Rodrigo Ximénez de Rada
Otoño, año 1207
Silencio. Doloroso silencio. Rodrigo Ximénez de Rada, quien acababa de llegar de París tras una década de estudios eclesiásticos, no pudo encontrar mejor definición para el ambiente que se respiraba en el castillo tudelano. La ciudad proseguía con su trajín cotidiano, pero traspasada la Puerta Ferreña, se entraba en un mundo enlutado por la inesperada muerte del infante Fernando en un fatal accidente a caballo ocurrido en la festividad de San Nicolás de Bari.
Rodrigo había conocido la noticia dos semanas más tarde del luctuoso hecho mediante una carta de su padre, el anciano Ximeno Pérez de Rada, quien, buen conocedor de las intrigas del Viejo Reyno, vislumbró rápidamente la oportunidad que se abría frente a él. Sancho superaba ya el medio siglo de vida y su carácter misógino se había incrementado con la edad, por lo que la nobleza navarra había puesto en el infante Fernando sus esperanzas para conseguir un heredero legítimo para el trono. Ahora, esa vía quedaba definitivamente cerrada.
En la época convulsa que se avecinaba, la labor de la diplomacia iba a resultar fundamental; sin embargo, al haber destinado a don Ramiro al servicio de doña Blanca en el condado de Champaña, Navarra se había quedado sin una de sus mejores bazas en ese apartado. En consecuencia, en la cancillería se echaba en falta la figura de un hidalgo que mantuviese buenos contactos con la Iglesia y con los reinos vecinos. El viejo patriarca de los Rada dedujo que esa persona bien podría ser su hijo Rodrigo, por lo que le pidió que regresase cuanto antes al Viejo Reyno. Los Rada tenían la oportunidad perfecta para reforzar su posición, y no era cuestión de desperdiciarla.
Dos días tardó el rey Sancho en recibir en audiencia a Rodrigo. Tampoco Constanza había respondido a sus requerimientos para transmitirle personalmente sus condolencias. La mayor de las hijas del difunto Rey Sabio purgaba su dolor en solitario, fiel a su asumido retiro de la vida pública. Cuando Sancho se dignó a recibir al religioso, el monarca apareció ante sus ojos mostrando evidentes síntomas de dejadez en el cuidado de cabello y vestimenta.
—El joven Rodrigo Ximénez de Rada —Sancho suspiró—. ¿Cuánto tiempo hace que abandonasteis nuestra compañía? ¿Diez años? ¿Tal vez más? Os deseo un feliz regreso al Viejo Reyno; felicidad que este viejo al que habéis venido a ver no puede compartir.
—Mi más sentido pésame, mi señor. Transmitídselo también a doña Constanza. La muerte de vuestro hermano ensombrece el ánimo a todos los que tuvieron el placer de conocerlo. Mis plegarias piden al Altísimo que el alma de don Fernando disponga de una eternidad de dicha, que compense su corto tránsito por este mundo.
—¿Plegarias, don Rodrigo? Sí, ése es vuestro cometido, mas no es consuelo suficiente para la pena que nos aflige. Ahora que mencionáis a Constanza, ¿pudisteis presentar vuestro pésame a mis hermanas Berenguela y Blanca antes de partir de París?
—No. Por desgracia, no pude verlas antes de mi precipitada partida. La última vez que vi a doña Blanca fue en Navidad, cuando asistió a la recepción organizada por Felipe de Francia a sus principales vasallos. La encontré animada, bien acompañada por el joven conde de Champaña, vuestro sobrino Teobaldo. Respecto a doña Berenguela, no tengo ninguna novedad importante que comunicaros. Continúa en la abadía de l’Épau, retirada del mundo. Como bien sabéis, el monarca francés le ha concedido derechos en el condado de Le Mans para completar los exiguos ingresos que le otorgara vuestro cuñado, Juan Sin Tierra. Ingresos que llegan tarde, mal o nunca.
—¿Juan Sin Tierra? —Sancho esbozó una ligera sonrisa—. No sois tan infalible como se comenta, don Rodrigo; os he pillado en un pequeño desliz diplomático. Tal vez deberíais referiros a él como Juan I de Inglaterra.
—Perdonad mi torpeza —confesó el eclesiástico ruborizado.
—No os preocupéis. Si alguien ha cometido torpezas en sus tratos con los Plantagenet, ése he sido yo. El sacrificio de mis dos hermanas de poco ha servido a los intereses del Viejo Reyno.
—No creo que nadie pueda reprocharos nada en esa cuestión. Hicisteis lo que pensaba la mayoría de vuestros asesores. Pero no se puede ser tan magnánimo al juzgar alguna de vuestras decisiones en otros temas —sentenció el de Rada con un tono de voz adusto.
—¿Magnánimo? ¿Juzgar? ¿Qué y por quién? ¿Tal vez por vos, o tal vez por quienes representáis bajo ese hábito?
—Vuestra poco edificante utilización del dinero de los infieles almohades para comprar villas y castillos en los reinos vecinos debe ser criticada por todo cristiano de bien. La noticia de vuestra fortuna personal ha corrido rauda. Todo el mundo sabe que han llamado a vuestra puerta embajadores de los reinos vecinos para solicitar préstamos que financien sus proyectos. Entre ellos, el rey Pedro de Aragón, siempre falto de dinero por los enormes gastos que ocasionaba su política expansiva en el sureste francés. Les habéis exigido como garantía de los pagos varias plazas que pasarían a vuestro poder en caso de impago. Sabíais bien que esto último iba a suceder, de forma que las villas de Peña, Petilla, Gallur y Trasmoz han acabado por agrandar vuestro patrimonio personal.
—¿Poco edificante? —preguntó despechado el monarca—. Nadie puede dudar de la legalidad de los documentos firmados.
—Si los fondos prestados hubiesen sido obtenidos lícitamente, no habría mayor problema —contestó el de Rada—. Pero habéis utilizado oro almohade manchado de sangre cristiana.
—Tal vez sean mejores las monedas venecianas utilizadas para financiar una nueva cruzada, aunque hayan servido para asesinar cristianos. ¿Es eso acaso más correcto a los ojos de la Iglesia?
—Pero… —gimoteó el eclesiástico, sorprendido por el ácido, pero veraz, comentario.
—Con la excusa de la contribución de Venecia a la nueva cruzada, los mercaderes de la ciudad han conseguido que los cruzados destruyan a su mayor competidora comercial: la milenaria Zadar. No contentos con ello, se las han arreglado para saquear la mismísima Constantinopla y expulsar al emperador para poner a ese comparsa de Balduino de Flandes en su lugar. ¡Lo que no habían conseguido bárbaros ni sarracenos en mil años, lo ha hecho una hueste de oportunistas y mercachifles, eso sí, ondeando la bandera de la cristiandad! ¿Es acaso ésa la moral que debo copiar?
—¡No deberíais hablar así de la obra del santo padre!
—Tenéis razón —asintió el monarca tras moderar el tono—. El papa Inocencio no es el culpable de los desmanes cruzados.
—El papa es un hombre justo; así lo ha demostrado en muchos asuntos referentes a Navarra, como la reclamación de la dote de Berenguela como reina viuda de Inglaterra y el asunto del compromiso matrimonial de doña Blanca con Pedro de Aragón.
—Tanto a Blanca como a Pedro les habrían ido mejor las cosas si hubiésemos dejado las cosas en paz —admitió Sancho—. Mi primo aragonés ha tenido que casarse con la hija del conde de Montpellier para reforzar su posición en Occitania, pero dicen que no se soportan. Circula el rumor de que, para asegurar un heredero legítimo para Aragón, algunos nobles del reino vecino tuvieron que engañar a su señor, e indicarle que había una noble dama que deseaba pasar una noche de lujuria con él, aunque manteniendo el anonimato, por lo que ninguna vela debería ser encendida en el encuentro carnal. Las luces del amanecer desvelaron la identidad de la nueva amante: ¡María de Montpellier, la mismísima reina! Parece que Pedro abandonó el lecho muy enojado; tanto, que no ha vuelto a ver a su esposa.
—Me sorprendéis. Alguien de vuestra alcurnia chismorreando sobre detalles escabrosos de la vida de un monarca cristiano. Dada la enmascarada protección del rey aragonés sobre los herejes occitanos, debieran preocuparos más su probable excomunión y las consecuencias de ésta.
—Por lo que me han contado, esos cátaros no dejan de ser unos pobres hombres que predican con el ejemplo la austeridad y las buenas obras para con sus semejantes.
—¡Y que niegan la autoridad papal y jerárquica de la Iglesia católica! ¡Herejes que niegan los santos sacramentos!
—Calmaos; no seré yo quien ose discutir de teología con quien está llamado a ser un doctor en la materia. ¡Allá Pedro de Aragón con sus problemas! Pasemos a lo práctico. Vuestro padre me ha indicado que deseáis incorporaros al cuerpo diplomático. ¿Es así?
—En efecto, majestad. Nada me llenaría más de orgullo que formar parte de la cancillería.
—Y no hay nada más necesario que incluir en ella a hombres de vuestra valía, don Rodrigo. Quedáis formalmente aceptado. De hecho, ya tenéis vuestra primera misión asignada.
—Mil gracias os sean dadas. Iré a reunirme con don Juan del Cerrillo para que me desgrane los detalles.
—La persona que acabáis de mencionar no sabe nada del encargo que os voy a realizar —indicó Sancho con semblante serio.
—¿Acaso se trata de una misión secreta? —comentó Rodrigo discretamente, atento a calibrar de la respuesta una medida exacta de la relación entre el monarca y su, antaño, principal asesor.
—No hay secreto alguno. Vuestra misión consistirá en ser mi embajador en la corte de Alfonso de Castilla. Son públicas las buenas relaciones personales que vuestra familia mantiene con los nobles castellanos, en especial vuestro tío, don Martín de Finojosa, quien, como obispo de Sigüenza, tiene acceso a casi todas las informaciones que circulan por Castilla. Ésa es vuestra misión, don Rodrigo: ser allí los ojos y el oído del Viejo Reyno. Cualquier noticia o rumor que pueda tener repercusiones deberá sernos comunicado con celeridad.
—Es un honor, majestad. Os prometo que cumpliré mi cometido de la mejor forma que el Altísimo desee depararme.
—Aún hay algo más. Deseo que me informéis también de cualquier movimiento importante en las cortes europeas. Si algo he aprendido es que lo que acontece al otro lado de los Pirineos siempre acaba por salpicarnos.
