CAPÍTULO DOS

Un agujero en el seto

La casita de Arundel no sólo era amarilla, sino que era del amarillo más cremoso que las Penderwick habían visto jamás. Era todo lo pequeña y acogedora que se le suponía, con su porche de entrada, sus rosales y abundantes árboles para dar sombra.

La llave estaba debajo del felpudo, justo como había dicho Cagney. El señor Penderwick abrió la puerta y la familia fue desfilando. Para asombro de todos, el interior de la vivienda era todavía más encantador que el exterior. Todo estaba pintado de bonitos tonos verdes y azules, y los muebles, a pesar de su comodidad, eran bien sólidos. Apartado del salón, había un pequeño despacho con un escritorio y un diván que el señor Penderwick no tardó en reclamar para sí, alegando que quería estar lo más lejos posible del barullo de sus hijas.

Había llegado el momento de que las chicas fueran al piso de arriba y escogieran sus habitaciones.

—¡Yo elijo primero! —anunció Skye, yendo hacia las escaleras con su maleta.

—¡No vale! —replicó Jane—. Todavía no había pensado en eso.

—Exacto. Yo lo he pensado primero; por eso tengo derecho a elegir primero —declaró, a punto ya de llegar al piso de arriba.

—Vuelve aquí, Skye —dijo entonces Rosalind—. Hound decidirá el orden.

Skye gruñó y bajó las escaleras a regañadientes. No le gustaba nada que fuera el perro el que tomara las decisiones importantes, entre otras cosas porque solía elegirla a ella en último lugar.

Aquél era todo un ritual para las hermanas. Escribían el nombre de cada una en un pedazo de papel y luego los colocaban todos en el suelo junto a trozos de galletas para perros. Cuando Hound se ponía a olisquear, no podía evitar tocar los papeles, así que el orden en que los rozase su narizota era el orden en que ellas escogerían.

Rosalind y Jane prepararon los papeles, Risitas partió en pedazos una galleta para perros y Skye fue por Hound, al cual le susurró una y otra vez su nombre a la oreja, en un intento por hipnotizarlo. No obstante, fue en vano. Una vez que lo dejaron hacer, el perro tocó primero el papel de Jane, luego el de Rosalind y finalmente el de Risitas. El de Skye se lo comió junto al último trozo de galleta.

—Genial —dijo ella, irritada—. He quedado en cuarto lugar y Hound va a volver a vomitar.

Jane, Risitas y Rosalind subieron las escaleras a toda prisa con las maletas a cuestas para elegir sus dormitorios. Skye, por su parte, se quedó sentada en la planta baja con el entrecejo fruncido. Había fantaseado con escoger una habitación especial, quizá pintada de blanco, que pudiera mantener limpia y ordenada. Una vez, hacía ya muchos años, disfrutaba de un cuarto como ése; pero entonces nació Risitas, que fue a parar a la habitación de Jane, y Jane se mudó con ella, y de repente la mitad de su cuarto estaba pintada de color lavanda y llena de muñecas, libros y pilas desordenadas de papel. A pesar de todo, aquello no habría sido tan malo si las muñecas y los papeles de Jane no hubieran estado siempre dando vueltas por la mitad de la habitación que le correspondía a Skye. Eso la volvió loca, y como Jane seguía siendo igual de desordenada, seguía fastidiándola de la misma manera. Y ahora que estaban de vacaciones, a Skye le había tocado elegir en último lugar y probablemente acabaría dando con sus huesos en algún armario feo y oscuro. ¡Qué injusta era la vida!

De repente Rosalind la llamó.

—Skye, ya hemos elegido. Ven a ver tu habitación.

Skye se arrastró escaleras arriba y recorrió el pasillo hasta el cuarto que su hermana mayor le señalaba. En cuanto entró, se quedó tan sorprendida que dejó caer la maleta al suelo con un golpe seco. Aquello no era ni mucho menos un armario feo y oscuro. Sus hermanas le habían adjudicado el dormitorio más perfecto que había visto jamás. Se trataba de una habitación grande, pintada de blanco y limpia, con el suelo de madera pulida y tres ventanas. ¡Y dos camas! ¡Toda una cama aparte y sin que ninguna de sus hermanas fuera a ocuparla!

