Cruzada
Primavera, año 1191
El traslado hasta Bayona se desarrolló sin incidencias. En la capital de Gascuña fueron recibidos efusivamente por doña Leonor, quien ya tenía realizados todos los preparativos para la partida. Al cabo de dos días, emprendieron el largo viaje hacia Sicilia escoltados por los hombres de Felipe de Flandes. La duquesa había dispuesto que, tanto ella como Berenguela, realizasen el recorrido en una carroza de mayores dimensiones que la traída por la infanta desde Tudela. Por su parte, el infante Fernando y Rodrigo de Argaiz prefirieron acompañar al flamenco para poder conversar con él sobre las misiones por realizar en Tierra Santa.
La logística del viaje estaba perfectamente planificada, pero el tiempo empeoraba, con frecuentes nevadas que convertían el camino en una pista de hielo. Berenguela se quedaba maravillada de la energía y fortaleza de la que hacía gala la duquesa a pesar de su avanzada edad. Era capaz de transmitir esos ánimos a sus hombres, lo que serviría para superar las dificultades del camino. Sin embargo, la relación entre Berenguela y doña Leonor resultaba más bien distante. Sus conversaciones dentro de la carroza se centraban en temas mundanos, en los que la duquesa siempre llevaba el mando del diálogo.
Los planes se torcieron definitivamente en Marsella. Creían que allí podrían conseguir un barco que los llevase a Sicilia, pero fue imposible. Sólo quedaban amarrados pequeños barcos de pesca, ya que todas las grandes naos habían sido requisadas por Ricardo o por Felipe de Francia. Se buscó en otros puertos, pero la situación era la misma. No quedaba otra alternativa que la vía terrestre, que, además de ser notoriamente más larga, presentaba mayores dificultades, entre ellas, atravesar los Alpes en pleno invierno. Pero aquello tampoco amedrentó a la duquesa, quien ordenó buscar un paso adecuado. Lo encontraron en el desfiladero de Montgenèvre, que atravesaron con gran esfuerzo.
Doña Leonor sabía bien que gran parte de los estados norteños de Italia eran vasallos o aliados del emperador Enrique VI de Alemania, declarado enemigo de los Plantagenet por el asunto de Sicilia, por lo que decretó largas jornadas de marcha que evitasen en lo posible la entrada en los grandes núcleos urbanos, con lo que se detuvieron a dormir en pequeños castillos rurales.
Durante la travesía de Italia, la relación entre Berenguela y Leonor se fue fluidificando. La navarra abandonó gradualmente su actitud de prudencia hacia otra de mayor distensión. Berenguela había sido informada en Tudela de la vida de la duquesa. Sabía que, siendo esposa del rey de Francia, había partido con él en la segunda cruzada y que dicha expedición produjo tales desavenencias en la pareja real que, pese a compartir dos hijas, solicitaron al Vaticano la declaración de nulidad del enlace. También le habían explicado que la duquesa tardó sólo unos meses en contraer un nuevo matrimonio… ¡con el futuro rey de Inglaterra! Así, Leonor había sido primero reina de Francia para, más adelante, convertirse en reina de Inglaterra, y todo ello sin descuidar el gobierno de Aquitania. En definitiva, una mujer que campaba a sus anchas en un mundo diseñado y regido por hombres. La proximidad del final del viaje terrestre hizo pensar a la tudelana que ya era hora de preguntar a su futura suegra sobre todo aquello que creyese necesario.
—Perdonad que hasta ahora no haya estado muy locuaz —musitó Berenguela—, pero me habían recomendado prudencia en mis palabras. No obstante, me quedan muchas cosas que conocer de vuestros reinos y familia. Si lo deseáis, podéis ponerme al tanto de todo aquello que penséis que pueda ser provechoso para desempeñar mi labor.
—¡Vaya, por fin! La alondra ha abierto el pico —contestó con sorna Leonor—. No seré yo quien critique el prudente consejo que recibisteis, pero esta conversación tenía que llegar. Vas a ser la esposa de mi hijo, Berenguela. Deberás ser su apoyo y representarle en los momentos en que esté ausente del reino. Tienes mucho que aprender y las lecciones comienzan hoy.
—Si sois capaz de enseñarme a transmitir la mitad de la energía que emanáis, ambas podríamos darnos por satisfechas.
—No se trata de demostrar más o menos vigor. La clave está en mantener una constancia en los objetivos que una se haya propuesto. Es más una actitud vital que una aptitud para el mando, algo que he tratado de inculcar a Ricardo.
—Ahora que habláis de vuestro hijo, debo preguntaros algo. Sigo igual de enamorada de él que cuando lo conocí, pero la verdad es que casi no nos conocemos. Además, circulan varios rumores…
—Circulan rumores y habladurías. Algunos son ciertos y otros no. Deberás acostumbrarte a estas situaciones. Siempre habrá alguien que haga correr chismes interesados en contra de él, de ti o de ambos. Ricardo es un hombre impulsivo. Elegante y cortés si la situación lo requiere y su ánimo lo permite, pero frío y brusco cuando las tornas se vuelven en su contra.
—No me refería a su carácter ni a su impulsividad. Voy a ser su mujer, pero se dice…
Las palabras no terminaban de surgir de la garganta de la navarra, hasta que lo hicieron de la aquitana:
—Se dice que alguna vez ha compartido lecho con hombres —comentó, indiferente, la duquesa.
—Bueno…, yo… —balbuceó la infanta.
—Eso es algo que le tendrás que preguntar tú misma, pero ¿ocurriría algo si fuese cierto?
—Yo amo a Ricardo y espero que él sienta lo mismo por mí.
—Y también esperarás que él no tenga nunca ojos para otra, ni mucho menos para otro. Pero la vida real no es así. Ni tú ni yo misma estaríamos en este mundo si no hubiese sido por infidelidades de nuestros antepasados. No te deberé recordar que tu bisabuelo procedía de una rama bastarda de los reyes de Navarra.
—Soy consciente de ello —afirmó la infanta sin levantar la cabeza.
—He aprendido a vivir rodeada de injusticias y espero que tú logres hacer lo mismo. Pero no temas, Ricardo sabrá apreciarte; le he aleccionado para ello —el rostro de Berenguela se frunció en una mueca al escuchar el verbo apreciar donde esperaba que sonase amar—. Serás la madre de sus hijos; de su heredero. Eso te coloca por encima de todas las demás mujeres y, si se diese el caso, por encima de todos los hombres. Pero no hablemos más de estos temas. Quedan muchas otras cosas sobre las que debatir, entre ellas la situación de los territorios de Ricardo. ¿Qué sabes de ellos?
—No mucho, la verdad. Podría enumerar sus principales títulos y posesiones, pero poco más.
—Bien, por algo se empieza. Nuestras posesiones forman en realidad unidades muy diferenciadas. Por una parte, Inglaterra, Escocia e Irlanda constituyen un mundo aparte, recluido en sus islas y con ese clima infernal al que nunca llegué a acostumbrarme. Es una sociedad rural sometida a la nobleza y el clero locales. Mi hijo Juan está encargado de la regencia, pero dudo de su fidelidad, puesto que siempre envidió a sus hermanos mayores, en especial a Ricardo.
—No hacéis atractiva la descripción del territorio del que seré nombrada reina.
—Los años que pasé encerrada me obligan describir Inglaterra con amargura.
—Supongo que tendréis mejor opinión de vuestras posesiones continentales.
—En efecto. Están los territorios del noroeste de Francia, en concreto Normandía y el valle del Loira, procedentes de la casa de los Plantagenet. Su producción agrícola y ganadera es mucho mayor que en las islas, lo que se traduce en ciudades con más recursos y en una nobleza más rica, culta y sofisticada y, por ende, más peligrosa.
—Os dejáis la joya de la corona: vuestro ducado.
—Mi querida patria —contestó Leonor poniendo énfasis en el posesivo—. Puesto que compartimos frontera con Navarra, supongo que conocerás muchas más cosas sobre Aquitania. Es una tierra rica, cuya corte he tratado de convertir en el espejo en el que se miren todos los demás reinos europeos, incluidos esos cretinos parisinos dirigidos por el Capeto. Nuestros bailes, concursos de trovadores, torneos y justas, la suntuosidad de nuestros palacios y castillos… Todo eso heredarás a mi muerte, Berenguela, y espero que estés a la altura de esta vieja duquesa.
—Yo también confío en llegar a estarlo, mi señora.
—Ambas lo esperamos. Te he enumerado los parabienes de nuestras posesiones, pero la realidad es menos brillante. Algunos nobles están siendo tentados por Felipe para que se vuelvan en nuestra contra. El Capeto no tiene otro objetivo en mente que reducir nuestro poder para incrementar el suyo. Tampoco le basta con intrigar contra nuestras posesiones, puesto que ambiciona dominar todos los territorios occidentales del antiguo Imperio carolingio.
—¿Insinuáis que es capaz de reclamar Navarra y Aragón?
—No creo que llegue a tanto, pero ambición y medios no le faltan, como tampoco le sobran escrúpulos. Por desgracia, Felipe es mucho más inteligente que el incompetente de su padre, el rey Luis, quien espero que se esté pudriendo en los infiernos. El Capeto será vuestro principal enemigo y deberéis pararle los pies.
