Capítulo 5
De vuelta a la realidad
La cabeza me daba vueltas, no podía mantener los ojos cerrados ya que tenía la sensación de tambalearme sobre la cama, pudiendo caer de esta en cualquier momento. Estaba enferma y el termómetro rondaba casi los cuarenta grados, mi madre estaba preocupada ya que me había encontrado aquella misma mañana sentada en el suelo llena de heridas y con una fiebre delirante. Me ayudó a bañarme, curó mis heridas y me acostó en la cama, tuve que rogarle mucho para que se marchara al trabajo y me dejara sola en casa. Iba a estar bien, le dije. Finalmente, accedió y se marchó pero no sin antes dejarme un número de teléfono al cual llamar en caso de que me encontrara peor.
El contacto de mi piel con las sábanas me hacía estremecer de dolor ya que todo mi cuerpo estaba plagado de heridas pero, aun así, no quería deshacerme de ellas, ya que me invadía un frío atroz. Mis dientes castañeteaban y toda yo temblaba descontroladamente, pero lo que más me dolía no era mi enfermedad ni mis heridas sino el corazón, que estaba supurando bajo toda aquella protección de huesos, músculos, grasa y piel inútil. Las fuerzas me habían abandonado, no podía moverme, ni levantarme, ya ni tan siquiera podía hacer el esfuerzo de contener aquellas lágrimas que mojaban la almohada.
Triste y sola en aquella tenue habitación, me quedé profundamente dormida gracias al efecto de la pastilla que me había dado mamá y a la fatiga que me acechaba desde hacía ya horas.
Abrí los ojos y miré el reloj de la mesita, las cuatro de la tarde, había dormido casi ocho horas seguidas. El dolor de cabeza todavía estaba presente, pero ahora con menor intensidad, me incorporé un poco sobre la cama y me quedé inmóvil. ¿Había estado soñando? Me miré las heridas de las manos y suspiré, por supuesto que no lo había estado, la realidad siempre es dura de asumir, pero ya tenía la suficiente experiencia como para hacerlo al instante. Una chica como yo, llevando la tragedia siempre a cuestas durante toda la vida, ese era el destino que algún maldito dios había escrito para mí.
Mi estómago rugía enérgicamente aunque yo no tuviera fuerzas. Saqué las piernas de debajo de las sábanas y puse los pies en el suelo, el dedo del pie estaba asquerosamente negro, aquel cardenal se extendía como una mancha negra de fuel en mitad del pacífico y la uña había desaparecido. Me levanté de la cama y me dirigí al baño, el dolor del pie me impedía andar correctamente por lo que cojeaba, encendí las luces y cerré la puerta con cerrojo tras de mí.
Aunque había dormido mucho, mi cuerpo se sentía cansado y mis párpados se cerraban poco a poco. Me senté en el suelo de baldosas y apoyé la cabeza contra la pared. Aunque aceptase la realidad el dolor no iba a desaparecer tan rápido, una traición nunca se olvida y el dolor que te causa es mucho mayor que ningún otro dolor físico, cuesta recuperarse.
Permanecí allí sentada, pensando y recordando los penosos hechos transcurridos la noche anterior. A cada recuerdo mi estómago se revolvía cada vez más, sus ojos ahora ya no me parecían bonitos y su sonrisa solo me la podía imaginar como una asquerosa mueca deformada y superpuesta en una máscara de póquer. Por sí sola, mi mente ya no era capaz de recordar su rostro y cada vez que lo intentaba la visión de una horrible máscara de payaso aparecía, riéndose de mí y atormentándome. Finalmente, ya no pude contenerlo más y todo salió, abrí rápidamente la tapa del retrete y una arcada trajo desde lo más profundo de mí ser toda aquella porquería que me revolvía las entrañas y, solo después de haberlo expulsado todo, me sentí mejor.
