#24

 

El padre Francisco entró en casa de los Costa y al punto, se dio cuenta de que ambos estaban preocupados.

Alicia sacó algo del bolsillo y se lo tendió al sacerdote. Se trataba del rosario que le había dado dos días antes a Javier. Estaba hecho pedazos.

—Lo he encontrado esta mañana en el suelo mientras limpiaba su habitación, aprovechando que estaba en el centro de día. Me temo que aún le queda mucho trabajo por hacer, padre.

—No se preocupe. Eso es señal de que el demonio está asustado. Pronto lo echaremos y volverá al agujero inmundo del que no debió salir jamás.

—Eso espero, padre.

—¿Han conseguido alguna persona que nos eche una mano? Lucas no va a estar hoy para ayudarle a sujetar a Javier.

—Sí —respondió Félix—. Paco, un primo de Alicia, está ahora con él. Le contamos anoche lo que estaba sucediendo y se ofreció para lo que hiciera falta.

—Muy bien. Entonces, vamos allá.

El padre Francisco saludó a Paco con un apretón de manos. Se trataba de un hombre delgado de unos cuarenta y cinco años, en el que destacaba la larga melena, que llevaba recogida en una cola de caballo. El cura le tendió la mano y Paco se la estrechó la mano con energía.

—¿Le han explicado bien de qué va esto?

—No se preocupe, padre. Anoche vi en Youtube un vídeo sobre un exorcismo y sé perfectamente lo que hay que hacer —respondió animado.

El padre Francisco arqueó las cejas ante semejante afirmación.

—Lo veo muy seguro de sí mismo —comentó el sacerdote, ligeramente divertido.

—¡Claro! Estoy deseando empezar. Vamos a sacar a ese mal nacido de mi sobrino, usted y yo, ¡sí señor! —contestó, masajeándose los hombros y moviendo los brazos como si estuviera calentando para participar en un torneo de boxeo.

Así, el exorcismo empezó.

El demonio se manifestó en seguida y empezó a lanzar blasfemias, a la vez que se agitaba frenéticamente.

—Ahora, ¡sujétenlo! —ordenó al padre Francisco, mientras lo rociaba con agua bendita y murmuraba frases en latín.

A su lado, Paco estaba como paralizado.

—¡Vamos, hombre! —insistió el cura.

El hombre pareció salir de su ensimismamiento y agarró con fuerza de las piernas de su sobrino.

Después de cincuenta minutos de lucha titánica entre el sacerdote y el último demonio, Javier cayó en un profundo sopor, completamente agotado.

—¿Alguien puede ayudarme a levantarme?

El exorcista también se encontraba exhausto. Gruesas gotas de sudor perlaban se frente y le temblaban las manos.

Félix se acercó al padre Francisco y cogiéndole de los brazos, la ayudó a ponerse en pie, ante la pasividad de Paco. Cuando el cura se levantó, se dio cuenta de que el hombre estaba pálido como el papel y con mirada ausente.

—¿Qué? No es tan bonito como lo pintan en Youtube, ¿verdad? —le dijo, palmoteándole el hombro.

Pidió un vaso de agua y lo bebió despacio. Una vez repuesto, anunció:

—Me parece que se ha ido.

Los ojos de Alicia brillaron como dos brillantes y se empezaron a humedecer.

—¿Cómo podemos estar seguros? —preguntó el primo de Alicia.

—Eso sólo lo sabremos con certeza si no se repiten los episodios de crisis.

—Y, mientras tanto, ¿hay algo que podamos hacer? —preguntó Félix.

El cura pareció no oírle. Se sentó en una de las sillas que había en el cuarto y se quedó en silencio.

—Bueno, díganos —insistió el padre de Javier—. ¿Qué hay que hacer ahora?

—Por el momento, les animo a que me acompañen en la acción de gracias a Dios que estoy haciendo. Hay que ser agradecido.

Félix no supo qué contestar.

—Miren —el sacerdote hablaba ahora directamente a los padres de Javier—, les confieso que hemos tenido mucha suerte. No es normal que en tres sesiones hayan desaparecido cinco demonios; la verdad es que estoy sorprendido. Lo normal sería que todavía tuviéramos que pelear con ellos durante más sesiones. A mi entender, pienso que su hijo está completamente liberado.