—Duras palabras empleáis para con vuestro primer marido.
—Ni duras, ni blandas; las justas y necesarias. Le admiraba locamente cuando me casé con él, pero Luis no quería de mí nada más allá del heredero varón que pudiera suministrarle mi vientre. Nunca quiso compartir conmigo las decisiones importantes de gobierno, ni tan siquiera consultármelas. Conforme mis embarazos no le proporcionaron más que hijas, empezó a apartarme de su lado y de los círculos de poder.
—Creo que no sois la primera que ha pasado por una tesitura semejante.
Un escalofrío recorrió el espinazo de la infanta al preguntarse, por primera vez, si no sería también eso lo que buscaban doña Leonor y su hijo en ella: un vientre fértil y nada más.
—Eso me trae sin cuidado. Conseguí embarcarme con él hacia Palestina, pero alejada de toda acción y decisión. Un bulto más; eso es lo que era. Decidí que ese matrimonio debía romperse y cuanto antes, mejor; así que hice lo que más podía doler a Luis: yacer en el lecho de otro noble cruzado y que dicha infidelidad se hiciese pública. Siempre me había atraído mi joven tío Raimundo de Poitiers, y sabía que el sentimiento era recíproco, así que aproveché la oportunidad y adorné la testa de mi marido con atributos más ostentosos que la corona franca que ceñía sus sienes.
—Señora, ¡me escandalizáis!
—No encuentro el motivo. Antes o después aprenderás que el amor y los atributos carnales que el azar ha colocado en nuestro cuerpo no son sino otras armas más con las que conseguir nuestros objetivos. Y yo las empleé.
—Entonces, para vos, el fin justifica los medios. Al parecer, cualquier medio. No parecéis diferenciaros mucho en estas cuestiones del difunto rey francés, a quien tanto criticáis.
—No, Berenguela. A veces no se es consciente de las repercusiones de nuestros propios actos. Luis se vengó al dejar solo a mi tío en su enfrentamiento contra los sarracenos. Eso era una sentencia de muerte encubierta contra Raimundo, y así fue. La cabeza de mi tío acabó en una bandeja de plata para ser entregada al califa sirio. Su sangre mancha mis manos y me perseguirá hasta la tumba.
—Las mujeres no deberíamos participar en este tipo de intrigas.
—¿Que no deberíamos participar? —inquirió duramente Leonor—. Por tus palabras supongo que serás de las que opinan que las mujeres no pintamos nada en algo tan viril como una cruzada.
—A las pruebas me remito, señora. Salvo nosotras dos y nuestras damas de compañía, no hay más presencia femenina en esta expedición formada por más de cien personas.
—Pero eso cambiará. Cuando lleguemos a Sicilia comprobarás que la escuadra inglesa incluye entre sus filas a un número no despreciable de esposas y sirvientas. En los campamentos de Palestina también encontrarás bastantes mujeres: jóvenes viudas de cruzados caídos en combate; sirias y turcas seducidas por la tropa a su paso por el Próximo Oriente, que acaban casadas y convertidas al cristianismo… Y por supuesto, una legión de meretrices que se desplaza al compás de los ejércitos.
—No habláis más que de mujeres destinadas al servicio o al desfogue de la soldadesca.
—No podré negarte que, en parte, así es, pero existen muy honrosas excepciones entre las que, espero, figuremos ambas, aunque ello suponga poner en peligro nuestras vidas.
—Pensaba que acamparíamos muy lejos de la línea de batalla.
—No será en primera línea, pero tampoco estaremos muy alejadas de los combates. Además, eso no nos libraría de la posibilidad de sufrir emboscadas. ¿Conoces la historia de la primera cruzada?
—Sólo algunas pinceladas.
—Trataré de resumírtela someramente. Después de haber peregrinado a Tierra Santa, un monje al que llamaban Pedro el Ermitaño se dedicó a pregonar por Roma las calamidades que sufrían de manos musulmanas los pocos cristianos que allí quedaban. El papa escuchó aquel relato y decidió que había de recuperar los Santos Lugares para la cristiandad. Encargó al monje que predicara por Occidente la obligación de acudir a tan pío fin, y Pedro lo hizo. Recorrió media Europa antes de partir de vuelta a Palestina, pero no lo hizo solo. Multitud de labradores, mendigos y otros miembros del pueblo llano, entre los que no faltaban las mujeres, se le unieron por el camino. Sólo con lo puesto, cruzaron a pie medio mundo para liberar Jerusalén.
—¿Pero entraron en batalla?
—La situación los obligó a hacerlo. Llegadas a Asia Menor, las tropas cristianas se desplazaron en una larga columna compuesta por un reducido número de caballeros al frente y una interminable procesión de campesinos que los seguían. Los turcos prepararon una encerrona a la vanguardia que consiguió desperdigar a los caballeros cruzados. La suerte de la retaguardia puedes imaginarla. Sin armas ni preparación, cayeron a miles a manos de los árabes. Fue una masacre. Unos pocos cientos de caballeros, y los más afortunados del populacho cristiano, lograron alcanzar una fortaleza costera aliada. Pedro consiguió ponerse a salvo, pero apenas hubo mujeres supervivientes.
—Conocía el trágico desenlace, pero sólo en lo referente a la derrota de los caballeros, no a la del populacho.
—Así es como se escribe la historia. Al año siguiente teníamos al monje de regreso a Tierra Santa, tras haber vuelto a predicar en pos de la cruzada y cantado loas hacia los caballeros caídos, que no a los siervos que habían sucumbido sin defensa alguna, ni mucho menos a las mujeres acuchilladas, violadas o vendidas como esclavas. Esta vez, la expedición estuvo mejor organizada, con más soldados y mucho mejor distribuidos. Y ellas siguieron ahí. Campesinas, esposas y sirvientas de los soldados que lo dejaron todo en la vida para acudir a la llamada papal. Sí, acompañando a sus maridos o hijos, pero ahí, cerca del frente. Esta vez, la fuerza cruzada, ayudada por los genoveses, fue capaz de tomar Jerusalén y pasó a cuchillo a casi todos los musulmanes de la ciudad, sobre todo a mujeres, ancianos y niños, para que la purificaran con su sangre.
—Vuestro relato me produce náuseas. Además, creo que exageráis. Nunca escuché nada sobre una degollina de inocentes, tan sólo de soldados sarracenos.
—¡Propaganda, Berenguela! Propaganda para ensalzar los éxitos y esconder los fracasos y las barbaridades cometidas —exclamó Leonor—. En la segunda cruzada se vendió como una gran victoria el pacto firmado con el sultán turco para que los cristianos pudiesen entrar en Damasco. En realidad intentamos tomar la ciudad y fracasamos. Al emperador Conrado de Alemania lo barrieron en Anatolia… Perdimos Edesa y medio Reino de Jerusalén… ¡Un rotundo fracaso! Sin embargo, la noticia que difundimos por Europa fue que, por fin, era seguro el tránsito de cristianos por Siria. ¡Y no me arrepiento de haber participado en semejante farsa! Era peor para nuestros intereses mostrar la verdad. El tiempo todo lo borra, como habrás comprobado.
—Esos resortes del poder me asquean.
—Esos resortes serán usados en tu contra por personas que no muestren tantos escrúpulos. Yo misma lo he sufrido en mis carnes. Mi segundo marido lo hizo cuando nuestros intereses divergieron. Enrique deseaba poner Inglaterra como piedra angular de su reinado, lo que significaba relegar nuestras posesiones francesas. Yo opinaba justamente lo contrario. Así que un día cogí a parte de mis hijos y me volví a Aquitania. Él se encargó de que la realidad fuese conocida de otra forma.
—¿Cómo?
—Difundió el rumor de que me separaba de él por haberle pillado en la cama con su amante. ¡Bastante poco me importaba! Había tenido varias, incluida una jovencísima Alix de Francia. Pero Enrique intentó que mi imagen fuese la de una pobre niña rica con el honor mancillado, incapaz de hacer frente a la situación. Me vengué otra vez, como con mi primer marido, aunque me salió muy caro.
—¿En qué sentido?
—Con una década de mi vida perdida. Cuando llegué a Aquitania me las arreglé para poner a mis hijos en contra de su padre. No faltaron nobles que se adhirieron a nuestra causa, pero Enrique tampoco era de los que se amedrentan fácilmente. Contraatacó, nos derrotó y yo cometí la imprudencia de acercarme demasiado a las líneas del ejército inglés desplazado a Francia. Una patrulla nos descubrió y, tras eliminar a mi escolta, me condujo ante la presencia de mi marido, quien ordenó mi confinamiento. Y ahí estuve; más de diez años encerrada en varios castillos, hasta que Enrique murió.
—Quien juega con fuego…
—Y quien no sepa jugar con él arderá igualmente en el desprecio de sus rivales. El poder es así, pero basta por hoy, ya habrá otros días para tratar estos temas. Te veo nerviosa, Berenguela. No haces más que juguetear con esa virgencita de madera que cuelga de tu cuello. ¿El regalo de algún admirador? —preguntó la duquesa con una pícara sonrisa.
