CAPÍTULO QUINCE
El libro desgarrado
—¿Vas a contarme lo que pasó anoche, Rosalind? —preguntó el señor Penderwick.
—Es que no hay nada que contar, papá; en serio. Necesitaba tomar el aire, así que me fui a dar una vuelta, me caí en el estanque de los lirios y me golpeé la cabeza contra una piedra.
Miró a su padre como suplicándole que no insistiera. La noche anterior, cuando Cagney la llevó a casa, medio ahogada y con un moratón en la frente, su padre tuvo la deferencia de no preguntarle nada al respecto. ¿Acaso pretendía que por la mañana ella confesara lo ocurrido? Ya le había costado bastante reconocérselo a sí misma, tras pasar toda la noche dando vueltas en la cama. Qué estúpida había sido al entregar su corazón a alguien que la veía como a una niña pequeña. Pensó que tardaría años y años en volver siquiera a pensar en un chico. A partir de entonces, sus únicas preocupaciones serían su familia, sus amigas y la escuela.
—¿Cómo es que Cagney y esa chica...?
—Kathleen.
—Kathleen, eso es. ¿Cómo es que ellos estaban allí justo para rescatarte? ¿Mera coincidencia?
—Algo así; es decir, sí.
—¿Y no ha tenido nada que ver con el hecho de que Skye volviera ayer empapada? ¿Será Jane la próxima? ¿Acaso tendré que recibir a mis hijas una a una como si acabasen de salir del fondo del mar?
—Venga, papá...
El señor Penderwick miró a su alrededor, como buscando ayuda.
—Te estás haciendo mayor, Rosalind. Hay cosas sobre las adolescentes que, simplemente, se me escapan. Ojalá tu madre...
Se detuvo. Su hija tenía los ojos llenos de lágrimas. Aquello era peor que una confesión.
—Dime algo, Rosy. Si tu madre aún viviera, ¿te daría vergüenza explicarle algo de lo que sucedió anoche?
—No —respondió con firmeza.
—Entonces no tengo de qué preocuparme.
—Bueno, puede que un poco.
—Aclárate.
De repente Skye entró en la cocina como una exhalación.
—¿Se sabe algo de Jeffrey? —preguntó.
—No —contestó Rosalind.
—Vaya. —Entonces advirtió la herida de su hermana—. ¿Qué te ha pasado en la cabeza?
—Nada.
—¿Qué quieres decir? Eso tiene incluso peor pinta que el chichón que le causé a Jeffrey cuando me topé con él por primera vez.
—«Nada» significa que tu hermana no tiene ganas de hablar del tema —dijo el señor Penderwick.
Entonces entró Jane, bailando y agitando un cuaderno azul.
—¡Ya está! ¡He terminado mi libro! He despertado esta mañana y el final de la historia se me ha aparecido como por arte de magia, así que me he apresurado a escribirlo. ¿Puedo pasarlo a tu ordenador, papá?
—Con calma, cariño. ¿Cómo te sientes?
—Genial, aunque todavía tengo la nariz un poco tapada —contestó, resoplando sonoramente para demostrarlo—. Creo que acabar el libro me ha ayudado a ponerme mejor.
—En ese caso, claro que puedes usar mi ordenador. ¿Nos dejarás luego leer tu obra maestra?
—Por supuesto, papá. ¡Rosalind! ¿Cómo te has hecho eso? —preguntó entonces Jane.
—No quiere decírnoslo —repuso Skye.
—¿Por qué no?
—Porque ha decidido no hacerlo —respondió su padre.
En ese instante sonó el teléfono, que estaba en una de las paredes de la cocina. Rosalind fue hasta él y descolgó.
—¿Sí? Ah, hola, Churchie. Sí, está aquí —dijo, girándose hacia Skye—. Churchie tiene que darte un mensaje.
—Debe de ser de Jeffrey —supuso Skye, ansiosa, tomando el auricular.
Sin embargo, una vez que colgó ya no estaba tan emocionada.
—¿Qué ocurre? —preguntó Rosalind, fijándose en la angustia que se reflejaba en el rostro de su hermana.
