CAPÍTULO CATORCE

Aventura a medianoche

—Un cuento más —solicitó Risitas.

—Pero si ya te he contado tres —contestó Rosalind—. Ya sabes que la regla es un cuento por noche.

—Por favor. Esta noche Hound está triste y se siente solo.

En cuanto oyó que pronunciaban su nombre, el perro soltó el hueso que estaba masticando, correteó alrededor del dormitorio y saltó alegremente sobre la cama de Risitas.

—Triste y solo, ya lo veo —dijo Rosalind, echándolo de la cama y preguntándose por enésima vez qué les habría ocurrido a Skye y la pequeña esa mañana en Arundel Hall. Skye se había encerrado en su cuarto nada más llegar, y Risitas, que había vuelto con los ojos rojos e hinchados, había insistido en quedarse junto a su hermana mayor el resto del día. De todas maneras, ni la una ni la otra habían entrado en detalles.

—Pues cuéntame una historia sobre mamá y el tío Gordon cuando eran pequeños.

—Vale, pero sólo si me prometes que luego te dormirás.

—Prometido.

—¿Quieres la de la mantequilla de cacahuete en la pared o la del trineo?

—Las dos.

—Risitas... —dijo Rosalind en tono de advertencia.

—La del trineo.

—Una vez, cuando el tío Gordon tenía siete años y mamá cinco, el tío leyó un libro sobre trineos y decidió aprender a montar en ellos.

—Pero era verano.

—Y por lo tanto no había nieve. Así que agarró el colchón de su cama y lo arrastró hasta lo alto de la escalera, para poder deslizarse por ella como si estuviese en la ladera de una montaña. Sin embargo, como no estaba seguro de que fuera a funcionar, le pidió a mamá que lo probase primero.

—Y mamá contestó que no —repuso Risitas, adormilada. Se le estaban empezando a cerrar los ojos.

—Hasta que el tío Gordon le dijo que le pagaría veinticinco centavos por intentarlo, conque mamá se metió bajo las sábanas, porque el tío había dejado puestas las sábanas y la colcha, y entonces él lo empujó con todas sus fuerzas. —Hizo una pausa, y como su hermanita no decía nada, suspiró y continuó con la historia—. Sin embargo, la escalera no era recta, y después de doce escalones mamá aterrizó en el primer rellano, pero el colchón siguió adelante otros doce escalones hasta llegar abajo del todo, y por supuesto acabó plegado como un acordeón, y mamá, enredada entre las sábanas, se puso a chillar. ¿Risitas?

La niña había acabado por dormirse. Rosalind la arropó con cariño, le dio un beso en la mejilla, y miró a Hound como indicándole que no se atreviese a subir de nuevo a la cama. El perro, por su parte, le dedicó una gran sonrisa perruna llena de inocencia. Rosalind apagó la luz,cerró la puerta e inmediatamente oyó que el sabueso saltaba sobre el lecho de Risitas. Suspiró y subió al ático.

Era el turno de ir a ver a Jane, que había guardado cama todo el día a causa de su resfriado, sonándose la nariz, escribiendo, leyendo y volviendo a sonarse la nariz. La luz de su cuarto seguía encendida, y el libro que estaba leyendo, Magia junto al lago, yacía abierto sobre las sábanas. Sin embargo, Jane no había tardado en dormirse, y sus rizos se extendían encima de la almohada. Rosalind dejó el libro en la mesita de noche y posó la mano sobre la frente de su hermana: ya no estaba tan caliente. Obviamente, le había bajado la fiebre; papá estaría más tranquilo cuando se enterase.

De repente Jane se estremeció.

—Ahora que eres libre, Arthur —murmuró—, ¿adonde puedo llevarte con mi globo? Elige el destino que más te guste. ¿Rusia, tal vez? ¿Australia? ¿Brasil?

—Jane, soy Rosalind. ¿Necesitas algo?

—Y el chico contestó: «Cualquier lugar del mundo donde doña Horripilante no pueda encontrarme.»

—Vale, vale; sigue durmiendo. —Apagó la luz y bajó a su habitación.

Dentro de sólo tres noches estarían de vuelta en Cameron. ¿Echaría de menos aquella cama? No era tan bonita como la de su casa, con sus muebles rojos, las coloridas cortinas de raso y el cobertor que le había tejido su madre, pero de todas maneras había pasado buenos ratos en ella. Ahí estaba el libro que le había prestado Cagney sobre la batalla de Gettysburg, que casi había terminado; y una rosa blanca del rosal sobre el escritorio; y todas las cartas que había recibido de Anna, llenas de consejos sobre Cagney. Y colgado en la parte de fuera del armario, donde pudiera verlo a diario, estaba el vestido de tirantes que había llevado para el cumpleaños de Jeffrey. Rosalind se acercó a él y, uno por uno, acarició los botones de la espalda; trece en total. Lo sabía de memoria, igual que recordaba palabra por palabra lo que Cagney había dicho cuando la vio con él puesto.