—Es un regalo, pero no de un admirador. Bueno, en realidad no sé exactamente quién nos regaló a mí y a mis hermanas estas figuritas de santa Ana. Nos las trajo don Juan del Cerrillo, un consejero de mi padre, tras uno de sus muchos viajes al monasterio de Fitero. Cuando tratamos de agradecérselo, nos indicó que el presente se lo había proporcionado otra persona para nosotras, pero no dijo ni media palabra sobre quién fue esa caritativa persona.
—¿Juan del Cerrillo? ¿No es ése el curandero de vuestro reino que siempre lleva un extraño colg…? —Leonor no terminó la frase; sabía que había cometido una imprudencia.
—Sí, un collar de ágata. ¿Acaso le conocéis?
—No, no —balbuceó—. En realidad no sé quién es, sólo me suena de algo que contó una vez mi canciller Eugène… Pero no estoy segura, me ha venido a la mente sin más. Déjalo, no tiene mayor importancia; aprovechemos este hermoso día que huele ya a primavera. Los almendros ya están en flor y pronto alcanzaremos Nápoles. El viaje se acaba y comienza la aventura, futura reina de Inglaterra.
* * * * *
A la llegada a la ciudad del Vesubio salió a recibirlos una delegación inglesa que les informó de la imposibilidad de embarcar aún hacia Sicilia. La situación en la isla era muy inestable, y proseguían las fuertes disensiones entre Felipe Augusto y Ricardo Corazón de León. Además, se habían reproducido los levantamientos de la población civil contra los cruzados continentales.
Aún no habían transcurrido cinco días desde la llegada a Nápoles cuando un embajador de Ricardo les ordenó abandonar la ciudad para refugiarse en Brindisi ante el agravamiento del enfrentamiento entre franceses e ingleses. El Plantagenet temía por la seguridad física de la comitiva debido a que en Nápoles también permanecía un contingente de tropas de Felipe. Parecía sensato que su madre y su futura esposa pusieran tierra de por medio hacia un puerto sin presencia gala. Esperaban partir hacia Brindisi cuando, por vía marítima, llegaron noticias desde el ducado que confirmaban contactos entre nobles gascones y el conde de Toulouse para promover una rebelión en ausencia de Ricardo. Estos informes llenaron de zozobra a Leonor, que sentía que su presencia era necesaria en Aquitania en ausencia de su hijo. Pero no podía volverse ahora, teniéndolo tan cerca. Ordenó informar al rey inglés de las malas nuevas y urgirle a solucionar de una vez por todas los asuntos de Sicilia.
Esas noticias espolearon el ánimo de Ricardo, quien aprovechó una de las repetitivas revueltas populares para lanzar una fuerte ofensiva contra las tropas de Tancredo que acabó con las principales ciudades insulares en manos inglesas y con el reyezuelo siciliano completamente aislado en la abrupta serranía central de la isla. El Plantagenet había conseguido también sorprender al rey francés, quien, sin darse cuenta, se encontró con sus principales cuarteles rodeados por los soldados ingleses y aquitanos. La situación estratégica del Capeto era nefasta, completamente carente de apoyos, por lo que se vio obligado a liberar por escrito al rey inglés del antiguo compromiso matrimonial con Alix.
Ricardo pudo al fin reclamar a su presencia a su madre y a su prometida. Ambas llegaron al puerto de Messina el penúltimo día de marzo, justo unas pocas horas más tarde de que la armada francesa, con Felipe Augusto a su frente, hubiera zarpado hacia Tierra Santa. En el puerto los esperaban el rey inglés y su hermana Juana. Los brazos de Leonor se deshacían en saludos hacia sus hijos, a los que había identificado desde la bocana.
Berenguela mantenía la mirada fija sobre la única figura que atraía su atención. Allí estaba, a unas brazas de distancia, el rey Ricardo, ahora su prometido. Allí, casi al alcance de la mano, como en aquella ocasión en las afueras de San Juan de Pie de Puerto, la silueta del Plantagenet destacaba, soberbia, sobre el resto de la escena. Los marinos de la galera real tendieron un pasadizo de madera que comunicaba el barco con el empedrado suelo de la dársena. Juana corrió al encuentro de su madre, quien comenzaba a descender de la nave. Ambas se fundieron en un emocionado abrazo mientras Ricardo, sonriendo, saboreaba la escena.
—Parece que fue ayer cuando te despedí en Poitiers, Juana, y, sin embargo, ha transcurrido más de una década —indicó Leonor—. Veo que el tiempo te ha tratado bien, a pesar del encierro al que te ha sometido Tancredo. Debe ser el designio de las mujeres de la familia. Conoces de sobra mi encarcelamiento en Chinon y Salisbury, ordenado por otra cabeza coronada.
—Con el pequeño detalle de que ese otro monarca al que os referís era mi padre.
—Sí, salvo ese pequeño detalle —rio la duquesa.
—No te preocupes por mí, madre, me encuentro bien. Al final, Ricardo ha conseguido imponer su criterio y ha logrado tanto mi libertad como una cuantiosa dote para mi sustento como reina viuda de Sicilia. No creo que Tancredo pueda permanecer mucho tiempo en el poder. Entre el descontento popular y las amenazas germanas, al de Lecce le quedan meses en el trono. No seré yo quien llore su desgracia. Pero cambiemos de tema; te encuentro magnífica.
—Magnífica es poco decir —confirmó Ricardo, quien se había acercado a la pareja—, y con más energía de la que poseemos, sumada, el resto de los mortales presentes en este puerto.
—Tal vez un poco de esa energía te hubiera venido bien para resolver el conflicto siciliano con más rapidez. Parece que hasta que tu madre no apareció por los alrededores teníamos al león con el corazón sofocado. ¿Me echabas en falta, Ricardo? —ironizó Leonor.
—Tocado, madre. Me declaro tocado y vencido por vuestra retórica —comentó jocoso el rey inglés mientras ejecutaba una profunda reverencia.
Los dos jóvenes Ximenos permanecían todavía en la galera, observando la divertida escena familiar de los Plantagenet, cuando los ojos de la duquesa giraron en dirección a ambos hermanos.
—Observo, Ricardo, que además de flojear algo en los asuntos de Estado no has aprendido a ofrecer las obligadas muestras de cortesía a nuestros aliados —reprochó Leonor mientras hacía señales con la mano para que los navarros abandonasen la nave.
—Disculpad esta imperdonable falta de respeto, y bienvenidos a la tierra que fue, no hace mucho, feudo de vuestra tía Margarita, a la que el Señor guarde en su seno —comentó Ricardo a Fernando, el primero en bajar.
—Saludos, rey de Inglaterra. Mi padre os presenta sus respetos, a los que se unen los de quien os habla, los de mi hermana y los de nuestro embajador, don Rodrigo de Argaiz.
—Hola, Berenguela; vuestra hermosura se ha acrecentado todavía más con los años. Ahora puedo presumir de que la mujer más bella de la cristiandad ha aceptado ser mi esposa —indicó Ricardo, tendiendo una mano para ayudar a la infanta a culminar el descenso de la pasarela.
—No habéis cambiado. Si en los Pirineos desplegasteis toda vuestra galantería para seducir a una adolescente, ahora utilizáis vuestro adornado verbo para cautivar a una joven que acaba de abandonar por primera vez su tierra natal. ¿Sois así con todas? —apostilló Berenguela, sonrojada pero con la mirada firme.
Una sonora carcajada emergió de la garganta del rey inglés mientras volvía su rostro hacia Juana y Leonor, quienes esbozaron sonrisas cómplices intercambiando sus miradas. Sin embargo, los rostros del infante Fernando y de don Rodrigo de Argaiz mudaron al blanco ante las posibles consecuencias que podían tener aquellas palabras.
—No; con todas, no. Tal vez sólo con las princesas de sangre real… Especímenes que, por cierto, parecen abundar en estas tierras. Hasta hace bien poco había revoloteando por aquí una joven que decía tener sangre real francesa en sus venas. —Ricardo devolvió la indirecta—. Bueno, ahora que ya estamos todos juntos, por fin es hora de que descanséis de vuestro largo viaje. Y nada mejor para ello que las elegantes habitaciones del palacio de Messina. En esa primera carroza podréis subir los príncipes navarros y vos, don Rodrigo, acompañados por mi hermana Juana. En la otra más pequeña viajaremos mi madre y yo.
Mientras los carruajes ascendían por el camino del castillo, doña Leonor y Ricardo aprovecharon para intercambiar opiniones sobre la situación actual.
—¿Tienes adelantados los preparativos para partir hacia Tierra Santa lo antes posible? —inquirió la duquesa.
—Sí, están muy avanzados. Creo que podríamos levantar velas antes de dos semanas. No me gusta la idea de tener a Felipe conspirando entre los cruzados mientras yo esté lejos. Ese Capeto es capaz de pactar incluso con Saladino, o con el diablo en persona si hiciera falta.
—No andas desencaminado. Ya te habrán llegado noticias de que espías franceses tratan de desestabilizar nuestras posesiones.