 

 

 

Habían transcurrido dos días desde el tercer exorcismo y Javier no había vuelto a recaer. Sus padres estaban que no cabían en sí de alegría y el chico poco a poco se fue acostumbrando a su nueva vida en su propio hogar.

A petición del padre Francisco, Lucas y Lucy acudieron esa tarde a visitarlos, aprovechando que el doctor acababa ese día pronto su consulta particular. El motivo de la visita no era otro que el de que Lucy constatara que el demonio había desaparecido de forma definitiva.

—No sé si sabré con certeza si todavía está o no —le dijo la niña a su padre mientras iban en coche.

—No te preocupes. Hasta ahora todo lo has hecho de forma instintiva y ha ido muy bien, confía en tu don.

Una vez en la casa, fueron saludados con efusividad por Félix y Alicia.

—No sé cómo podremos pagarles todo lo que hacen por nosotros —dijo Félix—. Si no llega a ser por usted, nuestro hijo seguiría atado a una cama y encerrado en aquel lugar para el resto de sus días.

—Den las gracias también al padre Francisco, que fue quien hizo el trabajo duro.

—Él también llama a diario y no sabe usted lo contento que está —apuntó Félix.

Acto seguido, se dirigieron al salón, donde estaba Javier viendo una película.

En cuanto entraron en la sala Lucy se quedó paralizada y se puso seria.

—Hola —dijo Javier con una sonrisa—. Gracias por venir a visitarme.

—Todavía está —dijo Lucy en un susurro.

 

 

 

Dos días después, el padre Francisco se presentó en casa de los Costa, esta vez acompañado por Lucy.

—Gracias por venir conmigo —le dijo el cura mientras subían por el ascensor.

—No tiene por qué darlas. Aunque todo esto no es agradable, me gusta ser de ayuda.

Alicia los recibió en la puerta y los acompañó al salón.

—Por aquí, padre. No sé qué pensar de lo que dijo Lucy anteayer. Veo a Javier tan bien…

—Los enemigos de nuestro Señor son muy listos, pero no se preocupe. Si no tiene ningún demonio lo que vamos a hacerle no le afectará en nada. Después de todo, solo son unas oraciones y un poco de agua bendita.

Al igual que la vez anterior, Javier estaba viendo la televisión, esta vez en compañía de su padre y de su tío Paco. Sin embargo, el recibimiento del joven no fue tan cálido, ya que, en cuanto vio a los recién llegados, su semblante cambió por completo y se puso rígido.

Su madre lo invitó a ir a su cuarto, pero este se negó en redondo, por lo que tuvieron que forzarlo entre Félix y Paco.

—¿Podría grabarlo con el móvil, padre? —preguntó Paco, una vez estuvo Javier acostado—. Estoy seguro de que si luego lo cuelgo en Internet tendría muchas visitas. Además, tengo algunos amigos a los que se lo he contado y no me creen.

—Mejor no.

—Pero, ¡hombre! Esto les ayudaría a ustedes. Seguro que mucha más gente creería en Dios. Sería como hacer publicidad.

—Se equivoca. Mucha gente no creería ni aunque viera un milagro con sus propios ojos, y menos por Internet. Hay una parábola que habla de eso. Luego, si quiere, la comentamos.

—Está bien —dijo Paco, visiblemente decepcionado.

Una vez en la cama, empezó de nuevo el ritual.

A pesar de la resistencia inicial, ahora Javier se encontraba tranquilo en su cama.

El padre Francisco empezó con las oraciones, pero no alteraron nada al muchacho.

—Lo tiene dentro, padre —le murmuró Lucy, al ver que llevaban ya casi quince minutos y no pasaba nada—. Parece que ni las oraciones ni el agua bendita le causan efecto, pero no es así.

En ese momento, el demonio se manifestó:

—¡Calla, maldita seas, niña! Había conseguido engañar al cura.

Entonces empezó a despotricar. Félix y Paco dieron un paso hacia atrás de forma involuntaria ante el sorprende y brusco cambio.

—¡Aquí lo tenemos! —exclamó el padre Francisco—. Ahora, todos conmigo, repitan las letanías.