—Olvida el pasado y no des marcha atrás, eres fuerte y puedes hacerlo, ahora sí…
Bajé la tapa y tiré de la cisterna, me recogí el pelo en un moño, me lavé la cara y los dientes, y después, tristemente, me abandoné al sofá junto con una cuchara y un gran contenedor de helado de chocolate. Esto siempre será mejor que nada… Prendí el televisor y allí me quedé llorando mientras veía ¿Conoces a Joe Black? entre cucharada y cucharada de helado. Aquella imagen de mí era penosa, cualquiera que me viese en aquellos momentos sentiría lástima por la pobre y lastimera Míriam pero, en aquella situación, yo estaba orgullosa de mi misma. Mi padre no me quería, no tenía amigas legales que me apreciaran y no gozaba del amor de un chico por lo que era y no por lo que poseía, en realidad ya no me quedaba nada por lo que seguir viviendo, pero poder seguir adelante y no volver atrás era algo que siempre me daría fuerzas.
—Dios… —dijo una voz suspirando tras de mí—, eres penosa.
Me giré con la cuchara aún en la boca y me quedé mirándole fijamente con los ojos llorosos. Cristian estaba apoyado en el marco de la puerta del salón y mis ojos no podían apartarse de la comisura de sus labios.
—¿Qué miras, tengo monos en la cara?
—¿Qué te ha pasado? —le pregunté tras sacarme la cuchara de la boca y señalarme la comisura con ella.
Mamá se enfadaría mucho con él cuando lo viese. Aquel golpe lo delataba, se había metido en una pelea. Al escuchar mi pregunta sus rasgos cambiaron para dar lugar a una mueca de fastidio y se giró con la intención de marcharse.
—¿No me vas a responder? —le pregunté con tono despreocupado aunque la curiosidad me matara por dentro.
—No es de tu incumbencia —me contestó tajantemente—, así que no te metas, penosa.
Aquel se había convertido ya en mi apodo —lo sé, era lamentable. Me levanté y, enfurecida, le lancé la cuchara a la cabeza, que produjo un ruido sordo al impactar contra esta. Cristian gritó de dolor llevándose la mano al punto de impacto y se giró para clavarme su furiosa mirada.
—¡¿Pero tú estás tonta?!
Por mucho que gritase, él ya no daba tanto miedo como antes y la verdad es que no sabía el por qué, simplemente ya no me daba miedo. Me acerqué a paso ligero y me planté frente a él, le miré a los ojos y le pregunté despreocupadamente.
—¿Te apetece comer helado conmigo?
Una mueca de incredulidad se adueñó de sus rasgos por unos segundos y después se rindió suspirando resignado.
—¿Nunca te han dicho que lanzarle una cuchara a alguien no es una buena manera de invitarle a comer helado?
—No se me ocurrió otra, además, me estabas insultando.
Su puño se alzó y como si supiese lo que se disponía hacer me quedé esperando su caricia. Suavemente, me golpeó la frente de forma cariñosa y yo la recibí como un cachorro entusiasmado.
—Anda, tira— dijo, empujándome hacia el sofá mientras se agachaba para recoger la cuchara del suelo.
Me senté y esperé, impaciente, a que Cristian volviera de la cocina con las cucharas limpias pero como no nací con esa virtud, en cuanto llegó me sorprendió con el dedo lleno de chocolate.
—No seas guarra…
Le arrebaté la cuchara antes de que se sentara y la clavé en el helado, tenía muchísima hambre. Le eché una miradita rápida y discreta. Aunque fuese un ladrón de madres y un irritante gamberro la verdad es que en aquellos momentos no me molestaba tenerle cerca. Él había intentado persuadirme de no ir a la fiesta porque sabía lo que aquel payaso tramaba, hasta se había encarado con él por mí… ¿debía darle algo a cambio como pago por el favor? Me acerqué más a él y coloqué el bote de helado justo en medio para que pudiera meter su cuchara, en cuanto noté que me miraba, clavé la vista en la tele y fingí ver la película, no estaba intentando ser amable…
Pensar que toda la felicidad de aquel último mes acababa de desvanecerse me molestaba, porque ahora que intentaba recordar buenos momentos para recuperarme no podía encontrarlos, era inútil. Todos aquellos buenos momentos se habían vuelto a basar en una persona y a la que algo se torcía con ella, como en un castillo de naipes, toda la construcción se venía abajo. Si pudiese leer los recuerdos de este mes como si estuviese ante mi diario, apuesto a que todos los párrafos hablarían de él y cada tres palabras aparecería su nombre escrito. No habría descripciones de lugares bonitos, ni citas de mi autor favorito, todo sería como una rápida carta de amor con mi idiotez reflejada en cada palabra, solo sus ojos, su sonrisa, mi estupidez y su labia.