«Es perfecta tal como está», pensó Skye. Decidió que dejaría todas sus cosas en la maleta, la cual guardaría en el armario, y que mantendría vacía la parte superior del mismo, así como la estantería. Ni muñecas, ni peines, ni cepillos, ni cuadernos llenos de las historias de Sabrina Starr. Además, pensaba utilizar las dos camas, durmiendo en una los lunes, miércoles y viernes, y en la otra los martes, jueves y sábados. Los domingos tendría que cambiarse de cama en mitad de la noche.

Abrió la maleta, sacó un libro de matemáticas, ya que estaba estudiando álgebra por placer, y apuntó el orden de las camas junto a su problema favorito sobre trenes que salen en dos direcciones diferentes. A continuación buscó su sombrero de camuflaje de la suerte, el que llevaba puesto cuando se cayó del techo del garaje y no se rompió ni un brazo ni una pierna. Ahí estaba, debajo de sus camisetas negras. Se lo caló, cerró la maleta y la guardó en el armario.

—Y ahora, salgamos a explorar.

Después de mirarse una última vez en el espejo y darse el visto bueno, fue por sus hermanas.

Rosalind se había instalado en una pequeña habitación situada al fondo del pasillo y que no contaba más que con una cama y una ventana. Skye se la encontró ordenando cuidadosamente en la cajonera la ropa que iba sacando de la maleta.

—Me habéis dejado la mejor habitación.

—Es que quería estar cerca de Risitas —contestó Rosalind.

—Bueno, pues gracias —dijo Skye; sabía que a su hermana mayor le habría encantado poder disfrutar del lujo y el espacio de su cuarto.

Rosalind sacó una foto enmarcada de la maleta y la puso sobre la mesita de noche. Skye se acercó para poder verla mejor, aunque ya sabía perfectamente de qué imagen se trataba. Rosalind siempre la tenía junto a su cama, y Skye la había visto un millón de veces. Era una foto en la que salía la señora Penderwick riendo y abrazando a Rosalind de bebé, tan pequeña que Skye ni siquiera había nacido, y mucho menos Jane o Risitas.

Toda la familia Penderwick estaba convencida de que, cuando Skye fuese mayor, sería igual a su madre. Toda la familia menos la propia Skye, que creía que su madre era la mujer más guapa que había visto jamás, y que, al mirarse en el espejo, no veía belleza. Vale, ambas tenían los ojos azules y el cabello rubio, pero ésas eran todas las coincidencias entre ellas. Además, había otra diferencia notoria, y era que Skye no podía ni imaginarse abrazando a un bebé y riendo al mismo tiempo.

De repente, Risitas emergió del armario de Rosalind batiendo sus alas de mariposa.

—He encontrado un pasadizo secreto —dijo la pequeña.

Skye miró dentro del armario y vio que, al otro lado, había otra habitación exactamente igual a la de Rosalind, pero con la maleta de Risitas abierta sobre la cama.

—No es un pasadizo secreto. Es un armario que está entre dos cuartos.

—Es un pasadizo secreto, y tú no puedes usarlo.

—Me voy a explorar —le dijo Skye a Rosalind, dándole la espalda a Risitas—. ¿Quieres venir?

—Ahora no; todavía me estoy instalando. ¿Por qué no vas con Risitas?

—No —respondieron Risitas y Skye al unísono.

Skye se fue antes de que Rosalind intentase hacerlas cambiar de opinión.

Jane se había acomodado en el segundo piso, que en realidad era la buhardilla. Skye subió el último tramo de la escalera, más pronunciado que el resto, y se encontró a su hermana estirada en una estrecha cama metálica, escribiendo enérgicamente en un cuaderno azul y murmurando para sus adentros.

—«El joven Arthur agitó la barra de hierro y se abalanzó sobre su malvado secuestrador.» No, demasiado dramático. A ver... «Arthur miró con tristeza...» Tampoco. «El solitario joven, de nombre Arthur, miró con tristeza por la ventana, sin imaginarse que iban en su ayuda.» Eh, ¡ésa es buena! «No sabía que la intrépida Sabrina...»

—Me voy a explorar —la interrumpió Skye—. ¿Te apetece venir conmigo?

—¿Has visto qué cama tan maravillosa? —contestó Jane, radiante—. Es ideal para una escritora. Seguro que aquí podré escribir la historia perfecta de Sabrina Starr. Lo presiento. ¿Tú no lo notas?

