#9
Hacía pocos minutos que se había marchado su último paciente cuando sonó el timbre.
Lucas guardó algunos papeles que estaban sobre su mesa para ofrecer un mejor aspecto de su despacho.
En el interior de la casa, oía a Lucy cantar al son de la radio. Se levantó y cerró la puerta que comunicaba con la zona de la consulta y abrió la puerta. Saludó a Alberto Hurtado con un apretón de manos y le recogió el abrigo. Lucas no pudo evitar fijarse en que el doctor llevaba un caro traje de Armani de color gris claro, que le sentaba francamente bien. Le daba un porte elegante y distinguido, que se sumaba al habitual aura de seguridad y superioridad que emanaba de él.
Pasaron al despacho y se sentaron.
—Así que tiene usted tres de los cuadernos de Brull —dijo Hurtado, yendo directo al grano.
—Así es. Tal y como le dije, me los entregó la policía. Estaban en la caja fuerte dentro de un sobre a mi nombre.
—¡Qué extraño es todo esto! No acabo de entender el motivo por el que José Antonio tenía reservados estos cuadernos para usted en vez de enviármelos a mí. Después de todo, son residentes de mi centro.
—Yo tampoco, por mucho que lo he pensado —respondió Lucas, encogiéndose de hombros.
—Como le iba diciendo, no es un tema baladí que le hayan llegado esos cuadernos. Mi centro podría tener problemas. Los expedientes de los enfermos son confidenciales, igual que imagino serán los que guarda aquí en su despacho.
—Efectivamente, la confidencialidad médico-paciente es fundamental.
—Perfecto. Démelos y un problema menos.
En ese momento, Lucy entró en la sala. La niña iba a decir algo pero al ver a Hurtado se quedó helada y mudó el rostro.
—Quiero que este señor se vaya de casa ahora. ¡Es malo! —dijo lanzándole una mirada furibunda.
—¿Pero qué dices? —preguntó Lucas.
Y dirigiéndose a Hurtado, se disculpó:
—Perdone, es mi hija.
—Quiero que se vaya de casa, ¡ya! —insistió, subiendo el tono.
—¡Ya está bien, Lucy! Esto no tiene ninguna gracia. Sal ahora mismo de aquí, luego hablaremos —le reprendió con tono severo.
Pero la niña, lejos de amilanarse, volvió a insistir, esta vez gritando a pleno pulmón.
Hurtado se levantó, confundido.
—Pero, ¿qué significa esto, Drusell? ¡Qué falta de respeto!
—¡QUIERO QUE SE VAYA! —gritó Lucy a pleno pulmón, ya histérica.
Hurtado se levantó, sin saber cómo actuar, y se dirigió a la puerta.
—Antes de preocuparse de los pacientes de otros médicos, debería tratar a su hija —le dijo, ya en la puerta y con el abrigo en la mano.
—Lo siento mucho, yo…
—¡Los cuadernos! Se me olvidaban. ¡Démelos!
—Será mejor que venga otro…
Pero antes de que acabara de hablar, su hija cerró con un fuerte portazo.
Lucas se giró hacia ella para echarle una buena bronca pero entonces Lucy cayó en el suelo, presa de un ataque de ansiedad.
Lucas trató de calmarla con palabras amables, a la vez que la acariciaba. Poco a poco, la niña fue tranquilizándose y el episodio de crisis pasó.
Drusell no quiso incidir en lo ocurrido y la acompañó a su habitación, dejándola allí.
Lucy se puso el pijama y se acostó; se sentía fatal y tenía los nervios destrozados.
Al rato, entró su padre a arroparla y entonces abordó el tema intentando no parecer enfadado.
—¿Me cuentas qué te ha pasado con ese señor?
Lucy no contestó en un primer momento.
—Dime, ¿qué te ocurre? Tú nunca haces cosas como ésta.
Lucy miraba al techo, sin saber qué responder. Ante la insistencia de su padre, se incorporó en la cama y respondió:
—No sé qué me ha pasado, de verdad. Al verlo, me ha entrado una angustia tremenda. De pronto, no podía soportar que estuviera delante de mí, que estuviera en nuestra casa, aunque no lo conozco de nada. La verdad es que… me he sorprendido escuchándome a mí misma decir eso. Era como si no hablara yo.
Las lágrimas asomaron a sus ojos y empezó a sollozar.
—Lo siento, papá, lo siento mucho.
Lucas la abrazó, tratando de consolarla, sin dejar de preguntarse el motivo del comportamiento de su hija. Al cabo de un rato, le limpió las lágrimas y la chica se serenó.
—Escucha. Tienes una imaginación desbordante, ya lo sabes, y debes aprender a controlarla. No puedes ir por la vida echando a desconocidos.