Me acurruqué aún más en el sofá y apoyé mi pesada cabeza en el hombro más cercano, hacía tiempo que no tenía un hombro en el cual apoyarme. Los párpados empezaban a pesarme y las voces procedentes del televisor ya no eran más que susurros en aquel ambiente cargado de olor a chocolate.
Pasé tres días en la cama sin poder asistir a clase, aunque así lo prefería, no quería enfrentarme a las miradas acusadoras de los estudiantes. Sabía que en cuanto pisara el suelo del instituto, cientos de miradas se posarían en mí criticándome y tachándome de lunática por haber destrozado un coche. Pero había llegado la hora, me había recuperado totalmente de mí gripe y me tocaba presentarme en el corredor de la muerte para sufrir una humillación pública.
Salí de casa temiéndome lo peor y a cada paso que daba mi pulso se aceleraba cada vez más, sintiendo el problema que se avecinaba, pero yo era fuerte y podría con todo.
—Ahora, solo puede ir a mejor —me dije para mis adentros justo antes de abrir la puerta principal y entrar al edificio.
Todo estaba tal y como lo había dejado el último día que había asistido, los alumnos invadían los pasillos de paredes blancas y suelos anaranjados entre estallidos de risas, charlas y gritos pero, todo eso terminó en cuanto me vieron entrar. El silenció tomó posesión de aquel corredor y todos los estudiantes se giraron para mirarme, vuelta a empezar. Agaché un poco la cabeza y avancé lentamente entre toda aquella multitud, cualquiera diría que había cometido un asesinato y faltaba dictar sentencia. Cuando había recorrido ya la mitad del trayecto para ir a clase, tres chicas se detuvieron frente a mí, cerrándome el paso. Estaba asustada y sabía que me pegarían, pero por orgullo quise hacerme la valiente y alcé la mirada para plantarles cara. Aquellas chicas eran las delincuentes de nuestro instituto, siempre estaban involucradas en todo tipo de problemas y estaba convencida de que pertenecían al club de seguidoras del capitán de fútbol.
—¿Necesitáis algo de mí? —les pregunté sin desviar la mirada, manteniendo un tono de voz firme y seguro pero a la vez sereno.
Todos nos observaban cuchicheando entre ellos, la situación cada vez se tornaba más peliaguda para mí, las piernas me temblaban por el miedo y un sudor frío me recorría el cuerpo de los pies a la cabeza. Hacerme la dura y rebelde no era una de mis mejores cualidades y, posiblemente, aquello me costara unos cuantos golpes.
—Tú eres Míriam, ¿verdad? —me preguntó la chica más corpulenta que ocupaba la posición del medio—, la que destrozó el coche de Iván.
—Sí —le respondí secamente—. ¿Tienes algún problema con lo que hice? — segundos después de haber dicho lo que dije quise morirme, me iban a hacer papilla.
La chica más baja de las tres, con sus dos pomposas coletas pelirrojas, se acercó a mí y me rodeó por los hombros con su brazo, obligándome así a encorvarme un poco.
—¿Quieres comer con nosotras hoy? —me preguntó riendo—. Nos encantas.
—Jenny, no seas pegajosa —le advirtió la grandullona que momentos antes había entablado conversación conmigo—, no nos conoce de nada.
En aquel preciso momento sentí que mis rodillas cedían, pero resistí e intenté que mi rostro no revelara el alivio que me habían producido sus palabras. Me zafé suavemente de Jenny y me abrí paso entre las otras dos, cuando hube avanzado unos pasos me detuve.
—Claro, estaría bien —les dije sin girarme, haciéndome la interesante—. Nos vemos después.
Seguí caminando hacia clase mientras sentía todas las miradas puestas en mí, me había convertido en el centro de atención y aquello no parecía ser tan malo después de todo. Si las personas me miraban por ser peligrosa y violenta y no por el dinero, y aun así, alguien se atrevía a invitarme a comer, ¿sería que todavía tenía posibilidades de encontrar amigas?
Por fin, llegué al aula y me senté en el sitio de siempre pero no todo continuaba igual, algo había cambiado. Puse toda mi atención en la silla de mi derecha, aquella chica que la ocupaba no había estado siempre ahí, me quedé mirándola hasta que ella se percató y se volvió hacía mí. Sus rizos dorados rebotaron sin despeinarse y sus ojos color miel me miraron.