Así, durante una hora el padre Francisco estuvo batallando con él. A los cuarenta minutos ya no podía más, estaba exhausto, y Javier parecía de nuevo tranquilo, pero Lucy lo animó a seguir.

—Ya casi lo tiene. Está a punto de salir, no se rinda.

Así, el cura continuó, hasta que Lucy dijo:

—¡Ya está! Se ha ido.

Salieron de la habitación, dejando a Javier solo, durmiendo plácidamente.

—Ahora sí —dijo el exorcista a Alicia—. Se ha ido.

—¡Gracias a Dios! —exclamó, llorando de emoción y abrazando a Lucas y a Lucy.

 

 

 

Cuatro días después, Lucas y su hija se presentaron de nuevo en casa de los Costa.

—¡Bienvenidos! —exclamó Alicia, al abrirles la puerta—. Pasad. Os he preparado una merienda estupenda. Espero que os guste el chocolate con churros.

—¡Nos encanta! —dijo Lucy, muy animada.

En el salón habían preparado la mesa y en ella descansaban dos grandes jarras llenas de chocolate, además de varios platos repletos hasta los topes de churros, porras y bollos de distintos tipos.

Alrededor de la mesa estaban Javier, Félix y Paco.

—¡Vaya! —exclamó Lucas, al contemplar el fabuloso despliegue de comida—. Creo que no vamos a cenar hoy, ni a desayunar mañana.

Antes de sentarse, Lucas le lanzó una mirada imperceptible a Lucy, tras la cual ella asintió. Javier estaba definitivamente limpio de demonios.

—Muchas gracias por venir —dijo el muchacho—. Y gracias por todo, de verdad. Es una pena que no haya podido venir también el padre Francisco. Me cae bien ese cura. Incluso, hasta puede que nos hagamos amigos.

En ese momento, Lucas se puso serio.

—Alicia, le recuerdo que hay una llamada pendiente…

—…a la mujer de Antonio Poveda —acabó Alicia la frase—. Tienes razón, Lucas. Lo voy a hacer ahora mismo, así que creo que hoy mismo podrás hablar con ella.

Lucas suponía que, gracias a la intervención de Alicia, todo sería más fácil. Una madre explicando cómo su hijo ha pasado de la muerte a la vida sería, sin duda, el mejor argumento para convencer a esa mujer y dejar actuar al exorcista. Estaba dispuesto incluso a visitarla en compañía de Alicia para que ésta le contara lo sucedido con su hijo, en caso necesario.

Mientras ella hacía la llamada desde su cuarto, el resto mantenía una animada tertulia en el salón. Javier se mostraba entusiasmado por volver a ser normal, como decía. Había pensado recuperar el tiempo perdido y estudiar lo necesario para entrar en la universidad lo más pronto posible.

A la media hora entró Alicia, llevando el móvil en la mano.

—Habla con ella.

Lucas salió de la habitación. La mujer, todavía reacia al principio, al final se dejó convencer. El testimonio de Alicia le había impresionado mucho. Deseaba que su marido volviera a ser como antes, lo mismo que Javier.

—Ahora está en casa con su familia y se han acabado para siempre los ataques. De verdad, señora Poveda, ¿usted quiere que su marido se cure o no?

Al otro lado de la línea telefónico se oyeron unos sollozos.

—Sí, pero es que esto es tan extraño. Yo no creo que exista un dios todopoderoso, la verdad, y tampoco mi marido, a pesar de que ambos estamos bautizados y hemos hecho la primera comunión.

—No se preocupe. Que esto se resuelva no depende de su fe en Dios, sino de la que tenga en nosotros. Si nos presta su confianza, pienso que no le vamos a defraudar. Además, ni el padre Francisco ni yo le vamos a cobrar absolutamente nada.

—¿Nada? —preguntó sorprendida.

Lucas cayó en la cuenta de que la mujer pensaba que quería lucrase económicamente con el servicio

—Nada —repitió.

—¿Y por qué lo hace?

—Porque es mi deber como médico, y porque así lo habría querido el doctor Brull. No obstante, por si le quedan dudas, le daré al padre Francisco su número de teléfono para que hable con usted.