—Así se hará. Partiré a Toledo tan pronto como haya arreglado mis asuntos en Rada y Caderita. Os mantendré bien informado.
2
Otoño, año 1211
El Palacio Real de la Navarrería de Pamplona lucía sus mejores galas. Se celebraba la ceremonia de recepción del nuevo obispo pamplonés, cargo que había recaído sobre el occitano Espárago de la Barca. La propuesta de nombramiento la había realizado el propio Sancho el Fuerte, dado que don Espárago era un hombre de su confianza. Asimismo, por idénticos motivos, esa elección había producido todo un revuelo en el cabildo pamplonés, que hubiera preferido a alguien más independiente. Aunque Sancho se había salido con la suya, el clima de enfrentamiento entre la corona y la Iglesia navarra era patente. De hecho, el cabildo pamplonés había obligado al nuevo obispo a no celebrar su ceremonia de recepción en el palacio obispal, anexo a la catedral, sino en el Palacio Real, ahora de propiedad eclesiástica debido a que el rey navarro lo había tenido que malvender al cabildo en la época de la última ofensiva castellana contra Álava y Guipúzcoa, para obtener así fondos que financiasen la contienda.
El cambio de escenario constituía todo un desafío para el rey navarro, ya que tenía por motivo recordarle lo que había perdido y no podría recuperar ni mediante su ahora abundante fortuna. No obstante, el Ximeno no había querido agravar el enfrentamiento y se había limitado a excusarse en uno más de sus habituales ataques de ciática para no acudir a Pamplona. La ausencia real no impedía que lo más granado del clero y la nobleza navarros estuviera allí presente, junto a varios de los principales asesores de Sancho. En mitad de toda la algarabía posterior a la ceremonia, un religioso muy alto y completamente calvo se las había arreglado para encontrarse a solas con uno de aquellos consejeros en una de las habitaciones de la última planta del palacio.
—Hacía mucho que no nos veíamos —señaló el espigado monje.
—Casi dos años —contestó Juan del Cerrillo.
—Sí, más o menos. Nuestro último encuentro fue para comentar el fulgurante ascenso de Rodrigo Ximénez de Rada en la jerarquía eclesiástica castellana.
—Algo que no se ha detenido. Ya le tenemos nada menos que como arzobispo de Toledo y canciller de Castilla. Nunca imaginamos, al mandarle a la corte toledana, que crecería tal amistad entre el rey Alfonso y el de Rada, hasta el punto de que el primero ha elegido a don Rodrigo como confesor personal.
—El rey castellano ha sido muy generoso con nuestro querido Rodrigo. Primero, elegido obispo de Osma y, en poco más de un año, arzobispo de Toledo —una sonrisa iluminó el rostro del religioso—. Me entrevisté personalmente con él en Roncesvalles cuando partió hacia París para completar sus estudios, volví a hacerlo cuando regresó tras la muerte del infante Fernando —precisó, mientras su sonrisa se difuminaba— y puedo asegurar que no conozco a nadie con semejante facilidad de palabra y poder de persuasión, amén de su obstinación a la hora de conseguir sus objetivos. Por nuestro bien, debemos estar atentos a sus decisiones.
—Me daría por contento si sólo tuviese que seguir de cerca al arzobispo. Pero es que hay tanto de que preocuparse —Juan suspiró—. Mis amigos de la cancillería zaragozana están histéricos por la situación en la que se encuentran sus territorios del sureste galo. Las tropas de ese carnicero de Arnaud Amaury, abad de Citeaux, ya han tomado alguno de los condados vasallos de Aragón en el Midi, y acosan al resto. El abad acusa al rey Pedro de proteger a los cátaros, y le ha amenazado con repetir las matanzas de Béziers en otras ciudades. Al monarca no se le ha ocurrido otra cosa que dejar en manos de Arnaud a su primogénito, el príncipe Jaime,[16] como garantía de que Aragón no intentará recuperar lo conquistado por las tropas abaciales.
—El joven Jaime no ha venido a este mundo tocado por la suerte —matizó el religioso—. Su padre prácticamente lo ha repudiado. No estuvo en su nacimiento, ni tampoco en su bautizo. Se dice que el rey Pedro sólo ha visto a su hijo un par de veces en sus cuatro años de vida.
—¿También tú haces caso de esas habladurías? No termino de creerme que María de Montpellier, toda una reina de Aragón, tuviera que jugar con la Fortuna para asignar nombre a su único hijo ante la negativa de su esposo a hacerlo. Me parece inverosímil eso de encender doce velas, una por apóstol, y esperar a ver cuál es la última en apagarse para dar al niño el nombre preasignado a ese cirio.
—Pues, por lo que yo sé, es completamente cierto —la sonrisa volvió a aflorar en el rostro del monje—. La última en consumirse fue la dedicada a Santiago, o Jaime, con llaman al santo en Occitania. Pero dejemos a un lado las tribulaciones de ese curioso matrimonio real aragonés. Los problemas más acuciantes están más al sur.
—Sí, tenemos que tener cuidado con el miramamolín[17] al-Nasir. Sus tropas ya han tomado la fortaleza de Salvatierra y pasado a cuchillo a los monjes calatravos que la defendían.
—Malos tiempos —sentenció el religioso—. Todo indica que el emir va a traer tropas africanas a al-Ándalus para dirigirlas contra Castilla. Ese temor ha llegado hasta los aposentos papales, e Inocencio III ha ordenado al arzobispo de Narbona que se entreviste con todos los reyes cristianos peninsulares para formar un frente común contra el almohade. Supongo que me has llamado para preparar la entrevista entre Sancho y el narbonés.
—No es por eso. Sancho ya no confía en mí y me tiene apartado de su verdadero círculo de asesores —lamentó Juan con voz entrecortada—. Además, nuestro monarca sólo parece preocuparse por acrecentar su fortuna personal con el préstamo de sus dineros y la compra de boyantes negocios. El último, la tafurería de Tudela, donde los tahúres de la región se reúnen a practicar el arte del naipe. Sancho se queda con una parte de todas las apuestas.
—Ya había oído algo. Se dice que obliga a los comerciantes a malvender sus negocios —matizó el monje con cara de desagrado.
—Es un rumor extendido, pero nadie ha acudido a la justicia para denunciarlo…
—Entiendo. Entonces me has hecho venir para hablar sobre tu ágata, ¿no?
—Indirectamente, sí. La presencia en Pamplona del arzobispo de Narbona puede abrirme puertas hasta ahora cerradas.
—Arnaud Amaury, el implacable arzobispo de Narbona… —musitó el religioso mientras meneaba la cabeza de izquierda a derecha como síntoma de desaprobación—. Un hombre sin duda peligroso…
—Lo sé.
—¿Estás seguro? Ya sabes que es el corresponsable, junto a ese asesino de Simón de Monfort, de las matanzas de Minerva y Béziers.
—Te repito que sé a lo que me enfrento. Sí, a un hombre sin medida ni escrúpulos cuando ha decidido alcanzar un objetivo concreto. «Matadlos a todos. Dios reconocerá a los suyos.» … Eso dicen que gritó el arzobispo en Béziers a sus soldados para asegurarse de que todos los cátaros perdiesen la vida, sin importar que por el camino pereciesen cristianos de conducta irreprochable… Pero yo tengo algunos ases bien guardados. Será cuestión de acertar en el momento de sacarlos.
Juan del Cerrillo se extendió durante largo rato con sus argumentos. El rostro del religioso se fue apesadumbrando conforme los datos ofrecidos presentaban un escenario peligroso y notablemente preocupante.
—Entonces, ¿estás decidido a hacerlo? —preguntó el monje con voz triste.
—Todavía no lo tengo del todo claro, pero necesito esos documentos en mi mano para estar seguro en caso de que lo haga. El arzobispo de Narbona ha sido hasta hace poco abad del monasterio de Poblet, y su firma es toda una garantía en Aragón. Si finalmente me decido, recibirás noticias mías mediante Fitero.
—Sería muy duro para mí, Juan, terriblemente duro. Romperías el único lazo que me mantiene cerca de mi familia.
El sobrino del fallecido Pedro de Alcarama no contestó. Mantuvo a duras penas la mirada del religioso y, cuando se dio por vencido, agachó la cabeza para dirigirse hacia la salida de aquella habitación. Al cerrar la puerta tras de sí, una herida, otra más, se abrió en el corazón del espigadísimo monje.
* * * * *
Mayo, año 1212
Sancho el Fuerte se había desplazado hasta Pamplona para acudir a una reunión de cuyo resultado podía depender el futuro del Viejo Reyno. Atendiendo a la petición de Inocencio III y tras haber cruzado los Pirineos por Roncesvalles, los voluntarios europeos venidos a luchar contra los almohades llegaban a cientos a la capital navarra para reponer fuerzas antes de seguir el camino hacia Castilla. La mayoría de los recién llegados eran personajes de baja estirpe, enviados por sus señores a la peligrosa aventura. Muchos de ellos habían participado en alguna de las acciones contra los cátaros y presumían del número de cuellos herejes que sus cuchillos habían abierto en canal. Broncos y amigos de la bebida, rara era la noche en que no se producía alguna reyerta.
En el Palacio de la Navarrería, el Ximeno esperaba al arzobispo de Narbona, quien traía consigo un pequeño ejército propio, reclutado entre los campesinos de sus feudos. No era un caso aislado; todos los prelados castellanos, y buena parte de los aragoneses, habían reunido sus propias tropas para el mismo cometido. Pero la presencia del narbonés en la capital tenía un motivo más diplomático que bélico y Sancho estaba obligado a escuchar su discurso, puesto que el prelado traía consigo una encomienda papal.
—Don Arnaud Amaury, arzobispo de Narbona y enviado papal. —El obispo de Pamplona hizo las presentaciones.
—Ilustrísima, espero que vuestra estancia en nuestra capital sea placentera y que os recobréis de las inclemencias del camino. A don Rodrigo de Argaiz no hará falta que os lo presente, puesto que ha viajado con vos desde Narbona. En cambio, supongo que no conocéis a mis otros tres acompañantes. A mi izquierda, don Gómez Garceiz de Agonciello, mi alférez real, y a mi derecha, el canciller don Fortún de Urroz y don Guillermo, mi… —Sancho dudó.
—Vuestro hijo ilegítimo. No estamos aquí para discutir temas morales —terció Arnaud seguro de sí mismo.
—Observo que estáis bien informado —contestó el monarca.
