. Excalibur en manos del rey Arturo. Abrí el papel de estraza y lo puse en el suelo.

—Mira cómo corta.

Apoyé el filo de la navaja en el dónut. Chac. Chac. Cuatro trozos. Cortaba de fábula, no hacía falta casi presionar.

—Hombre, es que un dónut…

—Pon el dedo a ver.

No lo decía en serio, sólo era una bravata, pero por un momento Iván lo consideró. Luego dijo que nanay.

—Mejor para ti —dije.

Pinché un trozo de dónut con la punta de la navaja y me lo llevé a la boca. El abuelo lo hacía con la longaniza. El tercer trozo se me cayó al suelo porque no lo había pinchado bien. Lo volví a pinchar y me lo comí. Si cogías la comida que se había caído al suelo antes de cinco segundos no había problemas porque a las bacterias no les daba tiempo a subirse. Lo sabía todo el mundo. Cuando terminé de comerme el dónut limpié con el papel de estraza el filo de la navaja.

—Viene don Serafín —dijo Iván.

Cerré la hoja de la navaja y la metí en el bolsillo. Se marcaba un bulto en los pantalones, pero don Serafín pasó por nuestro lado sin darse cuenta.

Me pregunté cuándo se daría cuenta el abuelo de que le faltaba la navaja.

La madre de Iván tenía los labios muy rojos y manchaba la colilla del cigarrillo.

—¿Qué habéis aprendido hoy?

Iván le hizo un resumen mientras su madre asentía: «Claro, claro». La madre de Iván siempre daba la sensación de saberse todo lo que le contábamos. Si le hicieran un examen sorpresa sacaría un sobresaliente. En cambio, cuando yo les contaba a mis padres lo que habíamos aprendido en clase, a veces parecía que les estaba hablando en chino.

—A lo mejor te puedes venir a ver una película esta tarde después de hacer los deberes —dijo Iván—. ¿Puede venirse, mamá? Y Miguel también.

A Miguel lo había añadido por compromiso, porque estaba delante.

—Si les dejan sus padres, me parece bien —dijo la madre de Iván.

Mientras íbamos para casa yo me preguntaba si el abuelo habría descubierto ya la pérdida de su navaja. A lo mejor todavía no, si no habían comido. No sabía si habrían llegado ya al pueblo. ¿Cuánto se tardaba en llegar en tren al pueblo? Tres horas, o cuatro a lo mejor. O cinco. Quizá todavía estaban en el tren. ¿Se habrían llevado comida para el camino? A lo mejor el tren había tenido que parar porque asesinaban a alguien, como en el Orient Express. A puñaladas, muchas puñaladas. El abuelo buscaría su navaja en la chaqueta y no la encontraría. Y pensaría que alguien se la había robado para cometer el macabro crimen.

—Julia —le diría a mi abuela—, creo que me han tendido una trampa. Ojalá estuviera aquí nuestro nieto para resolver este misterio.

Yo cada vez estaba más nervioso y preocupado, aunque lo del asesinato fuera una fantasía. Me imaginaba al abuelo Nicolás metiendo la mano en el bolsillo, descubriendo la falta de su navaja, pensando qué podía haber ocurrido. Era muy listo. Se daría cuenta de que había sido yo. Tiraría del freno de emergencia en el tren, haría que se parara, volverían a casa. Cuando yo llegase allí me estaría esperando, furioso. Me diría: «Cuidado», con esa voz serena pero que tanto miedo provocaba. Se quitaría el parche, me haría mirar qué había detrás del parche como castigo.

—Pregúntale a tu madre si podéis venir esta tarde —dijo la madre de Iván. Habíamos llegado a nuestro portal.

Me sentía muy débil y me dolía la tripa. Me despedí de Iván y su madre y subí las escaleras de nuestra casa.

—¿Por qué vas tan despacio? —preguntó Miguel, que iba detrás de mí.

Llamamos al timbre. Abrió mamá.

—Venga, no te quedes como un pasmarote, pasa.

Entramos los dos. La tripa me dolía muchísimo. Fui a nuestra habitación para dejar la cartera. Pensaba que allí iba a estar el abuelo, esperando tras la puerta, pero no, no estaba. Ni siquiera dentro del armario.

—Lavaos las manos, que se enfrían las albóndigas.

—Mamá, ¿y los abuelos?

—Han llamado hace un momento. Han llegado bien.

Nada más. Ningún comentario sobre la navaja, ninguna acusación. Estaba a salvo; de momento.

—¿Y papá?

—Trabajando. No viene a comer.

—Tengo hambre —dije.

Se me había pasado el dolor de tripa.

—Pues lávate las manos.