—Ayer la señora Tifton y Dexter se llevaron a Jeffrey a Pensilvania.
—¡Pensilvania! —exclamó Jane—. ¡Eso significa que ha ingresado en la Academia Militar Pencey!
—Oh, no. —Rosalind se desplomó sobre la silla. Sus problemas eran nada comparados con los que tenía el pobre Jeffrey en esos momentos.
—¿Qué nuevo misterio es éste? —preguntó el señor Penderwick.
A las hermanas les llevó un rato contárselo todo. En un principio trataron de explicarle directamente lo de Pencey, pero se dieron cuenta de que, para que la historia tuviera sentido, debían retroceder un poco y hablarle del general Framley y West Point. Luego habían de explicarle el repulsivo papel de Dexter en todo el asunto, junto con la escasa información que tenían acerca del padre de Jeffrey. Cuando hubieron terminado, Skye no aguantó más y escupió el incidente del día anterior con la señora Tifton; o al menos la mayor parte de él. Mencionó los improperios que la mujer había vertido sobre su madre y, para vergüenza de Rosalind, lo que había dicho de ella y Cagney.
—Qué mujer tan abominable —dijo Jane cuando su hermana hubo concluido.
—Y todavía no sé si Risitas lo ha superado —añadió Skye.
El señor Penderwick se asomó a la ventana y miró a su hijita, que estaba jugando a los vampiros con Hound. El perro se hallaba tumbado boca arriba, intentando deshacerse de la toalla negra que la niña le había atado al cuello a modo de capa.
—¡Sangre, sangre! —chillaba la niña agazapada detrás del cuenco de agua del sabueso.
—Pues a mí no me parece que se encuentre mal —opinó su padre—. De todos modos, hablaré con ella más tarde.
—¿Y qué pasa con Jeffrey? —preguntó Jane—. ¿Creéis que ya estará encerrado en esa horrible academia? ¿Volveremos a verlo?
—Churchie no sabe nada más al respecto —dijo Skye—. Cuando partieron ayer por la tarde, lo único que dejó dicho la señora Tifton fue que hoy estaría de regreso antes de cenar. Como mencionó lo de Pensilvania en último momento, Churchie no tuvo oportunidad de despedirse de Jeffrey en condiciones, aunque él alcanzó a susurrarle un mensaje antes de que se lo llevaran: «Dile a Skye que no es culpa suya»; eso fue todo.
—Churchie debe de estar muy enfadada —dijo Rosalind.
—Pobre Churchie; y pobre Jeffrey —añadió Jane.
—¿Estáis seguras de que él no quiere ir a Pencey? —preguntó el señor Penderwick—. ¿Y de que no tiene ningún interés en hacer carrera como militar?
—Al cien por cien —respondió Skye.
—¿Y él se lo ha dicho a su madre? Porque normalmente los padres quieren lo mejor para sus hijos, pero no siempre saben qué es lo mejor.
—Jeffrey ha tratado de explicárselo, pero ella ha hecho oídos sordos —contestó Rosalind.
—Eso no está bien. —El señor Penderwick miró a sus hijas—. Espero que vosotras penséis que os escucho. Al menos eso intento.
—¡No seas bobo, papá! —exclamó Jane, lanzándose sobre él por un lado mientras que Rosalind lo abrazaba por el otro.
—Bueno —dijo Skye entonces—. Está esa vez en que mamá y tú nos obligasteis a hacer de damas de honor en la boda del tío Gordon, a pesar de que os repetí una y otra vez que yo no quería.
—Eso fue hace seis años, Skye —señaló Rosalind.
Ella siguió adelante.
—Y tuve que ir con ese horrible vestido rosa de volantes y ese estúpido sombrero con lazos por todas partes.
—¡Pues a mí ese sombrero me encantaba! —exclamó Jane.
—Y todos los adultos no dejaban de agacharse y decirme lo guapa que estaba —rubricó Skye.
—Lo siento, Skye. Debió de ser muy duro para ti —se disculpó su padre—. Te prometo que nunca más te pediré que hagas de dama de honor.