—Mi anterior cargo como abad de Poblet me proporcionó en el pasado buenos contactos en Fitero. Desde ahí he conseguido toda la información que creo necesitar.
—Interesante confesión, ilustrísima. Os aseguro que la tendré en cuenta. Supongo que querréis convencernos para que Navarra participe en la campaña de Alfonso de Castilla contra los almohades.
—Querréis decir en la cruzada convocada por su santidad. Es vuestra obligación como cristiano acudir a ella.
—Mi obligación es velar por los intereses de mi reino —matizó Sancho.
—Abandonad la dialéctica estéril. Sopesáis negaros, como ya ha hecho el rey leonés. Si las tropas cristianas fuesen derrotadas y las vuestras permanecieran intactas, se abriría una oportunidad única para reconquistar Álava y Guipúzcoa, ¿me equivoco?
—Me reafirmo en mi anterior juicio. Estáis pero que muy bien informado.
—Mas si la coalición cristiana vence a los almohades sin vuestra participación, se abrirán de par en par las puertas para la invasión de Navarra, promovida por el papa ante vuestra desobediencia.
—Es una posibilidad, pero existen otras, como que mis tropas se unan a la llamada papal para derrotar a al-Nasir. Algo me dice que la propuesta que traéis tiene que ver con este último escenario.
—Puestos a hablar de posibilidades, creo que olvidáis que los infieles pueden derrotarnos, incluso con vuestra participación.
—Pero eso no ocurrirá, ¿verdad? Vuestras plegarias y las de su santidad aseguran el favor de Nuestro Señor en la contienda —respondió Sancho irónico.
—¡Sancho! ¡No permitiré que blasfeméis en mi presencia! —intervino notablemente enfadado don Espárago de la Barca.
—Calmaos —indicó el narbonés a su colega de Pamplona—. He venido aquí a realizar una propuesta y no me iré sin haberla planteado, por muy necias palabras que lleguen a mis oídos.
—Estamos esperándola —añadió, desafiante, Sancho.
—Si los almohades son vencidos, es innegable que Castilla ampliará sus dominios por el sur. Y también lo hará Aragón.
—Siempre tiene que haber algún favorecido —Sancho volvió a utilizar la ironía—. Y eso ¿de qué manera repercutirá en Navarra?
—El papa Inocencio ha conseguido el compromiso del rey castellano de devolveros parte de las villas alavesas y guipuzcoanas que os arrebató en vuestra última guerra.
—¿Parte?, ¿qué parte? Supongo que podréis ser más explícito.
—El detalle concreto de los territorios afectados se decidiría en una reunión posterior entre vos y el rey Alfonso —apuntó el obispo.
—¿Acaso sugerís que nos unamos a semejante empresa sólo con unas vagas promesas?
—Es todo lo que su santidad me ha transmitido por carta. Ahora, la decisión queda en vuestras manos. Mis tropas permanecerán en Pamplona dos días más antes de partir hacia Castilla. Espero vuestra contestación para entonces.
La mención de la palabra tropa no pasó desapercibida para el monarca navarro. Don Arnaud no se refería sólo a su pequeño ejército personal. No, la mención era extensiva a los cientos de voluntarios ultrapirenaicos que habían luchado contra los cátaros unos pocos años atrás y que ahora, en un momento de transitoria tranquilidad en tierras del Midi francés, habían encontrado otro objetivo al que dirigir sus fuerzas para hacer lo único que se les daba bien en la vida: pelear y matar. La indirecta era clara. Si Sancho no se unía a la causa papal y la coalición cristiana conseguía derrotar a los almohades, las tropas europeas supervivientes harían el viaje de regreso a casa pasando otra vez por el Viejo Reyno… Sólo que entonces tendrían una misión más: echar del poder al Ximeno, aunque para ello debieran pasar a cuchillo a media Navarra.
—Os puedo ofrecer toda la hospitalidad de la que siempre ha hecho gala el Viejo Reyno, pero no puedo ser optimista con el resultado de vuestra mediación. Hace falta algo más que buenas palabras y promesas difusas.
—Eso queda para vuestra conciencia. Si me permitís, deseo retirarme para ir a orar a la catedral.
—Por supuesto, ilustrísima. Acordaos de estos pecadores, aquí presentes, en vuestras plegarias.
Ambos prelados evitaron tensar más la situación a pesar de las repuestas hirientes del Ximeno y decidieron abandonar la estancia cariacontecidos. Tampoco eran más alegres los rostros de los navarros que permanecían en la sala. El recuerdo de Alarcos y la posterior venganza castellana estaban todavía muy frescos.
—¿Qué camino seguiremos, padre? —preguntó Guillermo.
—El único camino posible: unir nuestras tropas contra los almohades. Lo sentiré por Abuceid, es un buen hombre, pero no por su padre. El engaño al que me sometió es una espina que tendré clavada hasta el fin de mis días. Mas no actúo por venganza; simplemente, es la única opción viable. Aunque Alfonso sea derrotado y nosotros reconquistemos Álava y Guipúzcoa, ¿cuánto tiempo podríamos conservarlas?, ¿una década? Eso en el mejor de los casos. La cristiandad no permitirá perpetuar conquista alguna realizada con la ayuda de infieles. Ésa es una lección que ya he aprendido.
—Estoy de acuerdo con vuestro análisis. Supongo que mañana mismo comunicaréis vuestra decisión —sugirió el alférez real.
—El arzobispo de Narbona se marchará del Viejo Reyno con una negativa en sus alforjas —sentenció Sancho.
—Pero ¿no acabáis de decir que uniremos nuestras tropas a las del resto del contingente cristiano? —indicó, sorprendido, Rodrigo de Argaiz.
—Y es lo que haremos…, en cuanto se concreten y mejoren las contraprestaciones para nuestra intervención. No podemos aportar demasiados efectivos, pero nuestra participación es importante. Si acudimos, enviaremos una inequívoca señal al emir: nunca conseguirá un aliado cristiano importante en defensa de sus territorios. Será la confirmación de que nunca habrá tregua en Hispania para los almohades. Si no acudimos, siempre existirá la duda.
—¿Entonces? —volvió a cuestionar el canciller real.
—Antes de que comience el enfrentamiento habrá llegado hasta nosotros una nueva propuesta más aceptable para nuestros intereses. Será ésa la que aceptemos.
—Corremos un serio riesgo —mencionó el de Agonciello.
—Las decisiones arriesgadas son inherentes a la tarea de reinar —sentenció el rey Sancho, mientras los presentes asistían atónitos a la primera demostración de verdadero talento político del Ximeno.
* * * * *
Junio, año 1212
Juan del Cerrillo recorría el tramo final del camino del Ebro que lo había de llevar hasta la aldea de Estercuel. Se repetía la escena acaecida casi veinte años atrás, en los preparativos para el gran enfrentamiento con el fallecido emir Yacub. Juan se disponía a despedirse de su primo Ginés, quien volvía a dirigir otro contingente de caballeros templarios para enfrentarse de nuevo a los almohades. Existían tantos paralelismos con la situación anterior a la batalla de Alarcos que al consejero le temblaban las piernas sólo de pensar que también podría acabar igual de mal.
Aquellas dos décadas habían pasado raudas. Aún le parecía verse a sí mismo realizar aquel idéntico recorrido para despedir por primera vez a su primo, pero por la mente del consejero circulaba con fuerza una idea: esta vez iba a ser distinto; muy distinto. Cuando alcanzó la puerta principal de las instalaciones templarias, Juan pudo observar que éstas habían sido ampliadas, y que de la paz y quietud de su anterior visita ahora apenas quedaba nada, sustituida por la vorágine de los preparativos. Ginés estaba en el patio de armas y saludó a su primo con una mano para que se acercase.
—Me alegro de verte, Juan. Hacía mucho que no venías por aquí; siempre soy yo el que va a visitarte a Tudela —indicó el templario mientras apoyaba la mano sobre el hombro de su primo.
—Tú lo tienes más fácil, Ginés. Vas con cierta frecuencia al castillo de Santa Bárbara para tratar los asuntos de vuestra comunidad con el alférez real. De hecho, casi nunca has venido de hecho a verme a mí.
—Sería mejor que abandonásemos los reproches —Ginés indicó con la mano a Juan que le acompañase hacia una de las estancias que rodeaban el patio de armas.
—Sí, supongo que tienes razón. Bastante tenemos ya con lo que se nos viene encima. Sois muchos más que cuando marchasteis hacia Alarcos.
—Nuestra comunidad ha crecido. Estoy orgulloso de ello, como también lo estoy de Sancho. Ha tomado la decisión adecuada. No podíamos faltar en esta empresa.
—La verdad es que nuestro monarca me ha sorprendido. Por primera vez ha actuado como un viejo zorro al negarse desde el principio a participar en esta cruzada, en espera de recibir una oferta más generosa por su participación. Y así ha sido. Una semana después de la partida del arzobispo de Narbona ya teníamos a uno de sus emisarios en el castillo de Tudela ofreciéndole un porcentaje del futurible botín que capturéis a los almohades mucho mayor del que le correspondería atendiendo al número de soldados que el Viejo Reyno aportará a esta campaña.
—A lo que debes unir la promesa de Alfonso de Castilla de devolverle parte de las villas fronterizas perdidas en la ofensiva sobre Álava, así como la palabra dada por Pedro de Aragón para dejar paso por sus tierras a expediciones navarras que deseen atacar los territorios levantinos todavía en poder de los sarracenos. Eso podría compensar de sobra la pérdida de las rentas que le concedió Abuceid. Le ha costado, pero por fin parece que Sancho comienza a manejarse con soltura en ese enrevesado mundo de la diplomacia en que tú tan bien te mueves —afirmó Ginés visiblemente satisfecho.
—Tal vez por eso mismo haya decidido prescindir por completo de mis servicios —aventuró Juan con voz queda—. Esto es una despedida, Ginés, y puede que sea la definitiva.
—¡Vamos, no te pongas tan dramático! ¿Acaso piensas que alguna saeta o alfanje almohade será capaz de atravesar mi pecho? —contestó Ginés al pensar que las palabras de su primo iban dirigidas al temor de que muriese en la batalla.
—No, sé que sabrás cuidarte. Me voy, Ginés. Esta misma tarde tomaré el camino del exilio hacia Aragón. Me siento marginado en la corte tudelana y todavía tengo muchas cosas pendientes por hacer.
