#29
Al día siguiente, Lucy se había recuperado del todo. Además, era viernes y no quería faltar a clase. Le aseguró a su padre que se encontraba bien y que no debía preocuparse por lo que le había sucedido el día anterior.
De camino al hospital, Lucas pensó que debería llamar al padre Francisco y contarle lo que le había ocurrido a Lucy. Él no creía que fuera un simple sueño, en absoluto. Lo había tenido repetidas veces, era como si alguien les quisiera avisar de algo, aunque no podía adivinar de qué se trataba.
A llegar a su consulta, el trabajo lo absorbió por completo y se olvidó de telefonear al sacerdote. El poder volcarse en los pacientes le ayudó a dejar de lado momentáneamente sus propias preocupaciones. Sólo a última hora, cerca ya del almuerzo, se acordó del padre Francisco. Tras repetir al último paciente los mismos consejos que le había dado en su anterior visita y despedirse de él, buscó en su móvil el número del sacerdote. Notó cómo éste le cortaba la llamada y se acordó entonces de que sus clases en el seminario duraban hasta las tres y aún eran las dos y media. Lo intentaría de nuevo más tarde. Recogió sus cosas y se juntó con otro médico, que acababa de terminar también su consulta, para comer juntos en un restaurante cercano al hospital.
De vuelta en casa, lo primero que hizo fue telefonear al dominico. Esta vez, al segundo tono, el padre Francisco descolgó.
—Dígame.
—Buenas tardes, padre.
—¿Cómo está usted?
Lucas pasó a contarle lo que había ocurrido el día anterior. Cómo todo había comenzado con una broma de su hija y, de repente, la broma dejó paso a algo mucho más serio.
—¿Está la niña en peligro?
—No, que yo sepa. Tendré que hablar con ella para ver si podemos obtener más información.
—Puede venir a casa cuando quiera.
—Sí, gracias. He hablado esta mañana con varios sacerdotes de la RIES, que son verdaderas eminencias, uno vive en Brasil y el otro está ahora en Roma.
—¿La RIES?
—¡La Red Iberoamericana de Estudio de las Sectas, por supuesto! —exclamó, resoplando—. Tampoco ellos habían oído hablar de los Druidas de Satán, si bien conocen sectas similares. También está informado nuestro obispo. En cuanto se ha enterado de que en su diócesis está funcionando esta secta de majaderos casi le da un infarto.
—Pero de momento no tenemos nada. La inspección no tuvo ningún resultado. Todavía me pregunto cómo se pudieron enterar en el centro. Además, no es sencillo encontrar tantos voluntarios y organizar a los pacientes para sacarlos de las celdas.
—Eso es muy fácil, es cosa del jefe de Hurtado.
—¿Su jefe? ¿Qué jefe?
—¿Pues quién cree usted? —preguntó, exasperado—. El de los cuernos y el tridente, ¿quién si no? Ya hablamos de eso: Satanás cuida de los suyos.
Lucas se quedó unos segundos pensativo.
—¿Y qué pasa con Lucy? Mucho me temo que Hurtado le ha echado el ojo.
—Es posible. Sin embargo, pienso que no nos hemos de preocupar demasiado. La secta debe actuar con cautela o será desenmascarada. Es lo que han hecho hasta ahora, llevándonos a un punto muerto. Pero, por seguridad, no la deje ir sola por la calle.
—Eso ya lo hago desde que vi a ese tipo raro del que le hablé.
—Bien, pues de momento no se puede hacer mucho más. Eso y rezar, que no es poco.
Eran ya las ocho cuando estaba a punto de despedir a Miguel. Había venido, como las veces anteriores, acompañado por su exuberante madre. El chico había mejorado, puesto que ya no había cometido más actos vandálicos y se había vuelto a relacionar con su anterior grupo de amigos. No obstante, en algunos aspectos, su actitud era la misma, ya que continuaba echando la culpa a los demás de que todo le iba mal y seguía sin prestar atención en clase. Lucas volvió a insistirle en que le hiciera caso y, sobre todo, en que dejara definitivamente de fumar porros, sobre todo ahora que tomaba una pequeña dosis de quetiapina.
—Pues me lo pone difícil, doctor.
—¿Por qué? —le preguntó Lucas.