Skye miró a su alrededor y examinó aquella pequeña habitación de techo inclinado, que contaba con una sola ventana redonda en lo alto de la pared. Jane acababa de llegar, pero el suelo ya estaba lleno de libros.

—Pues no; no noto nada.

—Vamos, inténtalo. Es una sensación muy fuerte. Estoy segura de que alguna escritora famosa ha estado aquí antes, como Louisa May Alcott o Patricia MacLachlan.

—Jane, ¿quieres venir conmigo o no?

—Ahora no. Tengo que escribir algunas ideas para mi nuevo libro. Esta vez he pensado que Sabrina Starr rescate a una persona de verdad, un chico. ¿Qué te parece?

—No creo que pudiese rescatar ni a una marmota —contestó Skye, aunque Jane ya se había puesto a escribir de nuevo.

Skye fue hasta la planta baja y salió de la casa. Vio que su padre estaba acomodando a Hound en su redil. Realmente, para un perro aquello debía de ser algo así como el paraíso. La valla metálica era alta (y a Hound no le gustaban las vallas), pero el interior del recinto era amplio, y tenía varios árboles que daban sombra, ramas para mascar y una porción de arena donde escarbar. Además, el señor Penderwick le había puesto un enorme cuenco lleno de su comida favorita y otros dos con agua fresca. Con todo, Hound no parecía satisfecho. En cuanto vio a Skye, salió disparado hacia la puerta del cercado y se puso a ladrar y aullar como si lo hubieran encerrado en una mazmorra.

—Tranquilo, perro del demonio —exclamó el señor Penderwick.

—Está tratando de abrir la puerta —dijo Skye, viendo que Hound empujaba el cerrojo con la nariz.

—No podrá; es a prueba de perros. Aquí dentro estará bien.

Skye metió la mano por la verja y le rascó el morro.

—Papá, me voy a explorar. ¿Te parece bien?

—Sí, siempre que estés de vuelta dentro de una hora, para el almuerzo. Ah, y quidquid agas prudenter agas et respice finem.

El profesor no sólo usaba el latín cuando hablaba de plantas, sino también en el día a día. Decía que era una buena manera de mantener el cerebro engrasado. La mayoría de las veces sus hijas no tenían ni idea de lo que estaba diciendo, pero Skye estaba acostumbrada a oír aquella frase, que su padre solía traducir como «mira dónde te metes y no cometas ninguna locura».

—No te preocupes, papá —repuso con convicción.

Colarse en los jardines de la tal señora Tifton, que era lo que tenía pensado hacer, no era ninguna locura. Por otra parte, a juzgar por lo que había comentado Harry el vendedor de tomates, tampoco era lo más adecuado, aunque cabía la posibilidad de que el hombre estuviese equivocado. A lo mejor a la señora Tifton le encantaba tener extraños merodeando por sus jardines. «Al fin y al cabo, cualquier cosa es posible», pensó, y sin más dilaciones se despidió de Hound y de su padre y partió.

El área que rodeaba la casita era lo bastante grande para albergar tres o cuatro campos de fútbol, aunque la niña se dijo que sería un poco difícil jugar al fútbol allí, ya que había demasiados árboles. Detrás de la casa eran más abundantes y frondosos, y el espacio existente entre ellos estaba repleto de arbustos feos y espinosos. Sin embargo, el terreno que había delante era mucho más atractivo, ya que los árboles crecían más separados y, en lugar de maleza, había hierba y flores silvestres.

En uno de los lados de la finca se alzaba un alto muro de piedra que separaba la casita de la propiedad colindante. A lo largo del lado opuesto y el frontal corría un seto que servía de frontera. Skye sabía que los jardines de la señora Tifton estaban detrás de ese seto, y sabía también que había dos formas de acceder a ellos. Podía volver a recorrer el camino por el que habían llegado y cruzar la abertura que había en el seto, lo cual resultaba más aburrido, aparte de que era más fácil que la descubriesen. Y también podía colarse a través del seto y meterse en algún rincón oculto del jardín en que ni la señora Tifton ni nadie fuera capaz de verla.

Evidentemente, escogería la segunda opción. Skye se apartó del camino y fue hacia el seto. Sin embargo, no tardó en percatarse de que era más tupido y espinoso de lo que se había imaginado, y tras varios intentos de atravesarlo, no consiguió otra cosa que engancharse el sombrero dos veces y arañarse los brazos de tal forma que parecía que hubiese estado luchando contra un tigre.