—Pero ¿estás loco? Tu lugar está aquí; siempre lo ha estado. Olvídate de ese desbaratado encargo de nuestro tío Pedro para encontrar algo que no existe. La leyenda de los collares de ágata es eso, una leyenda. Seguramente, nuestros antepasados la forjaron para afirmar su poder frente a los ignorantes que los rodeaban. Esa piedra que llevas al cuello nunca ha servido para nada más.
—Puede que tengas razón —contestó Juan, sabedor de que su primo nunca había visto activarse al ágata, ni había sentido su poder—. He conseguido un salvoconducto firmado por el arzobispo de Narbona para poder alojarme temporalmente en las instalaciones que el Cister tiene en Aragón. Sé que no es algo sencillo, pero tengo que intentar encontrar el colgante semicircular de ágata, y el reino vecino es el último territorio que me queda por rastrear con seriedad. Hace muchos años realicé una somera búsqueda de pistas en Zaragoza, pero la premura de tiempo me impidió completarla. Además, también Gerona y Barcelona son candidatas a albergar el collar. Prefiero dedicar mis días a esa búsqueda que a languidecer en el castillo tudelano.
—¿Se lo has contado a Sancho?
—No he dicho nada ni a él ni a nadie; bueno, a casi nadie —por la mente de Juan pasó la imagen del monje de Roncesvalles—. De hecho, quiero que te despidas por mí de varias personas.
Juan echó mano del zurrón que llevaba al hombro y extrajo cuatro pequeños pergaminos doblados por la mitad y lacrados en el borde. Cada uno de ellos llevaba escrito el nombre del destinatario.
—Entrega éste a Sancho, este otro al canciller Fortún, y este tercero a la infanta Constanza. Ella siempre ha sido como una hermana para nosotros, y merecería que se lo dijese a la cara, pero no tengo valor para hacerlo. Por último, el que lleva escrita la palabra Fitero has de entregarlo al abad de dicho monasterio; él sabe a quién debe reenviárselo. No preguntes, no podría responderte. Sé que debes desplazarte hasta allí para unirte al resto del contingente navarro antes de atravesar Castilla.
—¿De verdad estás decidido, Juan?
—Lo estoy, Ginés. Tú has dedicado tu vida a las armas y a la religión. Yo, al mundo de la diplomacia, pero he dejado bastante de lado los otros dos cometidos sobre los que debiera haber girado mi vida: sanar enfermedades y la búsqueda de los orígenes de nuestra familia. Ya he superado los cincuenta años; no puedo posponerlo mucho más.
—Necesitarás mucha suerte.
—Creo que menos de la que vais a necesitar vosotros para derrotar a al-Nasir.
Los dos primos se fundieron en un abrazo. Medio siglo de encuentros y desencuentros llegaban a una ruptura. A un punto y aparte tal vez definitivo.
3
Julio, año 1212
Las tropas navarras atravesaban la planicie manchega con toda la premura que les permitían sus cabalgaduras. Por el camino se fueron cruzando con pequeños contingentes de cruzados europeos que volvían a casa antes de haber entrado en combate. Las peleas y las disensiones internas entre el colectivo ultrapirenaico habían obligado al rey castellano a expulsar a muchos de ellos de Toledo. No era una buena noticia; las fuerzas del emir al-Nasir eran más numerosas que las cristianas, por lo que cualquier ausencia podía ser decisiva. Tras los navarros había quedado ya Malagón, arrebatado a los almohades tres semanas antes por los hombres de Diego López de Haro.
—Temo que se repita la historia de Alarcos. Si Alfonso ataca antes de que todos los contingentes cristianos nos reunamos, el resultado puede ser nefasto —comentó el rey Sancho a lomos de una de las grandes mulas sicilianas sobre las que se desplazaba desde Tudela.
—Lo de Malagón sólo ha sido una escaramuza —matizó el alférez real navarro—. Vuestro primo castellano ha sido más cauto. No presentará batalla frontal como hizo en Alarcos sin esperarnos. De todas formas, lo que hemos visto allí no me ha gustado nada. Todavía se ven las manchas de sangre de los sarracenos degollados por los cruzados europeos. Me temo que hay demasiadas personas empeñadas en querer aplicar los métodos de Simón de Monfort contra los cátaros.
—Infieles en tierras galas e infieles en tierras hispanas. No veo por qué no se han de aplicar los mismo procedimientos —indicó Ginés de Valdemadera, fiel a su integrismo religioso.
—No ha sido una escaramuza, sino varias —sentenció Sancho—. Nos acaban de comunicar que, animado por su primer triunfo, Alfonso ha realizado una victoriosa segunda prueba en Calatrava la Vieja. Si el éxito se le sube a la cabeza, es capaz de lanzarse solo contra el miramamolín.
—No lo creo —negó el canciller Fortún de Urroz—. En Calatrava nos esperan las tropas de Pedro II de Aragón. Si el rey castellano quisiera enfrentarse a al-Nasir, no hubiera dudado en pedir ayuda a su primo aragonés, que está sólo a dos días de marcha de la avanzadilla castellana.
—Puede que tengáis razón —concedió Sancho—, pero el nuevo gobernador de Malagón me ha dicho que su monarca va a probar de nuevo suerte con la fortaleza de Alarcos, de tan pésimo recuerdo para él y los suyos. Sabemos que el emir no está allí, y que sólo ha dejado un pequeño contingente para proteger la fortaleza, pero ya sería el tercer intento en solitario de Alfonso.
—Como bien decís, al-Nasir no está allí —el alférez tranquilizó al Ximeno—. Todo parece indicar que el emir sólo está interesado en una gran batalla abierta, y ha abandonado a su suerte las pequeñas villas fronterizas por tal de ganar un poco de tiempo para que llegue el inmenso colectivo de voluntarios magrebíes que, se dice, vienen a enfrentarse a nosotros.
—Sea lo que sea, lo veremos pronto. Mirad hacia el frente. O mi vista me engaña o aquello que se ve al fondo es una almena. Y en estas latitudes sólo podría ser la de Calatrava —indicó Ginés.
Los navarros aceleraron el paso de sus monturas, y un par de horas más tarde se encontraron con el campamento aragonés que rodeaba la recién tomada fortaleza.
—Es un consuelo veros a ti y a los tuyos, Sancho. Sobre todo ahora que hemos perdido tantos soldados ultramontanos —saludó Pedro II de Aragón a su primo nada más verlo aparecer.
—¿Pérdida? Creía que la toma de Calatrava y la de Malagón se habían desarrollado con escasa batalla. ¿Acaso nuestro primo Alfonso ha vuelto a ser derrotado en Alarcos? —preguntó el Ximeno.
—Afortunadamente, no. Ha tomado la plaza tras sólo dos días de asedio. El problema ha estado aquí. Tras reconquistar Calatrava, muchos de los voluntarios ultrapirenaicos han intentado repetir la degollina de Malagón, algo que Alfonso ha logrado impedir. Pero esa actitud de los castellanos ha desatado la ira de esos numerosos voluntarios, que han acusado a nuestro primo de querer utilizarlos sólo como arma para aumentar sus dominios y no para atender a la llamada papal.
—Sobre lo primero podría estar de acuerdo, pero sobre lo último no tengo dudas de que se equivocan. Alfonso sería incapaz de contrariar a la Iglesia. Si no osa contradecir al arzobispo de Toledo, mucho menos lo hará con el papa —matizó Sancho con ironía.
—Por vuestro bien, guardaros esos comentarios, sobre todo teniendo cerca a don Rodrigo Ximénez de Rada. Mejor lo sabéis mejor que nadie. De cualquier forma, lo que importa es que la mayoría de los voluntarios europeos han renunciado a la campaña por las disensiones con Alfonso. Apenas han quedado unos pocos centenares aquí, procedentes de los contingentes del arzobispo de Narbona y otros eclesiásticos.
—¿Insinuáis que si los centroeuropeos no se hubieran marchado la presencia de mis hombres habría resultado superflua? —el rostro de Sancho se endureció.
—Dejad de ver menosprecios y manipulaciones por todas partes y preocúpate por lo realmente importante. Alfonso nos espera dentro de tres días frente a la fortaleza de Salvatierra, el primer obstáculo importante en esta campaña. Para entonces, más vale que vuestros hombres hayan descansado lo suficiente, y que vuestra cabeza esté más despejada de lo que está ahora —le reprochó el rey aragonés mientras indicaba con la mano a su escolta que dieran media vuelta para volver a su campamento.
Caía la tarde del día de San Fermín cuando, por primera vez, los tres reyes se encontraron frente a frente junto a las murallas del próximo objetivo cristiano: Salvatierra.
—Al fin ha querido Nuestro Señor que llegase el rey de Navarra, mas tarde, como acostumbra —comentó con tono entre irónico y despreciativo Alfonso VIII.
—Puntual según lo estipulado —respondió Sancho, sin perderle la cara al castellano—. Tu impaciencia fue el origen de la derrota de Castilla en estas tierras hace veinte años. Por lo que veo, no sirvió de escarmiento. Has vuelto a comenzar la ofensiva sin mis hombres.
—Puntual o no, difícilmente unos pocos centenares de navarros serán capaces de inclinar esta contienda hacia el bando cristiano —prosiguió el rey de Castilla con sus reproches al Ximeno.
—¡Unos cientos de caballeros navarros bien han de valer más que miles de almohades! —replicó el arzobispo Rodrigo Ximénez de Rada, herido en los orígenes.
—No discuto la valentía de los caballeros del Viejo Reyno —contestó el monarca castellano—. Es la actitud de su monarca la que merece ser reprochada. Mi familia todavía espera un gesto de consuelo, un mínimo pésame o una señal de aliento por su parte ante la desafortunada muerte de mi primogénito, el príncipe Fernando, acaecida el año pasado.
—Y mi familia lleva esperando no un año, sino un lustro, ese mismo pésame de parte del altivo rey de Castilla por la desdichada muerte de mi hermano —replicó Sancho enojado.
—¡Basta ya! —terció el rey aragonés—. No hemos venido hasta aquí para ver cómo cruzáis insultos y reproches. Tenemos una misión que cumplir y ante nuestros ojos está el primer obstáculo importante. Debemos estudiar cómo superarlo.
—Ya no tengo claro el alcance de esta campaña —reconoció el rey castellano tras sosegar el tono—. Al-Nasir me ha defraudado; creía que presentaría batalla abierta en vez de dejarnos tomar, una tras otra, sus fortalezas en la frontera. En cierto modo, el emir puede darse ya por vencido, puesto que rehúsa el combate.