—A partir de ahora me sentaré contigo, si no te importa claro —su sonrisa era de un blanco impecable y su rostro bellísimo—. No hemos hablado hasta ahora pero creo que las dos nos conocemos, ¿no?
Sí, la conocía. Ella era Carla, la chica más popular de nuestro curso y de todo el instituto, era envidiada por todas las chicas y deseada por los chicos, era la Miss allí.
—Sí, me suena haberte visto por clase —le dije fingiendo no saber de su alto estatus en aquella sociedad de adolescentes—. Carla, ¿verdad?
—Sí —me contestó con una agradable sonrisa—, y tú Mireia, ¿no?
—No, me llamo Míriam.
Aquella chica resultaba encantadora por fuera pero todos sabíamos que en realidad estaba podrida por dentro. La muchacha estaba enamorada de Iván desde siempre y soñaba con ser su novia, cosa que todos pensaban que ocurriría ya que eran los más populares allí. No obstante, sucedió que aquel chico encantador, al igual que ella, poseía una máscara que le otorgaba el poder del engaño y se llevó como pareja a una don nadie —con intenciones perversas— a la fiesta de inicio de temporada. Podemos imaginar la cara de frustración y rabia que puso Carla, por lo que ahora sé que me odia con toda su alma. Sabía de sobras como me llamaba, pero se había equivocado a propósito para vengarse por mi pésima actuación de hacía unos minutos, yo también la conocía bastante. Me giré para mirar al profesor que acababa de entrar en clase y la ignoré durante el resto del día, no disponía de los ánimos suficientes como para soportarla.
Sentado en primera fila estaba él, aquel chico que días atrás había sido mi compañero de mesa, solo alcanzaba a ver su ancha espalda y su negro cabello. Me sentía triste y a la vez enfadada conmigo misma, ¿por qué seguía pensando en él? Era una chica masoquista y él era un auténtico capullo. ¡Olvídalo!
Todo el instituto sabía de mi arranque de furia y, aun así, no había recibido ni una sola denuncia ni factura del seguro, aquello me preocupaba, ¿podría ser que todos allí supiesen de la influencia de mi padre? No, imposible, Iván no lo contaría ya que sería el único perjudicado pero, si no me denunciaba la gente empezaría a preguntarse el motivo, tenía que tomar cartas en el asunto. Debía hablar con él para mantener mi secreto bien guardado, solo tenía que hallar el momento idóneo y todo estaría solucionado.
Las tres horas de clases hasta el almuerzo se me hicieron eternas pero en cuanto hubo tocado el timbre me levanté y me dirigí a la cafetería. Estaba muy nerviosa, había quedado allí con Jenny y las otras dos chicas para comer juntas, no quería parecer desesperada por tener amigos ahora que me había quedado sola ya que Esther me había echado del grupo. Cuando estuve frente a la puerta de la cafetería me detuve y cerré los ojos, respiré profundamente y me mentalicé para poder ser la chica rebelde y pasota que había sido hacía un par de horas. Quería caer bien y cuando por fin mi mente y mi cuerpo estuvieron preparados para entrar, una mano me agarró fuertemente del pelo y me lanzó hacia atrás. Me di de espaldas contra el suelo y mi cabeza reboto en la dura superficie, ahora sí que no sabía lo que pasaba, me encontraba totalmente desorientada y dolorida.
—¡Tú, guarra mentirosa! —berreaba una voz, a causa del golpe mis sentidos estaban atontados y no podía ver nada con claridad, todo se movía lento—. ¡¿Cómo has podido esparcir rumores falsos sobre mí?!
Intenté levantarme pero algo me golpeó en el vientre y me hizo caer de nuevo mientras me revolvía de dolor.
—¿Quién te ha dado permiso para levantarte? —me preguntó Esther con una sonrisa malévola en sus labios—. Yo no, ¿verdad? ¡Pues no te levantes!
Aquella loca que días antes había considerado mi amiga me estaba propinando tales patadas en el estómago que pensaba que moriría, tenía que hacer algo o acabaría por desmayarme. Los golpes cesaron pero el dolor permanecía y yo me encontraba tirada en el suelo, tosiendo y agarrándome el abdomen con ambas manos.
—Eres una sucia embustera y por eso te mereces esto y más.
