CAPITULO PRIMERO
El modesto hipódromo de San Mateo, California, se hallaba abarrotado de gente.
En la línea de salida, diecisiete vigorosos caballos esperaban que Ben Clement, juez de la prueba, diese el clásico pistoletazo para salir disparados en busca del triunfo.
En las gradas, los espectadores hacían sus apuestas, colocando su dinero sobre los caballos que más posibilidades tenían de ganar.
De los diecisiete que iban a competir, había dos con mucho prestigio: «Intrépido» y «Temerario».
«Intrépido» era propiedad de Arthur Lynch, un ranchero de la región y tenía ya tres triunfos en su haber, habiendo llegado segundo a la meta en otras dos carreras.
En todas ellas había sido montado por Errol Butts, capataz de Lynch, un magnífico jinete, capaz de sacar partido al caballo más terco y perezoso.
«Temerario» pertenecía a Clark Saunders, otro ranchero de la comarca y había conseguido dos victorias, precisamente en las pruebas en que «Intrépido» había llegado segundo.
«Temerario» era montado siempre por Terry Haynes, capataz de Saunders, excelente jinete, también.
Como es fácil deducir, existía una gran rivalidad entre Arthur Lynch y Clark Saunders, a causa de «Intrépido» y «Temerario».
Rivalidad que, lógicamente, se extendía a Errol Butts y Terry Haynes, sus respectivos capataces y jinetes en las pruebas, así como también a los vaqueros de ambos ranchos, que por el más insignificante motivo la emprendían a puñetazos, con gran disgusto por parte de Glenn Foster, sheriff de San Mateo, que ya no sabía qué hacer ni qué medidas tomar para evitar que los hombres de Lynch y los de Saunders se sacudiesen cada dos por tres.
El sheriff Foster se hallaba también en el hipódromo, naturalmente, y andaba muy preocupado, el hombre, porque las más furiosas peleas entre los vaqueros de uno y otro rancho tenían lugar, precisamente, después de cada prueba.
Si «Intrépido» ganaba la carrera, los hombres de Clark Saunders encajaban muy mal la derrota de «Temerario» y provocaban sin ningún disimulo a los hombres de Arthur Lynch.
Si «Temerario» era el vencedor, ocurría lo mismo, sólo que entonces los que encajaban mal la derrota de «Intrépido» eran, lógicamente, los hombres de Lynch y eran éstos los que provocaban descaradamente a los vaqueros de Saunders.
Por todo ello, el sheriff Foster deseaba fervientemente que fuese otro caballo el que se alzase con el triunfo, único modo de evitar el enfrentamiento de los hombres de ambos ranchos.
No era probable que «Intrépido» y «Temerario» fuesen derrotados por un tercero, pero tampoco imposible.
En la prueba iban a tomar parte algunos caballos nuevos, cuyas posibilidades, como es lógico, se desconocían, pues procedían de otras regiones y en San Mateo no los habían visto correr, siendo por tanto, toda una incógnita.
Incógnita que no tardaría en despejarse, pues faltaba muy poco para que Ben Clement diese la salida.
El juez de la prueba tenía un cronómetro en la mano izquierda, mientras que en la derecha sostenía la pistola.
Tenía la vista fija en los caballos y sólo esperaba que éstos estuviesen correctamente alineados, para soltar el pistoletazo.
Como buen juez, no quería que ninguno de ellos saliese con ventaja sobre los demás.
Y eso que él había apostado cincuenta pavos por «Intrépido».
Pero no personalmente, claro.
Como juez de la carrera, le estaba prohibido realizar apuestas, para que nadie dudase de su honestidad, por lo que tuvo que recurrir al viejo Jonathan, quien, por una pequeña comisión, se encargaba de colocar el dinero de los demás.
Sí, porque no sólo era Ben Clement quien apostaba de incógnito.
También el sheriff Foster gustaba de colocar algunos dólares sobre un caballo determinado.