—Por lo que sé, todavía no es nada serio; pero, si se produjesen esas rebeliones, nos queda la palabra dada por el padre de Berenguela para apoyar a nuestro senescal. Creo que la cumplirá. Tengo la sensación de que los Ximenos son de carácter impulsivo pero de corazón noble y poco dados a los dobles juegos que tanto dominan la política.
—Cumplirán con su palabra, hijo mío; de eso estoy segura. El rey Sancho ha sabido elegir siempre en la vida lo que más conviene a su pequeño reino, y la amistad con el rey inglés es un bien muy preciado para garantizar la supervivencia de la propia Navarra.
—Así lo espero. La campaña no va a ser corta. Siempre opiné que el punto débil de Saladino está en Egipto, pero no he conseguido convencer de ello al resto de los príncipes cristianos, ni mucho menos al terco del Capeto. Así que tendremos que dirigirnos a Palestina, hacia San Juan de Acre, donde las tropas del sultán se han hecho fuertes. No, no va a ser una empresa fácil; Saladino ha tenido mucho tiempo para reforzar sus defensas, sobre todo las de Jerusalén.
—Es lo que me temía, hijo. Tú haces falta en Palestina, pero yo hago mucha más falta en Aquitania. Tengo que regresar, Ricardo, y debo hacerlo con celeridad. Hay que aprovechar los vientos favorables y el mar calmado de primavera.
—Siento oír esas palabras, madre, pero llevas razón. Cualquiera de nuestros nobles con dudas sobre su fidelidad se lo pensará dos veces antes de sublevarse sabiendo que deberá hacer frente a Leonor de Aquitania. Me entristece este reencuentro tan fugaz. Nos acosan tantos peligros…
—¿Qué temes más, Ricardo?, ¿el declive de la salud de tu vieja madre o las flechas sarracenas que puedan asaetear tu pecho? Por mí, no te deberían temblar las carnes. Nuestro Señor permitirá que esta anciana permanezca con vida suficiente tiempo para celebrar tu triunfo a la vuelta. Y con respecto a ti, sé que no te esconderás en la lucha, pero confío en que él sabrá guiarte en tu cometido.
La conversación terminó cuando la carroza atravesó el umbral del castillo de Tancredo. Tal como habían convenido, Leonor permaneció únicamente tres días en la isla antes de partir hacia sus dominios. Por su parte, la armada inglesa abandonó Sicilia sólo ocho días más tarde. Por delante quedaba la peligrosa travesía del Mediterráneo, con la promesa de una guerra santa a su finalización.
* * * * *
—¡Fernando! ¡Bendito sea Nuestro Señor! Pensé que nunca más volvería a verte —Berenguela se abrazó a su hermano en la destartalada cubierta de una galera inglesa.
—¡Hermana! Ya te dábamos por muerta, tragada por estas traidoras aguas —el infante le devolvió el abrazo entre lágrimas de alegría—. Doña Juana, perdonadme por no haber preguntado por vos. La emoción del reencuentro con mi hermana me ha hecho olvidar que también os buscábamos. Vuestro hermano Ricardo está muy preocupado; ahora mismo ordenaré a una galera que dé media vuelta y busque la nao capitana de la flota inglesa —indicó el infante.
—No, no la enviéis todavía; primero tenemos que poner un poco de orden aquí, y para ello necesitamos a los hombres de esa nave. Por lo demás, estoy bien. Asustada, pero bien —contestó la aludida.
La escena era dantesca. Los restos de dos bajeles embarrancados en unos arrecifes de la costa chipriota escupían todavía cadáveres hacia la playa. Una tercera embarcación, también encallada, aún conservaba su estructura lo suficientemente firme como para mantenerse a flote. Era en ese barco en el que se habían refugiado Berenguela, Juana de Plantagenet y los pocos soldados ingleses que habían sobrevivido al naufragio.
—¿Y esos soldados que huyen a la carrera por la playa? No son ingleses, ni franceses, ni cruzados… —preguntó Rodrigo de Argaiz, quien había llegado también en la nao de Fernando.
—No, no lo son —confirmó Berenguela—. Son hombres del rey chipriota… Los mismos que han intentado secuestrarnos.
—Tras asesinar vilmente a varios de los supervivientes que habían llegado hasta la playa —apostilló Juana con voz todavía temblorosa.
—Pero ¿qué es lo que estáis diciendo? —preguntó completamente sorprendido Fernando—. Por favor, contadnos todo lo sucedido.
—La tormenta fue horrible —Berenguela comenzó con el relato—. El oleaje nos apartó del resto de la flota, hasta que los tres barcos quedamos a merced del viento. Luego vinieron los arrecifes…, el ruido de los cascos chocando contra las rocas…, los gritos de los caídos al agua… ¡Un infierno! Sólo el barco que nos transportaba a Juana y a mí consiguió capear de malas maneras el temporal, aunque al final también chocamos contra las rocas. Por suerte, el viento comenzó a ceder, lo que evitó que nuestra galera se deshiciera en mil pedazos, tal como había sucedido con las otras dos.
—Cuando amainó el temporal, nuestro capitán ordenó botar una chalupa para acercarse a la costa a rescatar a los supervivientes de los navíos hundidos. Al llegar a la playa, pudieron comprobar que los soldados de una pequeña guarnición cercana ya habían atendido someramente a los náufragos. Uno de los marinos galeses que había conseguido llegar sano a la playa nos informó que, tras interrogarlo, un mando de la guarnición había enviado urgentemente a un jinete para informar al rey chipriota de nuestra presencia en la isla. Esta noticia nos reconfortó —continuó Juana—. ¡Qué estúpidos fuimos!
—Ocupamos el resto del día en atender a los heridos y en enterrar a los fallecidos. Con el sol ya escondiéndose, llegó hasta aquí un contingente de soldados chipriotas encabezado por Isaac Ducas, su rey. El traidor intentó convencernos de que descendiésemos a tierra para descansar en la guarnición avistada. Excusamos la invitación por cuestión de prudencia, pero nuestro capitán sí bajó a tierra para agradecer la ayuda. En cuanto pisó la playa, los chipriotas lo detuvieron y nos exigieron que abandonásemos el barco so pena de acabar con su vida —indicó Berenguela—. Juana no se amedrentó y ordenó a los soldados que quedaban en esta galera que se preparasen para el combate.
—Tan sólo han transcurrido dos días —añadió la aludida con un suspiro—. Nuestro valiente capitán murió a la vista de todos, con el cuello rebanado a una orden de Isaac. Tuvimos suerte. La noche se echó encima, y decidieron esperar a la luz del día para abordarnos.
—También nos sonrió la fortuna esa segunda mañana —indicó la infanta navarra—. Isaac tan sólo disponía de la chalupa con la que nuestro capitán había desembarcado. Mis plegarias a santa Ana surtieron efecto —Berenguela besó el colgantito de madera que alguien le había enviado desde Fitero—. Así, nuestros soldados pudieron evitar que la barquichuela se acercase mucho.
—Eso fue ayer —matizó la Plantagenet—. Podrían haber acabado con nosotros desde tierra con sus arqueros, pero está claro que nos querían con vida. Seguramente pensaban pedir un sustancioso rescate a mi hermano. Esta misma mañana, Isaac ha hecho traer dos barcas más grandes, y nos hubieran tomado con facilidad al asalto, pero entonces fue cuando aparecieron en el horizonte las velas de vuestros barcos, con la bandera de Inglaterra al viento. Habéis llegado en el momento oportuno.
—Esto no puede quedar así —exclamó furioso el infante—. Recogeremos a nuestros heridos y luego iremos al encuentro de la flota inglesa. Contaremos todo esto a Ricardo. Os aseguro que ese canalla de Isaac se acordará de esta afrenta.
El rey de Inglaterra fue informado de la localización en buen estado de salud de los príncipes, y de su intento de secuestro por parte de Isaac. Montó en cólera y, como venganza, ordenó desembarcar a su ejército en Chipre. Limassol, la principal ciudad del sur de la isla, cayó con rapidez y el rey chipriota tuvo que refugiarse primero en la capital, Nicosia, y más tarde en las montañas.
Tras la captura de Nicosia, unos infantes ingleses acertaron a reconocer a dos soldados franceses vestidos de paisano, con quienes habían estado jugando a los naipes en una taberna siciliana. Uno de ellos fue capturado y llevado ante la presencia del rey inglés. Su confesión no dejó lugar a dudas: habían recibido la orden de negociar con Isaac Ducas un tratado de amistad con el rey francés, para oponerse a cualquier iniciativa o petición de Ricardo.
Se repetía la historia de Sicilia: los largos dedos de Felipe de Francia habían llegado también hasta Chipre. El Capeto estaba ya en San Juan de Acre y sólo Dios sabía qué argucias estaría tramando. Además, el hecho de no haber mandado a Alix de vuelta a casa sólo podía significar que todavía no había tirado la toalla en lo referente al matrimonio de su hermana y que no renunciaba a utilizar cualquier medio para ello.