—Gracias —contestó la niña, con la cabeza bien alta.
—Pero ya somos demasiado mayores para... —protestó Jane.
Rosalind la interrumpió frunciendo el entrecejo y cambió de tema.
—Volvamos a Jeffrey y Pencey.
—Sí —dijo el señor Penderwick, procurando no sonreír.
—¿Qué podemos hacer para ayudarlo? —preguntó Skye.
—La verdad es que no se me ocurre nada. Ahora mismo, lo único que podemos hacer es esperar a que vuelva de Pensilvania.
—Si es que vuelve —apuntó Rosalind.
Jane suspiró, y como si de una espesa niebla se tratase, el desaliento se abatió sobre la cocina.
La culpa no era una emoción demasiado familiar para Skye, pero es lo que sentía en aquel momento. Jeffrey podría haberle dejado mil mensajes diciéndole que nada de todo aquello era culpa suya, y ella no habría acabado de convencerse. Ojalá no hubiese luchado con él en la sala de música; ojalá no le hubiera gritado a la señora Tifton; ojalá no fuera tan bocazas.
Hacía ya una hora que Skye estaba acechando por los jardines de Arundel, asomada por detrás de uno de los rosales, y todavía no había sucedido nada. El coche de la señora Tifton seguía sin aparecer, y nadie había vuelto de Pensilvania. Incluso Cagney parecía haberse esfumado. Era como si el lugar se encontrase bajo algún conjuro maléfico, como en el tostón de La bella durmiente, o en la todavía más aburrida Blancanieves, o en cualquiera de esas historias infantiles que Jane se sabía de memoria.
Skye se sentó en el banco que había tras el rosal y abrió el libro de matemáticas que había llevado consigo. A lo mejor hacer algunos problemas la distraía. «Si un pedazo de madera de catorce metros se corta en dos partes en una relación de tres a cuatro, ¿cuánto mide cada parte?»
—Vamos a ver; una parte será X y la otra Y —dijo mientras iba apuntando—. Por lo tanto, X más Y es igual a catorce, y la proporción es... Mmm... ¡Eso es! Cuatro veces X es igual a tres veces catorce menos X; X es igual a seis, e Y es igual a ocho. Perfecto.
Se saltó varios ejercicios para dar con uno que fuera más difícil que el resto, pero parecía que esa tarde su libro de matemáticas no la satisfacía como en otras ocasiones. Aquél era el día más frustrante que recordaba haber vivido, y ni siquiera se había hecho de noche. Aparte de las malas noticias acerca de Jeffrey, sus hermanas la habían dejado tirada. Rosalind se había encerrado en su habitación para escribirle una carta a Anna, tal vez para contarle el incidente de Skye con la señora Tifton, y Jane se había tomado el día para pasar al ordenador su libro de Sabrina Starr. Risitas, por su parte, había decidido no hacer nada. Por supuesto, eso no significaba que Skye añorase la compañía de su hermanita; evidentemente, no se habían hecho amigas a pesar de haber vuelto a casa bajo la lluvia.
Así que Skye se había pasado toda la mañana disparando flechas al retrato de Dexter, aunque ¿cómo de divertido podía resultar eso si no había nadie contra quien competir? Luego, después de comer, se dedicó a chutar un poco el balón, pero jugar al fútbol en solitario era aún peor que hacer tiro con arco sola. Finalmente, cuando ya no pudo soportarlo más, se dirigió a los jardines para esconderse detrás del rosal que había junto al camino. Si tenía que aburrirse y estar sola, al menos podía esperar a Jeffrey al mismo tiempo.
Sin embargo, de pronto el estómago comenzó a rugirle ferozmente. Hacía ya unas cuantas horas que se había zampado el sándwich de queso y tomate que se había llevado de casa, y no tenía más provisiones. Genial. No sólo estaba sola y aburrida sino que, además, se sentía culpable y hambrienta.
—Sabrina Starr a tu servicio —dijo Jane súbitamente, asomando la cabeza por un lado del rosal.