Y Bob Nash, su ayudante.
Y algunos otros que no deseaban que se supiera por quién apostaban para evitarse problemas.
El sheriff Foster, aunque en lo más íntimo de su ser deseaba que no ganase «Intrépido» ni «Temerario», como ya se ha dicho, había apostado por el segundo.
Y cien pavos, nada menos.
Estaba seguro de que «Temerario» iba a triunfar.
La última prueba la había ganado «Intrépido» y era de esperar el desquite de «Temerario», que, si vencía, empataría con «Intrépido» a triunfos.
En el hipódromo se hizo de pronto el silencio, al ver que Ben Clement levantaba la pistola.
Los diecisiete caballos estaban correctamente alineados y todo hacía suponer que iba a dar comienzo la emocionante prueba.
Súbitamente, cuando ya el dedo índice del juez de la carrera se curvaba sobre el gatillo de la pistola, alguien gritó:
—¡Espere, juez! ¡No dé la salida todavía!
Dado el tenso silencio que en aquel momento reinaba en el hipódromo, la voz del tipo que había pronunciado aquellas palabras resonó en el lugar como un latigazo, haciendo respingar a más de un espectador.
Todos, público, participantes y juez de la prueba, miraron al joven que corría hacia la línea de salida, tirando de las bridas de un caballo muy particular.
—¿Quién diablos será ése? —rezongó Errol Butts, el capataz de Arthur Lynch.
—¿Y qué demonios querrá? —masculló Terry Haynes, capataz de Clark Saunders.
—Ahora que el juez estaba a punto de dar la salida... —refunfuñó otro participante.
En realidad, todos estaban contrariados, porque costaba bastante alinear debidamente tantos caballos y cuando ya se había conseguido, surge aquel tipo e interrumpe la salida.
El joven, de unos veintisiete años de edad, moreno, alto y delgado, de facciones agradables, que vestía como cualquier vaquero de la región, sonrió y dijo:
—Gracias por esperarme, juez.
—¿Qué es lo que quiere, joven? —preguntó Ben Clement, ceñudo, porque también a él le había contrariado mucho tener que retrasar la salida.
—Participar en la prueba, naturalmente —respondió el desconocido.
—¿Qué...? —exclamó Clement, creyendo no haber oído bien, porque el caballo que el tipo traía era un miserable jamelgo.
Viejo.
Flaco.
Desgarbado.
Con cara de pasar más hambre que el perro de un ciego.
—Acabo de inscribirme, juez. Aquí está el resguardo.
Soy el participante número dieciocho —explicó el joven, siempre risueño.
Ben Clement, de cuarenta y un años de edad, estatura media, que tiraba más a grueso que a lo otro y se cubría la testa con un sombrero hongo, apuntó al ridículo penco.
—¿Participar... con «eso»? —pestañeó, incrédulo.
—No se fíe de las apariencias, juez —repuso el joven, sin molestarse.
—¡Pero si es un saco de huesos!
—Los caballos gordos son lentos, juez. Por eso yo tengo el mío a régimen.
Los participantes, que se habían quedado mudos a causa de la perplejidad, rompieron a reír ruidosamente.
Errol Butts y Terry Haynes eran de los que más a gusto se reían.
—¡Pretende correr con ese esqueleto viviente! —se burló el primero, de treinta años de edad, fornido, pelo muy negro.
—¡Llegará a la meta de noche! —se mofó el segundo, que contaba veintinueve años, tenía el pelo rubio y era de complexión similar a la de Butts.
—¡Si ya resulta milagroso que pueda sostenerse en pie! —dijo un tercero.
Las carcajadas arreciaron.
El propietario del jamelgo los abarcó a todos con la mirada y repuso:
—Ya veremos quién ríe al final.
—¡Cuando tú y ese vejestorio lleguéis a la primera curva, todos nosotros habremos cruzado ya la meta! —exclamó otro participante.
El joven clavó sus ojos en él.