Cansado de conjuras, Ricardo decidió ponerles fin de la manera más rápida: se casaría con Berenguela en Chipre. La ceremonia tuvo lugar el 12 de mayo en la catedral de Limassol, concelebrada por el capellán real Nicolás y por el obispo Juan de Évreux. Fue el infante Fernando quien acompañó a su hermana al altar en representación del Rey Sabio. Tras la boda, se celebró la segunda ceremonia del día: la coronación de Berenguela de Navarra como reina de Inglaterra.
Aquella noche, el vino y los manjares corrieron por la capital chipriota, mas al día siguiente se reanudaron los preparativos de la partida hacia Tierra Santa. A finales de mes ya estaba todo listo para zarpar, pero, en vez de proseguir la ruta hacia levante, una nave estaba preparada para regresar hacia occidente: Fernando de Navarra volvía a casa. Tal como había prometido a su padre, su cometido terminaba con la boda de su hermana. Ésta ya se había celebrado y el infante debía, muy a su pesar, abandonar la idea de conocer los Santos Lugares. Tras despedirse de Ricardo en el palacio de Limassol, Fernando hizo lo mismo con Rodrigo de Argaiz y encaró el rostro compungido de su hermana en la bocana del puerto.
—Alegra esa cara, Berenguela. Deberías ser la viva imagen de la felicidad. Eres una mujer recién casada con uno de los reyes más importantes de la cristiandad. Conoces las instrucciones de nuestro padre y sabías que este momento llegaría. Tengo que regresar para ayudarle en su senectud. Nuestro hermano Sancho también necesitará nuestra ayuda, sobre todo la tuya, cuando vuelvas victoriosa a tus posesiones.
—Si es que vuelvo y no me confinan en Inglaterra.
—Vamos, hermana; no puede ser tan malo como lo pinta la duquesa. Que ella no lograra adaptarse no significa que tú no lo hagas. Además, conoces el apego de Ricardo por Aquitania, así que dudo mucho que pases demasiado tiempo sin viajar a tus posesiones galas, lo que te permitirá visitarnos con facilidad.
—Ricardo —musitó Berenguela mientras bajaba la mirada—. Le ocurre algo. No es normal…
—¿A qué te refieres? —interrumpió Fernando ante el dubitativo tono de su hermana.
—Está todo el día de aquí para allá. Ha habido días en que ni tan siquiera lo he visto.
—¿Qué hay de raro en eso? Tiene que terminar los preparativos para zarpar cuanto antes hacia Palestina. Ha transcurrido casi un año desde que abandonó Vézelay y todavía no ha puesto los pies en Tierra Santa. Además, está nervioso. Cada día que el Capeto pasa en San Juan de Acre sin el contrapeso del ejército inglés hace más peligrosa para Ricardo su misión en la cruzada.
—Todas esas razones no justifican su actitud —añadió la navarra con la mirada fija en el suelo.
—¿Qué actitud?
—La de no compartir el lecho con su esposa en estas dos semanas. Tan sólo en la noche de bodas…, pero iba demasiado cargado de vino. Desde entonces, es como si me ignorase.
—Dale tiempo, seguro que en Acre las cosas se normalizan.
—Es lo mismo que me dice Juana.
—Pues con menos motivo deberías preocuparte. Ella también ha estado casada con un monarca y sabe por experiencia las ataduras de los asuntos de Estado. Si ella te dice que esta situación sólo es transitoria, no tienes ningún argumento para contradecirla.
—Puede que tengas razón.
—Debo irme, hermana. Desde el barco me hacen señas para que suba. Te dejo en compañía de don Rodrigo. Estoy seguro de que pronto volveremos a vernos, y en circunstancias más alegres.
—Adiós, Fernando —respondió Berenguela, abrazada llorosa al hombro de su hermano—. Entrega a nuestro padre la carta que te he dado y saluda efusivamente a nuestros hermanos de mi parte.
—Así lo haré.
Tras depositar un beso en la frente de la nueva reina, el infante subió al bajel que, de inmediato, abandonó la calma del puerto para adentrarse en el Mediterráneo, mientras desaparecían de la vista, primero, Berenguela; luego, el puerto, y, por último, la retorcida silueta de la isla.
2
El viaje hasta la fortificada ciudad de Acre fue corto y sin incidencias. Nada más llegar, lo primero que les sobrecogió fueron las defensas de la ciudad, de apariencia inexpugnable. Por el norte emergía un monte que ofrecía escarpados acantilados a todo invasor marítimo. En la misma línea de costa, allá donde el altozano protector descendía en altura, se elevaba una poderosa torre defensiva construida en piedra, conocida como la torre de las Moscas por la gran cantidad de estos insectos que revoloteaban a su alrededor. Contaba la leyenda que estos molestos acompañantes se nutrían de la gran cantidad de sangre derramada por los prisioneros que acababan allí sus días, torturados en las mazmorras de sus entrañas.
La torre de las Moscas defendía la bocana del puerto, y, para proteger el fondeadero por su lado más meridional, se elevaba la fortaleza sur de la ciudad, que, en tiempos del Reino latino de Jerusalén, había sido la sede de la Orden del Temple. Para terminar de articular la defensa marítima de la ciudad, una gruesa cadena de hierro, manejada mediante un complejo sistema de poleas, colgaba entre la torre de las Moscas y la fortaleza meridional, impidiendo la entrada en el puerto mientras estuviera colocada a ras del agua.
La estructura de las defensas terrestres de la ciudad se articulaba mediante una gran muralla en forma de L que unía la fortaleza sur con otra similar, pero de mayor tamaño, situada al norte, que había sido hasta hacía una década sede de la Orden de los Hospitalarios. En el ángulo de la L se situaba otra torre defensiva más, llamada coloquialmente la Maldita.
Alrededor de la ciudad se extendían los campamentos de las tropas cristianas que la asediaban desde hacía meses. El campamento francés se situaba frente a la torre Maldita, flanqueado al norte y al sur por los pequeños destacamentos de Enrique de Champaña y de Guido de Lusignan, el antiguo regente cristiano de Jerusalén. Un amplio solar cercano a la fortaleza meridional quedaba reservado para el establecimiento del ejército inglés.
El aspecto general de los campamentos de Guido y Enrique, quienes llevaban más de un año en Tierra Santa, era deplorable. Sus hombres estaban mal alimentados, ya que, al no poder atracar en Acre, el avituallamiento debía hacerse con caravanas desde el puerto sirio de Tiro. Las epidemias habían hecho mella en los cruzados, con habituales brotes de disentería debido a la mala calidad del agua. Los habitantes de Acre tenían más suerte, puesto que varios manantiales de agua fresca brotaban en el interior de la fortaleza y los productos frescos, pese a ser escasos, no lo eran tanto como en el bando cristiano, ya que una constelación de pequeñas naves egipcias merodeaba por el bloqueo naval impuesto por los cruzados, y lo rompían en la seguridad de la noche para dejar provisiones a los sitiados.
Saladino había planteado la defensa de Palestina como una guerra de desgaste. Había aprendido de la segunda cruzada que, resistiendo lo suficiente, las desmoralizadas tropas cristianas acabarían firmando un acuerdo de paz no gravoso para los intereses musulmanes. Mientras San Juan de Acre soportaba el asedio cristiano, las tropas de Saladino, localizadas en los oasis de la yerma extensión del interior, realizaban frecuentes expediciones de castigo contra los campamentos cruzados. Eran acciones muy rápidas. Llegaban por sorpresa, atacaban las guarniciones periféricas de los campamentos y salían huyendo al galope antes de que los cristianos pudieran repeler el ataque.
A la llegada de Ricardo a Acre, el puerto amaneció bloqueado, con la cadena echada y las guarniciones de las dos torres marítimas en estado de alerta para impedir que el Plantagenet desembarcase. Los ingleses habían sido perfectamente informados del funcionamiento del mecanismo de la cadena y habían concluido que su punto débil se encontraba en la conexión de ésta con la fortaleza sur. Los franceses ya habían intentado con anterioridad debilitar el punto en que la cadena se hundía en el muro de piedra, pero los ataques con las gigantescas ballestas, que lanzaban troncos con la punta acerada hacia el lugar, habían reportado resultados insuficientes.
Ricardo cambió la estrategia. Acercó la mayor galera de su flota hasta las proximidades de los eslabones centrales y, bajo una lluvia de flechas, ordenó atar en ellos unas gruesas sogas lo suficientemente largas como para poder unir la cadena con el mástil de la nave. Luego, los galeotes remaron hacia mar abierto y consiguieron así atirantar la cadena. Por último, ordenó atacar con catapultas el anclaje en la fortaleza sur. Al cabo de unas horas, el plan empezó a dar resultado, y buena parte de la base de la cadena fue desenterrada. La unión de dos galeras más a la tarea de atirantarla logró desprenderla de la muralla y hacerla caer en la bocana del puerto con estrépito. Las tropas inglesas pudieron desembarcar en el extremo sur del espigón del puerto, sólo incordiadas por los ataques de los arqueros de la fortaleza meridional, los cuales, al ser ésta más baja que la torre de las Moscas, eran menos efectivos.