—Lo sé —respondió entre sollozos.
—Creo que deberíamos retomar el tratamiento, aunque sea a una dosis menor.
—¡NO! —exclamó la niña.
Lucas se quedó unos momentos en silencio, sorprendido de ese nuevo brote de ira.
—Lo siento, papá —dijo Lucy, al darse cuenta de cómo había reaccionado.
—Está bien. Esperaremos.
—Mañana me gustaría ir a la parroquia. A misa.
—¿A misa? —preguntó Lucas, extrañado—. ¿No tienes bastante con ir los domingos?
Lo último que necesitaba Lucy era que su imaginación evolucionara hacia delirios religiosos, pensó. Conocía más de un caso; él mismo había tenido algún paciente así. Religión y enfermedad mental solía ser un cóctel muy peligroso.
—Lo necesito, papá.
—De acuerdo —respondió, suspirando—. Creo que podré hacer un hueco para acompañarte.
Le dio un beso en la frente y se marchó de la habitación, apagando la luz.
Al día siguiente, tal y como le había prometido Lucas, ambos se dirigieron a la iglesia de San Rafael. La misa era a las siete y Lucas no creía que durara más de media hora, por lo que tendría tiempo suficiente para acudir a su cita con la misteriosa Elena Sanchís.
Los domingos, la iglesia no solía estar demasiado llena. A Lucas siempre le gustaba, al entrar, hacer un recuento de los parroquianos. Quitando en las épocas de catequesis de comunión, en las que asistían los padres con los niños que iban a comulgar ese año o el siguiente, normalmente había en torno a cincuenta o sesenta ancianos y apenas quince personas menores de cuarenta. Sin embargo, en la misa de ese tarde, tan solo contó veinte, todos ellos de la tercera edad.
Empezó la celebración y Lucas automáticamente desconectó y comenzó a repasar mentalmente algunos de los casos de sus pacientes, mientras su hija seguía la misa embelesada.
Acabó la misa y Lucas hizo ademán de marcharse. Sin embargo, Lucy lo detuvo cogiéndolo de la mano.
—Quiero confesarme —le informó.
Lucas consultó su reloj. Todavía tenía tiempo de acudir a su cita.
—De acuerdo, pero no tardes.
Al cabo de un rato, volvió con los ojos enrojecidos.
—¿Has acabado? —preguntó su padre, guardando el móvil en el que había estado leyendo las noticias más destacadas del día, ignorando el rostro compungido de su hija.
—Antes de irnos, quiero hablar contigo.
—Tú dirás.
La muchacha bajó la vista y empezó a hablar a trompicones:
—Verás… Últimamente no he sido sincera contigo…
Lucas no dijo nada y dejó que la niña siguiera.
—He estado teniendo pesadillas y sueños extraños y muy vívidos con mucha frecuencia desde que dejé la medicación.
—¿Qué? —exclamó Lucas, sintiendo cómo la rabia crecía en su interior— Me has engañado —añadió, intentando sonar lo más calmado posible, pero consiguiéndolo a duras penas.
—Lo sé, y lo siento —contestó, rompiendo a llorar—, pero no quiero volver a tomar medicinas, no me gustan.
—Pero ¿por qué? ¡Si es por tu bien!
Sin darse cuenta había subido el tono de voz. Varias señoras entradas en edad que todavía permanecían en el interior de la iglesia se giraron y le lanzaron miradas desaprobadoras.
—No sé. No quiero tomarlas.
Lucas permaneció un minuto callado.
—¿Por qué me lo dices ahora? —dijo más calmado.
—Ha sido la penitencia que me ha impuesto el padre Alejandro.
En ese momento el cura pasaba por su lado, rumbo a la sacristía.
—¡Padre! —le llamó Lucas, siendo atravesado de nuevo por la mirada de las ancianas.
—¿Sí?
—Querría hablar con usted.
El sacerdote asintió e invitó a Lucas a acompañarle a la sacristía. Le hizo un ademán para que se sentara en una silla, mientras se quitaba el alba y la estola que usaba en el confesonario.
—Es sobre los sueños de Lucy…
—Ya imagino —respondió el cura, sentándose frente a él.
—Espero que no haya sido idea suya lo de dejar la medicación. Ella en realidad…
—Señor Drusell —le interrumpió el sacerdote.
Era un hombre que rondaba el metro ochenta, de unos treinta y cinco años y buena presencia.
—Yo no he aconsejado nada a su hija, es ella la que ha visto que no debe tomarla.
—Pero las pesadillas…
—Escúcheme un momento, por favor —le replicó, con tono enérgico—. Verá, no sé si se ha dado cuenta, pero su hija no es como las demás.
—Lo sé, es debido a que ha perdido a su madre.