No sabía de qué me hablaba, aquello debía tratarse de un malentendido. ¿Por qué todos iban a por mí?
Me puse de cara contra el suelo y clavé las rodillas y la frente en este, intentaba levantarme pero los brazos me flaqueaban.
—¡Te he dicho que te quedes quieta! —me gritó a la vez que me atizaba una fuerte patada en el vientre que me dejó de cara al techo—. ¿Te crees que puedes ir por ahí diciendo lo que te apetezca sobre los demás y que luego puedes salirte de rositas? Lo llevas claro, niña.
—No sé de qué me estás hablando —conseguí pronunciar entre tanto dolor.
Sus ojos se quedaron fijos en los míos y en su rostro apareció una mueca de incredulidad y enfado.
—Cómo puedes ser tan cobarde y no tener agallas para reconocer tus propias palabras.
—Te juro que no sé de qué me hablas.
En su cara pude ver como le gustaba hacerme daño, su expresión de felicidad y demencia eran casi imposible de diferenciar, aquella chica estaba loca y en aquel momento daba verdadero miedo. Se acercó a mí y me puso el pié en el pecho, acercó su rostro al mío y sonrió.
—Entiendo porque lo hiciste, es normal sentir celos y estar enfadada, pero no deberías pagarlo conmigo. Yo no tengo la culpa de que él me prefiera a mí antes que a ti.
Otra idiota engañada por el payaso futbolista.
—No sabes de lo que estás hablando —la desafié con la mirada—, no te gustaría saber la verdad.
—¿Qué estás insinuando? —me preguntó a la vez que ejercía más presión sobre mi esternón—. Habla.
Pobre infeliz, siendo engañada por una cara bonita con intenciones mezquinas, ya te has vendido, ahora ya no hay vuelta atrás para ti…
—La noche de la fiesta, cuando le destrocé el coche, no lo hice porque me rechazara —me costaba pronunciar las palabras, necesitaba sacármela de encima cuanto antes—, le escuché hablando con sus amigos sobre nosotras —inspiré profundamente y proseguí—. Esther, Iván es un cabrón y no merece que le quieras.
Su mirada me confirmó que no se había creído ni una sola de mis palabras y cuando estalló a carcajadas entendí que no había nada que yo pudiese hacer para hacerla entrar en razón.
—¿En serio creías que me engañarías con eso? Date por vencida, él me ha preferido a mí antes que a ti y no hay que ser muy inteligente para saber el por qué.
Su sonrisa me molestaba y mi paciencia tenía sus límites, ¿en serio había una razón tan evidente? Si la había, quería saberla, porque a mí no me sonaba ninguna.
—¿A sí? Me gustaría saber esa razón tan evidente de la que tanto hablas —le dije con una sonrisa—. ¿Me la cuentas?
—Si insistes tanto —su sonrisa se ensancho a más no poder y se acercó con la intención de envenenarme con sus palabras—. Nadie querría salir con la hija de una prostituta —en cuanto me ladró aquello se echó hacia atrás y empezó a reírse.
¿Qué es lo que acababa de escuchar? Advertía la cólera que rápidamente me embargaba, mis puños apretados fuertemente, y mi cuerpo completamente tenso contra el suelo. No iba a consentir que nadie insultara a mi madre, aquello sí que no. Extendí las manos hacia arriba y la enganché del jersey, o se agachaba o le arrancaría la prenda de cuajo. Ante mi fuerte estirón, Esther se inclinó lo suficiente como para que una de mis manos alcanzase su larga melena morena.
—Estás muerta.
Tiré de aquel manojo de pelos con todas mis fuerzas hacia un lado y ella, para evitar el dolor, retiró el pie de mi pecho y se desplazó en el sentido del estirón. Rápidamente me incorporé y clavé el pie en el suelo, estiré la otra pierna y cambié el rumbo del estirón.
—¡Suéltame!
Esther dio dos pasos hacia atrás, forzada por su cabellera y tropezó con mi pierna. Cayó despaldas y velozmente me senté en su estómago sin dejar libre su pelo. No iba a ser benévola con ella.
—¡No vuelvas a mencionar a mi madre en lo que te resta de vida! —le grité mientras la sacudía violentamente—. Te juro que como lo hagas te mato.
