CAPITULO III
Lo primero que hizo Rock Dixon, tras frenar a «Matusalén», fue extraer su petaca de licor del bolsillo trasero de su pantalón, quitarle el tapón, y ponérsela entre los dientes al jamelgo.
—¡Lo prometido es deuda, compañero! —dijo, palmeándole el sudoroso cuello con la otra mano.
Mientras tanto, en las gradas había una algarabía terrible.
Gritos, risas, exclamaciones de júbilo, sombreros volando por los aires...
El sheriff Foster y su ayudante se estaban dando un efusivo abrazo, mientras que, muy cerca de ellos, el viejo Jonathan daba saltos de alegría.
Una alegría que era general, con la sola excepción, naturalmente, de los vaqueros de Arthur Lynch y Clark Saunders.
Lynch se había comido casi todo el puro y Saunders, que también encendió uno al iniciarse la carrera, iba ya por la mitad.
Ambos se esforzaban por comprender lo sucedido, pero no lo conseguían.
Diecisiete caballos jóvenes y fuertes, rebosantes de vigor y energía, habían sido batidos limpiamente por un miserable penco, aficionado al whisky, para más «inri».
¿Quién podía explicarse eso?
Ben Clement, juez de la prueba, cuyo sombrero hongo había sido uno de los primeros en volar por los aires, atrapó el megáfono y se lo llevó a la boca.
—¡Atención, señoras y señores! ¡El vencedor de la prueba ha sido «Matusalén», el caballo propiedad de Rock Dixon, que tiene aspecto de pieza de museo, pero que ya han visto que corre que se las pela!
Una estruendosa ovación siguió a las jocosas palabras de Ben Clement, quien añadió:
—¡Debo informar a todos que «Matusalén» ha establecido un nuevo récord, rebajando en cinco segundos el tiempo empleado por «Intrépido» en la última carrera! ¡Y eso que perdió por lo menos diez segundos en la salida, empinando el codo!
Las risas atronaron el hipódromo.
Ben Clement concluyó:
—¡Bien, con el permiso de ustedes, voy a hacer entrega de los mil dólares de premio a Rock Dixon, que ha demostrado ser un experto jinete!
Una gran salva de aplausos ahogó el eco de las palabras del juez de la carrera.
Ben Clement se deshizo del megáfono y fue en busca de Rock Dixon, a quien entregó el sobre que contenía los mil dólares.
—¡Mi más cordial enhorabuena, joven!
—Gracias, juez —sonrió Rock, estrechando la mano de Clement.
—En mi vida me había divertido tanto, se lo aseguro. Ha sido todo un espectáculo ver correr a su caballo. ¡Y más aún verlo beber whisky! —rió Ben Clement.
—Mire, el muy bribón ha vaciado la petaca —dijo Rock, poniéndola boca abajo.
En efecto, no cayó ni una sola gota.
—¡Demonios con «Matusalén»! —rió de nuevo Ben Clement.
Rock Dixon se guardó la petaca y desmontó.
Buscó a Cara de Castaña con la mirada.
Lo encontró en seguida, pues el tipo se hallaba sólo a unos pasos de él, sujetando a su caballo de las bridas.
Rock tiró de las bridas de «Matusalén» y se acercó al fulano.
—Me debes cien dólares, Cara de Castaña —dijo, poniendo la mano.
El sujeto quiso poner otra cosa.
El puño.
En la cara de Rock Dixon.
Y con mucha fuerza.
Rock, que ya esperaba el ataque del individuo, ladeó el cuerpo y esquivó el puño, disparando el suyo a continuación.
Lo colocó justo sobre el hígado del tipo.
Cara de Castaña lanzó un bramido y se encogió.
Esto último le vino muy bien a Rock Dixon, para poner en práctica su gancho de derecha, que era uno de sus golpes favoritos.
El fulano se irguió en el acto.
Rock disparó nuevamente la zurda.
Esta vez, al mentón del tipo.
Cara de Castaña se tambaleó, pero no llegó a caer.
Lo único que consiguió, resistiendo en pie, fue que Rock Dixon le cascara con el puño diestro.
En todo el pómulo.
Ahora sí.
El sujeto giró, como si quisiera saludar a alguno de los individuos que se hallaban tras él y luego se derrumbó, quedando de bruces sobre la pista.
Se removió en el suelo, pero no consiguió levantarse.
Los golpes de Rick Dixon, duros y precisos, lo habían dejado sin fuerzas.
Rock buscó entonces a Errol Butts y Terry Haynes, pues también a ellos quería «decirles» algo.
Los vio al instante, ya que ambos habían presenciado la pelea en primera fila.
—¿Qué diablos pasa aquí? —gruñó Glenn Foster—. y su espigado ayudante, el pelirrojo Bob, al trote los dos.
—¿Qué diablos pasa aquí? —gruñó Glenn Foster—. ¿Por qué ha sido la pelea, Dixon?
—El tipo se burló de mi caballo, sheriff —explicó Rock,
—¿Y le atiza usted a todo aquel que se burla de «Matusalén»?
—Generalmente, sí —respondió Rock, mirando significativamente a Errol y Terry.
El sheriff Foster, adivinando que Rock Dixon deseaba medir sus puños con Butts y Haynes y que éstos parecían desearlo más que él, se apresuró a coger del brazo al joven y trató de llevárselo de allí.