Miguel se fue al cuarto de baño, y mamá a la cocina para coger la cacerola. Entorné la puerta de la habitación y saqué la navaja de la cartera. Lo importante era que no me pillaran con ella, pero que estuviera a mano por si algún día la necesitaba. No iba a ser tan tonto como para tirarla a la basura.

La metí al fondo del cajón de los calcetines de Miguel.

Antes de ir a casa de Iván teníamos que hacer los deberes y merendar. Hacer los deberes porque, como decía muy frecuentemente mi madre: Primero la obligación y luego la devoción; una de sus frases de repertorio. Merendar, porque a mamá no le gustaba que merendáramos en otros sitios: le daba la impresión de que era como si no nos cuidase lo suficiente en casa y tuviéramos que ir a mendigar la merienda por ahí.

—Mamá, ¿qué hay de merienda?

—Fuagrás.

—¿Fuagrás?

—Sí. Y mañana también hay fuagrás. Y a lo mejor también pasado.

Era muy del sentido del humor de mi madre su manera de decir: Me acuerdo de todo lo que pasa, aunque vosotros creáis que no.

Llamé al telefonillo de casa de Iván y me abrieron. Empujamos Miguel y yo la puerta; siempre nos costaba abrirla, porque parecía que la habían hecho de plomo. El piso de Iván estaba en la segunda planta, pero cogimos el ascensor de todas maneras, porque allí era difícil que nos pillaran, por no decir imposible.

La puerta de su casa estaba ya abierta, e Iván nos esperaba en el salón. Su madre estaba en la cocina, pero salió para recibirnos. Llevaba un vestido como los de la tía Ana, que le dejaban las piernas al aire.

—Hola, chicos. ¿Habéis merendado ya?

Le dijimos que sí, que habíamos merendado.

—¿Queréis una Coca-Cola?

Mamá nunca nos daba Coca-Cola porque decía que nos ponía nerviosos. Ni siquiera había en casa. Como mucho había sobres de Tang, pero sólo los servía en los días especiales o de fiesta. Miguel aceptó de inmediato.

—Yo quiero una Fanta naranja —dije.

—¿Tú quieres algo, Iván?

—Otra Coca.

Fue a la cocina y volvió con las tres botellas en una mano y tres vasos apilados en la otra. Las puso sobre la mesita. No era Fanta, sino Mirinda. No dije nada.

—No os pongo hielo porque ya están bastante frías.

Las abrió y dejó que nos sirviéramos nosotros, como si no le diera miedo que se nos cayeran y mancháramos el sofá, o la alfombra, o que rompiéramos las botellas y nos cortáramos.

—¿Me puede dar la chapa?

—Háblame de tú. Llámame Laura.

Me dio la chapa. Estaba demasiado doblada para que sirviera de algo, pero aun así me la guardé en el bolsillo. Se llevó las botellas vacías a la cocina.

—He pillado una de chinos —dijo Iván, y nos mostró la funda con la carátula de la película.

Casi siempre alquilaba pelis de chinos. Si podíamos elegir preferíamos ver películas de Bud Spencer y Terence Hill, pero normalmente estaban pilladas, porque le gustaban a todo el mundo. Bud Spencer era gordo, sucio, con barba y daba unas tortas que sonaban como cañonazos. Terence Hill era delgado, guapo y ágil y daba puñetazos que sonaban igual que las bofetadas de Bud. En el colegio discutíamos quién ganaría en una pelea entre los dos. Yo era más de Bud Spencer, como casi todos.

Otras veces Iván alquilaba películas de Cantinflas, pero siempre nos parecía que teníamos que estar riéndonos más de lo que nos estábamos riendo de verdad. Una vez llevó a casa una de Pajares y Esteso, pero no llegamos a verla porque la madre de Iván la interceptó: había chicas que enseñaban las tetas en la película (un año más tarde, cuando ella no estaba, volvió a alquilarla: salían tetas pero pequeñas; no era para tanto).

De las de chinos las que más nos gustaban eran las de Bruce Lee, pero era difícil encontrarlas porque también solían estar cogidas, así que muchas veces acabábamos viendo la misma película que habíamos visto un par de semanas antes. Lo mejor de las películas de chinos eran sus desmesurados títulos, como El mono borracho en el ojo del tigre, o El puño deslizante sobre la garra del dragón, o El dios dormilón y el cachorro despierto; algunos ya te contaban lo que iba a pasar en la peli, como El luchador novato aprendió hasta del gato (aprendía a caer de pie). Todo era exagerado en esas películas y por eso nos encantaban: saltos imposibles, caras de mucho enfado, promesas de cruel venganza, sonidos de alfombras siendo sacudidas cada vez que alguien lanzaba un puñetazo, frases lapidarias («Su kung-fu es muy fuerte») y gruñidos y chillidos en cada movimiento. Molaba todo.