Nada más poner pie en tierra, Ricardo se dirigió hacia los aposentos de Felipe Augusto para echarle en cara el asunto de Chipre, pero al llegar a las proximidades de la tienda real fue informado de que el rey francés estaba seriamente enfermo. No dio crédito a esas palabras y entró a ver al Capeto. No le engañaban: Felipe estaba postrado en la cama con la tez cetrina, extremadamente delgado y con amplios rosetones en la cabeza, sobre los que el pelo había desaparecido casi por completo. Sus físicos le habían diagnosticado, además de disentería y principios de escorbuto, una rara enfermedad cutánea para la cual no era conocido remedio alguno en todo Occidente.
El propio Saladino, enterado de los males del francés, le ofreció la ayuda de su físico particular, el judío cordobés Moshé ben Maimón, conocido en tierras cristianas como Maimónides. El rey galo había rechazado la ayuda por temor a un envenenamiento, pero, al comprobar que no mejoraba, envió a uno de sus físicos a entrevistarse con el cordobés e intentar averiguar la naturaleza del remedio para sus males. El galeno francés pudo comprobar que sólo se trataba de una combinación de hierbas conocidas, sin aparente efecto perjudicial alguno, por lo que el Capeto aceptó al final tomar pequeñas dosis de dicho preparado y empezó a mejorar, aunque no lo suficiente como para estar presentable.
—¿Deseas morirte en Tierra Santa? —inquirió el rey inglés con sorna—. Has de saber que, para ser considerado mártir, debes perecer en plena lucha con el infiel y no aquí en tu lecho rodeado de lujos y comodidades.
—Déjate de chanzas y tonterías. No tengo el ánimo para pesadas bromas de un aprendiz de rey.
—Vaya, o sea que aprendiz. Puede que tengas razón. Todavía tengo que aprender cómo planear el secuestro de la familia de mis rivales o cómo incitar sublevaciones en casa del vecino. Sí, tienes razón. En este tipo de sucias artimañas tengo mucho que aprender. No como otros, que pueden considerarse maestros en esas lides.
—No sé de qué me hablas. Si insinúas algo sobre los sucesos de Chipre, vete a buscar a otra parte. Además, no esperarás que te felicite cariñosamente por tu boda con la navarra.
—No merece la pena seguir con la discusión. Si hacen falta un par de Capetos sanos para enfrentarse a un Plantagenet, ahora, en tu estado, se necesitaría a media docena como tú para torcer mis planes.
—Cuida que no se te atraganten, gallo emplumado. Ya he visto suficientes penurias en estos lares. Cumpliré mi palabra con el papa y no abandonaré esta locura sin haber conquistado San Juan de Acre, pero luego me volveré a Francia. Hace más de un año de mi partida. Dejé como regente a mi joven hijo Luis, pero, según las noticias que me han llegado, mis asuntos franceses se complican. Luis es todavía inexperto para atajar la rebelión de alguno de mis vasallos.
—Lo de «rebelión de alguno de mis vasallos» no irá con segundas, ¿verdad? Te juré vasallaje por mis posesiones en Francia, pero no olvides que gobierno muchos otros territorios sobre los que no tienes ni jurisdicción ni autoridad alguna. Ten esto presente cada vez que hables conmigo. Y si alguien tiene que temer alguna rebelión interna, posiblemente auspiciada por ti mismo, ése soy yo.
—Vete al cuerno. Ahora sólo me interesa reponerme y conquistar Acre.
—Al menos, en lo segundo coincidimos.
—No va a ser nada sencillo —añadió Felipe—. Las defensas de la ciudad son muy robustas. La única forma de doblegarlas es abrir una brecha en la muralla y entrar por ella. Lo he intentado con zapadores, pero no tengo bastantes. También he probado con catapultas, mas en los alrededores de la ciudad no hay rocas del tamaño necesario.
—Eso te pasa por falta de previsión; me he preocupado de llenar parte de la bodega de varios de mis barcos con maravillosas rocas chipriotas. También he traído torres de asalto más altas que las que he visto paradas en tu campamento. Por supuesto, tampoco faltan grandes catapultas y ballestas. Y sobre lo de los zapadores, traigo a los mejores especialistas genoveses en esta materia. Mañana mismo empezarán a excavar varios túneles con la misión de debilitar los cimientos de la muralla. Espero que logremos coordinar nuestras fuerzas en este empeño. Si no pones objeción, podemos confiar estas labores de coordinación al marqués Conrado de Monferrato; no creo que encontremos a nadie mejor.
—Me parece correcto. Conrado es un hombre inteligente y eficiente. Sólo espero que tu optimismo esté justificado. Deseo acabar con esto cuanto antes.
—Te dejo descansar. Tendrás noticias mías, buenas noticias; te lo aseguro.
Ricardo se giró y salió de la tienda del Capeto mientras ordenaba sus ideas para el ataque. Pondría todo su empeño en ello. Se jugaba su prestigio frente a Felipe y frente al mismísimo sultán Saladino. En realidad, se jugaba su prestigio frente al mundo entero.
La logística de la expedición inglesa era impresionante. No sólo había traído más y mejor maquinaria de guerra, sino también una numerosa impedimenta civil. Ricardo había ordenado construir en Normandía un castillete de madera con cuatro alcobas, además de una sala para reuniones con sus mandos. Dicho inmueble había sido desmontado y transportado en piezas hasta Acre, donde había vuelto a ser erigido en el centro del campamento inglés.
La estrella de todas las máquinas de guerra resultó ser una torre de asalto de proporciones monstruosas. En los bajos de ésta, el tronco del que debía de haber sido uno de los mayores robles de toda Inglaterra colgaba de cuatro recias cadenas de hierro. En un extremo del tronco se había introducido un bloque de hierro que hacía las veces de martillo. El formidable artefacto era muy difícil de gobernar, pero, cuando los soldados ingleses conseguían acercarlo a la muralla y hacían oscilar el ariete, los golpes proporcionados dibujaban pequeñas brechas en la muralla, algo que no había ocurrido en todos los ataques de los meses anteriores. El trabajo conjunto de zapadores en los cimientos y de las máquinas en la superficie estaba dando frutos. Era sólo cuestión de tiempo que la muralla sur cediese en alguno de sus tramos.
En la fase final de las labores de zapa, Ricardo cayó enfermo de disentería. Para evitar que su salud llegase a deteriorarse hasta el extremo al que había llegado la de Felipe, el monarca inglés aceptó la ofrenda de Saladino para que Maimónides lo asistiera también a él. Volvió el judío cordobés al campamento cristiano para aplicar su sabiduría a los males del Plantagenet. Lo encontró débil y sudoroso, pero su enfermedad no era todavía demasiado grave. Tras administrar a Ricardo una poción que traía consigo y explicar su preparación para las siguientes tomas, Maimónides pidió en nombre de Saladino clemencia para los habitantes de Acre, a la que daban ya por perdida. Ricardo accedió y el físico, tras despedirse con una reverencia, salió del aposento real hacia el campamento, donde se encontró con Berenguela, quien le agradeció su ayuda.
—Mostrad a Saladino la mayor de las gratitudes por permitir aplicar vuestra ciencia a un monarca enemigo, y recibid personalmente la misma gratitud, multiplicada, para vos de parte de quien os habla.
—Así lo haré, mi señora.
—¡Qué grande es el mundo y qué pequeño resulta en ocasiones! Dos hispanos aquí, frente a frente, a las puertas de la enorme Asia.
—Las distancias no son tales cuando el destino así lo elige. No abandoné al-Ándalus por gusto, pero la intolerancia de los almohades me hizo, primero simular mi conversión al Islam y, posteriormente, emigrar hacia el este para salvar mi vida y la de mis hijos. Azares del destino, ha sido otro caudillo musulmán, el gran Saladino, quien me ha obsequiado con su amistad. Estoy en estas tierras por el fanatismo religioso de un emir almohade, y vos, por el fanatismo religioso de un rey cristiano. En el fondo, no hay diferencia alguna.
—Es nuestro deber recuperar para nuestra fe las tierras donde nació Nuestro Señor.
—Podría contestaros que éstas también son las tierras donde nacieron Abraham, José, David o Salomón, y no por ello los judíos lanzamos una guerra santa para reconquistarlas. Ningún conflicto ha traído otra cosa a este mundo que desgracias. Intentad convencer a Ricardo de que lo mejor es un pacto con Saladino. Tratar de conquistar Palestina es una misión que no puede tener final feliz, ni para vosotros, ni para los habitantes de esta sufrida tierra.
—Es posible que tengáis razón, pero mi marido no cederá. Su empeño es conquistar Jerusalén y no cejará en él. Agradezco sinceramente vuestro consejo, pero sé que resultaría inútil tan siquiera mencionarlo.
—Los cristianos veis ahora todo con los ojos de la victoria, ya que Acre no podrá resistir mucho tiempo. Pero, a pesar de su cercanía, el camino hasta Jerusalén os resultará largo y lleno de penalidades. Recordadlo, Berenguela de Inglaterra, por si la situación se enquista.