—Vamos, Dixon.
—Tengo un par de asuntos pendientes, sheriff —dijo Rock, resistiéndose a abandonar el lugar.
Glenn Foster lo miró severamente.
—Sospecho a qué asuntos se refiere, Dixon, y le aconsejo que lo olvide.
Rock comprendió que no podría pelear con los tipos en presencia del representante de la ley y su ayudante, así que decidió aplazar la cosa.
Ya tendría ocasión de hacerles tragar sus burlas, pues pensaba quedarse algunos días en San Mateo.
—Está bien, sheriff —respondió, y se dejó alejar por la autoridad, llevando de las bridas a «Matusalén», que estaba medio «chispa» ya.
Errol Butts y Terry Haynes no hicieron nada por retener a Rock Dixon, porque también ellos pensaban que ya tendrían ocasión de pelear con el propietario del jamelgo.
De pronto, Rock Dixon se detuvo.
—Un momento, sheriff.
—¿Qué ocurre ahora, Dixon?
—Acabo de recordar que Cara de Castaña no me pagó los cien dólares que me debe.
—¿Se refiere al tipo a quien acaba de sacudir? —preguntó Foster, sin poder reprimir una sonrisa.
—Si.
—¿De qué le debe cien dólares?
Rock se lo explicó, añadiendo:
—Quiero cobrarlos, sheriff.
—Es justo, jefe —se permitió opinar el pelirrojo Bob.
—Está bien, volvamos con el tipo —suspiró Foster.
Cara de Castaña ya se estaba poniendo en pie, ayudado precisamente por Errol y Terry.
Rock Dixon volvió a poner la mano.
—Mis cien pavos, amigo —exigió.
El tipo lo miró con profundo odio, pero no pronunció palabra.
Se limitó a llevarse la diestra al bolsillo del pantalón, de donde extrajo unos cuantos billetes doblados.
Separó cien dólares y los arrojó al suelo, con rabia, guardándose e) restó.
El sheriff Foster hizo ademán de intervenir, pero Rock Dixon lo contuvo, diciendo:
—Déjelo, sheriff. No tiene importancia.
Seguidamente y con una irónica sonrisa en los labios, Rock se agachó y recogió los billetes.
Cara de Castaña, pese a la presencia del sheriff de San Mateo y su ayudante, no pudo resistir la tentación de propinar una feroz patada en el rostro al tipo que le había vapuleado con los puños y proyectó la pierna derecha.
—¡Cuidado! —gritó Bob Nash.
Pero la advertencia no era necesaria.
Rock Dixon, por segunda vez en sólo unos minutos, demostró que a él no era fácil sorprenderle y agarró el pie del cobarde antes de que percutiera en „su cara.
Una fracción de segundo después, se lo torcía.
Con brusquedad.
Sin importarle el daño que pudiera hacerle.
Cara de Castaña lanzó un aullido y cayó al suelo, donde quedó, cogiéndose el tobillo con ambas manos, entre sollozos de dolor.
Rock Dixon se irguió tranquilamente, se guardó los cien dólares que recogiera del suelo y dijo:
—Podemos irnos, sheriff.
Glenn Foster y Bob Nash cambiaron una mirada, asombrados los dos por la rapidez de reflejos del propietario de «Matusalén».
Echaron a andar los tres, alejándose de nuevo.
Errol Butts y Terry Haynes los siguieron con la mirada.
Y qué mirada...
Cada vez era mayor el deseo de ambos de propinar una soberana paliza a Rock Dixon.
Cara de Castaña, que seguía agarrándose el tobillo y sollozando como una mujer, murmuró:
—Mataré a ese bastardo de Rock Dixon... ¡Juro que lo mataré!
Aunque el sheriff Foster no oyó las palabras del sujeto, porque él, Rock y Bob ya estaban lejos, dijo:
—Lleve cuidado con ese tipo, Dixon.
—¿Cara de Castaña...?
—Sí. Ha demostrado que es vengativo y traicionero.
—No lo perderé de vista, descuide —sonrió Rock.
—¿De dónde es usted, Dixon?
—De Colorado.
—¿Va a quedarse en San Mateo?
—Por el momento, sí.
—Bien, no puedo impedírselo. Pero quiero que me prometa que no me causará problemas.
—Soy un tipo pacífico, sheriff, Si la gente no se mete conmigo, yo no me meto con la gente.
—¿Butts y Haynes se metieron con usted?
—¿Butts y Haynes...? —repitió Rock.
—Así se llaman el «par de asuntos» que dijo que tenía pendientes.
—Oh, se refiere a esos dos... —sonrió de nuevo Rock—. Sí, se metieron bastante conmigo. Con mi caballo, mejor dicho.
—Vuelvo a pedirle que lo olvide, Dixon.
El joven se detuvo y miró al representante de la ley.
—Muy bien, sheriff. Por mi parte, el incidente está olvidado. No buscaré pelea con Butts y Haynes, pero si ellos me buscan las cosquillas, me las encontrarán.
Dicho esto. Rock Dixon volvió a ponerse en movimiento.
Como ya estaba muy cerca de la salida del hipódromo, abandonó éste, dejando visiblemente preocupados al sheriff Foster y a su ayudante, porque éstos conocían demasiado bien a Errol Butts y Terry Haynes y sabían que ambos eran maestros en el arte de buscar las cosquillas al prójimo.