—No hace falta. Prefiero ir a verlo en persona y conversar cara a cara.

 

 

 

Lucas aparcó el coche muy próximo a la puerta del edificio y comprobó en su reloj que habían llegado con unos quince minutos de anticipación, como habían previsto. Hacía frío. Octubre estaba a punto de dar paso a noviembre y los termómetros marcaban de día en día la diferencia. Le había sorprendido la prontitud con que el padre Francisco resolvió todo para estar allí al día siguiente de hablar con la mujer de Antonio. Era manifiesto su deseo de ayudar lo más pronto posible a quien solicitara sus servicios.

Eran las 11 de la mañana del sábado, un día normal de visitas. Lucas y el padre Francisco, al igual que en ocasiones anteriores, se iban a presentar sin avisar de sus intenciones. Dudaban mucho de que Hurtado se quedase de brazos cruzados, como en el caso de Javier. Con el chico habían pillado al doctor fuera de juego, pero estaban seguros de que no lo conseguirían una segunda vez.

—¿Nerviosa? —le preguntó el sacerdote a Lucy.

—Sí.

—Si ya eres toda una experta… Si supieras el miedo que te tienen los demonios…

—¿Miedo?

—Sí. Durante estos días me he preguntado cómo ha sido posible que hayamos echado cinco demonios con tanta facilidad, cuando estos casos suelen durar muchos meses. Creo que la respuesta eres tú.

—¿Yo? —preguntó, sorprendida.

—Sí. De alguna manera tu presencia facilita que los demonios se vayan. Así que no estés nerviosa, los que deben temblar son ellos.

La muchacha contempló fijamente el centro de enfermos mentales.

—No es solo por el exorcismo, es por este sitio. Todo él me da pánico. Noto como una continua fuente… no sé…de maldad.

—No te preocupes, cariño —añadió Lucas—. Vamos a estar los tres juntos en todo momento.

El padre Francisco le preguntó a Lucy qué libro estaba leyendo, para intentar que se relajara.

The Lord of the Rings… Quiero decir...

—Sí —le interrumpió el cura—. El Señor de los Anillos. Ya veo que lo lees en inglés.

—Así es. Lo tengo también en castellano pero me gusta mucho más la versión original escrita por Tolkien.

—Eso de ser bilingüe tiene muchas ventajas. Yo siempre he sido muy torpe para los idiomas.

Lucas desconectó de la conversación. ¡En buen lío se había metido! Poco más de veinte días le habían llevado de una increencia absoluta en cualquier cosa que no fuera el poder de la medicina a la plena convicción de que había otra realidad, casi desconocida para la mayoría de los mortales, que ejercía su influencia, ¡y qué influencia!, pasando totalmente inadvertida. «Esa es la táctica del demonio», les había dicho el padre Francisco durante el viaje de ida, «pasar desapercibido; que no se hable de él. Así puede actuar con mayor libertad. La mayor victoria del demonio es haber conseguido que nadie crea en él». ¿Quién hubiera creído, a no ser por las sospechas del doctor Brull, que la solución a los problemas de Javier Costa pasaba por la intervención de un exorcista?

Recordaba con rabia no haber llegado a tiempo para liberar a Ana, la enferma del cuaderno número 85. Además, todavía no tenía nada sólido contra Hurtado, ya que iba a ser difícil explicar a la policía o a los técnicos de la Junta algo que parecía sacado de una película. Si se descuidaba, el que podía acabar encerrado por loco era él, pensó, mientras se distraía caminando por el aparcamiento.

Ahora le tocaba el turno a Antonio Poveda. Si el exorcista tenía éxito, ya serían dos los cuerpos arrebatados al poder de Satanás y sus demonios. Éstos tampoco deberían hallarse especialmente contentos con la situación ni con el causante de todo aquello. El suceso del televisor se había vuelto a repetir en dos ocasiones, ambas en mitad de la noche, con el consiguiente sobresalto. Otro día, fue un cuadro del salón que representaba a la Virgen con el Niño en brazos el que se cayó al suelo mientras Lucy y él estaban cenando. Lucas lo recogió y lo colocó de nuevo en su sitio, a la vez que comprobaba que tanto las escarpias como los cáncamos estaban bien sujetos. Sencillamente, «alguien» había sacado el cuadro de su sitio y lo había dejado caer.