—Me temo que no os sigo —intervino el arzobispo de Narbona.
—No estamos muy sobrados de víveres, el calor de julio es asfixiante y la toma de Salvatierra nos puede llevar semanas —contestó Alfonso—. Si el miramamolín no quiere combatir, que no lo haga. Consolidemos nuestras posiciones y esperemos la llegada de la siguiente primavera para continuar con la empresa.
—¡Eso nunca! —vociferó el rey navarro—. Lo que quieres es enviar tus tropas aquí acantonadas a reprimir las incursiones en el norte de Castilla realizadas por tu yerno, el rey de León.
—¡Estoy de acuerdo con Sancho! —confirmó tajantemente Pedro II—. Todos tenemos nuestros problemas. Sin ir más lejos, el Capeto sigue con el acoso sobre mis territorios franceses, y, sin embargo, los míos y yo estamos aquí, mientras que tú piensas ahora en retirarte.
—Vuestras palabras me ofenden y ofenden a toda la cristiandad —reprochó el narbonés al rey castellano—. Nuestro cometido es acabar con el domino almohade del sur de la península. Eso es lo que prometisteis, rey de Castilla, y eso es lo que deberéis cumplir, so pena de falso testimonio e invocación de Nuestro Señor en vano.
—¿Y qué estrategia pensáis seguir? —preguntó Alfonso tras intentar, sin éxito, encontrar una señal de aliento a su idea en los rostros de Rodrigo Ximénez de Rada y Diego López de Haro.
—La que ya utilizaste en Treviño en tu vergonzosa ofensiva contra Álava —respondió Sancho—. Simplemente, coloquemos un retén suficiente para controlar que los defensores de Salvatierra no sean capaces de atacarnos por la espalda y avancemos hacia el sur para librar combate contra al-Nasir.
—Podría funcionar —concedió con una medio sonrisa el señor de Vizcaya, padre de la estrategia seguida en Treviño.
—Sea así —accedió el rey castellano, convencido de que no le iban a dejar otra alternativa—. Daremos a nuestras tropas un día más de descanso y partiremos luego hacia las montañas del sur.
El ejército cristiano se puso en marcha el 10 de julio para acercarse a las primeras estribaciones de Sierra Morena. No estaban solos; eran seguidos en la lejanía por jinetes almohades que vigilaban sus evoluciones. No tardó en llegar la primera buena noticia: los hombres de Diego López de Haro habían lanzado una rápida ofensiva contra las posiciones musulmanas en el puerto del Muradal, y lo habían conquistado. Pero la suerte no tardó en cambiar. Las avanzadillas cristianas localizaron al contingente de al-Nasir fuertemente pertrechado en una llanura tras el desfiladero de la Losa, un par de leguas al sur del Muradal. Parecía imposible atravesar aquel barranco sin ser diezmados por los arqueros sarracenos apostados en lo alto de las verticales paredes que lo flanqueaban.
Se convocó un consejo de guerra para decidir la táctica que seguirían y, mientras los tres monarcas y sus oficiales evaluaban las alternativas, Ginés aprovechó el compás de espera para unirse a un pequeño grupo, formado por media docena de soldados calatravos enrolados en las filas del senescal castellano, con el objetivo de realizar por su cuenta un reconocimiento de los alrededores del puerto. Había entablado amistad con ellos en Fitero y, para el más joven de los sobrinos del difunto Pedro de Alcarama, la improvisada inspección serviría para matar momentáneamente la angustia que lo consumía. A la caída del sol, el monarca volvía abatido de la reunión.
—Vamos hacia el desastre —sentenció Sancho ante los presentes—. Se ha decidido atacar mañana, frontalmente, el desfiladero de la Losa. Dudo que salgamos vivos de allí.
—Pero, padre, ha de haber alguna otra opción. Transitar por entre esas paredes es un suicidio —expuso don Guillermo.
—Llevas razón, es un suicidio —confirmó el Ximeno—, pero quedan pocas alternativas; tal vez ninguna. La inspección de la ladera oriental del puerto no ha dado fruto alguno. Existe un camino que va a desembocar en un desfiladero todavía más abrupto que el de la Losa. Tanto es así que los lugareños lo llaman Despeñaperros, por algo será. Tal vez una pequeña avanzadilla pudiera cruzarlo, pero de ninguna manera lo lograría un ejército.
—¿Y si probamos por el flanco occidental o dando directamente media vuelta? Cualquier otra cosa antes que marchar hacia una carnicería segura.
—Nadie ha sabido encontrar un paso hacia poniente. En contra de mi anterior parecer, he sugerido sopesar la opción de retroceder hasta Salvatierra, pero nosotros mismos nos hemos metido en un atolladero. Si retrocedemos, nos expondremos a que los almohades ataquen desde las alturas cuando abandonemos el Muradal. Podemos dejar una escuadra en lo alto del puerto para proteger el repliegue, pero los valientes que quedasen allí arriba pagarían con la vida su posterior intento de retirada.
—¡Mi señor! ¡Mi señor! —Ginés de Valdemadera, seguido por dos calatravos, volvía al galope de su inspección con un hombrecillo de raída indumentaria sentado a la grupa de su caballo.
El sobrino del difunto Pedro de Alcarama detuvo su montura a escasos palmos de Sancho el Fuerte, momento que aprovechó su extraño acompañante para descabalgar con un ágil movimiento. Ginés le imitó, dirigiéndose azorado a su monarca:
—¡Un paso! ¡Existe otro paso para evitar el desfiladero de la Losa! —Ginés, presa de la agitación, unía unas palabras con otras.
—Calmaos —ordenó el Ximeno—. ¿Dónde está ese paso y quién os acompaña?
—Mi señor, el hombre que he traído a mi grupa dice ser pastor, y es quien nos ha enseñado la nueva vía. La he visto con mis propios ojos y es sencilla de seguir. Basta con retroceder un poco, hasta la mitad de la subida del Muradal, y desviarse hacia poniente hasta alcanzar una meseta plana. Desde allí se divisa, más allá de la Losa, el campamento de al-Nasir.
Sancho se dirigió al hombrecillo mal vestido y desaliñado:
—¿Por qué nos habéis proporcionado esa información? ¿No será una trampa?
—Mi señ…, majestad —balbuceó el aludido, poco acostumbrado a tratar con tan alta alcurnia—. Bautizado soy con el nombre de Isidro,[18] y he dedicado toda mi vida a apacentar en estos lugares un modesto rebaño de ovejas. Conozco cada vaguada y cada senda como sólo puede hacerlo quien las ha pisado mil veces. Siempre he comerciado los productos del rebaño con los habitantes de la frontera, sean cristianos o musulmanes, tratando de permanecer al margen de cualquier disputa entre ambas comunidades, algo que hasta ahora había conseguido.
—Hábiles palabras para un simple pastor.
—¡Daría media vida por que mis actos hubiesen sido tan hábiles como mi lengua! Pero no lo fueron. Cuando vi aparecer a los soldados almohades intenté reunir mis ovejas para huir, pero no me dio tiempo. Los hombres del emir me alcanzaron y me confiscaron todo el rebaño para alimentar a esa jauría acampada tras la Losa. Desde entonces, malvivo de la caza de conejos y paso las noches en vela en una pequeña choza sita una legua hacia poniente. Desde mi humilde morada pude observar en la lejanía el paso de vuestras tropas y decidí acercarme a vuestro campamento con la esperanza de que saciéis mi sed de venganza ante los que me han dejado sin medio de vida. Hacia aquí se encaminaban mis pasos cuando me crucé con los monjes calatravos. Me preguntaron por un paso alternativo a la Losa. Yo se lo enseñé.
—Entonces es cierto, ese paso existe —inquirió el Ximeno a la pareja de calatravos.
—Lo es, majestad —contestó el que estaba más cerca—. Don Ginés lleva la mejor montura y por eso ha cargado con el pastor hasta aquí, pero ya hemos mandado a otros dos compañeros a comunicar la noticia a nuestro maestre de la orden y al rey Alfonso. Los dos restantes han sido enviados a la zona aragonesa del campamento para hacer lo mismo con el rey Pedro. Sugiero que nos reunamos todos urgentemente ante la tienda real castellana.
—Estoy de acuerdo. No perdamos tiempo.
Cuando todos estuvieron juntos, Isidro volvió a relatar a los máximos dirigentes cristianos la historia del paso. La alegría se extendió rápidamente entre los congregados, pero no tardaron en levantarse voces de prudencia. Tal vez el paso fuera transitable para unas pequeñas escuadras, pero había serias dudas de que lo fuese para todo un ejército.
Don Diego López de Haro pidió permiso para explorar la nueva vía acompañado de una veintena de hombres. Dirigió a los elegidos hacia la ladera occidental del Muradal alumbrados por los últimos rayos de luz mientras el resto del campamento seguía con sus preparativos como si no hubiese ocurrido nada. No era cuestión de que los vigías almohades que los habían seguido durante todo el camino sospechasen algo. La sorpresa tenía que ser la mejor aliada de las fuerzas cristianas. Tal vez la única.
Con la luna ya en todo lo alto, la escuadra vizcaína comprobó que el pastor no mentía. Tras dar gracias al cielo, el alférez de Castilla dejó a una decena de sus hombres en aquella meseta, que bautizó, en honor de su señor, como la mesa del Rey, y volvió con urgencia al campamento cristiano para comunicar la buena nueva. Durante la noche, pequeños grupos de soldados castellanos, caminando en el más absoluto de los silencios, subieron hacia la meseta para reforzar la posición cristiana. A la mañana siguiente, todo el campamento cristiano fue desmontado para comenzar a descender ligeramente el Muradal, y dar así a entender que se batían en retirada. En realidad, a mitad del recorrido, giraban todos a la izquierda para dirigirse hacia la vía recién descubierta.
Las tropas del miramamolín comenzaron tímidamente a salir del desfiladero de la Losa para emprender el acoso a los retirados. Cuando la primera avanzadilla sarracena llegó a las proximidades de las filas de la retaguardia cristiana, pudo observar a lo lejos al grueso del ejército enemigo que ascendía hacia poniente. Rápidamente, tornaron grupas para avisar al emir, quien ordenó de inmediato a sus tropas intentar cortar el paso a sus enemigos.