Sus gritos iban subiendo de tono al igual que las sacudidas que su cabeza experimentaba bajo mi dominio. Los chillidos de la gente a nuestro alrededor nos animaban a continuar con la pelea y mi violencia desmesurada estuvo a punto de aparecer si no hubiese sido por que unos brazos robustos me agarraron por detrás y me separaron de ella. Yo intenté zafarme y lanzarme contra Esther otra vez pero no lo conseguí.
—¡Zorra, te voy a matar! —gritaba ella desde el suelo, totalmente despeinada y con el suéter deformado.
—¡Estúpida, él ni siquiera se acordaba de tu nombre! —le grité aún con la intención de herirla—. ¡Si no me crees ves tú misma a comprobarlo! ¡¿En serio creías que iba a salir contigo?!
—¡Cállate!
—¡Despierta de una vez, niñata! —quería arrancarle el pelo a estirones e intentaba soltarme de aquellos brazos que me lo impedían—. ¡Solo eras su juguete, únicamente quería acostarse contigo!
—¡He dicho que te calles! —gritó, lanzándose contra mí para golpearme.
Aprovechando que aquellos fuertes brazos me sujetaban en el aire, alcé los dos pies en el instante en que ella estuvo lo suficientemente cerca y le di una brutal patada en la cara. Esther cayó de culo al suelo y su nariz empezó a sangrar, pero no llegué a ver como se levantaba porque aquella persona que me retenía me arrastró rápidamente lejos de allí.
Intenté liberarme de aquellos brazos pero no había manera alguna de conseguirlo, me arrastró a la fuerza hasta el patio trasero del instituto y allí por fin me soltó, permitiéndome así, verle la cara.
—¡He dicho que me sueltes! —le grité segundos antes de que lo hiciera, estirando ferozmente—. ¡¿Quién te crees que eres para traerme hasta aquí a rastras?!
—¿Pensabas hacerlo por las buenas?
—¡Claro que no! —le respondí hoscamente.
Me separé de él y me alisé el suéter, respiré hondo algunas veces para tranquilizarme y me volví hacia él.
—¿Qué es lo qué quieres?
Tuve que estirar el cuello bastante para poder mirarle directamente a la cara, él desvió rápidamente la vista y buscó un blanco en el cual fijarla. ¿Por qué siempre terminábamos de aquella manera? Incómoda, ante aquel silenció demasiado largo, decidí romperlo y meterle prisa al asunto.
—Si no tienes nada que decirme me voy —le dije mostrando resentimiento aún en mi tono de voz.
Avancé unos pasos y su mano me detuvo, cogiéndome por el brazo.
—Nos escuchaste hablar aquella noche, ¿verdad?
No podía mirarle a la cara, estaba totalmente avergonzada y no tenía motivos para estarlo, yo no había hecho nada malo.
—No me esperaba eso de ti —murmuré dolida.
—No lo pensaba, solo lo dije para quedar bien ante el equipo.
Resoplé, cansada y enfadada, y me giré con la intención de mandarle al cuerno, si pensaba que con eso me calmaría lo llevaba clarito, iba a cantarle las cuarenta a ese tío. Pero, cuando le tuve delante, no pude, aquel rostro me traía tantos buenos recuerdos.
—Sergio —sabía que él tenía derecho a guardarme rencor, ya que por mi culpa había tenido que cambiar de casa y de instituto, pero aun así me dolía—, entiendo que me guardes rencor por lo que pasó pero, ¿por qué no me avisaste de lo que pretendía hacerme? Estuvimos saliendo dos años y eso no se olvida fácilmente.
Él me soltó y se metió las manos en los bolsillos, aún recordaba sus viejas costumbres, estaba incómodo y arrepentido. Intentó justificarse pero no encontraba las palabras idóneas por lo que prefirió callarse, me miró y entendí lo que quería decirme.
—Me alegré mucho cuando te vi —le confesé, ahora sin rencor alguno—. No sabía que estabas en este instituto, hacía ya un año que no sabía nada de ti.
—Han pasado muchas cosas —me confesó mientras me miraba con sus ojos color canela.
Me aparté un poco de él y desvié la vista hacia otro lado, aquella mirada era algo rara en él.
—Te conozco lo suficiente como para saber que necesitas algo —le dije sin tapujos—. ¿Qué quieres?