—Pensaba que estabas escribiendo —repuso Skye, tratando de no reflejar lo aliviada que se sentía.
—Ya he acabado. Papá ha leído el libro y dice que está muy bien, mejor aún que Sabrina Starr rescata a un jabalí. Luego hemos cenado. De hecho, papá me envía a decirte que hagas una pausa y vayas a cenar, y me ha encargado que te diga que hay espaguetis, en caso de que quieras ponerte a discutir conmigo.
—¿Por qué todo el mundo piensa que me paso el tiempo discutiendo? Yo nunca discuto. —Titubeó—. Al menos ya no pienso discutir tanto como antes.
—Lo cual sería un verdadero milagro.
Skye prefirió hacer caso omiso de aquel comentario.
—Bueno, Jane, tu misión consiste en vigilar y reunir información. Si vuelven a casa, espera hasta que hayan entrado y ven corriendo a la casita para contarnos si Jeffrey ha regresado o no.
—Ya sé lo que tengo que hacer.
—¿Seguro? ¿Recuerdas que no debes dejar que te vea ningún adulto?
—¡Skye!
—Vale, de acuerdo. Volveré cuando haya acabado de cenar. —Tomó su libro de matemáticas y salió disparada hacia el túnel.
Jane se instaló en el banco y se preparó para la larga espera. Tenía un par de libros y una caja llena de pañuelos de papel, porque el resfriado no se le había ido del todo. Uno de los libros era Magia junto al lago. Había llegado a la parte en que Katharine se hallaba dentro de la lámpara de aceite en la cueva de Alí Babá, y, a pesar de que ya era la cuarta vez que leía aquella historia, siempre la emocionaba lo que iba a suceder a continuación. Eso es lo que hacía tan maravilloso un buen libro; que podías leerlo una y otra vez sin cansarte de él.
No obstante, a pesar de lo mucho que deseaba leer cómo el genio le mostraba a Katharine el modo de salir de la lámpara, el segundo libro que había llevado, treinta páginas meticulosamente mecanografiadas y encuadernadas con cubiertas de color rojo, le interesaba más. Acarició la portada y se preguntó si alguien querría leerlo más de una vez; o si, simplemente, alguien que no fuese su padre estaría interesado en leerlo. Pero no, era horrible pensar que un libro escrito a base de tanto sudor y tanto gozo se quedara intacto en una estantería. Aquel libro merecía que le prestaran atención; con gran solemnidad, Jane abrió la portada y leyó el título de la portadilla:
SABRINA STARR RESCATA A UN CHICO
Por Jane Letitia Penderwick
—Suena de fábula —dijo, pasando a la primera página y empezando a leer—. «Capítulo uno. Un solitario chico de nombre Arthur miraba melancólico por la ventana, sin imaginar ni por asomo que la ayuda estaba en camino. La genial Sabrina Starr, a la que él no conocía...»
De repente se interrumpió. Se acercaba un coche. Jane miró entre las rosas. ¡Era la señora Tifton! Ahora tendría noticias de Jeffrey. ¿Habría vuelto a Arundel o lo habrían dejado en Pensilvania?
El vehículo se detuvo. Jane trató de contar cuántas personas había dentro, pero, por mucho que entrecerró los ojos, el reflejo del sol del atardecer en las ventanillas se lo impidió. Se abrió la portezuela del conductor; Dexter salió y fue hasta el lado del copiloto para abrirle la puerta a la señora Tifton, que abandonó el automóvil vestida con un modelo azul a juego con el color del coche. Los dos se dirigieron a la casa, y en ese preciso instante Jane se sumió en la desesperación. Habían dejado a Jeffrey en Pencey. Seguramente ya le habrían rapado la cabeza y lo habrían encerrado en un dormitorio con cien chicos más a los que no les importaba un pimiento la música.