La reacción sarracena no fue lo suficientemente ágil como para evitar que los cristianos alcanzasen su objetivo. Todo lo que lograron fue tomar el otro alto más elevado de las cercanías, identificado por Isidro como el cerro de los Olivares, evitando así que los cristianos tuviesen la ventaja de la altura. El emir y sus tropas de elite se trasladaron a la cima del cerro, mientras que el resto del ejército musulmán tomaba posiciones en su ladera, frente a la mesa del Rey. Entre ambos emplazamientos se situaba una sucesión de navas salpicadas de colinas deforestadas. Allí se produciría la gran batalla entre ambas facciones, que los cristianos ya habían bautizado, por la orografía del terreno, como la de las Navas de Tolosa.
* * * * *
16 de julio de 1212
Pese a lo temprano de la hora, el sol comenzaba a picar aquel lunes, día de Nuestra Señora del Carmen. Tras dos días de preparativos, había llegado el momento tan ansiado y, a la vez, tan temido. Para el ocaso habría un bando vencedor, pero nadie sabía si la Providencia había elegido para ello a sarracenos o a cristianos. Sancho el Fuerte volvió del último consejo de guerra antes de la batalla y reunió a sus nobles y oficiales para comentarles la estrategia.
—Caballeros, hemos decidido dividir el ejército en tres cuerpos distintos. El central estará al mando de Alfonso de Castilla. Será el contingente más numeroso y el encargado de presentar la batalla principal. El ala izquierda está reservada para el contingente aragonés, y el ala derecha, para el Viejo Reyno. Nosotros somos muy pocos y casi todos a caballo, por lo que he conseguido que las milicias castellanas de Segovia, Ávila y Medina del Campo queden también a mis órdenes. No quiero ningún tipo de disputa con ellos. Han venido a dejar sus vidas aquí, junto a nosotros, y eso es suficiente para considerarlos, más que aliados, nuestros hermanos.
—Mi señor, ¿dónde tendremos que posicionarnos cada uno de nosotros? —preguntó Ginés.
—Cada cuerpo de ejército se dividirá en una vanguardia, un centro y una retaguardia. Por petición propia, don Diego López de Haro dirigirá la vanguardia castellana, algo que obliga a nuestro alférez a acudir con parte de nuestras tropas a la vanguardia derecha.
—¿En solitario? Sería un suicidio.
—No, en solitario no. En realidad, aunque nominalmente está bajo mi mando, la vanguardia estará realmente dirigida por el arzobispo de Narbona junto con los ultramontanos y parte de los voluntarios castellanos.
—Eso es casi una ofensa —protestó Ginés.
—Es la realidad de nuestra situación —matizó el monarca con voz grave— Tampoco mandaremos realmente sobre la segunda línea de nuestro flanco. Don Alfonso Téllez lo hará al frente de sus milicias castellanas con la colaboración de los escasos voluntarios portugueses. Nuestras tropas de Estella y Sangüesa irán con ellos en representación de Navarra. Por último, yo quedaré en la retaguardia, junto con el resto del contingente.
—¿Han sacado algo en claro los vigías sobre la disposición para la batalla del ejército almohade? —preguntó Fortún de Urroz.
—Parece que el miramamolín ha organizado sus efectivos en tres líneas que forman un único cuerpo de ejército sin alas —contestó el monarca—. Su vanguardia está compuesta por tropas ligeras, la mayoría infantes del ejército regular almohade. Tras ellos estará la línea central, compuesta por voluntarios. Son muy numerosos, pero parte de ellos están mal pertrechados. La retaguardia la componen las tropas más selectas del emir, tanto infantes como hombres a caballo.
—Con al-Nasir al frente —indicó Ginés.
—No. Parece que el emir permanecerá en el exterior de su tienda para dirigir la contienda desde allí. Ha protegido su jaima con una red de estacas y cadenas, alrededor de la cual ha situado a su guardia personal, esos a los que llaman imesebelen, o desposados, por estar casi todos atados unos a otros con las cadenas de la empalizada, lo que les impide huir si vienen mal dadas —contestó don Gómez.
—Los aplastaremos —respondió muy seguro don Guillermo.
—Me conformo con derrotarles —contestó serio Sancho—. Ahora, cada uno debe ocupar su puesto, y que el Altísimo nos proteja. Hoy será día de gloria o muerte. No habrá término medio.
Fueron los cristianos los que lanzaron el primer ataque. La vanguardia liderada por Diego López de Haro consiguió desbaratar la primera línea sarracena con cierta facilidad, mientras navarros y aragoneses entablaban una contienda más igualada en sus respectivas alas. La fortuna parecía estar del lado del señor de Vizcaya, al desorganizar también el centro de la segunda línea almohade, pero todo era un espejismo. Los sarracenos desviaron hacia el interior parte de los efectivos que luchaban contra las alas cristianas, a la vez que la caballería de elite almohade en la retaguardia se lanzaba contra el centro castellano y lo desorganizaba. Los cristianos lanzaron entonces su segunda línea, pero no pudieron impedir que los musulmanes detuviesen el ímpetu del ataque gracias a la miríada de voluntarios almohades que se lanzaban contra ellos sin miramiento alguno sobre sus vidas.
La posición cristiana comenzó a tambalearse de forma peligrosa ante el cansancio de sus efectivos. El campo de batalla era un hervidero de gritos y ruidos de espadas chocando unas contra otras, con el suelo cubierto de cadáveres de hombres y monturas, donde los desgraciados cuyas heridas no habían sido tan graves como para fallecer de forma inmediata gemían retorciéndose de dolor, antes de recibir un tajo de gracia o de que algún caballo los aplastase. En aquella mañana de tórrido calor, el polvo, el sudor y el olor dulzón de la sangre se desparramaron entre las navas.
—No tenemos más remedio que utilizar ya nuestra retaguardia. Arzobispo, vos y yo puede que muramos hoy aquí —comentó pesimista el rey castellano a Rodrigo Ximénez de Rada, quien ocupaba su diestra.
—De ninguna manera; antes bien, aquí venceréis a los enemigos de la cristiandad —declaró el aludido antes de lanzarse, espada en mano, al combate.
—¡Ilustrísima! —gritó el monarca sin que el destinatario de sus palabras pudiera escucharlas, ya en medio de la contienda.
Tras el arzobispo partieron las tropas que éste había llevado a la contienda, entre las cuales se hallaba un canónigo de Toledo que, como única arma, portaba una cruz de plata dorada sostenida en alto por un largo palo lijado para hacerla bien visible. Como si de un milagro se tratase, aquella cruz permanecía inmóvil en mitad de la batalla, sin que nadie osase acometer contra ella o su portador. Alfonso VIII siguió los pasos de su confesor y se unió a la contienda. Pedro II de Aragón y Sancho VII de Navarra hicieron lo propio al observar el movimiento del rey castellano, con lo que todas las piezas se pusieron sobre el tablero. El desenlace sólo dependía de saber moverlas con precisión.
—¡Cuidado! —la voz de don Gómez Garceiz cruzó el aire de forma simultánea a su espada, que partió una pica sarracena antes de segar el brazo de quien la portaba. El desgraciado que acababa de ser desmembrado no tuvo tiempo ni para gritar. Otro mandoble dirigido al pecho acabó con su vida unos segundos más tarde.
—Gracias, no había visto a ese infante musulmán —contestó aliviado don Guillermo.
—Ha estado cerca —resopló Ginés, quien también había visto acercarse al sarraceno por la espalda del hijo del monarca navarro, pero que estaba demasiado lejos para poder detener el ataque.
Tras el susto, el alférez levantó otra vez la espada en busca de un enemigo al que atravesar con ella, pero no lo encontró. Con la cabalgada de las retaguardias de los tres reyes cristianos se había formado un tremendo tapón en el comienzo del Cerro de los Olivares. Los supervivientes de las avanzadas y cuerpos centrales de ambos ejércitos llevaban ya horas de batalla atascados en aquel lugar, pero la llegada de las dos retaguardias había embarullado todavía más la situación en las proximidades. El número de hombres y monturas heridos o muertos era terrorífico y el desorden reinaba en toda la línea de choque. Sin saber muy bien cómo ni por qué, el lance había producido una reagrupación de los jinetes navarros que había dejado libre de enemigos una pequeña zona, aunque al frente proseguían los encarnizados combates, cuyo peso era soportado las milicias abulenses bajo el mando de Sancho.
—Ginés, tú que presumes de buena vista, aprovecha esta pausa para otear la situación de la batalla —indicó el alférez.
—La inercia nos ha hecho desplazarnos cada vez más hacia la derecha de la contienda. Son las milicias castellanas puestas bajo el mando de Sancho las que ahora llevan la mayor parte de la carga de la batalla en este flanco —contestó el aludido tras ponerse de pie sobre las espuelas.
—¿Y los sarracenos? —preguntó don Guillermo.
—Ellos también se están desplazando, sólo que hacia el otro lado, hacia nuestra izquierda; hacia el centro de la batalla—respondió el templario.
—¿Puedes averiguar el motivo? —insistió el hijo ilegítimo del monarca.
—Uhmm… Creo que ya sé por qué. El cuerpo de ejército castellano parece que ha contraatacado con éxito y comienza a avanzar hacia el campamento de al-Nasir y… ¡Esperad! ¿Qué ocurre allí enfrente?
Sus ojos no daban crédito. Las tropas almohades, mal coordinadas, habían dejado un gran hueco en sus filas al intentar llevar ayuda a sus congéneres que combatían cuerpo a cuerpo contra Alfonso VIII.
—¡Mi señor! ¡El pasillo! —gritó Ginés como un poseso a su rey, que había avanzado hasta la vanguardia de las tropas navarras para unirse a la lucha cuerpo a cuerpo.
Sancho no lo oyó entre aquella algarabía, pero sí pudo ver el brazo extendido de Ginés señalando con insistencia hacia el suroeste. El monarca se alzó sobre los estribos de su montura, y miró en aquella dirección. El corazón se le aceleró con la imagen: una oportunidad; una inesperada oportunidad.
—¡A mí, nobles del Viejo Reyno! —tronó la garganta del Ximeno, quien, tras cambiar la espada por unas enormes mazas de hierro, se lanzó como un poseso hacia el hueco descubierto entre las filas enemigas.
El desaforado ataque de Sancho no pasó desapercibido para el resto de la expedición navarra, ni para las milicias castellanas puestas bajo su mando. Sin cruzar palabra alguna, todos ellos orientaron su ofensiva en la dirección que había tomado el monarca.