Se acercó a la ventana, levantó la mosquitera y se asomó al exterior. Había cesado de llover. El cielo estaba despejado y la luna brillaba por encima de la copa de los árboles. Rosalind había calculado que, situándose en cierto ángulo y girándose levemente hacia la izquierda, estaba en línea recta con el apartamento de Cagney, e incluso podría ver las luces de la cochera si los árboles y el seto no estuvieran en medio.

«¡Guau, chicas, estáis guapísimas!» Eso es lo que él había dicho. De vez en cuando, la muchacha fantaseaba con la idea de que el jardinero se lo decía sólo a ella. «¡Guau, Rosalind, estás guapísima!»

De repente se sobresaltó y se golpeó la cabeza contra la mosquitera. Alguien llamaba a la puerta de su dormitorio.

—Rosalind, ¿estás ahí?

Era Skye. Rosalind cerró la ventana y abrió la puerta.

—¿Qué ocurre?

—Nada; ¿por qué tendría que ocurrir algo? —Entró y se sentó en la cama.

—Claro, lo que tú digas. Te encierras en tu habitación durante horas y luego te pasas toda la cena de mal humor.

—¿Tanto se me notaba?

—Sí. —Rosalind se sentó junto a su hermana y esperó. Por lo general, resultaba más fácil dejar que Skye se tomara su tiempo para soltarse.

Y eso fue justamente lo que pasó. Primero miró a su alrededor, agitando las piernas, y luego clavó la mirada en el techo durante unos minutos.

—¿Alguna vez has perdido los nervios? —preguntó al final.

—Si lo recuerdas, el segundo día de estar aquí te grité por haber quemado aquellas galletas.

—Ya, pero me refiero a perder los nervios de verdad, a volverte loca.

—Bueno, cuando Tommy Geiger me tiró un trabajo de la escuela en un charco de barro, le dije de todo.

—¡Pero eso fue hace años, Rosalind! ¡Debías de estar en tercer o cuarto curso!

—Pues es la última vez que recuerdo.

Skye volvió a mirar al techo. A Rosalind se le estaba agotando la paciencia. Como no apretase un poco a su hermana, podían estar sentadas allí toda la noche.

—¿Acaso hoy has perdido los nervios?

—Sí, ¿cómo lo has sabido? Todo ha sido culpa de la señora Tifton; le he dicho cosas que... Pero lo que ella ha dicho primero era mucho peor, y no he podido contenerme.

Rosalind sabía que debía reprenderla, porque las Penderwick jamás contestaban de mala manera a los adultos, sobre todo cuando habían prometido comportarse bien con unos adultos en particular. No obstante, la idea de que la madre de Jeffrey hubiera dicho cosas terribles le dio escalofríos, y no pudo evitar preguntar:

—¿Qué es lo que ha dicho?

—Cosas horribles sobre mamá.

Aquello fue como un puñetazo en pleno rostro. Rosalind contuvo el aliento y miró la fotografía de su madre que tenía sobre la mesita de noche. Su amada madre, un millón de veces más bondadosa que la señora Tifton.

—¿Cómo ha tenido el valor? ¿Qué sabrá ella de mamá?

—Nada. Eso es justo lo que yo le he dicho.

—Me alegro.

—Entonces, ¿no crees que me he equivocado al perder los nervios con ella?

—Bueno... —No sabía qué contestar.

—Porque has de saber que también ha soltado cosas espantosas acerca de nosotras. A mí me ha llamado desvergonzada e insolente, y ha dicho que Risitas es rara, y que tú sigues a Cagney como un perrito faldero y que, un día, algún hombre se propasará contigo y ése será el fin de tu inocencia.

—El fin de... —Aquello fue peor que una bofetada; Rosalind sintió como si le hubiesen lanzado un cubo de basura podrida a la cabeza. Se tiró en la cama y hundió el rostro en la almohada.

Skye estaba desolada. ¿Por qué cada vez que abría su bocaza tenía que lastimar a alguien?

—Lo siento, Rosalind; no debería habértelo contado. —No; has hecho bien. Y ahora vete, por favor; quiero estar sola. —Pero...

—Vete.