Entonces, cuando ya estaba a punto de darse por vencida y volver al camino, se topó con una entrada. Había un túnel camuflado tras un macizo de flores, y era lo bastante ancho para pasar a través de él a cuatro patas. Si fuese Rosalind la que lo hubiera descubierto, habría advertido que estaba demasiado bien recortado y limpio para estar ahí por casualidad, y habría deducido que alguien lo utilizaba a menudo, y que, probablemente, no se trataba de la señora Tifton. Si fuese Jane, también se habría percatado de que el túnel no se había producido de forma natural; su explicación habría sido de lo más delirante, como, por ejemplo, que era una vía de escape para presos fugados, pero por lo menos habría reparado en ello. No obstante, era Skye la que había descubierto el túnel. Sólo pensaba en que necesitaba una vía de entrada, y la había encontrado, así que la empleó.

Salió en el borde de unos jardines enormes y preciosos, justo detrás de una estatua de mármol que mostraba a un hombre envuelto en una sábana y sosteniendo un rayo por encima de la cabeza. A Skye le pareció algo ridículo para colocar en un jardín, pero se alegraba de poder estar a cubierto. Miró a ambos lados de la estatua y... ¡bingo! Solamente había una persona a la vista, sacando malas hierbas de las losas, y era un aliado.

—Cagney —llamó, corriendo a su encuentro y quitándose el sombrero para mostrar su cabellera rubia—. Soy yo, Skye Penderwick.

—Rubia y con ojos... —De repente el chico se detuvo, porque se dio cuenta de que otra persona lo estaba llamando, alguien que se hallaba cerca y que se acercaba más—. Será mejor que te esconda. Parece que está de mal humor.

—¿Quién? —preguntó Skye. Sin embargo, Cagney ya estaba ayudándola a encaramarse a una espaciosa vasija con parras y flores grabadas.

—Quédate ahí dentro y no hagas ruido hasta que se haya ido.

Skye se agachó y deseó que Cagney la hubiera metido en una urna que no tuviese diez centímetros de agua sucia en el fondo, pero no había tiempo para preocuparse de eso, porque la persona malhumorada se aproximaba cada vez más.

—¡Aquí, señora Tifton!

Skye se quedó de piedra. ¡Era la misteriosa señora Tifton! Ojalá pudiera verla. ¿Por qué las vasijas no tenían agujeros para poder espiar a través de ellos?

—Por amor de Dios, Cagney, ¿es que no me oías? No tengo tiempo para ir persiguiéndote —dijo la mujer, impaciente, con un tono de voz que a Skye le recordó al de su profesora de segundo curso, aquella que la acusó de copiar por haber resuelto una división, ya que se suponía que los alumnos de segundo sólo sabían sumar y restar. Al mismo tiempo que esa voz desagradable, Skye oyó un molesto e insistente repiqueteo en las losas. Seguramente la señora Tifton era una estirada que llevaba tacones.

—Sí, señora; lo siento. No volverá a suceder —respondió Cagney.

—Acabo de recibir la programación del concurso del Club de Jardines. El juez y el comité estarán aquí dentro de tres lunes. Ya sabes que van a recorrer jardines por todo Massachusetts, y quiero que este año gane el mío.

—Le prometo que ganará, señora Tifton.

—Todavía te queda mucho que hacer.

—Lo sé, señora.

—¿Qué piensas hacer con estas vasijas? Es ridículo que estén vacías.

Para horror de Skye, el taconeo se acercó hacia ella. Se agachó cuanto pudo y se alegró, por lo menos, de llevar puesto su sombrero de camuflaje. En caso de que a la señora Tifton se le ocurriese mirar dentro de la urna, y en caso de que estuviera medio ciega, el sombrero podría ocultarla.

De repente hubo un golpe y Skye dio unas sacudidas dentro de su escondrijo. Cagney había pegado un salto y había aterrizado contra la vasija, justo delante de la señora Tifton.

—Jazmín —dijo el chico—. Pienso meter montones de jazmín rosa del invernadero. ¿Quiere que vayamos a verlo ahora? ¿Quiere ayudarme a seleccionar las mejores flores?

—Pues claro que no. Te pago para eso. Ah, Cagney, y quiero que cortes ese enorme rosal blanco que hay junto al camino.