El luchador manco. Miguel a lo mejor no puede verla porque luego tiene pesadillas.

En El luchador manco la escuela de kung-fu de los malos atacaba a la de los buenos y los mataban a todos menos al protagonista, al que cortaban el brazo de un golpe con el canto de la mano (se veía el muñón del protagonista soltar un chorro de sangre como si fuera una manguera). El protagonista entonces dedicaba el resto de la película a entrenarse para poder llevar a cabo su venganza y acababa venciendo a todos los malos en una sangrienta batalla final. Estaba bastante bien.

La madre de Iván volvió al comedor con un plato de patatas fritas y otro de aceitunas rellenas de anchoa. ¿Cómo se las apañarían para quitar el hueso a la aceituna y poner en su lugar la anchoa? Me gustaba comer aceitunas con anchoa, y sobre todo chupar del agujero para sacar la boina de la aceituna y la anchoa. Era como chupar la cabeza de las gambas, pero en versión pobre. Algunos domingos mamá le ponía a papá un platito de aperitivo con aceitunas, pero no le gustaba que yo chupara la aceituna por dentro porque era una guarrería.

—Bueno, yo me voy al despacho que tengo que trabajar. Si necesitáis algo estoy allí —dijo la madre de Iván.

Iván esperó a que su madre se fuera y cerrara la puerta del despacho. Ellos no tenían sala de estar, sino despacho.

—¿Y la navaja?

—No la he traído.

—Ah —dijo desilusionado.

Me puse el dedo en los labios y le hice un gesto con la cabeza señalando a Miguel, para que entendiese que lo de la navaja era secreto. ¿Y si se lo contaba a su madre? Me metería en un buen lío. Luego tendría que hacerle jurar que no se lo podía decir a nadie.

—Bueno, vamos a ver la peli.

Fue hasta el vídeo y metió la cinta. Algunas tardes dejaba que yo lo hiciera. Era guay, porque empujabas un poco la cinta dentro del agujero y notabas la tracción del aparato al tomarla y arrastrarla dentro automáticamente, con un zumbido. Era un ejemplo de ciencia ficción casera; no molaba tanto como una pistola láser, pero podías imaginar que tenías un rayo tractor en el salón.

Iván volvió al sofá. Miguel miraba hipnotizado la pantalla, aunque aún no había empezado la película. Ahora su televisión me parecía muy pequeña comparada con la nuestra, pero no dije nada porque Iván habría contestado, con razón, que él tenía vídeo y yo no. En realidad muy poca gente de la clase tenía vídeo. Iván había presumido un poco cuando sus padres lo compraron, y había discutido con Solís cuando este le había preguntado de qué sistema. Solís tenía un VHS.

—El VHS es una mierda —había dicho Iván—. El Betamax es mucho mejor.

Desde luego, el nombre molaba más.

Lo bueno de ver una película que ya habíamos visto era que no hacía falta hacerle mucho caso. Podíamos comentarla en voz alta, hablar de la gente de clase o dedicarnos a mojar las patatas fritas en la Mirinda. Miguel perdió el interés en la película incluso antes de que le cortaran el brazo al protagonista, y se fue enseguida a la habitación de Iván para buscar algo con lo que jugar. En cuanto se fue, Iván volvió a darme la matraca:

—¿Por qué no te has traído la navaja?

Me encogí de hombros.

—¿Para qué querías que la trajera?

Se encogió de hombros.

En la película los chinos no paraban de hablar. Iván cogió el mando a distancia y le dio al botón para que fuera rápido y saltarnos esa parte. Le encantaba usar el mando a distancia con cualquier excusa. No lo paró a tiempo y durante unos segundos los chinos se enzarzaron en una pelea a toda velocidad. También eso era divertido.

Paró la película y le dio a rebobinar hasta que empezaba la pelea. La vimos a velocidad normal esta vez. Era la pelea en la que le cortaban el brazo al protagonista. Cuando llegó el momento en cuestión me las arreglé para mirar a otro sitio que no fuera la pantalla: mi vaso de bebida.

—Madre mía —dijo Iván.

—Sí.

El protagonista se había desmayado del dolor. Ahora venía la masacre en la que los malos mataban a toda la escuela de los buenos.

—¿Tú por qué crees que ninguno de ellos lleva una pistola para estas peleas?

—Porque no es honorable.

—Pero si son malos, ¿qué más les da el honor? ¡Será que pelean limpio…! Si son unos traidores, ¿qué les importa una traición más…?