El Rey Fuerte parecía haber sido presa de algún hechizo. Sujetándose con las rodillas a la grupa del caballo, lanzaba derrotes de maza a derecha e izquierda contra los aterrados infantes sarracenos. Muchos intentaban esquivar los golpes alejándose un poco del monarca, pero la presunta distancia de seguridad, que hubiera sido suficiente en cualquier otra circunstancia, se hacía terriblemente corta para la envergadura de aquel gigante. Cráneos hundidos y pechos destrozados fueron las consecuencias de aquellos errores de cálculo. Por detrás, sus subordinados imitaban al Ximeno. En tan sólo unos momentos, aquella acometida había dibujado una profunda cuña en las filas almohades.
—¿Y ahora qué? —preguntó Ginés a su monarca al alcanzar el pie de la ladera derecha del cerro de los Olivares, en cuyo alto se levantaba el campamento almohade.
—Parece que no reaccionan —contestó Sancho—. Frente a nosotros escasean los afamados jinetes sarracenos, y sólo nos enfrentamos a la infantería, cuyas líneas están cada vez más desordenadas y distanciadas unas de otras. Eso nos favorece. —El pecho de otro infante almohade recibió un mazazo propinado por el rey.
—Pero queda lo más peligroso, la ascensión al cerro, que parece lo suficientemente escarpada como para entorpecer el movimiento de nuestros caballos —matizó el alférez real, recién llegado hasta allí.
—Será más peligroso si les damos tiempo a reaccionar.
Sancho no se lo pensó dos veces y espoleó con rabia a su montura, sabedor de que el éxito o el fracaso dependía del efecto sorpresa. El caballo respondió con poderosas zancadas mientras el gigante que llevaba a cuestas despejaba a mazazos el camino de enemigos. Tras él, un cada vez más compacto grupo de jinetes le acompañaba en su destino, fuese el que fuese, tratando de evitar las flechas lanzadas desde lo alto.
La montura del Ximeno estaba llegando al límite de sus fuerzas. El noble bruto despedía por la boca borbotones de espuma blanca, que se tintaban de rosa por la sangre que comenzaba a manar de las comisuras del bocado. Casi habían conseguido coronar el cerro cuando el monarca navarro observó como, desde arriba, una figura vestida con una túnica ricamente decorada hacía aspavientos con los brazos. Sin duda, se trataba de algún jeque almohade que se había percatado del peligro de la embestida cristiana y solicitaba ayuda a sus hermanos de fe. Si ese auxilio llegaba raudo, Sancho y los suyos podían darse por muertos.
El rey navarro giró la cabeza para observar el avance de sus huestes, pero detuvo el movimiento del cuello a mitad del recorrido. Allí mismo, apenas a un centenar de pasos, se encontraba la tienda de al-Nasir, rodeada por su guardia personal. Sancho pudo ver al miramamolín arengando a sus tropas sobre una alfombra roja. Estaban de suerte; la posición del emir no se situaba en lo alto del cerro, sino en otra algo más baja. El paso acelerado de una montura cristiana sin nadie a la grupa sacó al Ximeno de su abstracción. Instintivamente, el rey navarro azuzó a su montura, que realizó un último esfuerzo para alcanzar la cima de los Olivares. No fue el primero en hacerlo: a su llegada pudo encontrar a Ginés y a dos caballeros de la milicia de Segovia batiéndose contra un enjambre de sarracenos que había acudido a la llamada de auxilio del jeque. Sin detenerse un instante, Sancho levantó las mazas para descargarlas contra los almohades que se abalanzaban sobre él y comenzó a descender la suave colina que llevaba hasta al campamento de al-Nasir. Por detrás, más y más jinetes cristianos conseguían remontar el cerro.
—¡Loado sea el cielo! ¡Mirad allí arriba! —exclamó el canónigo que sostenía firmemente aquella cruz milagrosa en mitad de la lid.
Sus palabras fueron escuchadas por Rodrigo Ximénez de Rada, quien lo escoltaba espada en mano. El arzobispo elevó la vista hacia la cima del cerro, donde observó a varios jinetes enfundados en cota de malla asestando golpes y mandobles con sus armas. Entre ellos, destacaba una figura ciclópea compuesta por un descomunal caballo y un jinete que no le andaba a la zaga en cuestión de talla.
—¡Bendito sea Nuestro Señor! ¡Es Sancho de Navarra quien se encuentra frente a la tienda de al-Nasir! —gritó el arzobispo de Toledo mientras realizaba la señal de la cruz.
—¡Vamos! ¡Hacia la victoria! —espoleó el canónigo a sus compañeros, mientras la noticia se extendía por el campo de batalla.
Un griterío ensordecedor emergió de las gargantas cristianas, a la vista de que algunos almohades comenzaban a replegarse. En el cerro, los navarros se acercaban cada vez más a la línea defensiva de postes unidos con cadenas que protegía la tienda del emir. Tras acabar con la vida de los dos últimos sarracenos que lo habían hostigado, Sancho volvió a dirigir la vista hacia la alfombra roja. Esta vez, su ocupante le daba, de pie, directamente la cara.
Fue un instante en el que el tiempo se detuvo. Allí estaba, casi al alcance de la mano, el hombre que no se había dignado a recibirlo tras haber luchado a su favor en las arenas tunecinas. Como si un resorte contenido hubiese saltado en su interior, el Ximeno se lanzó como un poseso contra la guardia personal del miramamolín, actitud que imitaron sus vasallos. Una secuencia interminable de golpes de maza iba abriendo un pasillo de carne entre los fanáticos imesebelen, que se lanzaban en el camino del rey navarro a pecho descubierto, con la única intención de entorpecer la marcha de los atacantes y dar así tiempo al emir para escapar.
El sudor corría a raudales por la frente de Sancho, enfrascado en la titánica labor de abrirse paso entre aquellos suicidas. De pronto, uno de los golpes de maza dio en algo duro y saltaron por el aire los eslabones de una gruesa cadena de hierro. Había llegado al límite del recinto emiral. Varios golpes más sirvieron para separar la red de cadenas de las estacas que la sujetaban al suelo, aunque para ello hubiera de seccionar más de un miembro de los infortunados escoltas de al-Nasir que permanecían atados a ésta.
Habían entrado y, con ello, puesto destino a la batalla. El monarca volvió a dirigir su vista hacia el lugar donde había divisado por última vez al miramamolín, y descubrió con tormento que el destinatario de su ira montaba en un alazán negro para emprender la retirada.
—¡No! ¡Ahora que te tengo tan cerca, no! —Sancho gritó como un poseso sin poder evitar, acosado por otra miríada de infantes almohades salidos de la nada, la huida del emir.
Al pie del cerro, la desbandada sarracena era ya una realidad. Pronto la bandera de Toledo asomó en lo más alto de la ladera de los Olivares, seguida de Alfonso VIII y Rodrigo Ximénez de Rada. Más hacia la izquierda, la enseña barrada en rojo y amarillo y las banderas oscenses de San Jorge indicaban que Pedro II de Aragón y sus súbditos se unían a la victoria. Se persiguió al emir y a sus hombres durante el resto del día, pero al-Nasir consiguió escapar. No tuvieron la misma suerte muchos de sus soldados, que fueron masacrados en aquella desordenada retirada.
A la puesta del sol, en lo alto del cerro de los Olivares, el arzobispo de Toledo, mientras entonaba una oración de acción de gracias, alzó aquella cruz milagrosa que había salido indemne del combate. Frente a él, tres cabezas coronadas, rodilla en tierra, respondían fervorosos a la plegaria. Tras ellos, todo cristiano que podían sostenerse por sí mismo imitaba a sus señores. Terminada la ceremonia, Sancho se retiró en solitario hacia el lugar donde había estado la tienda real del miramamolín, ahora destrozada tras haber saqueado todos sus tesoros. Ginés y don Guillermo acudieron a su diestra, pero el monarca realizó un gesto con la mano: deseaba estar a solas con sus pensamientos.
El monarca navarro vagabundeó entre los cadáveres con su escudo agarrado con la mano izquierda. Era una sensación extraña, como si, ahora que todo había terminado, necesitase su protección. Su viaje sin rumbo le llevó hasta el lateral del cerro por donde había llevado a cabo aquella frenética ascensión. De repente, su pie golpeó con algo metálico: varios eslabones de las cadenas con las que al-Nasir había hecho rodear su palenque. Recordó con nitidez el golpe de sus mazas que había hecho saltar por los aires una sección de esas cadenas. ¿Se trataba acaso de aquel mismo pedazo? Daba igual, pero sintió el impulso de comprobarlo. Con el cuerpo molido por el esfuerzo, instintivamente desenvainó su espada para insertar la punta entre los eslabones y elevarlos hasta sus ojos. No había nada de especial en aquellos pedazos de hierro forjado, pero dejó el escudo apoyado sobre su pierna izquierda para liberar esa mano y poder asir con ella los eslabones. El contacto con el metal fue como un relámpago que recorrió sus carnes. Se quedó unos instantes hipnotizado; luego, hizo descender lentamente la mano izquierda hasta su escudo con la gran águila negra labrada, al que agarró por su borde superior sin soltar los eslabones, cuyos extremos quedaron colgando a ambos lados de la cabeza de la rapaz. Por último, elevó la cabeza con la mira perdida hacia el infinito dando la espalda al sol, que se ocultaba tras él tintando el cielo de amarillo y naranja.
Cadenas, pensó. Había sido capaz de superar las físicas, esas que ahora llevaba asidas, pero se sabía preso de otras mucho más pesadas pese a no estar forjadas en metal: las del Destino. Esas que lo habían llevado, a él y a sus hermanos, por todo el mundo conocido en busca de una estabilidad que nunca habían logrado y que dudaba mucho que algún día pudieran conseguir.
4
Primavera, año 1215
El canónigo Lucca di Montanelli observaba embelesado el paisaje que ofrecía la balconada de la estancia principal del Palacio Arzobispal de Toledo. La ciudad había encandilado al joven en su primer viaje a Hispania. La gran hoz del Tajo, la aljama judía y los restos del esplendoroso pasado musulmán habían atraído especialmente la atención de quien había pasado la mayor parte de su vida transitando por los pasillos del Palacio de Letrán, la residencia papal en Roma.
—Volved a este mundo —indicó Rodrigo Ximénez de Rada a su ensimismado invitado.
—Perdonad, ilustrísima. Hay veces que pierdo la noción del tiempo ante tanta belleza.
—Os recuerdo que vuestro viaje se supone que era para convencerme de que sacase tiempo para viajar a Roma, no para que vos lo perdáis curioseando por Toledo —el tono del arzobispo delataba un ligero reproche.