—¿La fimbriata? —inquirió. Para Skye, el joven hablaba como su padre aquel día en que Hound se comió una extraña orquídea.

—Le rayó el coche a la señora Robinette después de la última reunión del comité del Club de Jardines. Deshazte de él.

—Sí, señora.

Cuando el sonido producido por los tacones de la señora Tifton se hubo desvanecido en la distancia, Skye se sintió lo bastante segura para asomarse por el borde de la vasija. Cagney se quedó mirándola, apesadumbrado.

—Mi tío plantó ese rosal hace treinta años. Lo cubría cada invierno para mantenerlo con vida. No puedo matarlo ahora sólo porque la señora Robinette no sepa conducir —dijo, ayudando a Skye a salir.

—¿Tu tío también trabajó de jardinero aquí?

—Pues sí. Yo empecé a venir después de la escuela para ayudarlo cuando era más pequeño que tú. Él se jubiló el año pasado, y la señora Tifton me ofreció el puesto.

Skye agitó los pies para sacudirse el agua de las zapatillas, y entonces se le ocurrió algo.

—¿Por qué no transplantas el rosal junto a nuestra casita? Papá puede ocuparse de él mientras estemos aquí.

A Cagney se le iluminó el rostro.

—Tienes razón. La señora Tifton jamás lo sabría. Y no haría falta molestar a tu padre; yo iría a regarlo a diario.

Entonces, a lo lejos volvió a oírse la misma voz de antes.

—¡Caagneey!

—Ya estamos de nuevo —se quejó él—. Será mejor que te vayas. La distraeré antes de que te vea.

Aunque Skye habría preferido esconderse de nuevo en la vasija para seguir espiando a la señora Tifton, sabía que Cagney tenía razón. Se despidió de él, y luego, yendo de arbusto en arbusto, llegó hasta la estatua de mármol del hombre del rayo.

—¡Caagneey! —bramó la mujer, cada vez más cerca.

Skye se introdujo otra vez en el túnel y... ¡¡pam!!, se dio de bruces contra alguien y cayó al suelo en una maraña de brazos y piernas.

—¡Ay! —exclamó, mientras se tocaba la cabeza para ver si tenía sangre.

Por suerte, el sombrero de camuflaje había amortiguado el golpe y no se había hecho daño, lo cual estaba bien, porque entonces le quedarían fuerzas para asesinar a quien fuera de sus hermanas que había causado el accidente. Se incorporó, se apartó el pelo de los ojos y miró a la persona que estaba debajo de ella.

No era una de sus hermanas. Se trataba de un chico más o menos de su misma edad, pecoso y de cabello castaño y liso.

—¿Estás inconsciente? —preguntó Skye, presa del pánico.

Se quitó el sombrero y se puso a abanicar al chico con él, ya que una vez, en una película, había visto cómo un vaquero revivía a otro usando el suyo. Sin embargo, aquello no funcionaba. El chico seguía sin abrir los ojos. «A veces en las películas, cuando alguien está inconsciente, lo abofetean», pensó la niña, pero no le convencía la idea de pegar a alguien que acababa de darse semejante golpe. Fuera como fuese, el muchacho estaba en problemas, y si había que abofetearlo, pues se le abofeteaba, así que Skye levantó la mano y...

El chico abrió los ojos.

—Gracias a Dios —dijo ella—. Pensaba que te estabas muriendo.

—Pues no.

—¿Te duele la cabeza?

El muchacho se tocó la frente e hizo una mueca.

—No demasiado.

—Qué bien. Te ayudaré a volver a tu casa. ¿Dónde vives?

—Vivo en...

—¡¡Jeffrey!! —se oyó entonces. Se trataba de la señora Tifton, y sonaba muy cerca.

—Silencio —le indicó Skye al chico, tapándole la boca con la mano—. Es esa estirada de la señora Tifton de nuevo, y es un verdadero incordio. Si nos pilla en su jardín...

Él le apartó la mano y trató de sentarse. Estaba más pálido que antes, tanto que, de hecho, Skye habría podido contarle las pecas de la cara.

—¿Te encuentras bien? Parece como si fueras a vomitar.

—¡¡Jeffrey!! ¿Dónde estás? —insistió la señora Tifton.

Entonces Skye lo comprendió todo.

—Oh, no.

—Perdona —se disculpó el chico, manteniendo la dignidad—. Mi madre me está llamando y tú estás en mi camino.