—Precisamente dentro de una semana tenemos en casa de un amigo la fiesta de Halloween y usted ya sabe cómo acaban esas cosas.
—Pues procura que no te afecten demasiado «esas cosas», ¿vale?
Acompañó al muchacho y a su madre hasta la puerta y se despidió de ellos.
Halloween. Estaba seguro de que esa noche un buen montón de discotecas organizarían montajes por todo lo alto, como si fuese el día más importante del año, y harían, sin duda, un buen negocio.
Eso no le preocupaba demasiado. En su opinión, el problema real era las llamadas fiestas «rave». Sin duda esa noche las casas y ermitas abandonadas se convertirían en lugares de desenfreno y excesos. Los servicios de urgencias iban a tener mucho trabajo.
Sonó la melodía de su teléfono móvil que le avisaba de una llamada entrante y miró la pantalla. Se quedó sorprendido. Era su amigo Gonzalo Vargas, el empresario multimillonario.
—¿Gonzalo? ¿Cómo estás, hombre?
—Muy bien, Lucas.
—¡Cuánto tiempo llevábamos sin hablar! —le dijo.
Aparte de los correos electrónicos que se intercambiaban, hacía meses que no oía su voz. No recordaba la última ocasión en que se habían visto cara a cara, ya que Gonzalo había pasado últimamente mucho tiempo en Estados Unidos, ampliando su floreciente negocio.
—Pues sí. Por lo menos, un par de meses.
—Leí en una de las revistas del corazón que estabas saliendo con una actriz de Hollywood.
—Bueno, eso fue hace medio año. Ahora salgo con una modelo alemana.
Lucas silbó.
—Ya veo que no paras. Por cierto, he oído que estás en Madrid. Las malas lenguas dicen que te vas a meter en política.
Su interlocutor rió.
—Veo que las noticias vuelan.
—¿Entonces es cierto?
—Bueno… es un poco pronto para decirlo, ya que estoy todavía en una ronda de contactos con ciertas personas influyentes, pero esa es la idea. Mis negocios van muy bien y tengo gente muy preparada para gestionarlos, así que estaba pensando en dar un salto. Ya sabes cómo están las cosas en política.
—Sí, en las noticias salen casos de corrupción cada dos por tres.
—Efectivamente, hace falta una regeneración. La verdad es que yo nunca había pensado meterme en estas historias, pero gente que me conoce bien me lo ha sugerido más de una vez y eso me ha hecho pensar. Creo que podría hacer cosas buenas, primero por la ciudadanía de Madrid, y luego quizá por toda España.
—¡Suena fantástico!
—Eso quiero creer. Llevo en Madrid unas semanas y ha sido un no parar, pero me gustaría que nos viéramos en mi casa, dentro de unos días, y pudiéramos charlar, como en los «viejos tiempos».
—¿Quieres una sesión de psiquiatría? —preguntó Lucas, bromeando, ya que se habían conocido cuando Gonzalo empezó a acudir a Drusell por unos leves problemas de estrés.
—Claro, el doctor me va a psicoanalizar. Tráete el maletín lleno de fármacos, que los vamos a necesitar. Y ya sabes, nada de niños, ¡ja, ja!
—Por supuesto.
Era uno de los pocos defectos de su amigo: no le gustaban los niños. Eso no representaba nada en su contra. Sencillamente, en su día a día y en los ambientes en los que él se movía no encajaban. De hecho, en su consulta nunca tuvo problemas en ese aspecto, ya que en ninguna ocasión llegó a coincidir con su hija, ni con madres con hijos pequeños en la sala de espera. Lucas se encargaba de que Gonzalo no lo pasara mal en ese sentido cuando acudía a verle.
Estaba seguro de que, aunque de momento, Gonzalo era el «soltero de oro», al final sentaría la cabeza y se casaría. Entonces, una vez tuviera hijos, empezaría a buscar la compañía de otros niños para los suyos.
Así, quedaron que en unos días hablarían de nuevo.
Lucas colgó con una sonrisa en los labios. Gonzalo era un buen tipo, y además el perfil perfecto para político. Era alguien que se había hecho rico partiendo de la nada. Además, su personalidad transmitía eficiencia y carisma. Si fundaba un partido político, Lucas tenía claro que lo iba a votar. No podía existir nadie tan capaz.