—Sé que no tengo derecho a pedirte esto pero… —dudó a la hora de decírmelo pero se armó de coraje y me lo pidió—, ¿podrías decirle a tu padre que no traslade al padre de Iván?
Lo suponía, mi padre se había inmiscuido de nuevo y al haber fallado le tocaba sacar la basura y no dejar rastro alguno de sus fracasos.
—¿Y por qué debería hacerlo?
—Cuando trasladaron a mi padre lo pasé bastante mal y el único que me ayudó fue Iván, no quiero que pase por lo mismo que yo.
Su mirada de lástima clavada en el suelo hizo que me diera cuenta de que Iván tenía también un lado bueno, todo lo sucedido al fin y al cabo era culpa de mi padre. Él estaba acostumbrado a deshacerse de las personas cuando ya no las necesitaba; su frase era «deshazte de toda la basura que no te sirva porque sino acabarás enterrado en ella». Aunque Iván se hubiese negado a engañarme le hubiesen obligado de todos modos, al igual que a todas las demás personas…
—Haré lo que pueda —murmuré tras un suspiro—, pero no te prometo nada. Ya sabes cómo es él.
Era imposible negarse, se lo debía.
—Gracias, y… lo siento de verdad.
—Entiendo lo difícil que es intentar encajar y también que cuando lo consigues el temor a perderlo todo te ciega —le dije mientras me alejaba para regresar a clase—. De todos modos —me giré para mirarle una última vez antes de desaparecer—, gracias por guardarme el secreto.
La hora de comer se acabó por lo que tuve que regresar a clase sin haberme podido reunir con Jenny y las otras dos, por una vez que me invitaban a comer iba yo y las dejaba plantadas. Llegué al aula, apresuradamente, cuando me di cuenta que todos me miraban. Posiblemente se habían enterado ya de la reciente pelea con Esther y ahora cuchicheaban, en los institutos los rumores circulan a la velocidad de la luz. Me senté en mí sitio de siempre y al momento entró el profesor que se puso a dar clase enseguida.
Acababa de entrar en un nuevo instituto y en apenas un mes ya tenía a todo el alumnado hablando sobre mí, no tenía amigos y las únicas que lo podrían haber sido, iba y las dejaba plantadas. Algo no estaba yendo bien. Aunque todo aquello estaba sucediendo por culpa de Iván, que se me había acercado y había conseguido que todos centraran su atención en mí, tenía que haber algo más porque sino no lo entendía, ¿lanzaba malas vibraciones o algo que hacía que la gente me odiara? Fuera lo que fuese tenía que solucionarlo sola y para eso tenía que ser fuerte y no dejarme doblegar por nadie.
En cuanto terminaron las clases salí escopeteada de allí y me refugié inmediatamente en casa, ocultándome de todas aquellas miradas que me acechaban. Aquello estaba yendo mal de verdad, acabaría por quedarme desplazada de nuevo y eso era lo último que quería, necesitaba arreglar las cosas fuera como fuese. Agarré el teléfono móvil y busqué «papá» en la agenda, marqué el botón verde y esperé la señal, él nunca contestaba las llamadas por lo que debía dejar un mensaje en el contestador.
—El teléfono al que llama está apagado o fuera de cobertura en este momento, si lo desea puede dejar un mensaje después de la señal —suspiré, aunque sabía que no me lo cogería las ganas me hacían tener esperanzas.
—Mira papá, te llamaba para decirte que no necesitas inmiscuirte en mi vida, estoy bien tal y como estoy ahora. Si lo que buscabas era fastidiarme, bien, lo has conseguido. Si aún me aprecias algo déjalo ya, ¿quieres? En realidad solo llamaba para pedirte que no traslades al padre del chico, él no tiene por qué pagar por tus acciones, además, él me cae bien, por lo que te agradecería que no lo echaras. En caso que decidas ignorar mi petición, te aviso que ya puedes ir olvidándote de mí. Adiós y… cuídate —acto seguido presioné el botón rojo y me recosté en el sofá a la vez que vaciaba los pulmones en un intento desesperado por hacer desaparecer mágicamente mis problemas. Aquel sería mi primer paso hacia la sociabilidad, ya que a cambió de aquel favor pretendía obtener su ignorancia, quería que se olvidara de mí definitivamente y dejara de prestarme atención. Si él lo hacía, todos lo harían.