—¿Quieres apostar algo a que llego antes que tú, cara de castaña?
El tipo, que montaba un alazán de bella estampa, dejó de reír al instante.
—¿A qué bajo del caballo y te aplasto las narices? —amenazó.
—¿Por qué no lo intentas cuando finalice la prueba?
—Tendría que esperar a que llegaras y no tengo tanta paciencia —repuso el participante, burlonamente.
—¿Van cien pavos a que tengo que esperarte yo a ti, cara de castaña?
El rostro del sujeto volvió a ponerse agrio.
Dio la impresión de que iba a saltar del caballo y liarse a golpes con el propietario del jamelgo, pero se contuvo y masculló:
—De acuerdo, apuesta aceptada. Te ganaré esos cien dólares y luego te daré una lección con los puños.
—Ya veremos quién es el maestro y quién el alumno —sonrió el joven y montó sobre su flaco caballo.
—¡Sorprendente! —exclamó Errol Butts—. ¡Resiste el peso de su jinete!
—¡Veremos por cuánto tiempo! —añadió Terry Haynes.
Los participantes volvieron a reír, incluido el que había apostado cien dólares con el propietario del penco.
El joven no quiso responder esta vez a las burlonas frases de los tipos.
—Estoy dispuesto, juez —dijo a Ben Clement.
Este, rezongando cosas, atrapó un megáfono y se lo acercó a la boca, al tiempo que se volvía hacia las gradas.
—¡Atención, atención! ¡Un nuevo caballo va a tomar parte en la prueba! ¡Se llama «Matusalén» y está montado por Rock Dixon, su propietario!
El nombre del jamelgo, que el juez de la carrera había leído en el resguardo de la inscripción que le entregara el joven, al igual que el nombre de éste, provocó un estallido de carcajadas entre los espectadores.
También entre los otros diecisiete participantes.
Ni siquiera Ben Clement pudo contener la risa.
Rock Dixon soportó, inmutable, las carcajadas y las exclamaciones burlonas que se produjeron a continuación, haciendo alusión a los muchos años y las pocas carnes del animal.
El jamelgo, como si adivinara que se estaban riendo de él, levantó la cabeza y lanzó un relincho, corno diciendo: ¡Al cuerno todos!
—¡Eh, mirad! —exclamó Errol Butts—. ¡Si todavía conserva todos los dientes!
—¡Seguro que son postizos! —dijo Terry Haynes.
—Así os los van a tener que poner a vosotros, como ,no dejéis de meteros con mi caballo —advirtió Rock Dixon, mirándolos duramente a los dos.
—Estaré a tu disposición cuando acabe la prueba, Dixon —dijo Errol.
—Y yo —dijo Terry.
—Bien —repuso Rock, palmeando cariñosamente el cuello de su caballo.
—¡Con cuidado, no sea que lo desnuques, que a esas edades, los huesos se parten con mucha facilidad! —dijo Cara de Castaña, causando un nuevo estruendo de carcajadas.
Rock Dixon le dirigió una acerada mirada, pero no replicó.
Ya replicaría con los puños, cuando finalizase la carrera.
El juez de la prueba ordenó a los participantes que alinearan correctamente sus caballos y procuraran mantenerlos así, para poder dar la salida.
Los espectadores, poco a poco, fueron enmudeciendo.
Por supuesto, ninguno de ellos se había atrevido a apostar por «Matusalén», con quien esperaban mondarse de risa durante la carrera.
Instantes después, los dieciocho caballos participantes estaban en la posición correcta para tomar la salida.
Ben Clement levantó el brazo derecho y soltó el pistoletazo, cuyo eco fue ahogado por el rugido que lanzaron los espectadores, al ver salir disparados a los dieciocho caballos, furiosamente espoleados por sus jinetes.
Bueno, en realidad, fueron solamente diecisiete los que salieron disparados.
«Matusalén» se quedó en la línea de salida. Totalmente clavado.
Como si aquello no fuera con él.