«No puedes quedarte aquí tumbada para siempre —se dijo Rosalind para sus adentros—. O a lo mejor sí —pensó inmediatamente después—. Puedo quedarme aquí el tiempo que me dé la gana, hasta que sea la hora de meternos en el coche y volver a Cameron. De esa manera no tendré que ver a nadie de Arundel. Seguro que la señora Tifton no es la única que se ha percatado de lo tonta que he sido; seguro que Churchie, esa babosa de Dexter, Harry el vendedor de tomates e incluso el propio Cagney se han dado cuenta.»

Rosalind no dejaba de moverse en la cama. Ya llevaba dos horas allí, sin hacer otra cosa que darle vueltas y más vueltas a sus pensamientos. Cuando su padre entró a desearle buenas noches y arroparla, ella fingió estar dormida hasta que él apagó la luz. Jamás había hecho eso; sintió como si lo estuviese decepcionando. ¿Acaso era así como se sentía una al estar enamorada?

¿Estaba ella enamorada? Hacía ya tiempo que se lo preguntaba. La madre de Anna decía que una está enamorada cuando se siente como si la hubiera atropellado un camión. Más que un camión, Rosalind se sentía como si la hubiese atropellado una moto, lo cual no era comparable. De todos modos, ¿podía una enamorarse de alguien que no estaba enamorado de ella? Y lo que era todavía más importante, ¿de alguien a quien jamás había besado? Según Anna, de ninguna manera, pero Rosalind no estaba tan segura. Sabía que se podía besar a alguien sin estar enamorado. De hecho, no estaba enamorada de Nate Cartmell cuando él la besó en la fiesta del día de San Valentín, ni de Tommy Geiger cuando ella le dio un beso en la mejilla después de perder una apuesta con Anna. Con todo, aquéllos eran pasajes de su infancia. Seguro que besar a Cagney sería una cosa muy, muy distinta.

Besar a Cagney. Esas simples palabras ya la hacían ruborizarse y sentirse confusa. «Esto es horrible; me estoy volviendo como esas chicas de la escuela que sólo pueden pensar en chicos. —Se levantó de un salto y se tiró de los rizos—. Necesito aire fresco; necesito aclarar mis ideas.»

Resultaba retorcidamente placentero estar ahí fuera, en mitad de la noche, sin que nadie estuviese al corriente. Rosalind caminó por el césped, todavía húmedo, sin apartar la mirada de la luna. Qué misteriosa y gloriosa era, siempre majestuosa en el firmamento. ¿Qué eran la señora Tifton y su mente abyecta en comparación con ella? ¡Nada en absoluto! Rosalind se dedicó a deambular como si fuese joven e irresponsable de nuevo.

Quería contemplar los jardines de Arundel por última vez, antes de refugiarse de nuevo en su dormitorio. Corrió a lo largo del seto, se introdujo en el túnel, pasó a toda velocidad junto al hombre del rayo y, en un momento dado, se detuvo en seco, embelesada por la belleza del lugar. La luz de la luna había convertido los jardines en una suerte de país de las hadas, enigmático y cautivador. ¿País de las hadas? Primero caminaba sin rumbo, y ahora pensaba en hadas. ¿Qué diantre le estaba ocurriendo? ¿Acaso se estaba volviendo como Jane? Tenía que hacer más ejercicio.

Para cuando llegó al estanque de los lirios, se había quedado sin aliento. Se encaramó a una roca que se adentraba en el agua, se tumbó boca arriba y contempló el cielo nocturno. Un millón de estrellas titilaban encima de ella. Se preguntó cómo sería observar el firmamento con Cagney a su lado. ¿De qué hablarían? ¿De las constelaciones? Ella se las había aprendido de memoria en cuarto curso, pero sólo se acordaba de Orion. Aunque, a lo mejor, no habría necesidad de hablar. Tal vez se limitaran a tomarse de la mano y...

Entonces aquella fantasía se evaporó de golpe. Rosalind oyó algo, y no era una de las ranas del estanque; más bien parecía una risita. Se giró buscando al emisor de aquella risa, y cuando dio con él, deseó con todas sus fuerzas haberse quedado en su habitación. En la otra orilla había dos personas de pie, mirándose fijamente a los ojos. Acababan de llegar. Rosalind rezó para que se marcharan, pero no sirvió de nada; sólo tenían ojos el uno para el otro. Acto seguido rezó para que aquel chico tan alto que llevaba una gorra de béisbol no fuese quien ella creía que era. Por lo que respectaba a su compañera, una adolescente desconocida de larga melena pelirroja, esperó no volver a verla nunca más.

«Mientras no se besen —pensó—, no tengo de qué preocuparme.»