—Vuelvo a excusarme. Estáis en lo cierto, la única misión que me encomendó el cardenal Savelli fue la de convenceros de que acudáis a Roma para participar en el concilio convocado por su santidad. No obstante, toda esta belleza me nubla los sentidos. Pero yo no soy el único que comete olvidos, ilustrísima. Recordad que todavía no habéis cumplido con vuestra promesa de enseñarme esa cruz milagrosa que se paseó por las Navas, ni tampoco el pendón que vos mismo arrancasteis con vuestras manos de la jaima del miramamolín.
—Lo del pendón no fue cosa mía, sino de las milicias segovianas que acompañaban a Sancho de Navarra. Ya veo que los tres años transcurridos desde la batalla han servido para tergiversar los hechos. Por desgracia, parece que de esa victoria han sacado más provecho los trovadores que nosotros mismos.
—¿Insinuáis que la mayor victoria cristiana contra el infiel en décadas ha sido infructuosa?
—Desde luego, no le hemos sacado todo el partido previsto. Es cierto que los almohades han perdido gran parte de su poder y que incluso al-Nasir tuvo que abdicar a favor de su hijo, y que murió poco después, probablemente envenenado por su familia ante la humillación de la derrota. Pero no hemos podido aprovechar como es debido esta debilidad sarracena. En los dos años posteriores a la batalla, las cosechas fueron muy malas, y la hambruna se extendió por Castilla, lo que nos impidió reclutar hombres para lanzarnos contra del valle del Guadalquivir. Además, al término de ese segundo año, Nuestro Señor quiso llevarse a su presencia tanto a mi recordado rey Alfonso como a don Diego López de Haro, lo que ha dejado el reino en manos del nuevo rey Enrique; un adolescente.
—Al que vos mismo tutorizáis —comentó el romano.
—No, mi joven canónigo. Es cierto que soy el consejero espiritual del nuevo monarca, pero la tutoría ha recaído sobre don Álvaro Núñez de Lara, que cuenta con la oposición de una parte no desdeñable de la nobleza castellana. Esa división es la que nos impide organizar otra gran expedición para echar a los almohades al Mediterráneo, algo que parecía factible tras las Navas.
—Se dice que una maldición persigue a los participantes en dicha batalla. A las dos muertes que habéis mencionado hay que unir la de Pedro II de Aragón al año siguiente —señaló Lucca.
—Esa muerte no tuvo nada que ver con una maldición, os lo aseguro. El enfrentamiento entre Simón de Monfort y el rey aragonés sólo era una cuestión de tiempo. Todo el mundo sabía qué ocurriría si Pedro seguía apoyando a toda esa nobleza occitana protectora de los herejes cátaros. Su muerte en la batalla de Muret a manos de los soldados de Simón fue su justo castigo por ser cómplice de una herejía. El mismísimo papa ya lo había excomulgado ese año por idénticos motivos, pero Pedro hizo caso omiso. A pesar de sus faltas, no me alegro del fatídico desenlace —matizó Rodrigo con gesto sombrío.
—¿Por qué? Vos mismo reconocéis que ha sido un castigo justo.
—Es bueno para Hispania que sus dos principales reinos permanezcan estables, mas en estos momentos en Aragón reina la anarquía. Hasta el arzobispo de Zaragoza ha tenido que recurrir a su santidad para que Simón de Monfort devuelva a sus tutores aragoneses al joven Jaime I, quien ahora permanece recluido con los templarios en el castillo de Monzón mientras Aragón se tambalea por la desastrosa regencia de su tío abuelo, el infante Sancho Raimúndez.
—Un niño al frente de Aragón y un adolescente al mando de Castilla… —musitó Lucca—. Si mis conocimientos de historia no me engañan, la última vez en que se dio una situación similar Navarra lanzó una gran ofensiva contra La Rioja.
—Precisamente por eso es muy peligroso que me desplace en estos momentos hasta Roma. Es cierto que las habilidades políticas de Sancho el Fuerte no son comparables a las de su padre, y que, además, el Ximeno ya ha alcanzado los sesenta años, edad en la que debería pensar más en buscar un heredero para Navarra que en atacarnos a nosotros; pero no me fío. Le conozco bien y su carácter impulsivo le podría llevar a intentarlo. Pero de momento Sancho se entretiene con su ronda de expolios y coacciones.
—¿Expolios y coacciones? —cuestionó, sorprendido, el canónigo.
—Sí, algo muy largo de explicar, pero que no viene al caso que nos ocupa. Lo realmente peligroso es que Sancho dispone ahora de dinero suficiente como para contratar mercenarios en número tal que pudieran formar un ejército temible. Por supuesto, en previsión de esa contingencia, hemos dado órdenes de reforzar todas las guarniciones de La Rioja, Álava y Guipúzcoa, pero la mejor prevención para evitar esa amenaza consiste en crear al rey navarro suficientes problemas internos como para que se olvide de poner la vista sobre los reinos vecinos.
—Mi instinto me dice que ya tenéis algo en marcha respecto a eso.
—Puede —respondió irónico el arzobispo—. Sancho consiguió que el nombramiento del obispo de Pamplona recayese en don Espárago de la Barca, un hombre muy cercano a sus tesis, pero hacemos todo lo que está en nuestras manos para que el cabildo catedralicio pamplonés, junto con buena parte del clero del Viejo Reyno, se enfrente a su obispo y, indirectamente, a Sancho. No es tarea fácil; hemos encontrado graves reticencias a nuestros planes en algunos de los principales jerarcas eclesiásticos navarros, en especial, por parte del nuevo prior de Roncesvalles, el anterior adjunto de la colegiata en construcción. También estamos preparando ya a uno de nuestros hombres para ocupar el cargo de obispo de Pamplona cuando el actual fallezca.
—¿No insinuaréis…? —El rostro del romano palideció.
—Nadie atentará contra don Espárago, si es eso lo que os preocupa. Pero es un hombre de edad avanzada y su fallecimiento no puede demorarse demasiado. Simplemente, estaremos preparados cuando eso ocurra. No obstante, todas estas medidas no bastan para garantizar que Sancho no se decida cualquier día de éstos a lanzarse a la guerra. Y es aquí donde la curia romana podría ayudarnos, en especial vuestro mentor, el cardenal Savelli.
—Vos diréis —respondió Lucca con ansiedad.
—Para empezar, la diplomacia papal podría dejar caer en círculos cercanos a la cancillería navarra que el santo padre excomulgaría a Sancho si osase atacar cualquier otro reino cristiano.
—Una medida contundente —asintió el joven canónigo.
—Necesaria, pero no suficiente. Sancho ya estuvo a punto de ser excomulgado por el cardenal Santángelo hace más de diez años, y no por ello renunció a su alianza con los almohades. Hay que conseguir algo que realmente le desconcierte, que le duela en lo más íntimo, y, conociéndole, nada mejor que un escándalo en su familia para ello.
—¿Un escándalo? ¿En qué estáis pensando? Mejor dicho, ¿en quién estáis pensando?
—En la condesa viuda de Champaña.
—¿Y qué escándalo podríais fabricar que salpicase a la hermana de Sancho? Por lo que yo sé, es una mujer volcada completamente en la regencia de su condado en nombre de su hijo Teobaldo.
—Digamos que, de vez en cuando, saca tiempo para otras actividades menos ejemplares… Me refiero al placer carnal fuera de la sagrada unión matrimonial.
—¿Estáis seguro de lo que acabáis de afirmar? Es una acusación grave y, aunque se confirmase, no comprendo cómo podría afectar al rey navarro. La condesa lleva su propia vida, muy alejada de las tribulaciones del Viejo Reyno.
—¿Cambiaría vuestra apreciación si os dijese que el posible amante de la condesa es uno de los principales personajes de la diplomacia navarra? En concreto don Rodrigo de Argaiz, una de las personas en quien Sancho tiene más confianza. Si se demostrase, el escándalo sería mayúsculo.
—Pero, insisto, ¿tenéis pruebas sólidas de esa relación ilícita?
—Por desgracia, no concluyentes. Tan sólo algunos indicios recogidos por nuestro espía del cabildo catedralicio de Tudela cuando Blanca todavía estaba soltera, y otros más o menos velados recogidos en Troyes, la capital del condado champañés. No deja de ser curioso que Rodrigo de Argaiz haya sido siempre la persona encargada de mantener el contacto entre Sancho y su hermana, algo que le ha obligado a viajar bastantes veces entre Tudela y Troyes. Según parece, las recepciones personales de la condesa a don Rodrigo suelen…, ¿cómo decirlo?…, durar demasiado para un mero intercambio de noticias familiares.
—¿Insinuáis que podría deberse a otro tipo de intercambio? —Lucca sonrió.
—Algo así —el arzobispo respondió serio—. De todas formas, todos esos indicios son insuficientes para producir el escándalo buscado. Podríamos intentar utilizar a los diplomáticos castellanos desplazados hasta París para que husmeasen en el entorno de la condesa, pero sería contraproducente. El viejo Felipe de Francia ha comenzado a delegar en su hijo Luis las tareas de gobierno. Eso coloca a mi señora, la infanta Blanca de Castilla, como esposa de Luis, muy cerca de ser la primera dama de Francia. No es cuestión de que alguien pudiera relacionarla indirectamente con este asunto.
—La futura reina de Francia fue elegida directamente de entre sus nietas castellanas por doña Leonor de Aquitania, ¿no es así?
—Sí, pero eso importa poco en esta cuita. Desde que se marchó a París, la mejora amiga que ha tenido mi señora ha sido precisamente la condesa de Champaña. Por eso mismo no es conveniente implicar a personas relacionadas con Castilla en esta búsqueda de pruebas.
—Pero sí se podría aprovechar la profunda amistad del obispo de Troyes con mi señor, el cardenal Savelli, para que el primero realizase las oportunas averiguaciones. ¿Estoy en lo cierto?
—Observo que no hacen falta más palabras —el de Rada sonrió—. Por cierto, mi inteligente amigo, ya que deseáis tanto contemplar el pendón de las Navas, no veo mejor momento que éste. Pronto será llevado al monasterio de las Huelgas Reales de Burgos, como era el deseo del fallecido rey Alfonso, quien reposa en una de sus capillas. Vayamos pues y, cuando volváis a Roma, describídselo con detalle al cardenal Savelli, tras recordarle que en Toledo deja a un humilde servidor ansioso por devolverle el favor prestado.