* * * * *
El restablecimiento de Ricardo Corazón de León fue mucho más rápido que el del rey francés, por lo que pudo estar presente cuando, al fin, el ariete de la torre de asalto pudo abrir una gran brecha en la muralla de Acre. Los cruzados penetraron en los barrios meridionales de la ciudad y conquistaron la fortaleza sur. Habían recibido órdenes de no lastimar a las pequeñas comunidades cristiana y judía que permanecían en el interior, así como de no ensañarse con los sarracenos. Pero ocurrió algo que dio al traste con dichas instrucciones.
La llegada de la noche interrumpió los combates para dar paso a una tensa espera, sólo rota por incidentes esporádicos, pero al amanecer se descubrieron los cadáveres degollados de varios cruzados víctimas de una celada nocturna. Los ánimos se desbordaron y los compañeros de los fallecidos juraron venganza, y se lanzaron, sin clemencia alguna, en conquista de los barrios todavía en manos musulmanas. Salieron a la luz las tensiones acumuladas durante meses, y la toma de la ciudad se convirtió en una carnicería en la que, calle a calle, casa a casa, se procedió a exterminar a buena parte de sus habitantes, sin distinción de edad ni religión. «Dios sabrá distinguir a los suyos en el Juicio final» fue el lema esgrimido por los más fanáticos para justificar aquella degollina indiscriminada, que no perdonó ni a sarracenos, ni a judíos…, ni a cristianos.
Tras la toma de la ciudad, Felipe de Francia cumplió su palabra de abandonar Tierra Santa. Dejó un pequeño contingente de tropas francas, a las órdenes de Honofre de Touron y del marqués Conrado de Monferrato, para que prosiguiesen las labores de reconquista de Jerusalén en su nombre. Con la marcha de los franceses, los efectivos cristianos quedaron bastante disminuidos.
Mientras los cruzados se reorganizaban, una nave inglesa procedente de Europa arribó al puerto de San Juan de Acre. Además de refuerzos y víveres, portaba una embajada aquitana con correspondencia para Ricardo. Entre dichos documentos diplomáticos se encontraba una carta expedida en Tudela. La misiva permanecía cerrada por dos sellos de cera: uno era el del rey Sancho; el otro, que mostraba en relieve un águila, era el de su primogénito, el infante Sancho el Fuerte. Una vez entregado el documento a Berenguela, el detalle no le pasó desapercibido: había comenzado la corregencia en el Viejo Reyno. Ansiosa, cortó con cuidado los cordeles que sostenían los sellos y comenzó a leerla.
«Querida hermana: Nos extraña tu tardanza en ponerte en contacto con tu familia desde la última carta que trajo consigo Fernando desde Chipre. No hemos recibido tu respuesta a nuestra anterior misiva. Esperamos que la causa de tu silencio sean tus obligaciones para con la santa cruzada…».
Berenguela quedó perpleja con aquellos renglones; hablaban de una carta anterior cuando ella no había recibido ninguna. Tampoco parecían haber llegado a manos de su familia las dos que ella había enviado desde Acre. Empezó a sospechar de su marido, ya que su relación se había deteriorado hasta tal punto que no le extrañaba que le secuestrasen el correo. Trató de serenarse; era conocedora de los peligros que corrían los heraldos: barcos naufragados en mitad de tormentas; delegaciones asaltadas por ladrones de caminos, y mil explicaciones racionales más para justificar la pérdida de un documento. No obstante, habían sido al menos tres, lo que alentaba la opción de una intriga. Dejó a un lado sus pensamientos y puso su empeño en desmenuzar las noticias que le relataba su hermano.
«… Nuestro hermano nos ha relatado las peripecias de vuestro azaroso viaje y, lo más importante, cómo mi querida hermana fue coronada reina de Inglaterra. Nuestro padre te envía todo su afecto, cariño y todo tipo de parabienes para tu recién comenzado reinado.
»Lamento comunicarte que su salud va en franco retroceso. En el momento en que escribo estas líneas se encuentra otra vez postrado por la fiebre. Es un hombre fuerte, ya lo sabes, y hace todo lo que está en su mano para aparentar que conserva esa fortaleza, pero la realidad es otra. Ha reducido a lo mínimo imprescindible las reuniones de la curia regia y permanece largas horas acostado o sentado. Creo que lo único que lo mantiene vivo es su ansia por volver a ver a sus hijos. Ya lo ha conseguido con Fernando y sólo le falta lograrlo contigo.
»Aquí, las cosas siguen más o menos como las dejaste. Las obras de la catedral de Santa María de Tudela avanzan, aunque a un ritmo menor del esperado. La nave central va tomando forma y la mitad oriental del claustro está prácticamente acabada. Por suerte, la paz reina ahora en Navarra. Como sabrás, nuestras relaciones con Aragón atraviesan un buen momento. La táctica de aislar a Castilla, en la que también están inmersos León y Portugal, sigue dando sus frutos y nuestro primo Alfonso tiene suficientes frentes abiertos como para olvidarse de invadirnos de nuevo.
»Es precisamente en el sur, en al-Ándalus, donde se están produciendo cambios importantes. El emir Yacub ha conseguido frenar las sublevaciones en Marruecos, y ha reunificado al pueblo almohade. Esto ha fortalecido su poder y le ha permitido lanzar ofensivas sobre el sur de Portugal. Creo que no tardaremos en ver algo parecido contra el sur Castilla. El legado pontificio en Toledo está presionando a todos los reinos cristianos para que olvidemos nuestras diferencias y unamos fuerzas con vistas a echar a los invasores sarracenos de Hispania. No creo que lo consiga.
»Te interesará conocer que, a finales del mes de junio, nuestro padre y quien te escribe hemos acudido a Zaragoza para devolver la visita realizada por Alfonso de Aragón a Tudela. Siempre habías querido conocer la capital aragonesa y yo he cumplido por ti dicho deseo. Me sorprendió muy gratamente el Palacio Real, situado fuera de los muros defensivos de la ciudad, que mantiene su nombre árabe de la Aljafería. Es una hermosa fortaleza amurallada en cuyo interior se abre un gran patio ajardinado con tres albercas. Los edificios de la zona noble son realmente impresionantes, ya que conservan el esplendor de su pasado árabe. Abundan las filigranas de yeso que adornan las paredes allí donde los mármoles y los translúcidos alabastros dejan sitio para ello.
»Zaragoza también se encuentra enfrascada en la construcción de su nueva catedral, colocada bajo la advocación de san Salvador. Al igual que en la nuestra de Santa María, el nuevo templo ocupa el lugar de la anterior mezquita. Las obras están muy avanzadas, puesto que buena parte de los cimientos y paredes se han construido con los sillares de los antiguos edificios árabes y romanos, pero creo que todavía les queda trabajo para una década más.
»Juan del Cerrillo nos acompañó en la visita, ¿y te imaginas qué hizo tras terminar nuestro encuentro con el rey aragonés? Se marchó a visitar a un morisco que vive en un populoso arrabal extramuros situado al sur. No soltó prenda, pero creo que tenía algo que ver con su colgante de ágata. La verdad es que cada día se comporta de manera más extraña, pero sus análisis políticos siguen siendo igual de acertados. Por cierto, Juan ha dejado de visitar habitualmente Fitero. Sé que sigue carteándose con el abad, pero ya no viaja hasta el monasterio. Por el contrario, en poco tiempo ha ido tres veces en solitario hasta Pamplona y Roncesvalles. Le he preguntado por este cambio de actitud, pero todavía espero la respuesta.
»Hay más cambios en el castillo. Ginés de Valdemadera se ha marchado definitivamente a vivir con la congregación templaria de Estercuel. Todos sabíamos que ése era su deseo desde niño, y ahora lo ha hecho realidad. Ginés y yo nunca nos hemos llevado demasiado bien, pero le echaré en falta. El núcleo familiar de nuestra niñez se va disgregando, Berenguela. Primero, tú; luego, Ginés, y sólo Dios sabe quién será el siguiente, pero es ley de vida.
»No me alargaré más. Esperamos tus noticias y rezamos todos los días para que tu feliz matrimonio con Ricardo sea bendecido por el Todopoderoso con un heredero, al que nuestros ojos permitan contemplar dentro de poco acompañado de su madre.»
Berenguela abrazó en su pecho el pergamino que contenía la cuidada grafía de su hermano, sin poder evitar el llanto.
—¿Malas noticias, señora? —preguntó Petra, la dama de compañía que le había seguido fielmente desde Tudela.
—Sí, Petra. Mi padre empeora —se limitó a indicar la nueva reina de Inglaterra, sin desvelar los verdaderos motivos de su congoja.
—Las cosas son así, mi señora. Hace años que perdí a mis padres, y por eso sé por lo que estáis pasando. Rezad por él; su alma lo agradecerá.
—Habláis como si mi padre ya hubiera fallecido —protestó Berenguela.
—No ha sido mi intención enfadaros, mi señora, pero deberíais prepararos para cuando eso ocurra. Luchar contra lo inevitable sólo sirve para desgastarse inútilmente. Pero debéis alegraros por las cosas que hacen feliz la vida, como el marido tan atractivo que tenéis. Rezad también por él; tiene difíciles pruebas ante sí, y debe superarlas todas antes de regresar triunfante a vuestras posesiones junto a vos, su amada esposa.