Entonces se abrió la puerta trasera y apareció Jeffrey. Jane aplaudió en silencio y borró de su mente todas las cosas horribles que se había imaginado hacía tan sólo unos instantes. Gracias a Dios que su amigo había regresado. Recogió sus libros y se dispuso a ir corriendo a la casita con la buena nueva. De todos modos, esperaría un par de minutos a que no hubiese nadie a la vista. Empezó a contar los segundos; uno... dos... tres... De repente la puerta de la casa volvió a abrirse. Era Dexter, que fue al maletero del coche. «Claro, se ha olvidado el equipaje», pensó Jane, consciente de que ahora debería esperar dos minutos más después de que Dexter entrase de nuevo en la casa.
Ojalá se hubiera limitado a seguir leyendo Magia junto al lago en el banco, aguardando mientras tanto a que el novio de la señora Tifton se esfumara. Sin embargo, la optimista de Jane seguía aferrándose a la teoría de que Dexter podía tener un lado bueno, aunque se había cuidado mucho de comentárselo a Jeffrey o a sus hermanas. Sabía perfectamente que ellos rechazarían esa teoría y acabarían, por consiguiente, con su esperanza de que la versión buena de Dexter, el señor Dupree, la ayudara con su libro.
Jane levantó su copia de Sabrina Starr rescata a un chico y la apretó contra el pecho. El señor Dupree, el editor, se encontraba a tan sólo diez metros de ella. ¿Debía llamarlo? Skye le había recalcado que no dejara que ni él ni la madre de Jeffrey la vieran, pero ¿y si al señor Dupree se le ocurría publicar el libro y vender los derechos del mismo para hacer una película, y ella ganaba suficiente dinero para montarle a Skye su propio laboratorio en el sótano de su casa de Cameron? ¿Compensaría eso el hecho de haber dado al traste con la misión? ¿Qué hacer? Dexter estaba cerrando el maletero, y al cabo de escasos segundos Jane perdería la oportunidad de hablar con él. ¿Iba a su encuentro? ¿Esperaba y volvía corriendo a la casita? Tenía la cabeza hecha un lío. No sabía qué hacer.
Entonces su nariz decidió por ella. Justo en el momento en que Dexter agarraba las maletas y daba media vuelta para entrar en la casa, Jane sintió un terrible picor en el orificio derecho. Se agachó detrás del rosal, contuvo la respiración y se tapó la boca con la mano, pero fue en balde. Soltó un espectacular estornudo, tan brutal, como le contaría a Skye más tarde, como para arrancar de cuajo diez rosales; y lo bastante ruidoso para llamar la atención de Dexter, que se giró de inmediato.
—¿Quién anda ahí? —exclamó.
«Se acabó», pensó Jane. La suerte estaba echada. La niña hizo acopio de valor, y después de tomar un pañuelo de papel por si acaso volvía a estornudar, salió de su escondite y fue hasta la puerta de la casa.
—Hola, señor Dupree. Soy yo, Jane Penderwick. Le he traído mi libro.
Dexter no parecía demasiado contento de verla.
—¿Qué libro?
—El que he escrito —respondió, enarbolando su preciosa copia de tapas rojas—. Usted me dijo que le echaría una ojeada cuando lo hubiera acabado y que me daría algunos consejos.
—Tú y tus hermanas sois realmente increíbles. Es una broma, ¿verdad?
—No, no lo es. —Se le cayó el alma a los pies—. Me ha costado mucho trabajo escribirlo.
Dexter dejó las maletas en el suelo y tomó el ejemplar.
—Le echaré un vistazo, pero debes irte antes de que Brenda te encuentre aquí y le dé otro ataque.
Jane contuvo el aliento. Había llegado el momento; su futuro estaba enjuego. Dexter ojeó la primera página, fue a la mitad del libro y después pasó otra página; luego cerró el texto y se lo devolvió a la niña.
—Helio se escribe con hache.
—Pero ¿qué le parece la historia? ¿Le gusta cómo escribo?
—¿Qué quieres que te diga? Es un desastre. Ahora, vete —concluyó él, cargando con el equipaje y entrando en la casa.
Jane arrancó la página ocho, la rompió en pedazos y tiró los trozos al suelo de su habitación, encima de los restos de las siete páginas anteriores. Acto seguido, arrancó la página nueve e hizo lo mismo.