Lucas le contó al padre Francisco lo que estaba ocurriendo en su casa y éste le aseguró que uno de esos días se acercaría para bendecir todas las habitaciones y alejar de ese modo cualquier infestación que pudiera haber invadido la casa. «No se preocupe demasiado. Es que el de los cuernos está furioso e intenta asustarles. Ya verá cómo se acaba todo después de una buena rociada con agua bendita por toda la casa».

Miró a su alrededor, volviendo al presente. El barrio en el que estaba la residencia de Hurtado era tranquilo; los vecinos no podían ni imaginarse lo que tenían a escasos metros de sus casas.

En ese momento, todo su cuerpo se puso en tensión al ver a una docena de metros a una figura quieta.

Si hubiera sido un transeúnte cualquiera, sacando a su perro a pasear o simplemente fumando, no le habría alterado, pero conocía a aquel tipo.

Rostro cuarteado, nariz aplastada, mirada fría. Era el hombre de la casa de Brull, el de la librería y el que había seguido a Lucy.

Un sentimiento de rabia lo invadió y empezó a correr hacia él.

El hombre retrocedió con calma unos pocos metros y giró.

Mientras corría, Lucas oyó cómo su hija le llamaba.

No sabía bien qué haría en cuanto estuviera cara a cara con aquel tipo, pero en ese momento no pensaba en ello.

Giró en la misma esquina en la que había virado el siniestro personaje unos segundos antes, pero no vio a nadie, quitando de una pareja de novios sentados en un banco, frente a una cafetería.

Miró en todas las direcciones, sin saber hacia dónde ir. Al final se dio por vencido y volvió con el cura y su hija.

—¿Pero qué te ha pasado? —le preguntó Lucy.

—Nada, luego hablamos —respondió, al ver que un coche aparcaba junto al suyo.

De él se apeó una mujer de unos cuarenta años. Era menuda, llevaba el cabello teñido de rubio oro y llevaba puesto un grueso jersey de lana.

—Buenas tardes —saludaron al unísono Lucas y el padre Francisco.

—Buenas —respondió la mujer—. Soy Balma, la mujer de Antonio. Usted es el doctor Drusell, ¿verdad?

Lucas asintió.

—¿Y la niña?

—Es Lucy, mi hija.

—Me ayuda en los exorcismos —añadió el padre Francisco.

La mujer arqueó las cejas, sorprendida, pero no añadió nada al respecto.

—No sé si deseo que sea verdad lo que ustedes piensan que tiene Antonio. Posesión demoníaca. ¡Suena demasiado terrible!

—No se preocupe, verá que todo va bien —dijo sacerdote

—No se lo dije ayer, pero me había figurado que sería usted mucho más mayor, padre. Además, parece... no sé... un hombre normal para ser cura. ¡Ay! No quería decir eso, no significa que los curas no sean normales, es que...

—No se preocupe, lo he entendido. Por desgracia los curas no tenemos hoy en día buena prensa. En cuanto a la edad, eso es lo de menos. Aquí lo que importa es lo que usted y yo recemos y que Dios quiera liberar a su marido del demonio que le atormenta, si es que existe tal demonio.

La mujer miró a su alrededor, a la vez que se abrazaba involuntariamente.

—¿Saben? Hacía tiempo que no venía a ver a mi marido, al menos cuatro meses.

—¿Y eso? —preguntó el cura, extrañado.

—Verá... Cada vez que me veía se ponía fatal y el doctor Hurtado me dijo que lo mejor era que no lo visitara. Nuestros dos hijos ya casi no preguntan por él, hace mucho tiempo que está interno.

Al decir esto, rompió a llorar.

—La verdad es que incluso estaba planteándome divorciarme de él y tratar de empezar una nueva vida.

—No se preocupe, mujer —le dijo el exorcista—. Estoy seguro de que su marido es una buena persona. Ya verá que podremos ayudarlo.

—¿Vamos allá? —intervino Lucas.

Los cuatro se encaminaron hacia la puerta del psiquiátrico y pulsaron el timbre.

La guarida
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