—Su amada esposa… —musitó Berenguela mientras apretaba con más fuerza la carta de su hermano contra su pecho y contra el collar de santa Ana que había recibido desde Fitero. La pregunta la estremeció nada más formularla: ¿cómo explicar a su familia que el feliz matrimonio del que todo el mundo hablaba era en realidad un rotundo fracaso?
* * * * *
Primavera, año 1192
—Mi señor, tenemos que hacer algo para romper esta inercia. Hemos conseguido reconquistar Haifa y otras pequeñas ciudades costeras en nuestro camino hacia la Ciudad Santa, pero seguimos acumulando bajas causadas por las rápidas expediciones de castigo lanzadas por Saladino. Nuestros efectivos disminuyen, y no tenemos recambio para ellos.
—Lo sé, sir Honofre —respondió el rey Ricardo—. He intentado llegar a un acuerdo con el gran maestre de la Orden del Temple para que trajera a todos sus efectivos, desperdigados por las costas mediterráneas europeas, a cambio de venderle la isla de Chipre. Pero las negociaciones no han fructificado. Hasta para eso parece que nos persigue la mala suerte. Ni tan siquiera los templarios acuden en nuestra ayuda.
—Además, Saladino no va a cambiar de estrategia otra vez —puntualizó el de Touron—. Ya cometió el error de enfrentarse en campo abierto a nuestros ejércitos en Arsuf, en un intento de repetir su victoria de Hattin contra los hombres de Guido de Lusignan. Era lo que estábamos esperando, puesto que el equipamiento de nuestros hombres es mejor que el de los sarracenos. Sí, los vencimos, pero nuestras pérdidas fueron muy cuantiosas.
—Pérdidas que Saladino enjugó en unas semanas tras llamar a los musulmanes a la guerra santa contra nosotros. Ahora ya dispone de más efectivos que antes de su derrota en Arsuf. Pero no los volverá a enviar contra nosotros en un enfrentamiento en campo abierto. Prefiere la guerra de guerrillas, que tanto nos desgasta —confirmó el rey de Inglaterra.
—Y nos desmoraliza —apuntó sir Honofre—. Nuestros hombres han superado privaciones, las iras del mar embravecido y la asfixia de los desiertos, pero lo que no pueden soportar es la inactividad del campamento, en espera de que las razias de Saladino acaben con ellos de uno en uno.
—Ya hemos intentado reanudar las conversaciones con el sultán para llegar a una solución pactada, pero el sultán se ha dedicado a entretener a nuestra diplomacia con regalos y promesas, sin llegar a acuerdo alguno.
—Sí, majestad. Todo un invierno perdido aquí, en Ramala; a un par de horas a caballo de Jerusalén, en un lugar donde los días despejados parece otearse en el horizonte la cúpula dorada de la mezquita de la Roca. A veces me parece que puedo tocarla con la punta de los dedos. Estamos tan cerca del triunfo y, sin embargo, …tan lejos.
—Aún nos queda probar con una estrategia que todavía no hemos utilizado, mi fiel amigo.
—¿Cuál? —preguntó sorprendido el noble inglés.
—La de dividir al enemigo, sir Honofre: tengo la intención de sobornar a al-Adel, uno de los hermanos menores de Saladino, para que rompa la unidad de las tropas árabes.
—¿Y cómo pensáis tentarle?
—Pienso ofrecerle en matrimonio a mi hermana Juana.
—¿Sabéis bien lo que estáis diciendo? ¿Acaso el sol os ha calentado en demasía los sesos?
—No, sir Honofre. —Ricardo sonrió—. La idea consiste en que el príncipe árabe pase a ser el nuevo monarca del Reino de Jerusalén, que incluiría tanto los territorios reconquistados por nosotros como la Ciudad Santa y sus alrededores, que deberán ser aportados como dote por Saladino. Además, la propuesta obligará a que el sultán jure proteger la libre circulación de cristianos hacia los Santos Lugares y permita el retorno de reducidos contingentes de templarios, Hospitalarios y Sepulcrales a sus antiguas sedes en Jerusalén. Si Saladino acepta, ya nos encargaremos de tomar al asalto Jerusalén cuando el sultán regrese a Egipto.
—¿Y ya contáis con la aprobación de vuestra hermana?
—Por supuesto que no, sir Honofre. No le he contado nada de nada —indicó Ricardo con una sonrisa zalamera.
—Veo que las enseñanzas de vuestra madre no han caído en saco roto —apostilló Honofre de Touron mientras daba su aprobación con la cabeza a la táctica de su señor.
Al principio, la proposición causó el efecto deseado, puesto que activó la codicia de al-Adel, quien intentó que su hermano aceptase todos y cada uno de los puntos requeridos por Ricardo. Pero la propagación de la noticia dentro del contingente cristiano levantó una polvareda encabezada por la propia Juana, quien comprobó atónita cómo su hermano la utilizaba, contra su voluntad, como un peón más en el tablero de la guerra.
Saladino fue cauto; negar radicalmente a su propio hermano la oportunidad de reinar sobre Palestina podría haber desembocado en una guerra interna en el bando musulmán. En su lugar, propuso aceptar la oferta, siempre y cuando se llegase a un acuerdo sobre la dote, tanto dineraria como territorial, que debería aportar Juana. La diplomacia árabe se encargó de dilatar el proceso con propuestas y contrapropuestas, mientras entre las tropas cristianas crecían el descontento y la división.
Para terminar de complicar la situación del Plantagenet, Conrado de Monferrato fue encontrado sin vida en extrañas circunstancias. Los cruzados franceses y flamencos acusaron directamente a Ricardo de ser el responsable del asesinato, dado que el marqués era uno de los caudillos cristianos que desaprobaron públicamente las argucias del rey inglés para finalizar la campaña. A esto se unió la llegada de noticias desde Aquitania que indicaban que el conde de Périgord y el vizconde de la Marca, apoyados por el conde de Toulouse y alentados desde París, se habían sublevado contra Leonor.
Afortunadamente para el Ricardo, el Rey Sabio hizo honor a la palabra dada y reunió un ejército de unos ochocientos hombres al mando de su primogénito. Las huestes navarras entraron en Aquitania, tomaron varios de los castillos rebeldes y, posteriormente, centraron sus esfuerzos en castigar a Raymond VI de Toulouse. La ofensiva del príncipe Ximeno en el condado tolosano tuvo tal éxito que llegaron a asediar varios castillos del cinturón defensivo de la mismísima Toulouse. Ante la posibilidad de que Sancho el Fuerte fuese capaz de tomar la capital de su condado, Raymond llegó a un pacto con el infante por el que deponía su actitud y renegaba de su alianza con el rey francés.
Enfermo, hastiado de los sinsabores de la cruzada y ante el peligro que corría su reino, Ricardo claudicó. Llegó a un acuerdo de paz con Saladino por el cual los cruzados mantendrían en su poder buena parte de las ciudades conquistadas, pero renunciaba expresamente a tomar Jerusalén y su comarca. Por su parte, el sultán se comprometía a permitir el libre acceso de cristianos a la ciudad, siempre y cuando fuese en pequeños grupos desarmados.
El sultán aún tuvo tiempo de propinar el último golpe de gracia al Plantagenet. Entre los términos del acuerdo constaba un punto por el cual una delegación cristiana entraría en Jerusalén para comprobar el estado y los desperfectos de los Santos Lugares. Por decisión personal de Saladino, el rey inglés no podría formar parte de dicha delegación. A las puertas de Jerusalén, a unas horas a caballo de los restos del Templo de Salomón, del Santo Sepulcro, del Santo Hospital; en definitiva, a un paso de la gloria, Ricardo Corazón de León tuvo que conformarse con el relato de la visita que le proporcionó la embajada que firmó la paz.
Derrotado moralmente, permaneció un mes más en Palestina mientras reorganizaba sus conquistas. Dejó a Guido de Lusignan al mando de Chipre, mientras que confió los territorios de Tierra Santa a su sobrino Enrique de Champaña, quien, a su vez, legó la gestión del condado champañés a su hermano Teobaldo.
Para minimizar los riesgos de una tormenta que pudiera destrozar la flota inglesa, como casi ocurriera a la ida, Ricardo ordenó que la armada se dividiera en dos, de forma que Juana y Berenguela partieran con la primera expedición, mientras que él mismo lo haría en la segunda, en el plazo de poco más de una semana.
A finales de septiembre, Berenguela de Inglaterra y Rodrigo de Argaiz, acompañados por Juana de Plantagenet, contemplaron desde su navío cómo se empequeñecía el perfil de Tierra Santa conforme el barco se internaba en el Mediterráneo. Durante el lapso que medió entre la partida y la desaparición en el horizonte de la costa palestina, la reina de Inglaterra no pudo dejar de juguetear con la figurita de santa Ana que pendía de su cuello. Aquella pequeña escultura de madera era el único objeto que llevaba algo de consuelo a su desolada alma. Tras todos aquellos meses de penurias y sufrimientos, Berenguela dejaba en Tierra Santa un matrimonio definitivamente roto.