—No me refiero a eso. Su hija es especial. Yo he conocido a muchos niños en mi vida, también he sido niño —dijo, riéndose de su propio comentario, para luego añadir más seriamente—. Sin embargo, Lucy es especial. Tiene una sensibilidad que no he visto en ningún otro joven. ¿Se ha fijado usted en cómo vive la Eucaristía, con qué fervor? Es algo insólito. Su hija es un ser puro y luminoso, y personalmente no creo que esté enferma, al menos no en la forma en la que usted cree, aunque yo no soy médico. Sólo le pido que la escuche y que trate de comprenderla.
—Veo que la conoce bien —respondió Lucas, sintiendo una punzada de envidia al ver que su hija le contaba más cosas a aquel desconocido que a su propio padre.
—Bueno, viene todos los domingos y se confiesa conmigo con regularidad —respondió el sacerdote, encogiéndose de hombros—. Dentro de mi trabajo está el ser pastor de almas, igual que dentro del suyo está el de intentar curar las mentes.
—Así es, y por eso pienso que Lucy debe tomar de nuevo la medicación.
—Bien. Esa es su opinión, pero su hija también tiene una propia.
—Pero yo, como su padre que soy, sé mejor que nadie lo que le conviene. Usted no presenció el ataque que sufrió ayer cuando vio a un colega mío en casa, el doctor Hurtado. Hacía años que no sufría un episodio así. Además, hay más cosas; ha tenido ya problemas en el colegio en alguna ocasión.
—¿Se refiere al incidente del pozo?
Su padre asintió.
—También conozco el caso. Se lo puedo decir porque ella me lo contó fuera de la confesión, como lo referente a sus sueños; si no, como usted bien sabe, no lo podría comentar. Sinceramente, dudo mucho que su hija empujara a un compañero a un agujero de cuatro metros de profundidad y lo dejara ahí abandonado un día entero.
—¿Entonces cree en el sueño?
—Me parece más lógico.
—¿Lógico? —preguntó Lucas, incrédulo—. ¿Es lógico que alguien sueñe con algo real que ha pasado y que no ha presenciado? Aunque no comparto algunas de sus creencias, sí creo que existe Dios, pero un poco a mi manera. Ahora, de ahí a dar fe también a sueños premonitorios o como quiera llamarle, eso es casi como adentrarse en el mundo de las hadas. Supongo que conoce el postulado de la navaja de Ockham, ¿verdad?
El clérigo sonrió.
—Por supuesto. Cuando se dispone de dos teorías, la más simple suele resultar la verdadera.
—Efectivamente —respondió Lucas, con voz triunfal—. Así que, ¿qué teoría es más lógica?: que mi hija tiró a un compañero, al que por cierto detestaba, en el interior de un pozo, o que éste se cayó solo y mi hija soñó con que lo veía caer y por eso pudo indicar el lugar en el que estaba.
Lucas se recostó en el asiento, satisfecho y convencido de que su giro argumental había dejado K.O. al cura, pero este, lejos de amedrentarse, se inclinó hacia delante y, cruzando las manos, dijo:
—Así que, según usted, es más lógico pensar que su hija, con apenas seis años, convenciera a un niño, que la detestaba, para que lo acompañara hasta casi tres kilómetros del campamento, hiciera que se asomase al pozo, que por ciencia infusa ella sabía que estaba allí, lo empujase, volviese con los monitores antes de que nadie se diese cuenta de su desaparición y al día siguiente fingiese que había soñado con el lugar en el que había caído debido a sus remordimientos. ¿Cree en realidad que su hija sería capaz de hacer algo así? Respóndame, por favor.
Esta vez el noqueado fue Lucas.
—La verdad es que no —respondió en voz baja.
—Yo personalmente prefiero creer la historia de que el niño fue solo sin permiso de nadie, se asomó donde no debía y se cayó. Por desgracia, eso nunca lo sabremos porque el chico no recuerda esos minutos anteriores a la caída. Pienso que, de alguna manera, Nuestro Señor o su ángel de la guarda, o la fuerza sobrenatural que usted quiera, le comunicó su ubicación. Para mí es una explicación más sencilla; la navaja de Ockham en este caso lo muestra con claridad.
Lucas se quedó pensativo durante unos instantes, para luego ponerse de pie.
—Gracias, padre —le dijo con sinceridad, ofreciéndole la mano.
El padre Alejandro se la estrechó.
—En este mundo hay una batalla a muerte entre las fuerzas del Bien y las del Mal, lo crea o no. Solamente hace falta poner el televisor para ver dónde está el Mal. Sin embargo, a veces es difícil ver esas fuerzas del Bien. Yo creo que su hija tiene algo especial, ya se lo he dicho, y que hará mucho bien en el futuro.
Lucas abandonó la sacristía hecho un lío.