—Hola, Jane; ¿estás ahí? —preguntó Skye, llamando a la puerta.
—Vete.
—¿Qué te pasa?
—Nada —respondió, arrancando la página diez y despedazándola.
—Rosalind me ha dicho que has visto a Jeffrey. Tenemos un plan, pero no puedo contártelo a gritos desde aquí fuera.
Jane se puso de pie, fue hasta la puerta y la abrió de golpe.
—Dime.
—Tú y yo vamos a la mansión más tarde, subimos por la escala de cuerda y hablamos con Jeffrey. Rosalind se quedará aquí y nos cubrirá. Vendré a buscarte cuando papá se haya ido a dormir.
—Vale.
—¿Por qué no me dejas pasar?
—Porque no. —Jane cerró la puerta, volvió a sentarse en la cama y arrancó la página once.
Cuando hubo llegado a la vigésima, alguien más llamó a la puerta.
—¿Jane? —Era el señor Penderwick.
—Por favor, papá, déjame en paz. Quiero estar sola.
—Me tienes preocupado.
—Estoy bien.
—Tengo algo importante que preguntarte, pero no quiero hacerlo aquí fuera. ¿Estás seca?
Jane fue a abrir.
—Pues claro que sí. ¿A qué viene esa pregunta?
—A que, últimamente, mis hijas vuelven a casa mojadas. —Advirtió que el suelo estaba cubierto de papelitos—. ¿Qué estás haciendo?
—Por si te interesa, estoy destruyendo Sabrina Starr rescata a un chico, y te comunico que pienso dejar de escribir. No se me da bien y ya va siendo hora de que lo asuma.
—¿Qué estás diciendo? Eso no es verdad. Eres una escritora soberbia y tu nueva historia es un auténtico tour de force. Esa escena en que Arthur le tira el pan y el agua a doña Horripilante y dice: «Libérame o mátame»... Excellens, praestans.
—Dices eso porque eres mi padre. Los profesionales sí que saben de lo que hablan.
—¿Qué profesionales?
—Pues por ejemplo Dexter, que es editor. Le he mostrado mi nuevo libro y me ha dicho la verdad. Según él, es un desastre.
—Ay, mi querida y alocada hija. Dexter no publica libros, sino una revista sobre coches.
—¿Una revista sobre coches? —repitió, dejando de romper páginas.
—Se llama Línea discontinua, por si te interesa. Por lo que yo sé, sabe tanto de libros de verdad como Hound.
—¿No te lo estás inventando para hacer que me sienta mejor?
—Claro que no. Cagney me lo dijo la semana pasada, mientras me enseñaba a propagar Anemone hupehensis.
—Oh, papá... —Jane se quedó mirando los papeles que llenaban el suelo de su cuarto.
—Supongo que ésa no era la única copia, ¿verdad?
—No te preocupes, el texto sigue en tu ordenador, aunque pensaba borrarlo mañana.
—Bueno, pues en lugar de eso vas a imprimir otra copia y vas a conservarla para siempre.
—Entonces, ¿no mentías? ¿De veras te gusta la escena en que doña Horripilante saca el brazo por la ventana y trata de alcanzar el globo?
—Me encanta.
—¿Y cuando Sabrina Starr efectúa un aterrizaje de emergencia en Kansas, durante un huracán?
—Sublime.
—¿Estás absolutamente seguro de que soy una buena escritora? —le preguntó, mirándolo con cara de cordero degollado.
—¿Buena? —dijo el señor Penderwick, tomando el rostro de su hija con ambas manos—. Cariño, eres mucho mejor que buena. Tienes un don maravilloso para la palabra. ¡Y menuda imaginación! ¿Recuerdas lo que solía decir tu madre?
—Que mi imaginación es la octava maravilla del mundo.
—Y tu madre era una mujer inteligente, ¿no?
—Sí, papá. Te quiero.
—Yo también te quiero, hija mía. Ahora limpia este estropicio y acuéstate. Los buenos escritores también necesitan descansar.
Dicho esto, el señor Penderwick salió de la habitación y cerró la puerta con cuidado.