Habíamos alquilado hacía unos meses En busca del arca perdida y en ella Indiana Jones se enfrentaba a un gigante con un sable. Indiana asistía a la exhibición del gigante con su espada hasta que se cansaba y le pegaba un tiro despreocupadamente. Era divertido porque no te esperabas eso del bueno. Ese tipo de cosas eran típicas de los malos, pero los buenos peleaban limpio. Indiana era bueno, pero a veces peleaba sucio, dando una patada en la entrepierna a un enemigo o pegándole un tiro sin que el otro pudiera defenderse. Molaba.

—Podías haberte traído la navaja —dijo Iván.

—Sí, para cortar las aceitunas —me burlé.

Los dos nos pusimos a pensar en qué podíamos haber usado la navaja. A mí sólo se me ocurrían cosas que acababan conmigo en la cárcel y mis padres visitándome los domingos.

—¿Tú crees que se puede cortar un brazo con un golpe de navaja?

Nos sumergimos en ensoñaciones en las que una escuela rival de luchadores de kung-fu nos atacaba y nos defendíamos dando mandobles de navaja. Aunque molaba más tener un Colt 45, como los vaqueros de las novelas del Oeste o Indiana Jones. A lo mejor el abuelo guardaba algún revólver en la casa del pueblo, en el sobrao.

—Oye —le dije de pronto—, no le cuentes a Miguel lo de mi navaja, porque a él el abuelo no le ha regalado nada y se pone celoso. No se lo digas a nadie.

Me miró muy serio. Yo creo que algo sospechaba. Pero los amigos son amigos porque son leales en cosas como estas. No se chivan nunca. Asintió con gravedad.

—Te lo juro.

Si hubiera tenido allí la navaja quizá nos habría tentado la idea de cortarnos los pulgares y unirlos para que se mezclara la sangre, como tantas veces habíamos visto en las películas. Me escupí en la palma y él hizo lo mismo. Nos estrechamos la mano para unir nuestra saliva. Daba un poco de asco, pero las reglas de la amistad eran así. Yo intenté apretar la mano como un hombre.

Se abrió la puerta de la entrada y nos revolvimos en el sofá como si estuviéramos haciendo algo malo. El padre de Iván había vuelto de trabajar. En la tele los chinos habían empezado una nueva pelea con muchos gritos y aspavientos. El padre de Iván («Llámame Carlos, por favor») echó un vistazo a la pantalla. A él no le gustaban las películas de chinos, pero nunca nos decía nada.

—¿Qué, viendo una película?

—Sí.

—¿Qué tal tus padres?

Siempre que nos veíamos me preguntaba por mis padres. Yo siempre le contestaba que bien, sin más. Ni siquiera estaba seguro de que los conociera.

—¿Ya tienes novia?

—No.

Era otra cosa que también me preguntaba, y yo siempre le decía que no, y siempre notaba cómo se me ponían las orejas coloradas.

La madre de Iván salió de su despacho y caminó hacia su marido. Quizá le había oído llegar, aunque no había hecho mucho ruido. Pensé que quizá estaba escuchando detrás de la puerta, con la oreja apoyada en la madera; entonces nos habría oído a Iván y a mí todo lo que habíamos hablado. O a lo mejor había sido casualidad nada más y había salido justo cuando llegaba su marido. Tal vez estaban tan compenetrados que en su casa todo sucedía siempre con esa perfecta coordinación. La madre de Iván llegó hasta donde estaba su marido y le dio un beso de bienvenida. Tuvo que ponerse de puntillas para llegar a sus labios, y me fijé en que ahora iba descalza.

En casa nunca me dejaban ir descalzo. Mamá decía que por los pies entraban todos los resfriados. Por eso se enfadaba tanto cuando descubría agujeros en nuestras playeras. Cuando mamá se quedaba descalza es que tenía la zapatilla en la mano porque Miguel o yo habíamos hecho alguna trastada.

—Mamá, que no vemos la película —protestó Iván.

Se apartaron para que pudiéramos hacerlo. A Iván le daba igual la peli, en realidad; la habíamos visto cuatro o cinco veces por lo menos, y de hecho ni siquiera le estábamos haciendo mucho caso antes, cuando hablábamos. A Iván le molestaba que sus padres se besaran.

—Se han acabado las patatas —dijo Iván, de mal humor.

—¿Y? ¿No tienes piernas para ir a la cocina?

—Es que está la peli.

—Pues la paras.

Refunfuñando, Iván cogió el mando y le dio al botón de pausa. En la pantalla, el luchador manco se congeló en el aire, cuando estaba empezando un poderoso salto. En la imagen tenía la cara torcida, con los ojos como bizcos. Era un poco ridículo.

No entendía por qué estaba enfadado Iván. Ojalá mis padres me dejaran a mí ir a coger patatas fritas de la cocina, o aceitunas rellenas de anchoa. Ojalá mi madre fuera descalza por casa. Ojalá mis padres siguieran besándose así.