Se besaron.

Ahora Rosalind sí que sentía como si un camión le hubiera pasado por encima. Tenía que salir de allí; alejarse cuanto pudiera y regresar de inmediato a la seguridad de su lecho. Contuvo la respiración y descendió por la roca de vuelta hacia la orilla. Unos centímetros más y lo habría logrado. ¡Oh, no! ¡Demasiado tarde! La pareja dejó de besarse y se giró hacia ella. Y ahí estaba Rosalind, en lo alto de una roca, brillando a la luz de la luna como una gigantesca araña blanca. Debía hacer algo. Si la veían, sería el acabóse. A lo mejor, si bajaba por el costado de la piedra hacia el agua, no estaría tan expuesta y pasaría inadvertida. Poco a poco fue descendiendo sin ser vista. Entonces, de repente...

—¡Ah! —exclamó; perdió el equilibrio y cayó estrepitosamente en el estanque.

—¿Se encuentra bien? —preguntó una voz femenina que Rosalind no había oído nunca.

—Debe de haberse golpeado la cabeza al caer de la roca. Debemos mantenerla caliente.

En cambio, esa voz masculina sí que le resultaba familiar. Era la voz de un chico cuyo nombre prefería no recordar. Rosalind notó cómo él la envolvía con algo suave y seco. Sólo entonces se percató de que estaba estirada en el suelo, empapada, que tenía frío, y que la cabeza le dolía horrores.

—¿Sabes de quién puede tratarse? —preguntó la desconocida.

—Es Rosalind, la mayor de esas hermanas Penderwick de las que te hablé. Vaya por Dios, está comenzando a tiritar.

—Es bastante guapa, ¿no te parece?

—Y yo qué sé; no es más que una chiquilla. Oye, ¿te importa quedarte junto a ella unos minutos, mientras voy a buscar al señor Penderwick?

Rosalind se estremeció y soltó un gruñido. Quería decirles que no molestasen a su padre, pero en cuanto abrió la boca, dijo algo completamente distinto:

—Pobre Ofelia; el agua se la llevó.

—¿De qué demonios está hablando?

—Debe de estar delirando. ¿Puedes oírme, Rosalind? —preguntó Cagney, que, obviamente, era el muchacho en cuestión.

¿Por qué había tenido que ser él y no un extraño quien la hubiera sacado del agua?

Rosalind abrió los ojos y trató de reaccionar.

—No molestes a papá —acertó a decir.

—Te has golpeado la cabeza.

—Estoy bien, de veras —aseguró ella, intentando incorporarse. Entonces advirtió que estaba envuelta en una camiseta de los Red Sox.

Con mucho cuidado, Cagney volvió a apoyarla contra el suelo.

—Será mejor que no te muevas durante un rato.

—Quiero irme a casa —manifestó Rosalind, y para colmo, rompió a llorar.

—Ya te llevo yo.

—No; en serio, puedo caminar.

Cagney hizo oídos sordos y la tomó en brazos. Rosalind miró a la pelirroja por encima del hombro del jardinero. «Es guapa», pensó, sintiéndose como un saco de patatas.

—Te presento a Kathleen —dijo el joven.

—Hola —la saludó Rosalind.

—Lamento lo del accidente —dijo la chica.

¡Accidente! Lo cierto es que, en ese momento, la muchacha sentía como si toda la estancia en Arundel hubiera sido un accidente.

—Vale, Rosy, aguanta —la animó Cagney—. Allá vamos.

Durante muchos años, Rosalind no podría ver una camiseta de los Red Sox sin recordar aquel largo viaje de vuelta a la casita. Kathleen se dedicó a hablar de amigos que Cagney y ella tenían en común, y que Rosalind no conocía, y sobre la próxima película que irían a ver al cine, una historia de amor de la que tampoco había oído hablar, y de las citas que habían tenido y de las que tendrían en adelante. Cagney dejaba escapar algún comentario de vez en cuando, pero Rosalind no abrió la boca durante todo el trayecto. ¿Qué podía decir? ¿Que aquello era insoportablemente humillante, y que no tenía ni idea de que ellos estarían en el estanque? ¿Y que, de haberlo sabido, habría sido el último lugar de la Tierra adonde hubiera ido? No, no podía decir nada de todo eso, y era plenamente consciente de que ponerse a hablar de las constelaciones era lo más estúpido que podía hacer. Por lo tanto, cerró los ojos y descansó la cabeza contra el hombro de Cagney. Por mucho daño que sintiera, no había otro sitio donde apoyarla, así que dejó que las lágrimas le cayesen en silencio por las mejillas.